domingo, 27 de julio de 2008

Edgar Allan Poe


Poe, Edgar Allan (1809-1849), escritor, poeta y crítico estadounidense, más conocido como el primer maestro del relato corto, en especial de terror y misterio.

Nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres, actores de teatro itinerantes, murieron siendo él niño, y fue criado por John Allan, un hombre rico de negocios de Richmond (Virginia), que probablemente fue su padrino. A los seis años viajó con la familia Allan a Inglaterra donde ingresó en un internado privado. Después de regresar a Estados Unidos en 1820 siguió estudiando en centros privados y asistió a la universidad de Virginia durante un año, pero en 1827 su padre adoptivo, disgustado por la afición del joven a la bebida y al juego, se negó a pagar sus deudas y lo obligó a trabajar como empleado.
Contrariando la voluntad de Allan, Poe abandonó su nuevo trabajo, que detestaba, y viajó a Boston donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros poemas (1827). Poco después se alistó en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y se reconcilió con Allan, que le consiguió un cargo en la Academia militar, pero a los pocos meses fue despedido por negligencia en el deber; su padre adoptivo le repudió para siempre.
Al año siguiente de publicar su tercer libro, Poemas (1831), se trasladó a Baltimore, donde vivió con su tía y una sobrina de 11 años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento 'Manuscrito encontrado en una botella' ganó un concurso patrocinado por el Baltimore Saturday Visitor. De 1835 a 1837 fue redactor de Southern Baltimore Messenger.
En 1836 se casó con su joven sobrina y durante la década siguiente, gran parte de la cual fue desgraciada a causa de la larga enfermedad de Virginia, Poe trabajó como redactor para varias revistas en Filadelfia y Nueva York. En 1847 falleció su mujer y él mismo cayó enfermo; su desastrosa adicción al alcohol y su supuesto consumo de drogas, atestiguado por sus contemporáneos, pudo contribuir a su temprana muerte en Baltimore, el 7 de octubre de 1849.

Poe quiso ser poeta, pero la necesidad económica le obligó a abordar el relativamente beneficioso género de la prosa. Cierto o no que inventase el cuento, fue quien inició la novela policiaca. Quizá su relato más famoso en este género sea 'El escarabajo de oro' (1843), que trata de la búsqueda de un tesoro enterrado. 'Los crímenes de la calle Morgue' (1841), 'El misterio de Marie Rogêt' (1842-1843) y 'La carta robada' (1844) están considerados como los predecesores de la moderna novela de misterio o policiaca.
Además de su soberbia construcción argumental, la mayoría de sus cuentos sobresalen por la morbidez de su inventiva. Destacan 'La caída de la casa Usher' (1839), en el que tanto el argumento como los personajes acentúan la penetrante melancolía de su atmósfera; 'El pozo y el péndulo' (1842) es un escalofriante relato de crueldad y tortura; en 'El corazón delator' (1843) un maníaco asesino es impelido por su inconsciente a confesar su culpa, y 'El barril del amontillado' (1846), es un relato estremecedor de venganza.

Raymond Chandler

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Chandler, Raymond Thornton (1888-1959), escritor estadounidense de novela policiaca, nacido en Chicago. Es conocido ante todo por ser el creador de Philip Marlowe, un duro y honesto detective privado cuya sensatez choca en ocasiones con el entorno brutal, sórdido y envarado de California, donde trabajaba.
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Aunque norteamericano, tras el divorcio de sus padres fue llevado a Inglaterra, donde recibió una sólida formación literaria. Estudió en el Dulwich College de Londres (1900-05) a clásicos y modernos. También viajó a Francia y Alemania (1905-07) y se nacionalizó británico en 1907. Fue soldado en los Gordon Highlander de Canadá, empleado de banco, periodista, ejecutivo de una empresa de petróleos, de donde fue despedido por acosar a las secretarias, e intentó suicidarse. Trabajó como reportero para el London Daily Express y para la Bristol Western Gazette (1908-12). Publicó 27 poemas y su primer relato The Rose Leaf Romance antes de regresar a los Estados Unidos. Participó en la Primera Guerra Mundial y regresó a California, donde viviría ya el resto de su vida. Al morir su madre en 1924, se casó con Pearl Cecily Bowen (Cissy), dieciocho años mayor que él, y el matrimonio duró casi treinta años, hasta el fallecimiento de ella en 1954, aunque no tuvo hijos. En 1933, a los 45 años, se dedicó por entero a escribir. No fue un escritor rápido, y su estilo es muy cuidado y laborioso, frecuente en característicos rasgos de ingenio cáustico que dieron a la novela negra una dignidad literaria desconocida hasta entonces. Su primer cuento fue Blackmailers Don't Shoot, para la revista Black Mask, un pulp dedicado a los relatos de acción; desde entonces no abandonó el género.
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Intentó imitar a Dashiell Hammett, pero su estilo es muy diferente; Hammett es seco e impresionista, y Chandler irónico y cínico. Creó ya por entonces al detective privado Philip Marlowe. Entre 1933 y 1939, produjo 19 relatos.
De Hammett toma la denuncia social de las ambiciones de la sociedad capitalista, donde el dinero y la búsqueda del poder son los motores verdaderos de las relaciones humanas, con sus consecuentes secuelas de crímenes, marginación e injusticia. Reflexionó sobre el arte de la novela policiaca en su ensayo El simple arte de matar (1950).
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A los 51 años aparece su primera novela, El sueño eterno (1939), donde Marlowe se mueve por la cara oscura del soleado Los Ángeles y ayuda a evitar el infarto de un millonario al rescatar a su hija de un chantaje; se considera, sin embargo, que su mejor novela es El largo adiós (1953), donde Marlowe descubre que una falsa muerte oculta en realidad un cambio de identidad. En 1943 se le propuso trabajar en Hollywood adaptando el guión de Double Indemnity (Perdición), sobre la novela de James Cain, dirigida por Billy Wilder. Tras la muerte de su esposa en 1954, el escritor sufrió fuertes depresiones, aumentó su alcoholismo e intentó suicidarse en dos ocasiones.
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Su Obra
The Big Sleep (1939) (El sueño eterno)
Farewell, My Lovely (1940) (Adiós, muñeca)
The High Window (1942) (La ventana alta)
The Lady in the Lake (1943) (La dama del lago)
Five Murderers (1944)
Trouble Is My Business (1950)
The Little Sister (1949) (La hermana pequeña)
The Simple Art of Murder (1950) (El simple arte de matar)
The Long Goodbye (1953) (El largo adiós)
Pick-Up On Noon Street (1953)
Playback (1958)
Poodle Springs (1959)
Killer in the Rain (1964)
The Smell of Fear (1965)
The Notebooks of Raymond Chandler (1976)
Selected Letters of Raymond Chandler (1981)
Raymond Chandler: Stories and Early Novels (1995)
Guiones
Double Indemnity (Perdición, 1944). (con Billy Wilder, sobre la novela de James M. Cain)
The Blue Dahlia (La dalia azul, con Fritz Lang -uno de los maestros del cine negro- en 1946)
Playback (1948)
Strangers on a Train, (Extraños en un tren, 1951, con C. Ormonde y sobre la novela original de Patricia Highsmith)

sábado, 26 de julio de 2008

Castruccio: un Borgia en el plata


Crónicas rojas / Diez crímenes argentinos

Era un inmigrante italiano llegado a Buenos Aires a fines del 1800. Desesperado por la miseria, planeó un asesinato macabro. ¿El arma? La estricnina, un veneno letal. Su historia abre la serie en la que el escritor Alvaro Abós reconstruirá algunos de los crímenes que conmovieron al país

Una mañana de agosto de 1889, un hombre llamado Luis Castruccio se presentó en las oficinas de la Compañía de Seguros La Previsora del Hogar con la intención de cobrar una póliza. Comenzaba así un caso célebre en los anales del crimen argentino: durante muchos años, la personalidad singular del asesino Castruccio alimentó polémicas y dio origen a un debate criminológico sobre la ambigua frontera entre la locura y el crimen y sobre el más tortuoso de los delitos: el envenenamiento.

Luigi Castruccio era oriundo de Rapallo, cerca de Génova, y había llegado a Buenos Aires a sus veinte años, en 1878, mezclado con miles de inmigrantes que anhelaban "hacer la América". Era pobre de solemnidad y carecía de familia. Todo fue duro para el muchacho ligur, quien deambuló por oficios diversos: fue albañil, peón de frigorífico, sereno, corredor de comercio.

Castruccio era un hombre de pequeña talla pero de recia musculatura, muy rubio y de piel fina, con ojos claros y protuberantes. Lo distinguían su verbosidad y el énfasis con que gesticulaba. Aunque su castellano era muy malo, eso no le impedía hablar hasta por los codos. Durante algunos meses, Castruccio se trasladó a La Plata, la ciudad que en unos pocos meses surgió de nada bajo la dirección del gobernador Dardo Rocha.

La Plata, 1882: un El Dorado donde abundaba el trabajo; se construían a ritmo de vértigo las diagonales, las avenidas, los edificios públicos. Castruccio volvió a Buenos Aires con algunos ahorros y alquiló una casa en la calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre), pero pronto volvió a padecer problemas económicos. Nunca pudo abrirse camino. Los delirios de grandeza del italiano chocaban con su pobre formación.

Ciclotímico, los fracasos lo sumían en depresión y entonces incubaba ideas suicidas. En 1888 tuvo una crisis. Durante un descuido de su médico, el doctor Tomás Mackern, le robó una receta y con ella adquirió un frasco de estricnina. Estaba dispuesto a suicidarse. Llegó a redactar su testamento. Cuando Castruccio se convirtió en un asesino célebre, este documento de su puño y letra fue analizado con detalle, ya que desnudaba rasgos de su personalidad. Al escribir, mezclaba lecturas y opiniones. En el testamento, tras abundar en apocalípticas citas de Flammarion y Víctor Hugo, Castruccio describía el infierno, que no era, según él, el que prometía el Papa, ese "farsante del Vaticano", sino "el fuego central que hará más mal a los vivos que a los muertos". Castruccio legaba su fortuna -que por cierto no existía- al Hospital Italiano de Buenos Aires, que entonces se alzaba en la esquina de Caseros y Bolívar. Pero había agregado una condición: que los fondos no se destinaran a ninguna sala para mujeres. El testador era un misógino que consideraba a la mujer un "animal maligno", culpable de sus tribulaciones.

