viernes, 26 de septiembre de 2008

Un joven mató a diez compañeros y se suicidó


Sacude a Finlandia una masacre estudiantil que dejó 11 muertos

El agresor había subido videos a Internet en los que se lo veía en un ejercicio de tiro
HELSINKI.- En la segunda masacre escolar que conmueve a Finlandia en menos de un año, un estudiante de 22 años asesinó ayer a tiros a diez compañeros y luego se suicidó en una escuela profesional de la pequeña localidad de Kauhajoki, situada 350 kilómetros al norte de Helsinki.
Un día antes, la policía había interrogado al atacante, que fue identificado como Matti Juhani Saari, a raíz de unos alarmantes videos que había subido a Internet, pero consideró que no constituía una amenaza y decidió no retirarle su permiso para portar armas.
El sangriento hecho ocurrió alrededor de las 11, cuando Saari, vestido de negro y con un pasamontañas que le cubría la cara, ingresó en la escuela Palvelualojen Oppilaitos con una pistola automática calibre 22 y comenzó a disparar indiscriminadamente contra un grupo de estudiantes que realizaba un examen. Nueve de ellos murieron en el acto y otro falleció más tarde en el hospital. Otros dos resultaron heridos.
El atacante lanzó luego varios cócteles molotov en distintos puntos del edificio, que provocaron un incendio de grandes proporciones y, según informó el vocero policial Jari Neulaniemi, quemó algunos de los cuerpos al grado de dejarlos irreconocibles.
Tras cometer estas atrocidades, Saari intentó suicidarse disparándose un tiro en la cabeza, pero no lo consiguió y fue trasladado en estado crítico al hospital universitario de Tampere, donde falleció horas más tarde.
"Oí incesantes disparos y los gritos de alumnos histéricos. Luego vi a un estudiante salir del edificio y desplomarse en la entrada. Fue horrible", contó Jukka Forsberg, el conserje de la escuela, a la que asisten unos 200 alumnos. "El agresor también me disparó a mí, pero logré salvarme de las balas corriendo en zigzag", agregó el hombre.
En una conferencia de prensa realizada poco después de la masacre, la ministra del Interior de Finlandia, Anne Holmlund, reveló que la policía había interrogado anteayer a Saari por haber subido a Internet unos preocupantes videos, pero decidió no retirarle su licencia temporal para portar armas, que el joven había obtenido el mes pasado, porque no lo consideró peligroso.
Los videos que subió el agresor en el sitio YouTube lo muestran disparando en un polígono de tiro, y en uno de ellos se dirige a la cámara para decir "Tu serás el próximo en morir".
Saari también había difundido en la web una serie de archivos en formato comprimido llamada "Masacre en Kauhajoki", y, según contó la policía, dejó dos notas en su cuarto, en las que señalaba que había comenzado a planear la masacre en 2002 y que odiaba a toda la humanidad. Semejanzas
La masacre de ayer guarda varias similitudes con la que protagonizó otro joven finlandés, el 7 de noviembre de 2007, en un centro educativo de la localidad de Tuusula, situada en el sur del país.
En esa oportunidad, el agresor, de 18 años, mató a ocho personas antes de suicidarse de un tiro en la cabeza. El joven también había tramitado poco antes del crimen su permiso de portación de armas y había anunciado en Internet la masacre.
Tal como ocurrió el año anterior, la tragedia de ayer desató una ola de peticiones en el país en favor del endurecimiento de la ley de armas, considerada liberal.
"No es suficiente hablar sobre límites de edad después de dos eventos tan trágicos. Tenemos, por el contrario, que discutir la prohibición de la tenencia privada de armas", adelantó ayer el primer ministro finlandés, Matti Vanhanen.
"No conocemos todos los motivos que provocaron este suceso, pero estoy segura de que todos estamos preocupados por esta dinámica que nos ha hecho sufrir un trágico tiroteo por segunda vez en un año", afirmó, por su parte, la presidenta del país, Tarja Halonen.
Finlandia es el tercer país del mundo, detrás de Estados Unidos y Yemen, con mayor índice de armas por habitante, con un promedio de 30 armas por cada cien ciudadanos.

