miércoles, 11 de junio de 2014

La carta robada

Por Edgar Allan Poe

Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Séneca


Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.

-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.

-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».

-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.

-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.

-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.

-Sencillo y raro -dijo Dupin.

-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.

-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.

-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.

-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.

-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?

-Un poco demasiado evidente.

-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.

-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.

-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.

-Hable usted -dije.

-O no hable -dijo Dupin.

-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.

-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.

-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

-Sea un poco más explícito -dije.

-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.

-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.

-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.

-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?

-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.

-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.

-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.

-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.

-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.

-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.

Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.

-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.

-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.

-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?

-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.

-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.

-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.

-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.

-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.

-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.

-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.

-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.

-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.

-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»

-¿Porqué?

-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.

-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.

-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.

-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?

-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.

-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.

-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.

-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!

-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.

-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?

-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.

-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?

-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.

-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?

-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.

-¿Y el papel de las paredes?

-Lo mismo.

-¿Miraron en los sótanos?

-Miramos.

-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.

-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?

-Revisar de nuevo completamente la casa.

-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.

-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.

-¡Oh, sí!

Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:

-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.

-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.

-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.

-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.

-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?

-¿Cómo? ¿En qué sentido?

-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?

-No. ¡Al diablo con Abernethy!

-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»

-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.

-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.

-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.

-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?

-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.

-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.

-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.

-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.

-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.

-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.

-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.

-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.

-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.

-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?

-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.

-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.

»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.

»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»

-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?

-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?

-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»

FIN

martes, 3 de junio de 2014

El caso Robledo Puch

Por Osvaldo Soriano

Iluminados por el soplete, Robledo y Somoza trabajan callados y serios. Robledo sostiene el aparato que perfora el material mientras su amigo sigue sus movimientos con atención. El trozo de acero está por caer y Robledo lo ayuda con un golpe. Ninguno dice nada. A Somoza acaba de ocurrírsele una broma acorde con la circunstancia. Pasa un brazo alrededor del cuello de su compañero y aprieta con suavidad, cada vez más. Robledo le da un codazo y lo lanza hacia atrás. Manotea el revólver que tiene en el cinturón y dispara. Asombrado, quizá sin entender lo que ocurre Somoza cae y articula una explicación que es apenas un gemido. Robledo lo observa unos instantes, levanta su brazo derecho y dispara otra vez. "No podía dejarlo sufrir. Era mi amigo", explicará después. Se ha quedado solo, con dos cadáveres junto a él --antes ha matado al sereno Manuel Acevedo--, pero eso no le preocupa. Sale.
    Una moto primero, un camión más tarde, le sirven para alejarse del lugar. El círculo se ha cerrado. Al matar a Somoza, Robledo se ha aniquilado a sí mismo. Unas horas más tarde, la policía lo arresta frente a su casa.