En algún momento, el futuro asesino desistió del suicidio. "En lugar de vengarme de la sociedad suprimiéndome, decidí hacerlo matando a otro", le diría a uno de los psiquiatras que estudiaron su caso.

Castruccio, cuya omnipotencia rayaba en la megalonamía, decidió solucionar sus problemas económicos mediante un crimen. Estaba seguro de que podría engañar al mundo y salir indemne.

Publicó un anuncio en la prensa pidiendo un sirviente. Así, reclutó a alguien que reunía todas las condiciones requeridas para su plan criminal. El criado era un mocetón francés llamado Alberto Bouchot Constantin, recién llegado a Buenos Aires y que no conocía a nadie en la ciudad. Esto era algo frecuente en aquella Buenos Aires en plena expansión, donde más de la mitad de sus 437.875 habitantes, incluidos los vecinos de Belgrano y Flores, pueblos recién incorporados a la urbe, eran extranjeros. Provenientes de todos los confines del mundo, hombres anónimos, algunos perseguidos, otros fracasados de mil orígenes, desembarcaban para rehacer su vida en estas orillas. La víctima del crimen perfecto que quería cometer Castruccio sería, como él mismo, un inmigrante.

Castruccio ganó la voluntad del criado dándole un trato cordial e íntimo. Lo hizo comer en su mesa y le instaló una cama en su propio dormitorio. Cuando la relación entre amo y sirviente se consolidó, no le fue difícil a Castruccio convencer al francés de que contratara una póliza de seguro. En la solicitud, Bouchot se presentó como cuñado de Castruccio.

Su plan inicial era matar a Bouchot asfixiándolo con cloroformo. Cada noche, Castruccio embebía un trapo en cloroformo y lo aplicaba suavemente en la cara del hombre que dormía. Pero no conseguía que su víctima "se durmiera" para siempre. Bouchot se agitaba. En una oportunidad, abrió los ojos de pronto y, a su lado, vio a su patrono, inclinado sobre él. El francés pasaba el día somnoliento. Los vecinos del barrio de Montserrat le preguntaban sobre su estado, y Bouchot, confusamente, explicaba que no podía dormir.

El veneno

Entonces Castruccio decidió envenenar a Bouchot. El uso del veneno como arma homicida se asocia a la astucia y la paciencia. La historia recuerda a Agripina, que envenenó a su esposo, el emperador Claudio, para beneficiar a su hijo Nerón, quien de todas maneras también la hizo envenenar; a Locusta, a Catalina de Medici y sobre todo a los Borgia, una familia que recurría a la cantarella (veneno) para eliminar a todo tipo de enemigos: así, Rodrigo Borgia llegó a ser papa con el nombre de Alejandro VI. Su hijo César -admirado por Maquiavelo- y su hija Lucrecia fueron otros miembros de lo que el historiador policial argentino Andrés I. Flores llama la "secta de los envenadores" y caracteriza como el terror de los policías, pues el veneno no deja huella.

Castruccio se decidió por la estricnina, la nuez vómica originaria de la India, una sustancia que, por ser insípida, puede incluso ser diluida en agua. Se la administró a Bouchot en las comidas, de manera gradual. Durante varios días, Castruccio vertió pequeñas dosis del veneno en la comida del francés.

Atacado por el cloroformo y por la estricnina, el criado desfallecía. Durante el proceso, Castruccio admitió que había planeado fríamente asesinar a su mucamo, pero intentó atenuar su conducta.

-¿Por qué le daba cloroformo? -le preguntaba el fiscal a Castruccio.

-Porque quería ahorrarle sufrimientos. Quise que muriera durmiendo. Para que no sufriera.

Esta tesis fue destruida por el fiscal, quien demostró que el asesino había sometido a su víctima a un auténtico martirio. La agonía de Bouchot, atacado por fuertes espasmos de estómago, resultó atroz.

Castruccio, astuto en la simulación, fingía preocuparse por la salud de su sirviente. Lo llevó a la guardia de un hospital. Cuando los dolores se hicieron intolerables, Castruccio llamó a un médico, quien concurrió a atender a Bouchot a domicilio. Le diagnosticó una gastritis. Todos los medicamentos que le eran prescriptos, Castruccio los compraba religiosamente. ¿Se los administraba a la víctima? Nunca se aclaró.

Cuando Alberto Bouchot Castel murió, un médico firmó la certificación de la muerte con el diagnóstico de "congestión cerebral". Su patrono se hizo cargo de las exequias y acompañó, compungido, el pequeño cortejo, integrado por unos pocos vecinos, que llevó el féretro al cementerio de la Chacarita.

Castruccio esperó unos días. Seguro de que había cometido el crimen perfecto y nadie sospecharía de él, se dirigió confiado a la compañía de seguros y llenó todos los papeles para cobrar la póliza.

El Buenos Aires en el que se estaba desarrollando esta comedia sórdida era una ciudad en pleno cambio. Por iniciativa del intendente, Torcuato de Alvear, la Avenida de Mayo estaba en construcción. Grandes edificios, hospitales, galerías, palacios, levantaban sus muros de un día para otro. La Argentina había culminado el ciclo de las guerras civiles. Buenos Aires vivía cambios vertiginosos. De la gran aldea se convertía en urbe cosmopolita. Los porteños tenían con qué entretenerse: había veinte teatros y todavía era popular el circo, donde reinaban los Podestá, que año tras año reestrenaban el Juan Moreira. La estrella del momento era un payaso inglés, Frank Brown, que se había asentado en el país y competía con la otra atracción del momento: el asombroso mago Mister Mertelak, "el rey del fuego". Se publicaban en Buenos Aires 24 diarios, que pronto iban a escribir con profusión sobre el caso Castruccio.

El inspector de la Previsora del Hogar encargado de dictaminar sobre la póliza no encontró nada raro en los documentos, pero discretamente indagó en los detalles de la muerte de Bouchot. Pronto sus averiguaciones dieron fruto: el muerto, según aseveraban los vecinos, no era pariente de Castruccio -como éste había declarado al tramitar la póliza-, sino su sirviente. Por otra parte, su muerte había sido súbita, aunque precedida por acontecimientos extraños. De la noche a la mañana, el francés había sido doblegado por terribles dolores y su vida se había apagado inexplicablemente.

Contradicciones El pago de la póliza se demoró. Castruccio concurría impaciente a la sede de la compañía. Pero ésta había dado aviso a la policía. El jefe de Investigaciones era el comisario Wright, quien allanó la casa de Castruccio. Los interrogatorios resultaron fatales para el italiano, a quien su verbosidad hizo incurrir en contradicciones. El juez de instrucción ordenó la exhumación del cadáver. El detenido fue obligado a presenciar la exhumación, trance que soportó con frialdad. Una crónica periodística describe así la escena: "Castruccio pronunció frases de condolencia para la víctima y llegó a estrecharle la mano, para inspirar a los presentes la convicción de su inocencia".

La autopsia reveló que Bouchot había muerto envenenado. Por otra parte, el homicida había dejado diversas huellas de su delito. En la mesa de luz del asesino se encontró una libreta en la que Castruccio había llevado un diario del crimen con anotaciones en clave. Uno de los apuntes decía: "C. la E. el 4".

En otra enigmática anotación, se leía: "E. el ABC el 18". No tardó la policía en descifrar esas frases: "Comprada la estricnina el 4 de abril", "Envenenado el Augusto Bouchot Constantin el 18 de abril".

Castruccio confesó. Ensayó, sin embargo, algunas líneas de defensa. Adujo, por ejemplo, que no debía ser castigado porque su víctima era un extranjero.

-¿Usted comprende lo que ha hecho? -le preguntó el fiscal.

-Sí.

-¿Sabe lo que es un homicidio?

-Sí, pero yo no he hecho nada malo. Nunca maté a un argentino.

También alegaba que su víctima no había sufrido.

-Mi crimen, señor juez, fue suave, meditado, científico.

El juez Carlos Miguel Pérez dictó sentencia con prontitud. Conforme al Código Penal vigente desde 1885, Luis Castruccio fue declarado culpable de homicidio simple, agravado por premeditación. Se lo condenó a la pena capital. La ejecución, por fusilamiento, debía llevarse a cabo al alba en la Penitenciaría Nacional, el inmenso penal de muros amarillos que desde 1877 albergaba a dos mil presos en los predios que hoy ocupa la plaza Las Heras, en la intersección de esa avenida con Salguero y con Coronel Díaz.

El crimen de Castruccio había horrorizado a la sociedad. La mayoría de la población recibió con satisfacción la condena. Sin embargo, la pena de muerte ya era entonces cuestionada. Cada ejecución levantaba un mar de protestas. Entidades caritativas y las muy activas damas de la Sociedad de Beneficencia consideraban la pena de muerte un crimen legal. Por otra parte, algunos se aferraban a los argumentos del abogado defensor de Castruccio, que había alegado la enfermedad mental del acusado. ¿Era el homicida un loco? En ese caso, ¿podía ser considerado responsable de sus actos? El Estado, afirmaban los defensores del indulto, no podía sacrificar a un enfermo. Castruccio debía ser recluido para su curación en un hospital de alienados. Pero, por entonces, tal cosa no existía. Los locos permanecían recluidos junto a los criminales en las cárceles comunes.

Llegó el día de la ejecución. Era el 22 de enero de 1890. Sólo un hombre podía salvar al reo, mediante el indulto: el presidente de la República. ¿Lo haría? Ocupaba el sillón de Rivadavia el doctor Miguel Juárez Celman, político cordobés que había llegado al poder con el beneplácito del hombre fuerte del país, el general Julio Argentino Roca, que había sido presidente. Juárez Celman era su cuñado.

Los cabildeos se sucedían. Junto a Juárez Celman, de 46 años, quien había interrumpido las vacaciones en su estancia de Córdoba para estudiar el caso, actuaba un consejero áulico de gran influencia sobre el mandatario: Ramón Cárcano, que sería luego gobernador de Córdoba.