Fuente: Diario La Nación Agencias AP, AFP, EFE y DPA

lunes, 22 de septiembre de 2008

Se descubrieron cintas grabadas por Agatha Christie



Son 27 rollos con más de 13 horas con la voz de Agatha Christie en los cuales la autora de Muerte en el Nilo entre otras grandes novelas policiales, narra detalles autobiográficos y explica el origen de sus personajes más famosos como el detective Hércules Poirot.
El hallazgo de los 27 rollos con más de 13 horas grabadas con la voz de Agatha Christie fue de Mathew Pritchard, su único nieto, que encontró las cintas en una de las casas que le dejó su abuela. El material fue grabado en los años 60 y consiste de material que se usó para después redactar su autobiografía, la cual se publicó póstumamente en 1977. El descubrimiento es de particular interés para fanáticos y estudiosos de la gran novelista de misterios ya que casi nunca concedió entrevistas durante su vida. En Gran Bretaña hay una devoción por la autora que roza el fanatismo. Su aniversario se celebra con una semana entera de obras de teatro y fiestas. Y aunque nunca llegó a entrar en el panteón de los grandes autores británicos, sus libros siguen vendiendo más de 500.000 copias por año en el Reino Unido. En términos de ventas solamente es superada por Shakespeare y la Biblia. Chorion, la empresa que maneja los derechos literarias de Christie, está considerando republicar la autobiografía con ciertas modificaciones que incluyan los contenidos de las cintas. Tamsen Harward, un gerente de Chorion, dijo: "Son cintas muy personales. Hay pedazos de la autobiografía que podrían ser revisados después de escucharlas". Curiosamente, las cintas solamente cubren el último tercio de su vida. Una teoría es que, Christie, siendo una mujer muy frugal, fue grabando encima de las cintas una vez grabadas y utilizadas con las narraciones sobre su infancia y adultez. El señor Harward enfatizó: "Esta claro que la autora no consideraba que estas cintas tuvieran un valor histórico". Las cintas se descubrieron en una caja junto con el dispositivo de grabación. Allí se puede escuchar su voz contando sobre el origen de sus novelas y cómo fue armando sus personajes. Laura Thompson, la biógrafa de Christie, dijo de las grabaciones: "Son extraordinarias. Ya nadie tiene esa voz. Suena como una dama edwardiana. Es como si estuviera suspendida en los principios del siglo XX donde el orden social está intacto y los asesinatos sólo ocurren según un estricto protocolo, con arsénico en las galletas, por ejemplo". En una de las grabaciones cuenta la creación de Miss Marple, una detective que figura en 12 de las novelas de Christie, explicando que ni siquera se acuerda cómo o cuándo nació en su imaginación. En otra grabación se molesta por las incesantes sugerencias que le hacían para juntar en un libro a sus dos personajes más famosos, Miss Marple y Hércules Poirot: "La gente no para de escribirme para insistir que Marple y Poirot se conozcan. ¿Pero por qué se tendrían que conocer? Estoy segura que no les gustaría conocerse. No lo permitiré, salvo que sienta un abruto deseo de hacerlo". Su nieto, que también es el director de Agatha Christie Limited, dijo que no hará público cada minuto de las cintas. Pritchard las descubrió en una casa de Christie en el pueblo de Devon. "La casa estaba llena de archivos, basura, papeles, de todo", dijo. Tras el descubrimiento un amigo le ayudo a pasar las cintas a formato digital. Hablando de Hércules Poirot, el meticuloso y bien vestido detective belga que inventó, Christie opinó: "Es un egoísta completo". Cuando Poirot murió en la novela Curtain (1975), se publicó un obituario (¡de este personaje de ficción!) en la primera plana de The New York Times. Christie murió un año después, a los 85 años. Agatha Mary Clarissa Millar –su nombre compelto– nació el 15 de septiembre de 1890 de un padre adinerado americano y una madre inglesa. Se casó dos veces y mantuvo un perfil bajo toda su vida. Escribió 66 novelas detectivescas, 163 cuentos, 19 obras de teatro, 4 obras de no-ficción, y 6 novelas románticas bajo el pseudónimo Mary Westmacott. The New York Times y Clarín