Los primeros pasos
    Carlos Eduardo estudia piano; la maestra dice que tiene gran facilidad y que es un chico respetuoso. Ejercita con Hannon y la abuela está contenta con él porque aprendió muy bien a hablar alemán y también puede conversar en inglés. Claro que no es un chico afeminado, como esos que tocan en las fiestas familiares para ganar el aplauso de los parientes y amigos. El sale a jugar a los cowboys con los chicos del barrio y juega al fútbol. Se cree Sanfilippo y cuando le quitan la pelota protesta, dice que fue foul. Pero no le hacen caso porque es un poco antipático, casi agresivo cuando discute. Por eso, le dicen Leche hervida.
    Los domingos acompaña a su madre a la iglesia de Olivos. Algo a regañadientes, es cierto, pero va y se porta bien. En el colegio Cervantes es un poco indisciplinado, pero no llama demasiado la atención. De vez en cuando pide libros a la biblioteca y los devuelve rápidamente, lo que hace pensar que lee mucho. Una contestación irrespetuosa para su maestra lo lleva un día frente a la directora. Ella lo reta, le levanta la voz. El suda muy frío, como le pasa siempre que alguien le impone una orden. De pronto siente que no puede más, que esa mujer le molesta. Toma una silla y la destroza contra la pared. La llegada de los celadores pone a la mujer ante una situación difícil. Llama a los padres y les pide que lo retiren del colegio si quieren evitar la expulsión.
    La infancia de Carlos no está grabada en muchas memorias. Su padre --inspector de interior en General Motors--, dice que él no es culpable de lo que pasa, aunque no sabe explicar bien por qué ocurre esta odisea que no cabe dentro de su vida pequeña. Los amigos de Carlos recuerdan poco, pero frente al periodismo imaginan, quieren participar, acercarse a la tragedia. La infancia de Carlos Eduardo se confunde en unos pocos años, como si los hechos se cruzaran entre sí. Pero no hay nada extraordinario más allá de la historia que algunos narran: apenas los días apacibles del hijo único, mimado por la abuela y la madre.
    El padre quiere que Carlos sea ingeniero y lo manda al colegio industrial a los 14 años. A esa edad tiene su primer contacto con la muerte. Su padre lo lleva al velatorio del abuelo y también a la ceremonia de cremación del cuerpo. Carlos permanece silencioso todo el tiempo. Ve como las llamas consumen el cuerpo agotado de ese alemán cariñoso con el que había pasado algunos buenos momentos. Al volver a casa, el padre recuerda que su abuelo también quería verlo convertido en ingeniero.
    Carlos Eduardo ingresa al industrial. No sabe si quiere ser ingeniero, pero le gustan las máquinas. Le gusta el ruido infernal de los motores, ese rugido que se mete en la sangre. Empieza a aprender el oficio, pero no dispone de mucha paciencia.
    En la escuela conoce a Jorge Antonio Ibáñez, un muchacho rápido e inteligente. Ibáñez esquiva los compromisos, resuelve cada situación en su favor. Ese hombre le gusta. Tiene 15 años pero desafía a sus maestros, a los compañeros. Es un tipo libre, cree Carlos Eduardo. Comienza a seguirlo, a cambiar palabras con él, a imitar algunos de sus gestos. Quiere ser simpático y para eso se endurece.
    Jorge Antonio dispone de tiempo, no tiene que volver a su casa a una hora determinada, no tiene que pedir permiso para ir al cine. Le cuenta a Carlos que su viejo es un tipo macanudo, un tipo de hoy.
    No está clara a través del tiempo la cronología de los hechos: se conjetura que Carlos es acusado de robar 1.500 pesos y tiene que dejar la escuela. Su padre lo incorpora a un colegio particular, pero poco tiempo más tarde, el joven abandona el estudio. Habla con su padre. Le dice que ya sabe el oficio. No quiere ser ingeniero, se conforma con poner un taller de motos.
    Así se reencuentra con Ibáñez, que ha dejado también el colegio. Se hacen amigos. En "El Ancla" conversan largas horas frente a un café. No tienen plata para más. Algunos domingos van a la cancha porque Carlos Eduardo sigue a San Lorenzo. Un día, Robledo confiesa a su amigo que ha robado una radio en un negocio del centro. Todo ha sido fácil. La gente es demasiado confiada. Ibáñez sonríe y tal vez le estrecha la mano. No vuelven a verse por un tiempo.
    Para no disgustar a su madre, Carlos acepta trabajar de cadete en la Farmacia de Sebastián Samban, a una cuadra y media de su casa de la calle Borges al 1800, en Vicente López. Un día le lleva la radio al farmacéutico. "Se la vendo en dos mil pesos", le dice. El hombre no confía demasiado y habla con su madre. "Cómpresela --le dice ella--, es de él". Don Samban le da los dos mil pesos y Carlos se compra una bicicleta. Samban se queda sin cadete.
    Unos meses más tarde, Robledo camina solo por la ciudad cuando ve una hermosa moto. La mira un rato, deslumbrado. Por el caño de escape que le han agregado le parece que está pichicateada. Recuerda la radio y sube. Ese día ruge por las calles sin parar. Va de aquí para allá sintiendo el aire fresco en el pecho, en el pelo rojizo que le cubre la cara. Se siente libre. Por fin, choca contra un auto detenido y deja la moto, que tiene una rueda torcida.
    En el bar se encuentra otra vez con Ibáñez. Se saludan y Carlos lo invita a tomar un café. Le cuenta lo de la moto. Ibáñez lo mira en silencio, aprueba con movimientos de cabeza. Por fin, una confesión de Jorge Antonio estrecha la amistad. Le cuenta que él también ha robado algunas cosas y que pasó varias noches preso; nada de importancia.