El día señalado

Así transcurrieron las horas de aquel 21 de enero de 1890, una jornada bochornosa. Asomaron las primeras luces del 22 sobre el patio de la Penitenciaría que daba a la esquina de Las Heras y Salguero, donde se realizaban las ejecuciones. Formó el piquete, integrado por soldados del Regimiento I de Infantería. Un sacerdote acudió a la celda del condenado. Este lloraba, reía, gritaba. Su monólogo era incoherente. A las cinco de la mañana, se abrieron las puertas de la celda y comenzó el cortejo hacia el patio de la muerte. El penal estaba lleno de gente: periodistas, funcionarios judiciales, invitados especiales. El cura musitaba el Oficio de Difuntos. A Castruccio, engrillado, dos guardias lo llevaban a la rastra.

-Ni siquiera me dejaron ponerme una camisa limpia -le oyeron quejarse.

Así recorrieron los últimos metros. A su alrededor, resonaba un coro estruendoso: los presos golpeaban sus cacharros contra las rejas. Las ventanas de las celdas que daban al patio estaban colmadas de rostros lívidos en la madrugada estival. Castruccio gritaba:

-¡Esto es una tortura inhumana! ¡Quiero que me maten rápido, con electricidad!

En la calle, sobre la avenida Las Heras, una multitud de madrugadores aguardaba en la vereda. Querían escuchar la descarga del piquete de ejecución. Cuando entró un carro por el portón principal, se levantó un murmullo de comentarios: ahí va el ataúd de pino en el que se llevarán el cuerpo, dijeron algunos. Al reo le vendaron los ojos. Comenzaron a atarlo a una silla, frente al pelotón.

Sobre los adoquines de la avenida Las Heras se escuchó el galope de los caballos. Un coche se detuvo a la entrada de la cárcel. Bajó un funcionario a la carrera. Venía de la Casa de Gobierno. El presidente había firmado el indulto. ¿Por qué había demorado esa decisión hasta el último momento? La única explicación es que el presidente dudó mucho sobre la medida. Juárez Celman atravesaba un mal momento político. Una gravísima crisis financiera, descripta por Julián Martel en su novela La bolsa -que publicaba La Nacion en folletín-, asolaba al país. Juárez Celman y sus ministros soportaban denuncias de corrupción. Un nuevo movimiento político, la Unión Cívica, fundada por Leandro N. Alem, un audaz dirigente de largas barbas y verbo inflamado, lanzaba furibundas críticas contra el régimen. En realidad, los días de Juárez Celman estaban contados. Menos de seis meses después, en julio de aquel 1890, sería derrocado por un movimiento cívico-militar y reemplazado por el vicepresidente, Carlos Pellegrini.

"Clemencia"
¿Por qué Juárez Celman indultó a Castruccio? Por supuesto, en aquellos tiempos no existían las encuestas. El ánimo de los porteños ante el crimen de Castruccio sólo puede intuirse registrando algunos testimonios y la prensa de la época. Pero no es exagerado concluir que el presidente, quizás intuyendo su próxima caída, no quiso despedirse manchándose con la sangre de un reo. Por otra parte, un hecho diplomático vino en auxilio del condenado.

El texto del decreto presidencial da una pista. Allí se afirma que, para el día siguiente, se aguardaba la visita de Deodoro da Fonseca, recién elegido presidente de la flamante República de los Estados Unidos del Brasil. Juárez Celman quería brindar una gran recepción al mandatario amigo, el primero tras la abolición del Imperio. "Antes de hacer preceder esas celebraciones -argumentaba el decreto de indulto- por una ejecución sangrienta, aunque justa, es preferible que sean anticipadas por un acto de clemencia", decía Juárez Celman. El ministro de Justicia, Filemón Posse, que redactó el decreto y también lo firmó, habría discutido acaloradamente durante toda la noche del 21 al 22 de enero con Juárez Celman, sosteniendo que la gracia para el monstruoso asesino terminaría de hundir el prestigio de un gobierno ya acosado por la opinión pública.

La historia del envenenador no termina allí. Conmutada la ejecución por reclusión perpetua, Castruccio se dispuso a pasar la vida en la cárcel. Pero la discusión sobre su caso siguió en ámbitos forenses. En 1907, un joven y brillante jurista, psiquiatra, escritor, editor y político llamado José Ingenieros, doctorado en medicina con una tesis consagratoria titulada La simulación de la locura, premiada con Medalla de Oro -y que por cierto dedicó al portero de la Facultad de Medicina-, recibió el encargo de fundar el Instituto de Criminología. Funcionaba en la misma Penitenciaría. Ingenieros estudió a fondo el caso Castruccio, que consideraba un enigma. Por entonces, este asesino llevaba casi veinte años preso, e Ingenieros confesaba que la memoria del personaje era para él un mito. Se preguntaba: "Castruccio, que salvó su vida por loco, ¿fue un simulador?" Pero el caso Castruccio no era para Ingenieros y otros pioneros de la criminología un mero tema de estudio. Admitir que un enfermo mental fuera inimputable penalmente costó muchas batallas a la incipiente psiquiatría argentina.

Ingenieros, el alienista (así se llamaba entonces a los psiquiatras), ataviado con una bata blanca que le llegaba a los tobillos, mantuvo muchas entrevistas con Castruccio, tanto en su gabinete del Instituto como en la celda del asesino. Sobre la personalidad de éste, Ingenieros escribió un exhaustivo estudio. No fue el único fascinado por el caso Castruccio. Luis María Drago le dedicó un capítulo de su libro Hombres de presa. Por entonces estaban en auge las teorías del psiquiatra italiano Cesare Lombroso, para quien la constitución física de los delincuentes influía en sus comportamientos criminales. Para los lombrosianos, Castruccio era considerado un criminal nato: las protuberancias de su frente, que él atribuía a una caída infantil, revelaban, según las doctrinas del psiquiatra italiano, su predisposición al delito. Lombroso definía a estos hombres como "mattoides". Para Ingenieros, Castruccio era un "amoral mental congénito, un degenerado probablemente hereditario". Sin embargo, siguió tratándolo, en lucha contra la locura del homicida, para salvarlo como hombre.

Un pacífico lector

Castruccio fue un preso pacífico. Durante su larga residencia en prisión leyó desordenadamente. Era un auténtico grafómano, y desde su celda enviaba a los jueces todo tipo de recursos, instancias, apelaciones y pedidos de gracia que él mismo redactaba. En ellos solicitaba la anulación del proceso, clemencia o reducción de la pena. También inventó un aparato para reproducir la voz humana, una especie de grabador avant-la-lettre, cuyos planos conservó Ingenieros en sus archivos.

Se convirtió en uno de los presos más célebres de la Penitenciaría, sólo superado en popularidad por el horroroso asesino Pagano, quien a su vez había creado un teatro de la crueldad con ratas amaestradas que representaban un cónclave de obispos. Pagano era la "vedette" de la Penitenciaría, lugar visitado por el público local y extranjero, ya que en su momento fue una de las cárceles más renombradas del mundo. Los curiosos querían ver a Pagano. Pero luego le seguía Castruccio en popularidad. En un brote agresivo, Pagano atacó a sus guardias matando a varios, hasta que fue ultimado.

En 1908 fue fundado el Hospicio de las Mercedes, el primer manicomio judicial. Castruccio fue trasladado al hospicio y allí terminó sus días. Con finalidades terapéuticas, los médicos publicaban un boletín donde los internos escribían poemas y cuentos. Uno de ellos era de Luis Castruccio, el envenenador que se creía genio. Se titulaba La misericordia del veneno.

Por Alvaro Abos

Luis Castruccio

Perfil del homicida


Lugar de nacimiento: Rapallo, Italia

Rasgos físicos: rubio, ojos claros

Personalidad: ciclotímico, depresivo, megalomano

Su víctima: Alberto Bouchot Castel

Arma homicida: veneno

Próxima entrega: El petiso orejudo

http://www.lanacion.com.ar/

Muerte en el lago

Crónicas rojas / Diez crímenes argentinos

Un día frío de invierno de 1929, el cuerpo descuartizado de una joven mujer aparece en un lago de Palermo. A partir de allí, la policía y los sabuesos de la prensa amarilla desandan la trama de un crimen pasional que mantuvo en vilo a los porteños y que Alvaro Abós relata aquí en esta nueva entrega de la serie


El asesinato y descuartizamiento de Virginia Donatelli, perpetrado por su amante, el chofer Julio Bonini, hubiera sido un hecho espeluznante pero también trivial de la crónica roja si a sus peripecias no se le hubieran sumado dos circunstancias: el halo de romanticismo negro que ya entonces -1929- tenía el lago de Palermo donde se encontró el torso de Virginia y la avidez por los detalles del crimen que se había desatado en el periodismo de Buenos Aires.

Todo comenzó un mediodía frío y húmedo, el del 23 de julio de 1929. A un niño que jugaba junto al lago, la pelota se le fue al agua y la niñera, para calmar su llanto, acudió al guardián, que juntaba hojas caídas. La pelota no estaba lejos, pero el rastrillo enganchó otra cosa: un paquete de arpillera atado con alambre de fardar. El guardián avisó a la policía. Acudieron dos agentes y desataron el bulto. Contenía un torso de mujer.

La noticia del macabro hallazgo abrió lo que la prensa llamaría "el misterio de la descuartizada del lago de Palermo". No era el primer homicidio con esas características que sacudía a la opinión pública argentina. En 1894, el ciudadano francés Raoul Tramblié había disputado por dinero con su socio, el también galo François Farbos, a quien mató y descuartizó. Los restos empaquetados de Farbos habían sido abandonados en la esquina de Cuyo (hoy Sarmiento) y Montevideo, donde funcionaba un mercado, y en diversos baldíos del barrio sur. El asesino huyó a Francia en un barco y la justicia argentina pidió su extradición, que no fue concedida, lo que motivó un incidente diplomático. Tramblié murió en una prisión francesa en 1914. A los porteños de entonces, el caso Farbos les recordaba los sucesos que habían ensangrentado Whitechapel, el barrio de Londres en el que, en 1888, había sembrado el terror Jack el Destripador.

En 1915, el súbdito alemán Miguel Ernst asesinó y descuartizó a su socio, el comerciante Augusto Conrado Schneider, y luego tiró al lago de Palermo los restos de la víctima. Ernst fue detenido y condenado a muerte, pero el presidente Hipólito Yrigoyen conmutó la pena capital y Ernst fue recluido en el penal de Ushuaia, donde se lo apodó Serrucho. Los porteños cantaban una popular cuarteta con la música de La verbena de la Paloma:

"¿Dónde vas con el bulto apurado?
A los lagos lo voy a tirar.
Es el cuerpo de Augusto Conrado,
al que acabo de descuartizar."