jueves, 18 de septiembre de 2008

"La carta robada" Edgar Allan Poe

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.
—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».
—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso!. El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un caso excesivamente singular.
—Simple y singular —dijo Dupin.
—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados porque el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.
—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted —dijo mi amigo.
—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.
—¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!
—Un poco demasiado evidente.
—¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! —reía nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.
—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.
—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.
—Continuemos —dije.
—O no continúe —dijo Dupin.
—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que continúa todavía en su poder.
—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.
—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.
—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
—Pero este ascendiente —repuse— dependería de que el ladrón sepa que dicha persona lo conoce. ¿Quién se ha atrevido…?
—El ladrón —dijo G***— es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El método del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que estaba sólo en el boudoir real. Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en una gaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entró el ministro D***. Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen la letra de la dirección, observa la confusión del personaje a quien ha sido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones sobre negocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, coge de la mesa la carta que no le pertenece. Su legítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no se atreve a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.
—Aquí está, pues —me dijo Dupin—, lo que usted pedía para hacer que el ascendiente del ladrón fuera completo, el ladrón sabe de que es conocido del dueño del papel.
—Sí —replicó el prefecto—; y el poder así alcanzado en los últimos meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho abiertamente. En fin, reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
—¿Y quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un oyente mas sagaz que usted?
—Usted me adula —replicó el prefecto— pero es posible que algunas opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
—Está claro —dije—, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
—Cierto —dijo G***—, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue hacer un registro muy completo de la residencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que resultaría de darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
—Pero —dije—, usted se halla completamente au fait en este tipo de investigaciones. La policía parisina ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
—Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, y siendo principalmente napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar la mansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gran secreto, la recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta convencerme plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
—¿Pero no es posible —sugerí—, aunque la carta pueda estar en la posesión del ministro como es incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su casa?
—Es poco probable —dijo Dupin— La presente y peculiar condición de los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validez del documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta importancia como su posesión.
—¿La posibilidad de ser exhibido? —dije.
—Es decir, de ser destruido —dijo Dupin.
—Cierto —observé—; el papel tiene que estar claramente al alcance de la mano. Supongo que podemos descartar la hipótesis de que el ministro la lleva encima.
—Enteramente —dijo el prefecto— Ha sido dos veces asaltado por malhechores, y su persona rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.
—Se podía usted haber ahorrado ese trabajo —dijo Dupin— D***, presumo, no está loco del todo; y si no lo está, debe haber previsto esas asechanzas; eso es claro.
—No está loco del todo —dijo G***—; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la locura.
—Cierto —dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de humo de su pipa—, aunque yo mismo sea culpable de algunas malas rimas.
—Supongamos —dije—, que usted nos detalla las particularidades de su investigación.
—Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los cajones posibles; y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea no puede escapársenos. Después del gabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas, removemos las tablas superiores.
—¿Por qué?
—Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario similarmente arreglada, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro de su cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son utilizados con el mismo fin.
—¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca a su alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.
—Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hecho pedazos todos los artículos de mobiliario en que hubiera sido posible depositar un objeto de la manera que usted menciona. Una carta puede ser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen a una aguja para hacer calceta, y de esta forma puede ser introducida en el travesaño de una silla, por ejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
—Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla de la casa, y en verdad, todos los puntos de unión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habríamos dejado de notarla instantáneamente. Un solo grano del aserrín producido por una barrena en la madera, habría sido tan visible como una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
—Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes y las láminas, y examinarían los lechos, y las ropas de los lechos, así como las cortinas y las alfombras.
—Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que numeramos para que ninguno pudiera escapársenos, después registramos pulgada por pulgada el terreno de la pesquisa, incluso las dos casas adyacentes, con el microscopio, como antes.
—¡Las dos casas adyacentes! —exclamé—; deben ustedes haber causado una gran agitación.
—La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
—¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
—Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los, ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.
—¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, y entre los libros de su biblioteca?
—Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo ¡Abrimos todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de cada tapa de libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible que el hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis volúmenes, recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las tapas.
—¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
—Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes con el microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—También.
—¿Buscaron en los sótanos?
—Sí
—Entonces —dije— han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no está entre las posesiones del ministro, como suponen.
—Temo que usted tenga razón —repuso el prefecto—. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
—Hacer una nueva revisión de la casa del ministro.
—Eso es absolutamente innecesario —replicó G***—; estoy tan seguro como que respiro, de que la carta no está en la casa.
—Pues no tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin— ¿Tendrá usted, como es natural, una cuidadosa descripción de la carta?
—¡Ya lo creo!
Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la carta, especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción, cogió su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:
—Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá usted convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al ministro.
—¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo suponía.
—¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? —preguntó Dupin.
—¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría dispuesto a dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.
—Veamos— dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo—; realmente pienso, G***, que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?
—¿Cómo? ¿De qué manera?
—¡Pst! Creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo sobre este asunto; puff, puff, puff. ¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de Abernethy!
—¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
—¡Está bien! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy avaro concibió la idea de obtener gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el de un individuo imaginario.
—Supongamos —dijo el tacaño—, que sus síntomas son tales y tales; ahora doctor, ¿qué le aconsejaría usted?
—¿Qué le aconsejaría? —dijo Abernethy—; ¡psh! que viera a un médico.
—Pero —dijo el prefecto, algo desconcertado—, yo estoy dispuesto a pedir consejo, y a pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cualquiera que me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, puede usted perfectamente hacerme un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.
Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos que parecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia de su ser, cogió una pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después, abriendo un escritoire, cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le había pedido que hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
—La policía parisina —dijo— es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve plena confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.
—¿Hasta dónde lo permiten? —pregunté.
—Sí —dijo Dupin— Las medidas adoptadas eran, no solamente las mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.