Presuntamente violento

    Robledo está impaciente. Ibáñez lo calma. No todo es tan fácil como parece. Hay que entrenarse, como en el fútbol, para no fallar nunca. Ibáñez es inteligente y se las arregla para tener muchas mujeres que lo buscan en el bar, le dejan mensajes. Robledo está solo, pero no lo lamenta. Se siente más fuerte que Ibáñez.
    Entre tanto, sus padres se preocupan por la suerte del joven. Le prohíben salir de noche, le piden cuentas de su vida. Otra vez Carlos necesita conformarlos. Toma un curso de radio y televisión y frecuenta la antigua barra del bar "La Perla", pero no tiene mucho que decir. Ellos le parecen tontos y lo grita: "Ustedes son unos giles". Para vengarse, sus amigos lo llaman Colorado, un apodo que en la infancia lo enfurecía.
    Sólo frente a Ibáñez se siente bien. Ibáñez no es un mequetrefe, piensa Robledo. En el reencuentro, Jorge Antonio lo invita a su casa: "Ya te dije que mi viejo es macanudo. En casa tengo un par de revólveres. Podemos practicar tiro al blanco". Eso lo fascina. Destrozar esos cartones inmóviles le recordará los años del potrero, cuando jugaba a los cow-boys. "¡Muerto!", gritaba él y el otro caía al suelo. Lo que más furia le daba era que le gritaran " ¡El Colorado está muerto!". Eso lo ponía furioso.
    Empiezan a tirar. Robledo tiene en las manos la misma seguridad para el revólver que para el piano. Agilidad, dice Ibáñez, que no sabe lo del piano.
    Un día trazan el primer plan. Se trata de una joyería de menor importancia. Como para probar. Todo va bien y reparten las joyas y los relojes. No entienden demasiado y sacan cosas de poco valor. Detalles para corregir, piensa Robledo.
    Carlos ha cumplido los 17 años y roba una moto. Con ella alborota a todo el barrio, ya que la arregla en la vereda de su casa y pone el acelerador a fondo para irritar a los vecinos que protestan. E14 de febrero de 1969 ingresa en la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, ubicada en la zona de Los Hornos, partido de La Plata. Ha sido acusado por el robo de la moto. Allí permanece 20 días y en un par de charlas con el director, Eloy Malaundes, le confiesa que no se entiende con su padre.
    Cuando sale, Robledo Puch vuelve al piano. Estudia con la profesora Virgilia Dávalos, quien lo recuerda como un chico "tímido y correcto".
    Otra vez Ibáñez. Con él empieza a visitar los boliches de la avenida del Libertador. Conoce a mucha gente y aunque su cara aniñada--los ojos azules y grandes, los labios carnosos y el pelo que le achica la frente--no lo hace muy atractivo, consigue algunas mujeres.
    Los dos amigos se tienen cada vez más confianza.
    Concretan varios golpes, casi todos en la calle, Robledo no sabe todavía que Ibáñez actúa por su cuenta, como un experimentado profesional; roba coches (prefiere los Torino, por los que le pagan 400 mil pesos) y su familia parece conocer sus andanzas.
    Robledo, que era un chico callado, se está envalentonando. Se jacta de su audacia y dice que espera un gran futuro. Ibañez asiente. Brindan y pagan copas. Las mujeres empiezan a preferir su compañía.
    Carlos Eduardo quiere irse de su casa. Un día lo intenta, pero no llega lejos. Su padre lo alcanza a las pocas cuadras, baja del auto y lo abofetea como a un chico. Un rayo de rencor habrá atravesado los ojos del muchacho.
    Aída, la madre de Carlos, está agotada. Decide hacer un viaje a Europa. Visitará Alemania, donde vivió la guerra. Viaja en barco porque quiere descanso. José, el padre, sale al interior para cumplir con su trabajo. E1 10 de enero de 1970 Carlos Eduardo abandona la vacía casa de sus padres. Dentro de nueve días cumplirá 19 años y quiere festejarlo.

