domingo, 25 de enero de 2015

Fragmento de Todo queda en familia de Ezequiel Dellutri

Ezequiel Dellutri
Gillette 1
Todo queda en familia

Primer día: lunes 9 de julio
Me llevan preso injustamente

Las hamacas se movían con lentitud. Eran tres personas y ya desde lejos daban la impresión de ser una familia.
No sé por qué me acerqué. Lo usual hubiese sido que me quedase parado en la esquina esperando a que mi perro salchicha terminara con lo suyo para volver a casa y continuar con la rutina.
Habrá sido que, aunque las hamacas oscilaban con suavidad, registré cierto estatismo que dotaba a la escena de un aire irreal. O tal vez era por el frío; dos grados bajo cero no es la mejor temperatura para salir a la plaza. Como dije, me acerqué y ahí estaban los tres: la mujer de la mano del hombre, el chico de no más de seis años. Los tres, con la cabeza inclinada hacia el suelo el suelo.
Estaban muertos. Alguien les había disparado en la nuca.

Cuando la policía llegó a la plaza León Gallardo, yo ya estaba de vuelta en el lugar.
—Nadie tocó nada o, al menos, eso creo —le dije a un oficial flaco y de aspecto agotado. —No tenía carga en el celular, así que me fui a llamarlos por teléfono y volví enseguida.
El policía me miró de arriba a abajo; lo que llevó su tiempo porque soy muy grandote, casi un gigante. En la expresión de su rostro, percibí que mi presencia no le gustaba. Era 9 de Julio, feriado patrio, así que casi nadie trabajaba. Creo que, en ese momento, el oficial odiaba a todo el mundo: a su jefe por darle aquella guardia, a mí por haber llamado, al asesino por no haber ocultado mejor los cadáveres, a los muertos por estar bien muertos.
Como siempre, decidí contraatacar:
—La escena del crimen no sufrió ningún tipo de alteración —espeté.
El oficial volvió a mirarme, ya no con fastidio sino con odio. No pudo contenerse y me escupió todo su mal humor junto con un vaho vaporoso:
—¿Y vos quién carajo sos?
Un oficial de policía no debería utilizar malas palabras para referirse a un simple ciudadano que no hace más que cumplir con su deber, así que tomé aire y contesté:
—El que se cogió a tu hermana, boludo.
Las réplicas sutiles siempre fueron mi especialidad.

Ahora sé que es un mito creado para asustar a chicos bien: el calabozo no es tan incómodo como dicen. Lo que sí es verdad es que huele mal. Muy mal.
Maco vino a verme. Hace años que la conozco, y es una buena amiga, quizá la mejor que tengo. Detrás de su extrema delgadez y su aire altanero, se esconde exactamente eso: una flaca creída, pero que puede ser bastante expeditiva cuando quiere. Aunque tiene poca carne, cuando llegó, los otros presos le chiflaron como si nunca hubiesen visto a una mujer.
—¿Qué les pasa, manga de soretes mal cagados? ¿Nunca vieron una concha?— les gritó.
No sé por qué, pero se quedaron callados. Para Maco, ganarse el respeto de la gente está directamente relacionado con su capacidad de humillarlos verbalmente. Su técnica para la puteada franca y abierta roza la perfección.
Traté de darle un beso a través de la reja. Me miró con esa expresión que la gente pone cuando ve algo que, de tan estúpido, cuesta creer que sea cierto. Desistí de mis afectuosas intenciones y ella cubrió el bache:
—Buenas noticias: estuve averiguando y supongo que voy a poder sacarte de acá hoy mismo.
—No creo.
—Insultaste a un oficial en un momento de debilidad. Ni si quiera deberías estar preso.
—También al comisario. No pude contenerme—. La cabecita de Maco trataba de procesar la información, pero lo que yo había hecho estaba lejos de cualquier posible algoritmo .— Y, además, no fue en un momento de debilidad, sino de fortaleza. Hay que tener muchos huevos para rebelarse contra las instituciones.
—¿Vos viste bien a esta manga de hijos de puta? Para mí que son abortos fallidos, mirá las caras de boludo que tienen; si no te ganan te empatan, León. ¿De qué huevos me hablás? Hay que ser bien pelotudo para terminar en cana en este país de mierda.
Le hice un gesto para que bajara la voz; los demás presos habían dejado de hacer lo que estaban haciendo —rascarse las pelotas— para escuchar las impertinencias de Maco.
—Escuchame, tratá de moderarte, ¿no ves que vos te vas y yo me quedo? —susurré.
—Dale, gigantón, que a vos no te van a hacer nada. Si hasta te miran con cariño.
—Precisamente —musité ya sin muchas esperanzas. Me pregunté cómo sería escribir parado, porque sentado no iba a poder hacerlo al menos por unos meses.
—Faulkner volvió a tu casa. Lo encontré en la puerta, lloriqueando como una mariquita. Yo no sé; medís casi dos metros, tenés la espalda ancha como un colectivo 740 frontal, ¿y te comprás un perro salchicha?
—¿Qué hiciste con Faulkner?
—Lo dejé ahí.
La miré con asombro. Parecía una chica dura, pero yo sabía que en el fondo tenía sentimientos. Tenía que tenerlos, ¿no? Porque todos tienen. Se rio en mi cara y de mi cara. Cambié de tema.
—¿Sabés algo?
Me miró sin comprender.
—De los asesinatos.
Se miró las uñas perfectas. Yo la había visto y oído tocar el bajo como nadie pude hacerlo. Tomó aire y dijo:
—¿Sabés que afuera está nevando?
—¿Nevando? Esto es el Conurbano. Acá no nieva.
—Parece que pasa una vez cada no sé cuántos años. Es posible que, mientras vivas, esto no vuelva a suceder. Es el único día de tu vida que vale la pena estar en libertad, ¿te das cuenta?
—Nevando... Mi vieja siempre me decía que iba a nevar, que iba a nevar...
—No te pongas sentimental, después te muestro las fotos. A pesar de todo el quilombo que hay con esto de la nieve, no vas a creer, pero algunas cosas escuché sobre los muertos. Cuentos de viejas: que tenían que ver con la droga, que fue un ajuste de cuentas. Obviedades, la verdad. La gente está tan apelotudada que ya ni imaginación tiene.
—Como mínimo, es raro, ¿no?
—Te conozco, Simón León. ¿Vas e escribir sobre eso?
—Pensaba.
—No es mala idea. Te averiguo un poco más, si querés.
—Dale. Y fijate si me podés traer algo de comer. Lo que te dan acá parece vómito de viejo. Hasta gusto a remedio tiene.
—No sé, dicen que le ponen pastillas para bajar la libido.
—Ojalá.
No pude evitar mirar de reojo a mis compañeritos de encierro.