—Las medidas, pues —continuo él—, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto estaba en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así es que perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno, de unos ocho años de edad, cuyos éxitos adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese número es par o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El niño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún método para acertar, y éste se basaba en la simple observación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: ¿son pares o nones? Nuestro niño replica: «Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner nones en la segunda; por consiguiente, apostaré «nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una simple variación de pares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
—Es simplemente —dije— una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
—Eso es —dijo Dupin—; y después de preguntar al niño cómo efectuaba esa completa identificación en que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta: «Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido, o cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi mente, que igualen o correspondan a la expresión de mi cara.» La respuesta de este niño de escuela supera incluso la expúrea profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
—Y la identificación —dije— del intelecto del razonador con el de su contrario, depende, si le entiendo a usted bien, de la exactitud con que se mide la inteligencia de este último.
—Para su valor práctico depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o mas bien por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias ideas ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es una fiel representación del de las masas; pero cuando la astucia del reo es diferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por algún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extender o exagerar sus viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas? ¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa, que está basado sobre un conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que el prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por sentado que todos los hombres que quieren ocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con barrena en la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que inspira a un hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar, se emplean únicamente en las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esas coordenadas; y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia, sino del simple cuidado, la paciencia y la determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, las cualidades en cuestión jamás fallan. Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto, su descubrimiento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado; y la fuente originaria de sus fracaso reside en la suposición de que el ministro es un loco porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que cree el prefecto, y es simplemente culpable de un non distributio medii al inferir de ahí que todos los poetas son locos.
—¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté— Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente, y hubiera estado a merced del prefecto.
—Usted me sorprende —dije— con esas opiniones, que han sido contradichas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una bien digerida idea con siglos de existencia. La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como la razón por excelencia.
—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort—, que toute idée publique, toute convention reçue, est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre. Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el término «análisis» con aplicación al álgebra. Los franceses son los culpables de esta superchería popular; pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, «análisis» expresa «álgebra», poco más o menos, como en latín ambitus implica «ambición», religio, «religión», homines honesti, «un conjunto de hombres honorables».
—Temo que se enemiste usted —dije— con alguno de los algebristas de París; pero prosiga.
—Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón que es cultivada en una forma especial distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas. Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponer que hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad de relación (de forma y de cantidad), es a menudo grandemente es falso respecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia por lo general es incierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química el axioma falla también. En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradas por separado. Hay muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación. Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente general, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades». Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros, por vía de experimento, si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x2 + px no es absolutamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea posible, porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.
»Quiero decir — continúo Dupin, mientras me reía yo de su última observación— que si el ministro hubiera sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Le conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas por el prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer un completo registro, y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta no estaba en casa. Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los escondrijos ordinarios. No podía, reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los ojos, a los exámenes, a los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería impulsado, como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su propio gusto personal. Recordará usted quizá con cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto por ser su descubrimiento demasiado evidente.
—Sí —dije—, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría convulsiones.
—El mundo material —continúo Dupin— abunda en muy estrictas analogías con el espiritual; y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuente impulso es proporcionado a esa dificultad, que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes, constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de vacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?
—Nunca se me ocurrió pensarlo —dije.
—Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras grandísimas, escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; y aquí, la física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundo pudiera verla.
»Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de que el documento debía haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre la decisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.
»Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad, entré en la casa del ministro. Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui. Sin embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan sólo cuando nadie lo ve.
»Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y lamenté la forzosa necesidad que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la habitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.
»Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual estaba sentado D***, y sobre la que había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada capaz de provocar mis sospechas.
»Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención de hacerla pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido. Tenía un gran sello negro, con el monograma de D***, muy visible, y el sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente, parecía, en una de las divisiones superiores del tarjetero.
»No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad, era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella que nos había leído el prefecto una descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de dar una idea de la insignificancia del documento a un indiscreto; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así coincidente con las conclusiones a que yo había llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas de sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.
»Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volqué mi atención, en realidad, sobre la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los bordes del papel, noté que estaban más gastados de lo que parecía necesario. Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una dirección contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.
»A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola, se oyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.
»El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se hubo retirado, D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.
—Pero, ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abiertamente y salir con ella?
—D*** —replicó Dupin— es un hombre arrojado y valiente. Su casa, además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, jamás habría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya conoce usted mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de esas consideraciones. En este asunto, obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses el ministro la tuvo en su poder. Ella es la que lo tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no está ya en su tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él mismo, su ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la Catalani dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el preciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado por aquella a quien el prefecto llama «una cierta persona», se vea forzada a abrir la carta que le dejé para él en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?
—¡Claro!. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido insultante.. Cierta vez D***, en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo olvidaría. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste, que se pueden encontrar en el Atreo de Crebillon.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Los Asesinos