El enemigo insólito

    "A los veinte años no se puede andar sin coche y sin plata", suele decir Carlos Eduardo. Para él, la vida es simple. A medias con Ibáñez compran un Fiat 600 que generalmente conduce Robledo. Carlos Eduardo maneja a toda velocidad e interviene en picadas en las que se muerde de rabia por no tener un coche más potente.
    Una noche, mientras toman una copa, se ponen de acuerdo. Ibáñez sabe que habrá peligro: se juramentan y Robledo será el ejecutor de quien se cruce en el camino.
    Por fin, la noche del 9 de mayo llegan a la calle Ricardo Gutiérrez al 1500, en Olivos. Por la pared de una estación de servicio saltan al techo del baño de una casa de venta de respuestos para autos. Entran por una claraboya. El encargado y su mujer duermen en camas separadas. A un lado descansa una hija del joven matrimonio. No se despiertan. Bianchi no despertará jamás: Robledo le pega dos balazos. La mujer se sobresalta y Robledo gatilla dos veces más. Una bala da en el pecho de la mujer que cae hacia atrás. Carlos Eduardo se lanza sobre el placard y comienza a buscar. A su espalda oye gemidos débiles. La mujer se desangra pero no puede moverse porque Ibáñez ha caído sobre ella. Robledo los mira; no abarca la tragedia en su totalidad. Hay un muerto y una violación, pero para él los hechos no tienen dimensión ni nombres comunes. "Había que sobrevivir"', diría más tarde. Cuando salen, lbáñez está manchado de sangre pero no cambian una palabra. Robledo se detiene un momento y sonríe. Ha visto la vidriera de los accesorios. Recoge una palanca de cambios y dos instrumentos de medición "Son para el 600", dice, y los mete junto a los 350 mil pesos que halló en el placard.

El sueño eterno

    Robledo aparece en los mismos lugares de siempre. Se nota un cambio en él. Está exultante, se convierte en el centro de las reuniones. Habla de autos y de carreras. Anda solo. Ibáñez ha creído mejor separarse. Nadie debe sospechar y los muertos no hablan. Pero la mujer de Bianchi no murió la noche del 3 de mayo. Cuando los dos hombres salieron, ella fue arrastrándose hasta la estación de servicio de la esquina para pedir auxilio. Estaba bañada en sangre y hablaba de un hombre de pelo largo.
    El 15 de mayo --doce días después del primer golpe importante--, Ibáñez y Robledo visitan "Enamour", una boite de Olivos.
    En el fondo hay un jardín que da al río. La noche es fresca cuando los dos hombres fuerzan una ventana y entran. Revisan minuciosamente y reúnen casi dos millones de pesos. Cuando se retiran, Robledo ve una puerta cerrada y la entorna para mirar adentro. Dos hombres --Pedro Mastronardi y Manuel Godoy--duermen el último sueño. Carlos Eduardo dispara varias veces sobre esos cuerpos. No hay un gemido. Cuando le preguntaron por qué los había matado, respondió: "Qué quería ¿que los despertara?"
    Desde entonces los amigos entran definitivamente en el vértigo. El dinero vuela de sus bolsillos en un desenfreno baladí. No quieren ser hombres distinguidos, como los criminales de guante blanco. Están matando y lo saben. Tal vez intuyen que ese vértigo los aniquilará. Han escapado siempre, pero una simple circunstancia, un error mínimo puede perderlos. Deciden apostarlo todo; también la vida de quienes se crucen a su paso. Robledo e Ibáñez gastan horas y horas frente a las barras de los boliches, también gastan todo el dinero.
    Un día, ambos conocen a Héctor Somoza, un chico de 17 años que trabaja en la panadería de su madre. Robledo lo ha visto antes, han conversado, han ido juntos a los balnearios el verano anterior. Inician a Somoza. De la misma manera que Ibáñez inició antes a Robledo. Roban algunas motos y Somoza, un día, aparece con un revólver.
    Pero Ibáñez no simpatiza demasiado con el nuevo socio. No le tiene confianza. Somoza vive con su madre y una hermana en Olivos. Trabaja todo el día en la panaderia, es un chico formal que está cansado. Hay discusiones; Ibáñez sale con la suya en poco tiempo. La visita del 24 de mayo al supermercado "Tanty" no tendrá como huésped a Somoza. Sin embargo, éste presta su revólver a Robledo.
    No están seguros de que el techo se abra con facilidad. Robledo lleva una barreta y cuerda de nylon para descender. Jorge se queda de campana y Carlos trabaja. Siempre es así. Por fin, el material cede. Dos chicos sin experiencia profesional han destrozado otra vez la seguridad de un comercio. Entran. En plena oscuridad tratan de no derribar las montañas de latas de conserva para no despertar al sereno Juan Scattone. Pero éste se despierta y avanza. Robledo se agazapa y gatilla dos veces. Scattone se derrumba. En las cajas hay cinco millones de pesos. Destapan una botella de whisky y brindan en la oscuridad. Revisan al muerto y encuentran la llave de la puerta del personal. Salen repletos de billetes y montan en la motocicleta que habían dejado muy cerca. Les esperan 20 días de pacífica juerga. A una mujer le quedan 20 días de vida.