De Orfeo a Túpac Amaru

Pocos delitos hay más perturbadores que la muerte con desmembramiento: toca emociones profundas del hombre y ha sido recogido por los mitos, el folklore, las religiones. En La rama dorada, de James George Frazer, un libro clásico de la ciencia antropológica, se citan casos como el del dios Osiris, muerto y despedazado por sus fieles para cumplir un rito de fertilidad; el de Orfeo, también descuartizado, y el de Rómulo, a quien los senadores romanos desmembraron y enterraron en los cuatro puntos cardinales de Roma. En las Bacantes, de Eurípides, Dionisio es entregado por el rey de Tebas a su madre, quien ordenará su descuartizamiento. También las sagas nórdicas son pródigas en historias similares, como la del rey Halfdan, cuyos despojos fueron esparcidos para asegurar la felicidad y descendencia de su pueblo.

En el continente americano, el descuartizamiento fue usado como pena en resonantes procesos contra rebeldes tales como Lope de Aguirre o Túpac Amaru. En el Olimpo del crimen francés reinan personajes como Cravantor, descuartizador guillotinado en 1840; madame Hannebois, despedazada por su marido en 1849, o el famoso caso de la descuartizada de Saint-Ouen (1873), sobre el que escribió André Gide. Ya en 1836 el diario New York Herald, antecedente de la yellow press, o prensa amarilla, que medio siglo más tarde desarrollarían Pulitzer y Hearst, agotaba ediciones detallando el crimen y el descuartizamiento de la prostituta Helen Jewett.

Pero, lejos de estas erudiciones, otras cosas preocupaban en aquel julio de 1929 al comisario Roberto Barneda, jefe de la División Homicidios de la Policía Federal: ¿quién era la mujer cuyo torso había aparecido en Palermo? ¿Dónde estaban la cabeza y las extremidades? Varios buzos se sumergieron en el lago, pero esas diligencias, seguidas con ansiedad por la población, no dieron resultado. La autopsia determinó que el tronco pertenecía a una mujer morena, de unos 25 años, que medía alrededor de un metro setenta; había muerto hacía 24 o 48 horas. Los agentes recorrieron cada centímetro de la ciudad buscando restos. Encontraron la cabeza sumergida en Puerto Nuevo y las extremidades en un canal que atravesaba una zona despoblada de Palermo. La foto de la cabeza de la mujer, borrosa por la acción del agua, sólo se animó a publicarla en tapa el diario Crítica.

Para Le Corbusier, el gran arquitecto del siglo XX que acababa de visitar Buenos Aires, Palermo era una joya urbana. Es más, imaginó una Buenos Aires que fuera un enorme Palermo. Llamó a esa utopía la Ville Vert (ciudad verde). También Jorge Luis Borges era un enamorado del barrio, pero había advertido la naturaleza dual de Palermo, al que bautizó "naipe de dos palos": lugar de opulencia, jardín maravilloso, pero también guarida de cuchilleros, sicarios y asesinos de toda laya. El crimen de Virginia Donatelli terminó de resolverse en ciertas calles del Palermo de clase media, en los bordes del barrio que limitaban con Balvanera o el Retiro, en calles que Borges y sus amigos Xul Solar y Macedonio Fernández recorrían a diario: Laprida, avenida Las Heras, Cabrera, Sánchez de Bustamante.

Palermo de San Benito, y sobre todo su lago, escondían ya entonces historias truculentas. El parque había sido la residencia privada del brigadier general don Juan Manuel de Rosas y se decía que la Mazorca echaba allí los cadáveres de los perseguidos. Tras la batalla de Caseros y la huida de Rosas, racimos de ahorcados -mazorqueros y rosistas- colgaban de sus árboles, como lo describe una magistral página de Sarmiento. Antes y después del caso Donatelli, el lago y sus alrededores fue escenario de numerosos crímenes, algunos reales y otros literarios. Por ejemplo, el que el protagonista ve, olvida y luego trata de recordar en la novela El sueño de los héroes (1954), de Adolfo Bioy Casares.

Fue allí, en Sánchez de Bustamante 1638, donde Julio Bonini mató y despedazó a Virginia Donatelli.

Prensa y crimen
El crimen de Virginia Donatelli se convirtió en un episodio más de la larga batalla que enfrentaba a dos diarios vespertinos. Uno era La Razón, que se publicaba desde 1905. El otro, Crítica, fundado por el uruguayo Natalio Botana en 1913 y que había vegetado hasta que, a comienzos de la década del veinte, encontró la fórmula periodística que le ganó cientos de miles de lectores: grandes titulares, fotografías, caricaturas y dibujos, generosos espacios para el deporte, el espectáculo y el crimen. No excluía denuncias políticas e investigaciones resonantes, pero le agregaba entretenimiento y evasión, de los que estaba sediento el hombre urbano, esos miles y miles de porteños que cada tarde salían de su trabajo y abarrotaban los trenes hacia los suburbios con su diario bajo el brazo.

En 1929, montado en su espectacular cobertura del crimen del lago de Palermo, Crítica llegó a vender 750.000 ejemplares por día en sus ediciones quinta y sexta, a las que se agregaba a veces la cuarta edición, al mediodía. Este diario, que en su redacción albergaba a talentosos escritores jóvenes, como Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y Conrado Nalé Roxlo, y que incorporaría pronto a Jorge Luis Borges, triunfó en la batalla de las tardes.

Por las mañanas, el diario de mayor circulación era La Prensa, indispensable por sus pequeños anuncios; luego, La Nacion. En 1928 había aparecido el nuevo diario El Mundo, con un tamaño moderno, llamado tabloid: era más chico y manuable que los tradicionales formatos sábana y pronto alcanzó, en parte debido a las Aguafuertes porteñas que cada día escribía Roberto Arlt, los 125.000 ejemplares diarios.

Uno de los periodistas estrella de Crítica, Héctor Pedro Blomberg, glosaba los crímenes del día en romances. Y así trató el caso Donatelli:

"En el lago flotante, en las aguas,
Un sereno encontró el otro día
El cadáver cortado en pedazos
De una pobre mujer. ¿Quién sería?
(.)

¿Quién llevó esta carroña hasta el lago
y la hundió cuando nadie veía?
¿La llevó algún señor de Lavalle?
De Lavalle y Riobamba sería."

Los cronistas policiales de Crítica, como Gustavo Germán González, o de La Razón, como Silveiro Manco, y también los sufridos sabuesos de Ultima Hora, otro vespertino popular, elaboraban las más extrañas conjeturas sobre el crimen. Llegó a asociarse el hallazgo del cuerpo en pedazos de Virginia con La Flor Azteca, un espectáculo de ilusionismo que convocaba multitudes en un teatro de Corrientes. Se trataba de una cabeza cortada, confeccionada en cera, que hablaba; exhibida en una caja de vidrio blindada, este prodigio de ilusionismo era presentado como un fenómeno mundial y se invitaba al público a observar de cerca y hasta a tocar el sellado hermético del cofre.

-¿De quién es el cuerpo encontrado en el Riachuelo? -preguntaban los porteños.

-¡Es el cuerpo de La Flor Azteca! Si total no le sirve para nada.

Estimulado por el despliegue periodístico, el público se obsesionó. Ya detenido, el acusado Bonini recibía en la cárcel miles de cartas y, tras su crisis religiosa, durante la cual fue convertido y bautizado por monseñor Miguel de Andrea, le enviaban Biblias y catecismos. La boda con su novia de siempre, celebrada en la Alcaidía de Tribunales, fue cubierta con despliegue por los diarios. El abogado defensor de Bonini pidió que la pareja, con la debida custodia, fuera a tomar una copa en El Molino de Callao y Rivadavia, como también reclamaba la prensa. Pero el juez denegó el pedido.

Un año agitado

¿Pero acaso no pasaba nada en aquel 1929? Sí, pasaban cosas, y qué cosas. En México sigue la revolución permanente y es fusilado el asesino del presidente Cárdenas. En Roma se firma el Tratado de Letrán, por el cual fue reconocido como Estado el Vaticano. Francia se siente huérfana: ha muerto el mariscal ­Foch, héroe de la Primera Guerra Mundial. Ramón Franco, que intentaba cruzar en avión el océano Atlántico, cae con su monoplano frente a las costas del Brasil. Martes negro en Wall Street: hecatombe económica mundial. En la Argentina, donde gobierna el anciano líder Hipólito Yrigoyen, un anarquista llamado Gualterio Marinelli se acerca al presidente cuando éste sale de su casa en la calle Brasil: según algunos, para matarlo; según otros, para entregarle una carta. La custodia lo acribilla a balazos. Yrigoyen, que sería defenestrado por un golpe de Estado nueve meses después, acude a la comisaría para pedir por su agresor y, al saber que está muerto, queda un lago rato ante el cadáver. En Mendoza es asesinado el líder irigoyenista Carlos Wencesalo Lencinas, el popular "Gauchito". Pero los argentinos que compran ávidamente diarios y revistas quieren saber novedades sobre el crimen de Palermo.

La víctima
El examen de las huellas dactilares permitió individualizar a la mujer descuartizada: era Virginia Donatelli, de 23 años, una telefonista que había quedado sin trabajo. Su último domicilio registrado estaba en Arredondo 3232, una casa humilde en la que la policía encontró la consternación de un padre viudo, el italiano Domenico Donatelli, pero también su rencor: había repudiado a su hija, a la que no veía desde hacía dos años; al enterarse del terrible final de Virginia, el inmigrante tuvo palabras duras:

-Sabía que iba a terminar mal. Era una mala pécora.

Más piadosa resultó la hermana mayor de Virginia, Angela, viuda, quien criaba a un pequeño hijo de Virginia, fruto de algún amor fracasado; Virginia había tenido otro hijo, en el Hospital Rivadavia, que había muerto en el parto. Angela Donatelli pidió a la policía que la dejaran tranquila, pues sólo quería "hacer del pobre hijito de Virginia un ser decente."