Por Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
FIN

martes, 16 de septiembre de 2008

Afiche Tinta Roja

Biografia de Juan Sasturain



Juan Sasturain (Gonzales Chaves, BA, 1945) vive y trabaja en Buenos Aires. Es profesor de Literatura egresado de la UBA y trabajó en la docencia universitaria (UBA y UNR) durante los años setenta. Escribe ficciones, poesía y ensayos. Entre 1985 y 1988 publicó tres novelas policiales protagonizadas por el veterano detective Etchenike: Manual de perdedores I y II, -reunidas en un tomo por Ediciones B en Cosecha Roja y posteriormente en Sudamericana (2003)- y Arena en los zapatos. Pagaría por no verte, novela en la que regresa el detective, aparecerá a fines del 2007. A principios de los noventa vivió en Barcelona y de esa época son las novelas Parecido S.A. y Los dedos de Walt Disney (Anaya). Al regreso, la novela Los sentidos del agua (1992) apareció en Buenos Aires. Posteriormente reunió sus cuentos en Zenitram (1996) y La mujer ducha (Sudamericana, 2001). Sus últimas novelas son Brooklyn & Medio -para el público juvenil- y La lucha continúa (2002).Especializado en géneros y literaturas marginales -fue responsable de las revistas Superhum(R) y Fierro, entre otras- ha escrito ensayos sobre historieta y humor gráfico -El domicilio de la aventura (1995) y Buscados vivos (2003)- y sobre el mundo del fútbol: El día del arquero (1985), Wing de metegol (2004), La patria transpirada y los cuentos de Picado grueso (2006). Además, reunió sus poemas por primera vez en Carta al Sargento Kirk y otros poemas de ocasión (2005).Con el cuento "Con tinta sangre" ganó en 1990 el premio de la Semana Negra de Gijón. Sus novelas policiales se publican en la Serie Noire de Gallimard y la serie de historietas Perramus -saga de cuatro volúmenes con guión suyo dibujada por Alberto Breccia a lo largo de los ochenta, Premio Amnesty Internacional 1988- tiene versiones en una decena de países. El año pasado, De la Flor publicó por primera vez en castellano la entrega final de la serie: Perramus. Diente por diente.Periodista desde 1971, Sasturain es actualmente editor en el diario Página /12 de Buenos Aires, con el que acaba de comenzar la segunda época de la revista Fierro a partir de noviembre del 2006.
Fuente: Ver para leer

lunes, 8 de septiembre de 2008

"El aura"




Director: Fabián Bielinsky.

Actores: Ricardo Darín, Alejandro Awada, Dolores Fonzi, etc.