Damas peligrosas

    Ibáñez quiere probar a Virginia Rodríguez, una adolescente de 16 años que frecuenta las boites de Olivos. Robledo para en un hotel de Constitución y no tiene tanto interés por las mujeres. A Ibáñez se le antojaban seguido, como ahora la Rodríguez.
    La noche del 13 de junio. Ibáñez va a buscarlo al hotel para dar un paseo. No tienen coche y eso deprime a Robledo Puch, Ibáñez le pide que lo espere en una pizzería. Minutos más tarde vuelve con un Dodge Polara. Lo estaciona y entra en la pizzería; en voz baja le dice a Robledo: "Metele que le tuve que hacer la boleta al sereno". Es la única vez que Ibáñez dispara por su cuenta. Espera un premio: Virginia Rodríguez. Se lo dice a Robledo, le pide que se la consiga.
    Esa noche la encuentran y Carlos baja con el revólver. Virginia sube. Toman la ruta Panamericana. Ibañez, que maneja el auto estaciona a un.costado del camino. Pasa al asiento trasero y desnuda a la muchacha que se resiste. Robledo mira, pero su compañero lo echa. Se sienta en un costado y espera. Cuando los ve bajar del auto se acerca. "Andate", dice Ibáñez a la chica. Ella corre. "Tirale", ordena a Robledo. Este dispara cinco veces. Más de lo necesario. Carlos se acerca y la revisa. Encuentra mil doscientos pesos en la cartera de la muchacha. Se van, pero apenas han recorrido un par de kilómetros a toda velocidad cuando chocan contra un cartel indicador. El auto no funciona y lo dejan abandonado. La policía no hallará nunca ese Dodge Polara amarillo. Ibáñez y Robledo toman el ómnibus 215.
    Robledo está cansado de andar en ómnibus. Ha chocado el 600 y lo ha tenido que vender por la mitad de lo que costó. Reúne el dinero y compra un Dodge GTX. Está feliz con esa máquina arrolladora. Se siente invencible en los semáforos. Pero a Ibáñez se le siguen antojando mujeres. Es como un juego. Eligen y toman lo que está al alcance de la mano. Cada vez es más fácil. El 24 de junio esperan a Ana María Dinardo, una aspirante a modelo de 23 años, que ha ido a visitar a su novio que trabaja en la boite "Katoa". Cuando sale, la encaran. Según cuenta Robledo, bastó que le mostraran una billetera con 250 mil pesos para que ella subiera al auto. Toman por la Panamericana, hasta el mismo lugar donde once días antes dejaron el cadáver de Virginia.
    Ibáñez pasa al asiento trasero, pero la muchacha le cuenta que está indispuesta. Sugiere una cita. Ibáñez vive sus cosas muy rápido y la desviste. Ella --que al parecer practicaba Karate--, se defiende. Jorge Antonio se cansa y la deja vestirse, pero se queda con la ropa interior de la chica. Le dice que se vaya. Ella alcanza a caminar unos pasos y Robledo le mete siete balazos en la espalda. Luego se acerca y le saca cinco mil pesos y un encendedor. Antes de subir al auto Robledo se detiene, mira el cadáver, toma puntería y le destroza una mano de un balazo. Ibáñez observa a su amigo, quizá con un estremecimiento de temor. Vuelven. Para Ibáñez sería la última aventura.