Lamentablemente para la familia Donatelli, los sabuesos de la prensa policial ya indagaban cada detalle del caso. Es que la historia de Virginia, la chica descarriada, la bonita morena sacrificada en el altar de la ciudad cruel, era un boccato di cardinale para la prensa de Buenos Aires, una ciudad que se había transformado de gran aldea en metrópolis y cuya prensa también cambiaba al mismo ritmo.

Como la vida sentimental de Virginia Donatelli había sido agitada, era difícil para la policía seguir la pista de todos los hombres con los que había tratado. Sin embargo, se encontraron otras pistas. Las arpilleras que envolvían los restos tenían rastros de granos de maíz. Se investigaron los corralones y depósitos de forrajes de la ciudad. Se llegó a un almacén de granos en Cabrera 3056. El propietario, Genaro Pipo, dijo que no recordaba nada y además se rió de la policía:

-Yo cada día vendo muchos kilos de papas y forraje, y uso cantidad de bolsas y alambre de fardar.

Pero la policía le hizo hacer memoria, y lo que recordó Pipo fue decisivo: unos días atrás se había presentado en el corralón un hombre muy bien vestido. Iba al volante de un Rugby 29, un cochazo. Explicó que el motor se le había quedado y pidió un pedazo de alambre para repararlo y una bolsa o dos de arpillera para no ensuciarse.

-¿Cuántos Rugby 29 hay en Buenos Aires? -preguntó el comisario Barneda a sus colaboradores.

Había sólo 5 o 6. Allí fueron los investigadores. Comprobaron las coartadas de todos los propietarios. Irreprochables. El último era un ingeniero de prestigio, llamado Francisco Balbín. Este contó que la única persona que manejaba su Rugby 29, con patente 8110, era su chofer personal, llamado Julio Bonini, un hombre de 35 años por quien Balbín ponía las manos en el fuego.

-¿Dónde está Bonini, ingeniero?

-Es raro -admitió el ingeniero tras un silencio-. Ahora que me lo dice, hace unos días que no viene a trabajar.

La policía indagó a fondo al chofer. ¿Quién era Bonini? Un muchacho simpático y buen mozo; un típico porteño. Sin antecedentes delictivos. Enamoradizo, galán. Morocho, con cierto aire gardeliano. Ultimo domicilio registrado: Paraguay 3528. En realidad, era la vivienda del hermano de Bonini. Partió para allí una comisión policial.

El hermano dijo que no sabía dónde estaba Julio y no dijo una palabra. Pero la cuñada de Bonini, Graciela Donato de Bonini, habló. Reveló que Virginia Donatelli y Bonini se amaban, que habían vivido juntos un tiempo. Y acusó a Virginia de haberle arruinado la vida a Julito. La policía no tardó en detener al sospechoso, que lo negó todo. En verdad, no había muchas pruebas contra él. Pero Bonini era un hombre agobiado. No resistió las "sesiones" y terminó por liberar su culpa con una larga confesión.

Como un tango trágico Julio Américo Bonini tenía varias novias. Una de ellas se llamaba María Luisa Moneta, y era una chica decente que vivía con sus padres en Blanco Encalada 1370. Bonini le había prometido casamiento. Pero a Julio Bonini se le cruzó Virginia: cabello oscuro, cuerpo largo y excitante, caderas eléctricas. Y Bonini perdió la cabeza. Así lo explicaba Graciela, la cuñada:

-Durante un tiempo, Virginia y Julio vivieron juntos en una pensión de la calle Juncal. Peleaban mucho; Virginia quería que él dejara a la novia. Pero María Luisa también lo presionaba: o ella o yo, le decía a Julio. Y Bonini no encontró mejor manera para salir del paso, que. Ultimamente ocupaban un departamento en la calle Sánchez de Bustamante. El 20 de julio los fui a ver. Encontré a Julio trastornado. Había discutido con Virginia y él le había pegado con un martillo. Horrorizado, Julio se dio cuenta de que Virginia estaba muerta. Todos caímos en la desesperación. Julio quería entregarse. Llamamos a mi marido y él lo disuadió. Ya nada tenía remedio. Entonces, lo ayudamos a Julio a cortar el cuerpo de Virginia y a envolver los pedazos. Sí, nosotros llevamos los bultos en colectivos y los dejamos aquí y allá.

Bonini se había ocultado en casa de María Luisa Moneta. ¿Le dijo la verdad, entonces? Lo cierto es que María Luisa lo perdonó, porque tiempo después el juez doctor Avellaneda Huergo autorizó que se casaran.

Julio Bonini fue condenado a la máxima pena del Código Penal por el delito de homicidio simple: veinticinco años de prisión. El descuartizamiento no fue considerado agravante. No hubo, dijo la Cámara Penal, ensañamiento: había descuartizado a su víctima para salvarse, y no hay crueldad sobre materia ya muerta. En cambio, la sentencia admitió que hubo premeditación. El juez no aceptó la atenuante de emoción violenta alegada por la defensa. El hermano y la cuñada recibieron penas menores por complicidad.

Julio Bonini, como es bastante habitual en los homicidas pasionales, observó perfecta conducta en la cárcel y recuperó su libertad en algún momento de los años cincuenta, para perderse en el anonimato de la gran ciudad.

¿Qué hubiera sido de Julio Bonini y de Virginia Donatelli si él no se hubiera asustado y si no hubiera serruchado el hermoso cuerpo de la mujer morena y si el lago de Palermo no hubiera contagiado al crimen su propio mito negro? Un sábado de julio de 1929, a las 20 horas, mientras Bonini mataba y descuartizaba a Virginia, Carlos Gardel, ya entonces un rey, cantó por Radio Excelsior: ¿lo estaba escuchando Bonini?

En todo caso, no pudo escuchar Por una cabeza, ese tango que habla de turf, pero también de un amor loco y cuya letra hubiera sido un apropiado coro para el crimen de Virginia Donatelli. Pero fue escrito en 1935. Los cuentos, incluso los cuentos negros que inventa la realidad, nunca cierran del todo. Entonces, ¿por qué no imaginar lo contrario? ¿Por qué no suponer que Alfredo Le Pera y Carlos Gardel pensaron en Bonini cuando compusieron aquel tango?

"Por una cabeza,
todas las locuras,
su boca que besa
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza,
qué importa perderme
mil veces la vida,
¡para qué vivir!"

Por Alvaro Abos

* El autor es escritor. Publicó más de veinte libros en diversos géneros: novela, cuento, biografía, ensayo y crónica. Entre ellos, Xul Solar, pintor del misterio y Macedonio Fernández - La biografía imposible. Colabora con LA NACION y El País, de Madrid

Próxima entrega: La desaparición de una niña

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Penjerek: la desaparecida


Crónicas rojas / 10 crímenes argentino

En el barrio de Floresta, en 1962, una adolescente de 16 años, hija única de un empleado municipal, fue a su clase de inglés y nunca volvió. Pese a las múltiples versiones, hasta hoy nadie sabe qué ocurrió...

Le decían Pipi, tenía 16 años. Fue a la clase de inglés y nunca volvió. Vivía en el barrio de Floresta, era la única hija del empleado municipal Enrique Penjerek y de la enfermera Clara Breitman. Cursaba el quinto año del Liceo de Señoritas N° 12 y soñaba con estudiar odontología. Se llamaba Norma Mirta Penjerek.

A las siete de la mañana del 29 de mayo de 1962 el termómetro marcaba una décima de grado bajo cero: era el día más frío del año.

-Nena, no se te ocurra ir a inglés, esto es Siberia -le dijo su mamá cuando ella volvió del colegio-. Además, no hay colectivo.

-¿Por qué?, ¿qué pasa?

-Hay paro general.

A Norma Mirta, como a toda chica de su edad, la casa la oprimía. ¿Quedarse en su cuarto, escuchando el último disco de Elvis Presley? ¿Escribiendo en su diario -poemas, pensamientos, fantasías- con esa letra redonda y prolija? Pero a Norma Mirta, esa muchacha de mirada soñadora, ¿qué le importaba de la CGT?

Además, cuando había paro, los dueños manejaban los colectivos. Norma Mirta envolvió su cuello en una bufanda de lana.

Esa tarde, la señorita Perla, la profesora de inglés, la notó un poco lánguida. La clase de inglés duró desde las siete y diez hasta las ocho menos cuarto. Veinte minutos después, Norma Mirta tendría que haber estado en casa. La señorita Perla Stazauer de Priellitansky era profesora de inglés en el colegio Cinco Esquinas y daba clases particulares en su casa de Boyacá 420. ¿Le había dicho algo Norma Mirta aquella tarde? Sólo después, cuando pasó todo, a la profesora le pareció que la muchacha estaba preocupada.

De Boyacá al 400 hasta la casa de los Penjerek, en la avenida Juan Bautista Alberdi 3252, hay unas 17 cuadras. ¿Qué camino hizo Norma Mirta? ¿Acaso subió a un colectivo 76, que -por el paro- pasaba cada muerte de obispo? ¿Caminó? ¿Hubo algún incidente en aquella tarde que ya era noche invernal?

A las nueve, la mamá, ya muy inquieta, hizo lo que hacen todas las madres: llamó a las compañeras y a las amigas de su hija.

-No, señora, yo no la vi.

La última esperanza de los padres era una chica llamada Aída Robles, la amiga íntima de Norma Mirta. Pero Aída no sabía nada.

A la medianoche, el señor Penjerek llegó a la comisaría 40a. y denunció que su hija había desaparecido. ¿Cómo iba vestida? Una pollera gris tableada, un blazer azul.

Las semanas pasaron con la lentitud de una tortura. Todas las hipótesis fueron barajadas y descartadas. Se descartó que hubiera sufrido un accidente: ni en los hospitales ni en las clínicas había señales de Norma Mirta. Sencillamente, la ciudad se la había tragado.

La sociedad apenas percibió este drama. Era sólo una chica perdida en la ciudad inmensa. Quedaron algunas huellas, pocas. Una pequeña noticia en algún diario: "Extraña desaparición de una jovencita".

A los diez días, la familia publicó una solicitada con la foto de Norma Mirta: "Se busca". Como siempre en estos casos, acudieron mitómanos y perversos; también, alguna gente de buena fe, confundida. Un vivillo pidió dos mil pesos para revelar la verdad sobre la muchacha: se descubrió que no sabía nada y quedó detenido por tentativa de extorsión.

Pasó un día y otro y otro. Norma Mirta Penjerek sería un nombre más en la larga nómina que llena los ficheros de la Sección Desaparecidos del Departamento de Policía.