Un fin de semana largo, en el sur, puede significar un tratado de paz, después de que la escisión entre los sueños y la cotidianeidad se abriera como una herida. Y en ese film experimental, «de transición», que es El Aura de Bielinsky, como todo el llamado Nuevo Cine Argentino, el personaje que representa Ricardo Darín abandona su melancólica rutina de taxidermista y, junto a su viejo amigo Sonntag se marcha al sur. Un fin de semana largo puede reparar el desgarramiento de su vida, piensa tal vez.
De todos modos, un escape también sirve para adelantar unos pasos, con los ojos cerrados: es una evasión que también puede resultar un viaje hacia dentro, una incursión hacia lo que definitivamente se es, hacia lo que se sueña con llegar a ser algún día.
Los recortes de notas policiales dan cuenta de lo que el personaje protagónico es de manera latente.
El Aura es un film críptico, también. Un film saturado de claves[1], que aparecen como motivos conductores (en el sentido wagneriano, es decir: como indicadores de recodos en los que la fatalidad distribuye sus marcas). Sonntag[2], se llama el amigo: y el domingo, justamente, de ese fin de semana largo, el protagonista encontrará su destino, lo elegirá y será elegido por él. Un film de claves que exige la tensión intelectual y el desciframiento permanente.
El tema de las claves también reaparece en la figura suplantada por el personaje de Darín. Después del segundo de tres ataques epilépticos que padece durante la cinta, elimina al viejo baqueano Dietrich, quien también albergaba en su interior la densidad de los proyectos vedados. Pero Dietrich significa ganzúa, y sus llaves le abren al protagonista (de cuyo nombre no interesa enterarnos) el mundo en el que éste había soñado con ingresar.
En cierto modo, el protagonista reemplaza a Dietrich y hasta podría decirse que lo re-encarna. Lleva sus llaves (su ganzúa), sus documentos, su teléfono celular, conoce hasta los entresijos de sus planes, se asocia a sus compañeros de aventuras, usa su camioneta, ambiciona a su mujer (una desganada y brava joven, personificada por Dolores Fonzi), y hasta es custodiado por su perro. El lobo estepario que él ya es, le granjea la compañía de aquel problemático animal, que también imita el modus vivendi de sus propietarios simbólicos, quienes han tenido que ganarse su derecho de amos.
Como vemos, un film críptico, un film de enigmas que nunca se esclarecen del todo (como esa carta que lee el protagonista, y de cuyo contenido tampoco importa que nos informen), un film psi, de exploración hacia dentro, de larga tradición en el nuevo y el viejo mundo. Un film que formula unas cuantas preguntas, a las que deja libradas a la lectura del espectador, de cada espectador: por ejemplo, qué tan protagónico es el papel jugado por ese fenómeno psiquiátrico que es el aura, en los hechos que se suceden… Transcribo la descripción que hace el protagonista sobre el aura:

Unos segundos antes yo ya sé que voy a tener un ataque. Hay un momento, un cambio… los médicos le dicen aura. De pronto las cosas cambian. Es como si el mundo se detuviera, se abriera una puerta en la cabeza que deja pasar cosas… ruidos, música, voces, imágenes, olores… Es horrible, y perfecto. Porque durante esos segundos sos libre. No hay opción. No hay alternativa. Nada para decidir. Todo se ajusta, se estrecha aún… Y uno se entrega.

Como el destino, el Aura resurge en tres momentos decisivos: en el inicio, antes de la famosa conversación con Sonntag en el banco; en el nudo, cuando «se entrega» a su nueva vida de fin de semana largo; y en el desenlace, cuando ya es lo que representa: el Hombre Ganzúa… ¿Es, entonces, El Aura, un film de tesis, con una idea determinista en el trasfondo?
Como espectador y como crítico, personalmente creo que no es exactamente un film de tesis. Sí pienso que es un cine para pocos, que se transforma en un cine en cierto modo elitizante. Es un cine que incomoda, que interroga, que pone en crisis.
Esto perturba, y deja como resultado una serie de inquietudes que hacen al sabor particular del producto. El personaje, actuado por el otro Darín de Bielinsky, no sólo no es un personaje querible, con el que podamos simpatizar; hasta resulta escasamente compadecible. Los tiempos del film, «europeos», lentos, adagio molto en la mayoría de los casos; la música, que generalmente difunde una maciza atmósfera introspectiva… Esas escenas en las que somos, junto con el protagonista, testigos-cómplices de lo que ocurre, ante lo que nada podemos hacer, sino observar y asombrarnos, del arrojo, de la violencia, de la codicia, de lo imprevisto, del horror…
No es cine comercial. Acá no representan los estereotipos un vertiginoso vaivén argumental. Es cine para pocos, es decir: para los que han recibido de parte del destino la posibilidad de acceder a sus claves, a la ganzúa que acecha tras el misterio que envuelve a los ingenuos.

[1] Clave significa literalmente llave, en latín.
[2] En alemán, siempre (aunque los rasgos del amigo recuerden más bien al judío). De todos modos puede pensarse que llamar al personaje fin de semana, o fin de semana largo, hubiera quedado muy inelegante –en cualquier idioma, incluso nórdico.