Adiós al amigo

    Los trascendidos de la investigación no aclaran el destino de Jorge Antonio Ibáñez, muerto el 5 de agosto en un accidente de auto. Viaja junto a Robledo y se estrellan. Ibáñez muere, pero surge la sospecha de que Robledo haya ultimado a su amigo y simulado el accidente. Este es el caso del que menos noticias han trascendido. Héctor Somoza tendría su oportunidad.
    Somoza consigue dos revólveres y el 15 de noviembre ambos se introducen en el supermercado "Rolón", de Boulogne. El método clásico: Robledo abre el techo y bajan con la ayuda de una manguera de plástico. En medio de la oscuridad comienzan a buscar el dinero. El tiempo pasa y no hay rastros de la recaudación. Furioso, Robledo abre una y otra puerta en busca de las cajas dc seguridad. Es inútil; al único que encuentra es al sereno Raúl Delbene, que duerme en una pieza. Este se levanta cuando escucha que alguien abre la puerta. No alcanza a preguntar nada: Robledo lo mata de un balazo. Siguen revisando pero no hay dinero. Indignado, Somoza patea cuanto halla a su paso. Robledo toma un teléfono y le dice a su cómplice: "Se lo regalo a tu vieja". Al día siguiente, la madre de Héctor recibe el insólito obsequio. "Deberías ser tan bueno como Carlos", le dice a su hijo.
    Somoza está apurado por hacerse de unos pesos. Su incorporación a los "negocios graneles" ha resultado un fracaso. En una rápida inspección del lugar, deciden dar el próximo golpe dos días más tarde, el 17 de noviembre, en la agencia de automotores Pasquet, de Libertador al 1900, Carlos y Héctor encuentran sólo 90 mil pesos. Robledo empieza a sospechar que su nuevo compañero le trae mala suerte. Esa noche, el sereno Juan Carlos Rosas dormía junto a una fosa del taller. Robledo se acercó a él por detrás de un coche. Tomó puntería y sostuvo su brazo derecho con la otra mano: Rosas no alcanzó a despertar.
    Una semana más tarde, el 25 de noviembre, Robledo y Somoza entran en la concesionaria de automotores Puigmarti y Cía. de Santa Fe 999, en Martínez. Allí, Carlos Eduardo había ido tiempo atrás con su madre a comprar un coche. Lo pagó al contado y vio el lugar donde estaba empotrada la caja de caudales. Nunca lo olvidó. Ahora armados de sendos revólveres, los dos jóvenes entran al salón y sorprenden al sereno, Bienvenido Serapio Ferrini. Somoza lo golpea con su arma y lo llevan al primer piso. Allí Robledo le pega dos balazos. Más tarde, al ser reconstruidos los hechos, intentó atribuir este asesinato a su compañero, pero luego confesó su culpabilidad.
    Este es el golpe más arduo de cuantos ha practicado Somoza. Están cinco horas en el lugar. Con un soplete, abren la caja y encuentran un millón de pesos. Escapan en un Chevy que luego abandonan. Había sido el primer éxito de Héctor Somoza. Era también el último.

La caída de un canalla
    Manuel Acevedo es un trabajador sacrificado. Tiene varias casas alquiladas que le dan una buena renta, de la que podría disfrutar a los 58 años. Pero él prefiere trabajar. Se emplea de sereno en la ferretería Masseiro Hnos., de Carupá. No pasa la Nochebuena ni la Navidad con su esposa, sus tres hijas y sus yernos, por cuidarle los intereses al patrón. Para eso le pagan, dice, y espera a jubilarse para dejar su sueldo de 53 mil pesos por mes. Lo iba a dejar mucho antes. La noche del 3 de febrero de 1972. Cuando Robledo y Somoza entran al negocio, Acevedo podría estar pensando en la renta de sus casas, edificadas a lo largo de casi una cuadra en la calle Castiglione, de Tigre. Le sorprendió recibir dos balazos, pero no alcanzó a pensar mucho. Robledo no lo dejó. Había llegado con Somoza en una moto, que estacionaron en el lugar. Ahora se dedican a trabajar en la caja fuerte. Un rato cada uno, quemándose las manos con el soplete.
    Hasta que a Somoza se le ocurre hacer la broma. Justo cuando la caja iba a saltar. Héctor no comprende por qué su compañero le dispara. Muere enseguida. Robledo utiliza el soplete para quemarle la cara y las manos para que no queden huellas. Un error lo perderá: olvida quitar la cédula que Somoza guardaba en un bolsillo. Apurado, huye en la moto. Era su último escape. Ese día, el subcomisario Felipe Antonio D'Adamo lo detiene frente a su casa y le pone las esposas.