Un cadáver desnudo

Cuarenta y seis días después de la de­saparición de Norma Mirta, a las seis de la mañana del lunes 16 de julio de 1962, sonó el teléfono en la planta baja D de la avenida Juan Bautista Alberdi. Los padres, antes de descolgar, intuyeron que sería una mala noticia.

El domingo 15, un perro había olfateado algo en unos terrenos baldíos de Llavallol, en el sudoeste del Gran Buenos Aires. Un objeto extraño asomaba en el fango. El perro pertenecía a un guardián del Instituto Fitotécnico de la Universidad Nacional de La Plata. El hombre tardó en reconocer esa forma. Eran los dedos de una mano. El lugar no podía ser más lóbrego: unos potreros usados para experimentar cultivos. Personal de la comisaría de Llavallol concurrió inmediatamente y desenterró el cadáver, ya muy descompuesto, de una mujer desnuda.

Aquellos policías provinciales actuaron con poco profesionalismo, según críticas que se formularon luego. No acordonaron el lugar para conservar huellas. Lo pisotearon. Tampoco interrogaron al guardián. No se analizaron algunas prendas halladas cerca: un corpiño, un pulóver marrón y una enagua celeste. Ninguna de ellas pertenecía a Norma Mirta.

¿Quién era la mujer encontrada en Llavallol?

Había sido estrangulada con un alambre y un instrumento cortante le había seccionado la vena cava superior. La primera autopsia la hizo el forense doctor Carlos Garay. Determinó que la víctima era una mujer de 1,65 de estatura y unos veinte años de edad. Esto no coincidía con Norma Mirta, que medía 10 centímetros menos.

Horrorizados, los padres fueron a la morgue de La Plata. El cadáver desfigurado de Llavallol no les recordó para nada a la hija perdida. Una segunda autopsia, realizada por el doctor Antonio Lara, rescató una huella dactilar, la del dedo anular de la mano izquierda. Según este forense, era la única huella reconocible. La comparó con la ficha dactiloscópica de Penjerek. Eran idénticas. Según esta autopsia, la muerte se habría producido el 6 de julio, con un margen de 48 horas en más o en menos. O sea: entre el 4 y el 8 de julio de 1962. Pero esto no coincidía con el avanzado estado de descomposición que presentaba el cuerpo cuando había sido hallado, el 15 de julio. Norma Mirta se atendía en el consultorio de un dentista de Floresta, quien reconoció la dentadura del cadáver. Con este testimonio, la Justicia dictaminó que el cadáver de Llavallol era el de Penjerek. La causa por homicidio recayó en el juzgado del doctor Alberto Garganta, en los tribunales de La Plata. El 25 de agosto de 1962, el cuerpo fue devuelto a la familia.

Una multitud acompañó el féretro a su última morada en el cementerio de La Tablada.

La delatora
Durante el año que siguió, no se produjo ningún avance en la investigación. El crimen de Norma Mirta no fue mencionado por la prensa, que, durante la segunda parte del año 1962 y el primer semestre de 1963, tuvo muchos temas de los que ocuparse.

De pronto, el 15 de julio de 1963, la noticia explotó en los diarios argentinos: una mujer detenida por la Brigada de Moralidad en la vereda de la estación Constitución, dijo: "Yo sé quién mató a la chica Penjerek".

La delatora se llamaba María Sisti, tenía 23 años y varias entradas por ejercer la profesión más antigua del mundo. Interrogada a fondo por el comisario Jorge Colotto, de la Policía Federal, y por el subinspector Vodeb y el subcomisario Toledo, de Llavallol, María Sisti contó una historia extraña.

En la localidad de Florencio Varela, a pocos metros de la estación, la tienda La Preferida vendía zapatos para mujeres. Su propietario era un hombre de 47 años llamado Pedro Vecchio, un viudo con dos hijas. Tenía un Kaiser Carabela verde claro. También era concejal electo por el partido Unión Vecinal, orientado por el político peronista Juan Carlos Fonrouge. Según Sisti, Vecchio era la cabeza de una red de prostitución y pornografía que se especializaba en proveer "carne fresca" para orgías con gente adinerada y políticos influyentes. Según la declaración, Vecchio y cinco o seis cómplices reclutaban menores a quienes corrompían con drogas. Vecchio no actuaba solo; lo secundaba una tal Laura Muzzio de Villano, dueña de una boutique situada a pocos metros de la zapatería de Vecchio. Sisti había visto a Norma Mirta en el escenario de las fiestas negras, el chalet Los Eucaliptos, situado en otra localidad del sur bonaerense: Bosques.

Luego de estas revelaciones, otras tres jóvenes prostitutas fueron detenidas y confirmaron la historia, que poco a poco fue filtrándose a la prensa. También confesó Villano. Cada día, nuevas revelaciones conmovían a la opinión pública con detalles truculentos: Vecchio habría salido a "cazar" jóvenes aquel 29 de mayo. Según María Sisti, Vecchio y sus cómplices levantaron a Penjerek y, tras drogarla, la entregaron a un cliente. Luego le sacaron fotos. Vecchio -siempre según Sisti- habría estrangulado y acuchillado a Norma Mirta en Los Eucaliptos cuando ella quiso resistirse a que siguieran drogándola. Envolvieron el cuerpo en una manta y lo escondieron en el sótano del chalet de Bosques. Sólo cuando empezó a descomponerse y temieron que el hedor advirtiera a los vecinos, lo llevaron a un descampado de Llavallol, donde quedó semienterrado.

A todo esto, ¿qué pasaba con el tal Vecchio? No fue encontrado en su domicilio. Indudablemente, había huido. Pero el 23 de septiembre de 1963 se presentó espontáneamente y proclamó su inocencia: "No tengo nada que ver con todo esto -dijo el comerciante-. Nunca vi en mi vida a esa chica y no sé quién es".

Una psicosis se había desatado en Buenos Aires. La juventud argentina estaba siendo pervertida por intereses espurios, decían organizaciones familiares, ligas de madres, ciudadanos, personalidades. Se reclamaba la limpieza profunda de esa escoria. Si alguien hubiera dicho una palabra en favor de Vecchio lo habrían acusado de alentar la corrupción de la juventud argentina. En el Parlamento surgido de las elecciones de 1963 se exigió una interpelación. Miles de cartas habían desbordado el despacho del general Osiris Villegas, ministro del Interior del gobierno provisional del presidente José María Guido. Hasta la CGT, en una de sus declaraciones, incluyó "la limpieza moral" entre los reclamos de sus frecuentes huelgas generales.

El 29 de junio de 1963 había salido a la calle un nuevo vespertino: Crónica, editado por Héctor Ricardo García. Las primeras semanas no conseguía vender más de 20.000 ejemplares. Pero con las revelaciones que resucitaron el crimen de la Penjerek, el nuevo diario agotaba ediciones, y así se instaló en el difícil mercado de los diarios de la tarde. Gracias a sus truculentas notas, Crónica superó la barrera de los 100.000 ejemplares. Alguien le dio al diario de Héctor Ricardo García fotos de supuestas orgías. En ellas no se veían los rostros, pero sí los cuerpos.

La hipótesis Eichmann
El 23 de agosto de 1963, el matutino El Mundo -que contaba entre sus columnistas a Edgardo da Mommio, Horacio de Dios y Bernardo Neustadt- lanzó una versión diferente: Norma Mirta Penjerek habría sido asesinada por sectores de ultraderecha, en represalia contra el secuestro en la Argentina de Adolfo Eichmann y su posterior juicio y ejecución en Jerusalén.

Esta versión ligaba a una anónima adolescente porteña con uno de los máximos responsables del Holocausto.

Otra versión sostenía que Enrique Penjerek, destacado miembro de la colectividad judía argentina, habría sido uno de los informantes -cuya identidad nunca se reveló- del comando que encontró y secuestró a Adolfo Eichmann.

Nada de esto ha sido probado.

Los ángeles asesinados

El proceso a los acusados de corromper, torturar y asesinar a Norma Mirta Penjerek se arrastró por varios juzgados. Intervinieron en total ocho magistrados. El 5 de abril de 1965, la Cámara del Crimen de la Capital Federal decretó el sobreseimiento de Pedro Vecchio, que recuperó la libertad: ni uno solo de los cargos que se le formularon pudo probarse. Sus acusadores, como Mabel Sisti, denunciaron luego que habían sido torturados, presionados e inducidos para que acusaran a Vecchio.

El caso Penjerek tuvo otras secuelas: algunos policías fueron procesados por tortura. Al comisario Colotto, años después, lo acusaron de integrar la Triple A.

Pero, ¿por qué le habían tendido semejante trampa a Pedro Vecchio, si sólo era un honesto comerciante? ¿Por qué a él? Se habría aprovechado una enemistad barrial para encontrar un chivo expiatorio: el comerciante Vecchio. Un fotógrafo de Florencio Varela, llamado José Luis Fernández, odiaba a Vecchio porque éste habría ayudado a una hija de aquél, de 26 años, cuando ésta abandonó la casa de su padre. La inquina de Fernández hacia Vecchio habría sido tan tenaz que un tiempo atrás lo había denunciado como traficante de drogas; entonces aportó como prueba unas fotos de Vecchio mientras cargaba paquetes en una camioneta. Pero esos paquetes sólo eran cajas de zapatos. María Sisti, por su parte, se retractó de las acusaciones contra Vecchio. Fernández, dijo, le había pagado 50.000 pesos para que acusara a Vecchio.

Nunca se supo quién mató a Norma Mirta Penjerek. Su nombre quedó inscripto en la larga galería de las mujeres cuya muerte ha quedado impune.

La Justicia, dice el Evangelio, no es un reino de este mundo. ¿Será de otro?

Por Alvaro Abos

Alvaro Abós ha publicado más de veinte libros. Entre ellos, sus resonantes biografías de Natalio Botana, Macedonio Fernández y Xul Solar, que le valieron en 2004 el Premio Konex. Al pie de la letra, su guía literaria de Buenos Aires, traducida ya a varias lenguas, fue llevada a la televisión por Canal (á). Colabora en El País (Madrid) y en La Nacion. Sus últimos títulos son La baraja trece (relatos) y Cinco balas para Augusto Vandor (novela).

Fuentes: entre otras, Crímenes argentinos, de Ricardo Barbano y otros; Odessa al sur, de Jorge Camarassa; Paren las rotativas, de Carlos Ulanovsky; Eichmann en Jerusalén, de Hanna Arendt.

Próxima entrega: Robledo Puch

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La desaparición de Marta Stutz

Crónicas rojas / 10 crímenes argentinos

En 1938, en la provincia de Córdoba, una niña de sólo nueve años sale de su casa para comprar una revista y jamás regresa. Se sospecha que fue secuestrada. Sin embargo, nadie pedirá rescate...

A Martita Ofelia Stutz su mamá le había dado permiso para que fuera a comprar el Billiken en el quiosco de la esquina. Nunca regresó. Nadie la volvió a ver, ni viva ni muerta. Martita tenía nueve años y vivía en el barrio San Martín de la ciudad de Córdoba. Como sucede con los crímenes que perturban a la sociedad, que rompen algo profundo en ella, nada fue igual después del caso Martita Stutz. Todo sucedió en 1938, el año en que Hitler ocupó Austria, México nacionalizó el petróleo, se suicidaron Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, y River Plate inauguró el Monumental.

Los Stutz eran gente modesta, pero vivían con ciertas comodidades características de las familias argentinas de la época. El padre era empleado y la madre, ama de casa. Ocupaban una casa amplia en la calle Galán, a unos metros del boulevard Castro Barros. Córdoba era una ciudad provinciana en la que despuntaban rasgos modernos. Siesta y pujanza, peperina y cambio. Calles tranquilas, largos paseos al borde del arroyo La Cañada, pero también rascacielos en construcción. Los Stutz podían darse algún lujo, como tener una sirvienta con cama adentro.

Eran las once y cuarto de la mañana del sábado 19 de noviembre de 1938.

-Mamita, ¿me das veinte centavos para comprar el Billiken? -preguntó Marta Ofelia.

-Sí Martita, acá tenés. Tené cuidado al cruzar la calle.

¿Por qué habría de tener miedo esa mamá? Martita iba todos los días a la escuela en tranvía, con su papá, y volvía con una compañera que vivía en la misma cuadra. De todas maneras, rara vez salía sola. Pero aquella mañana la casa estaba revuelta: habían venido parientes de Buenos Aires.

Martita vestía un traje azul marino con la pollera tableada, medias tres cuartos, y en la cabeza, un moño blanco. La mañana del 19 de noviembre inauguraban un centro cívico en el barrio y había venido el gobernador, Amadeo Sabattini, motivo por el cual había mucha gente. El quiosquero se llamaba Manuel Cardozo y era de confianza. Luego, cuando la policía le preguntó, recordaría perfectamente cuando, tras comprar la revista, la nena Martita Ofelia se había vuelto a su casa, distante algunas cuadras. No notó nada raro. El boulevard Castro Barros estaba muy concurrido, pero la comisaría 9ª, que tenía su sede allí mismo, daba tranquilidad.

Al cabo de media hora, como Martita no volvía, la mamá comenzó a preocuparse. Fue hasta el quiosco. Llamaron por teléfono al padre, que estaba trabajando en las oficinas del Molino Centenera. La familia, junto con los vecinos, empezó a buscar a la niña por todos lados.

Al día siguiente, los titulares de los diarios de Córdoba olvidaron la Guerra Civil en España y salieron a la calle con un terrible anuncio: "Desaparece una niña misteriosamente". "Toda Córdoba busca a una nena. Podría ser un secuestro." Debajo, la foto de Marta Ofelia Stutz.

"Su carita de conejo blanco, de durazno maduro, llena de candor, sobre un torso macizo y desarrollado. ¡Nueve años!", escribiría Leonardo Castellani. Una imagen que se volvió pesadilla para los argentinos durante muchos meses.

¿Por qué la desaparición de Martita Stutz conmovió de esa forma al país? Quizá porque simbolizaba un miedo ancestral: el mal puede golpear también a los inocentes. Ese miedo se corporizó en los peores monstruos: los asesinos de niños; en 1440 fue Gilles de Reis, que mató a centenares de inocentes. En 1931, Peter Kûrten, llamado "el vampiro de Düsseldorf", cuya cabeza rodó bajo el hacha del verdugo.

La policía de Córdoba se puso a buscar frenéticamente a Martita. Desde el principio, flotaba en el ambiente un funesto presagio: estaba fresca la tragedia de Charles Lindbergh, el héroe de la aviación mundial, cuyo pequeño hijo había sido secuestrado y asesinado en 1932. En la Argentina, la Maffia había consumado raptos resonantes: en 1932, el del doctor Jaime Favelukes, luego liberado. El mismo año, el del joven Abel Ayerza, que apareció muerto. En febrero de 1937 fue secuestrado y asesinado en la estancia que sus padres tenían en Camet, Mar del Plata, el niño Eugenio Pereyra Iraola, de dos años.

Sin embargo, el caso de Martita Stutz era distinto. ¿De dónde sacaría la familia de un modesto contador los 100.000 pesos que se pidieron -y se pagaron- por el niño Pereyra Iraola? Aunque hubo algo más extraño aún en el corazón del caso Stutz: lo que todos daban por hecho no se produjo: no llegó ningún mensaje pidiendo rescate.

La cacería
Al desvanecerse la hipótesis del secuestro extorsivo, quedaban dos posibilidades: venganza o crimen sexual.

La policía intentó reconstruir el posible itinerario de la niña.

-A Martita -repetía la madre, angustiada- yo le había enseñado todo lo que debe saber una nena: que tuviera cuidado al cruzar la calle, que nunca aceptara caramelos de un hombre, que no hablara con extraños.

La madre, quizás influida por los diversos rabdomantes y adivinos convocados para encontrarla, creía que Martita estaba prisionera en algún lugar de la misma manzana. ¿Se habría extraviado? ¿Era una travesura? ¿Estaba en casa de alguna compañerita? Cuadrillas policiales y efectivos del ejército recorrieron esa manzana; luego siguieron con ese y otros barrios. La ciudad entera fue rastreada en busca de pistas. Dragaron el fondo de La Cañada. Entraron en los viejos túneles que se abren en las barrancas del río Primero. Allanaron viviendas, chozas, depósitos, comercios. No quedó en toda Córdoba ningún presunto delincuente, ningún vagabundo, ningún sospechoso sin investigar.

El misterio se convirtió en un rompecabezas. Porque los testigos que la policía convocaba decían cosas distintas. Según el quiosquero, la niña había comprado la revista y regresado en dirección a su casa sin que nadie se le acercara. Domingo Flores, un peón de Obras Sanitarias que trabajaba en el lugar, la había visto a Martita alejándose de la mano de una mujer rubia con un vestido floreado. Dos niños, Hugo Giménez, de 7 años, y Antonio Cobos, de 12, del barrio de Villa Cabrera, se presentaron para contar que habían visto a alguien parecida a la niña en el camino a Pajas Blancas, donde hoy está el aeropuerto de Córdoba, que entonces era un siniestro descampado. Fue -decían los pequeños testigos- un rato después de la de­saparición. Iba en una voiturette verde, con la capota blanca baja. Según Hugo, la niña viajaba con dos hombres; según Antonio, con "un hombre gordo".

La policía buscaba ahora a una mujer rubia y una voiturette verde. No quedó rubia sin investigar. Tanto, que numerosas rubias cordobesas se tiñeron el pelo en aquellos días para poder pasear tranquilas por la avenida Olmos.

Entre tanto ir y venir, la policía descubrió una voiturette verde circulando no muy lejos del barrio San Martín. Detenido el conductor, resultó ser un hombre gordo llamado Domingo Sabattino, con antecedentes policiales por tráfico de licores sin estampillar. Sabattino siguió siendo sospechoso y pasó tres años preso. Finalmente, se determinó que nada tenía que ver con la desaparición de Marta Ofelia.

Los sospechosos

Comienza una cadena de delaciones, un desfile de personajes estrambóticos que parecen salidos de una película delirante. Uno de los tantos investigados es un conductor de tranvías llamado José Bautista Barrientos, de 31 años, casado con una partera no diplomada, especialista en abortos y tiradora de cartas. En el patio de tierra de la casa que ocupaban los Barrientos, en el pasaje Rioja, la policía encuentra tierra removida. Cavan y aparece un colchón con manchas que parecían de sangre. Barrientos complica a un vecino llamado Humberto Vidoni, propietario de un horno de ladrillo en las afueras de Córdoba. La policía anuncia que se recogieron cenizas en ese horno. ¿Humanas?

Vidoni, interrogado en el Departamento de Policía de Córdoba, fue literalmente muerto a golpes: era una piltrafa cuando lo llevaron al hospital San Roque, donde falleció el día de Navidad de 1938. La investigación se había cobrado ya una vida. Según se averiguó después, las cenizas no pertenecían a una niña, sino a una persona adulta.

Se busca al monstruo

La opinión pública, conmovida por la tragedia de los Stutz, pide a gritos que se encuentre a Martita, o al menos su cuerpo, y que se castigue a los culpables. El jefe de Policía Argentino Aucher -que en 1946 sería gobernador peronista de Córdoba- y el juez de instrucción Wenceslao Achával desatan una auténtica cacería. El juzgado contrata a Mono, un célebre perro-sabio que es llevado a la casa de la niña y luego al domicilio de los Barrientos. El animal, tras olfatear largo rato, se queda inmóvil ante. un tambor vacío. El juzgado llama al adivino y astrólogo Lucio Berto, a quien se atribuía haber descubierto a los autores de un asalto bancario, y el rab­domante formula un anuncio sensacional: ¡Martita está viva!

Esta premonición conmueve a la madre, para quien la niña no puede haber ido lejos:

-Si la hubieran forzado, Martita, que es una nena robusta y fuerte, se hubiera defendido.

La policía de Córdoba es reforzada por algunas figuras de la Policía Federal, como los comisarios Finochietto y Viancarlos. Este último era uno de los detectives que habían atrapado al Pibe Cabeza y otros mafiosos de fuste. ¿Podía ser la desaparición de Martita una venganza familiar? Se investigan a fondo los parientes de ambas ramas: los Stutz eran de Nueva Helvecia, Uruguay, y los Ceballos, apellido de la familia de la madre de Marta Ofelia, de Villa María. No había conflictos ni situaciones irregulares. Quedaba una sola hipótesis: el crimen sexual.