"El chacal"
    Cinco días más tarde, el 8 de febrero, los diarios informan la detención de uno de los mayores criminales de la historia. En adelante, el caso de este hombre que asesinó a once personas y del que se sospecha haya aniquilado por lo menos a tres más, ocuparía dos páginas por día en Crónica y una página en La Razón. Los canales de televisión se lanzan a la caza de parientes y amigos. La revista Así agota varias ediciones.
    Los redactores de la sección policial de Crónica exprimen su imaginación bautizando a Carlos Eduardo Robledo Puch: Bestia humana (el día 8); Fiera humana (al día siguiente), Muñeco maldito, El verdugo de los serenos, El Unisex, El gato rojo, El tuerca maldito (el 10), Carita de Angel, El Chacal (el 11). Ese día, el diario de Héctor Ricardo García sugiere que Robledo es homosexual, por lo que "sumaría a sus tareas criminales otra no menos deleznable", escribe el redactor.
    Crónica improvisa, conjetura relaciones entre el acusado y la familia Ibáñez, se queja del silencio de los testigos, del mutismo del juez Sasson. Durante las primeras reconstrucciones, el público pide la muerte de Robledo, intenta lincharlo. Crónica sublima el hecho y titula: "El pueblo intentó linchar al monstruo". La Razón compite con su colega buscando reportajes, opiniones, otros impactos.
    Se crea tal confusión que a cinco días de detenido Robledo, es difícil averiguar cuántos son, realmente, los crímenes que ha cometido.
    Los médicos policiales revisan al acusado y existe la impresión de que su desequilibrio no le servirá para eludir la condena a cadena perpetua. Los especialistas esbozan explicaciones contradictorias. Ninguna de ellas sirve para determinar las causas que llevaron a un joven de 20 años a aniquilar por la espalda a quienes se cruzaban en su ansioso camino hacia el éxito.
    No sirven porque Robledo Puch no es un objeto sobre el que los profesionales de la medicina puedan improvisar teorías tejidas a la distancia. El es un ser humano, y no es posible diagnosticar desde un consultorio la enfermedad de un hombre que espera sentencia en un calabozo.
    Para elucubrar un psicodiagnóstico aceptable, es necesario convivir con el paciente. Practicar, por ejemplo, los test de Rorschach, de Murray, de Bender, de Phillipson o de Weiss. Eso lo ordenará seguramente el juez Víctor Sasson mientras algunos profesionales siguen desmenuzando las lacras de Robledo, de toda la sociedad. Este criminal ha pasado a ser un apetitoso elemento de consumo. ¿Cuál es la enfermedad de Robledo? ¿Cuál la de quienes lo rodean? ¿Qué sentido tendría aplicar la pena de muerte a un enfermo?
    Nunca un caso criminal conmovió tanto a la sociedad argentina. Durante varios días toda actividad política, deportiva, artístíca, pasó a segundo plano ante una evidencia: en Buenos Aires, un muchacho puede por si solo quebrar todas las barreras de seguridad, matar y robar sin que la justicia lo alcance hasta que la tragedia haya abrazado a muchos.
    La sociedad argentina no acepta la pena capital. Lo que parecería común en Estados Unidos, causa sorpresa y estupor aquí. La policía, que ha dedicado sus mayores esfuerzos a la detención de guerrilleros, a los que denomina "delincuentes políticos", da la impresión de ser vulnerable frente a quien ni siquiera es un profesional, sino un psicópata.
    Muchos han querido cuestionar, a través de Robledo Puch, a toda una sociedad. Otros piensan que se trata de un caso aislado, de un hombre desesperado.
    Sea como fuere, Robledo Puch desnuda la apetencia arribista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos del éxito: "Un joven de 20 años no puede vivir sin plata y sin coche", ha dicho el acusado. El tuvo lo que buscaba: dinero, autos, vértigo; para ello tuvo que matar una y otra vez, entrar en un torbellino que lo envolvió hasta devorarlo. Cuando mató al primer hombre, Robledo Puch ya se había aniquilado a sí mismo.