El padre de la niña ofreció recompensa y perdón a quien informara sobre su hija. La madre formuló un llamado dramático:

-¡Les daremos lo que quieran, pero devuelvan a la nena.!

En todas las paredes de la ciudad, afiches con la cara de Martita claman: "Se busca a esta niña". Los diarios de Buenos Aires dedican creciente espacio al caso. Crítica titula: "Como los antiguos caldeos, el juez Achával emplea la astrología para resolver un crimen".

El gobernador Amadeo Sabattini, enfrentado al gobierno conservador del presidente Roberto Ortiz, presiona a la policía para que resuelva el caso. Pero el resultado de esa presión es catastrófico. La pesquisa se vuelve incongruente y errática, orientada por las delaciones: llegaron a recibirse 3000 denuncias anónimas. Mitómanos y exhibicionistas envenenaron la investigación con mentiras y ocultamientos.

La creación del monstruo
Durante toda la investigación, se sospechó que la clave del secuestro la tenía el matrimonio Barrientos. El hombre era una bala perdida: personaje turbio pero menor de la ciudad, en las diez declaraciones que formuló y en los tres careos a los que fue sometido, admitió su conexión con el crimen para luego desdecirse alegando torturas, que sin duda existieron. Sus confesiones hicieron perder mucho tiempo y no condujeron a nada.

La policía intentó una y otra vez probar esta hipótesis: los Barrientos, oscura pareja conformada por un confidente policial o mafioso de pacotilla y su celestinesca esposa, proveían menores para la diversión a ciertos personajes influyentes de la ciudad. Alguien, quizá los Barrientos o el propio Suárez Zavala, solos o en ilícita asociación, habrían raptado a Martita con esos fines y ella "se les quedó", por lo que fue necesario "hacerla desparecer". En esa trama, la policía intentaba involucrar a diversas mujeres rubias basándose en algunas de las muchas declaraciones espontáneas o "inducidas", como la del dueño de un restaurante en el camino a La Calera que dijo haber servido el almuerzo a una pareja (una rubia con un señor maduro) acompañados por una nena que parecía dormida o enferma. Ese gastrónomo terminó internado en un manicomio.

Pero faltaba alguien a quien acusar: "el monstruo". Entonces apareció en escena un perfecto candidato a culpable: un hombre que merodeaba por la ciudad, que conocía prostitutas, que estaba en contacto con figuras públicas y que, si bien no era un delincuente -no tenía antecedente alguno-, no era trigo limpio.

Quien introdujo en el caso a ese hombre fue una tal María Rivadero, huérfana de 17 años que había sido madre soltera a los 13, internada en el Asilo del Buen Pastor, pero que salía de vez en cuando para hacer faenas domésticas en casas que la requerían. Esto fue la que reveló la huérfana:

-Una tarde yo estaba en casa de una señora C., escuché a un hombre llamado Suárez Zavala, amigo de la familia; decía que le gustaban las menores.

-¿Qué menores?

-Niñas de 9 o 10 años.

Otra prostituta, una veinteañera llamada Laura Fonseca, tenía a S.Z. como cliente habitual y remachó el caso afirmando que, poco antes de la desaparición de la Stutz, el tal S.Z. le "pidió chicas".

Así se construyó la figura de Suárez Zavala como "el Vampiro de Córdoba". La defensa consiguió demostrar que los Barrientos traficaban con los favores sexuales de menores, incluidas algunas internas del hospicio, pero Martita Ofelia Stutz no estaba entre ellas. Antonio Suárez Zavala tenía un coche que no era una voiturette, sino un sedán Chevrolet, con el que se paseaba por toda Córdoba, pero no a la caza de presas incautas, sino para vender remedios a las farmacias (representaba a un laboratorio). Si bien al hombre no le disgustaba tirarse alguna cana al aire -y alguna de sus "amigas", como la Fonseca, lo traicionó acusándolo sin piedad- no era más que un señor casado y con hijos en busca de alguna distracción.

Las amistades del sospechoso con algunos policías y políticos le jugaron en contra. Contribuyó a su desgracia la incontinencia verbal de que hizo gala, sus contradicciones frecuentes.

Deodoro, por la defensa

Suárez Zavala fue incomunicado y el juez le dictó la prisión preventiva. Nunca admitió ser el culpable, ni siquiera bajo tortura. Pero el juez Abalos elevó la causa a plenario acusando a Suárez Zavala por secuestro y homicidio y a los Barrientos por grave complicidad.

La esposa y los hijos del acusado lo acompañaron, pero la prensa lo lapidó, y estuvo muy cerca de ser linchado. De hecho, la policía apenas consiguió salvarlo de la multitud que llegó a pegarle y escupirle cuando, el 19 de diciembre, ingresó en los Tribunales para comparecer ante el juez.

Sólo una cosa le salió bien a Suárez Zavala. Aceptó defenderlo uno de los mejores abogados argentinos: el doctor Deodoro Roca, nacido en 1890, redactor del Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria, polemista vigoroso, antifascista visceral, progresista sin partido. Roca estaba convencido de que Suárez Zavala era un chivo expiatorio. A pesar de ser una figura muy respetada en Córdoba, una muchedumbre apedreó la casa de Deodoro, que, desalentado, renunció a la defensa. Pero una carta abierta que le envió la esposa de Suárez Zavala convenció al jurista para reasumir el cargo. La defensa que hizo Deodoro Roca de Suárez Zavala es una pieza admirable que desmonta la manipulación de la opinión popular: "El sumario se fabricó bajo la presión de una enorme excitación pública. -sostiene allí Deodoro Roca-. Fue una inmensa marea donde iba turbiamente mezclado lo bueno y lo malo, el horror del crimen monstruoso y la indignación pública. junto con las más bajas pasiones, los intereses más oscuros."

El caso se politiza
Como no podía ser de otra manera, la de­saparición de Marta Ofelia Stutz, un crimen que en principio sólo tocaba esferas privadas, se politizó. ¿Qué pasaba en la Argentina y en Córdoba en 1938? Eran muy distintos los respectivos gobiernos. Ocupaba la presidencia desde comienzos de ese año el doctor Roberto Ortiz, radical antipersonalista, candidato de la Concordancia, alianza entre los conservadores y los radicales antiyrigoyenistas. Ortiz, un abogado de empresas extranjeras, estaba afectado de diabetes y cedió el cargo a su vicepresidente, el opaco dirigente conservador de Catamarca Ramón S. Castillo.

Pero en Córdoba el panorama era distinto. Gobernaba desde 1936 el líder radical Amadeo Sabattini, carismático médico de Villa María, de probada popularidad en la provincia, sobre todo entre los chacareros. Para Sabattini era peligrosísima la repercusión del caso Stutz porque el gobierno nacional amenazaba al de Córdoba con la espada de Damocles de la intervención federal, un recurso que entonces se usaba con frecuencia. El crimen impune, el fracaso de la investigación, las salpicaduras que ella arrojó sobre la corrupción y la ineficacia de los políticos, hicieron tambalear el gobierno de Sabattini, que estuvo al borde de ser defenestrado. Los conservadores convirtieron el sepelio del hornero Vidoni en un acto político contra lo que llamaban despectivamente "el klan radical".

Desde muy distintas perspectivas, la de­saparición de Marta Ofelia fue considerada un símbolo de la decadencia política argentina: "Odiosa politiquería, infinitamente corrupta", apostrofó el escritor jesuita y heterodoxo Leonardo Castellani. No se quedó atrás el director de la revista Criterio, monseñor Gustavo J. Franceschi, al acusar a la "pasquinería" de oscurecer la investigación. Deodoro Roca, desde una perspectiva opuesta, también acusaba a la "prensa amarilla". Sostuvo que "para salvar grandes y proficuas ediciones, hubo que llenar páginas con títulos torcidos, con «picantes» escabrosos."

Crimen impune
En abril de 1939 se cerró el sumario. Ni Suárez Zavala ni nadie pudo ser inculpado por homicidio, ya que al no hallarse los restos de Marta Ofelia Stutz no existía el cuerpo del delito. La acusación había sido por secuestro y proxenetismo. Suárez Zavala fue hallado culpable y condenado a 17 años de prisión. "Para ser culpable era poco y para ser inocente, mucho", se dijo sobre aquella sentencia que no conformó a nadie. El fallo del juez Wenceslao Achával fue apelado. Al emitir la sentencia definitiva, en enero de 1943, la Cámara del Crimen se dividió. El vocal Antonio de la Rúa consideró culpable a Suárez Zavala pero los otros dos camaristas, Alfredo Vélez Mariconde y Jorge Díaz, entendieron que las pruebas no bastaban para inculparlo. Por dos votos a uno se revocó el fallo de primera instancia: Antonio Suárez Zavala quedó en libertad.

El acusado había estado cinco años en prisión. Cuando salió de la cárcel, se expatrió a Chile. ¿Qué fue de él? Se perdió en el anonimato. Otros crímenes y los infinitos vaivenes de una historia agitada hicieron que la tragedia de Martita Stutz fuera olvidada o, mejor dicho, ingresara en esa forma distinta del olvido que es la mitología criminal.

Entre 1938 y 1943, cuando el telón se corrió sobre el caso, muchas cosas habían pasado: la suerte de Hitler estaba por cambiar en los campos helados de Rusia, pero ya había muerto buena parte de los sesenta millones de víctimas que dejó en herencia. Lisandro de la Torre se había pegado un tiro en su casa de la calle Esmeralda. El cardenal primado de la Argentina, Santiago Luis Copello, había sido el principal candidato para suceder al papa Pío XI, pero en su lugar el Cónclave nombró a un italiano.

No se supo más nada de Martita Ofelia Stutz. Si estuviera viva, hoy tendría 75 años.

Por Alvaro Abos

* El autor es escritor. Publicó más de veinte libros en diversos géneros: novela, cuento, biografía, ensayo y crónica. Entre ellos, Xul Solar, pintor del misterio y Macedonio Fernández - La biografía imposible. Colabora con La Nacion y El País, de Madrid

Fuentes: La misteriosa desaparición de Martita Stutz, de Esteban Dómina; Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas, de Leonardo Castellani; La trayectoria de una flecha, de Horacio Sanguinetti.

Próxima entrega: Yo no maté a Alcira

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