Me pasé el resto del día pensando en el crimen. Que había sido una ejecución, de eso no tenía dudas. Pero, ¿por qué? Y sobre todo, ¿por qué toda una familia?
Me impresionaba el chico. Que alguien sea capaz de hacerle algo a uno de nuestros pequeños nos horroriza, por más que este pequeño sea un reverendo hijo de puta. Los niños pueden ser insoportables, fascistas y prejuiciosos. Pero un niño muerto es siempre inocente ante los ojos de la sociedad.
Así que la clave de todo estaba en el chico. El crimen no era solo una ejecución, era una carta. Las estampillas, tres tiros en la nuca.
Estoy hecho un poeta, me dije.

Por la noche, mis compañeros de celda se habían ido. Pequeños ladronzuelos y borrachos impertinentes. Algunos, parecían apenados; otros, por el contrario, se veían muy cómodos, casi como en casa. Tal vez, pensé en vena izquierdista adolescente, aquel lugar era lo más parecido a un hogar que tenían. Es falso eso que dicen: los delincuentes no entran por una puerta y salen por otra. Al menos, no en la comisaría de San Miguel, que tiene una sola.
Yo seguía pensando en el crimen. Siempre había querido escribir un policial, pero la verdad es que me resultaba muy difícil, porque tengo una mente crédula y sencilla, incapaz de urdir una trama que atrape al lector. De hecho, todos mis libros anteriores son la viva prueba de mi incapacidad para lograr ese objetivo.
De manera que me acosté en el estrecho y maloliente camastro de la Primera de San Miguel pensando en una novela que comenzaría con una familia que se mecía suavemente en unas hamacas.
Ahora bien, ¿cómo continuar? Podía sencillamente inventar el resto de la historia. Lo bueno era que tenía por delante una perspectiva interesante: al menos uno o dos días libre de cualquier tipo de responsabilidad para pensar a fondo en mi historia. Por si fuera poco, en el mejor lugar para imaginar un policial: un calabozo con apenas un respiradero y un olor a mierda que fulminaba un puñado de miles de neuronas en cada inspiración.
Había algunos problemas, claro. El primero era que, si bien podía pedirle a Maco que me trajese mi cuaderno, nunca podría escribir. Alguien dentro del cuerpo de policía, no sé quién, había determinado que un sujeto como yo podía hacer daño a alguien con una simple birome. Para ser franco, nunca consideré que una lapicera pudiese ser un arma mortal, ni siquiera de manera metafórica. Para mí, la escritura siempre fue una depurada forma de cobardía. Escribir es más fácil que vivir y, sobre todo, más cómodo.
El segundo problema era que Maco me resultaba impredecible. La conocía desde hacía un tiempo y me había encariñado con ella, pero nunca sabía hasta dónde podía contar con su ayuda. A veces, resultaba increíblemente egoísta, y eso solía traerle algunos problemas; no conmigo, que siempre fui un especialista en eso de pasar por alto los defectos de los demás para que no se evidencien los propios. Entre bomberos no nos vamos a estar pisando la manguera, decía mi abuelo.
Así que lo mejor sería esperar a que la cosa se calmase y me dejasen salir para después poder pensar tranquilo en mi historia. Me dispuse a intentar dormir con la satisfacción de haber cumplido con mi deber de ciudadano al visitar al menos una vez los calabozos de mi ciudad.


Segundo día: martes 10 de julio
Conozco a un tipo muy ordenado

A la mañana siguiente, me despertaron bastante tem­prano y no para traerme el desayuno. Un detective que­ría verme. Salí del calabozo sintiéndome un tipo rudo. Cuando caminábamos por uno de esos pasillos cuyas paredes están revestidas en madera de pino barniza­da, el oficial que me guiaba tuvo que detenerse porque el enorme culo de una señorita en minifalda roja cubría casi la totalidad del espacio practicable. A su favor diré que era un culo como para quedarse a dormir una siesta, pero no por eso dejaba de ser un incordio para el oficial.
—Ya dije todo lo que sé —gritaba la culona a un sujeto que, supuse, estaba dentro de la oficina de la que acababa de salir—. La chica trabajaba para Iraola y ya. Podrían haberme preguntado, no mostrado esa foto ho­rrible. Y además, venir a joderme a mi lugar de trabajo por esta mierda. Me la hacían desde el auto y ya, manga de hijos de...
—Querían verte el culo, negra —le dije guiñándole un ojo. La tipa no pudo menos que sonreír, una sonrisa de dientes asombrosamente blancos. No era fea, tam­poco linda, y sin embargo, en cierto sentido, me resultó irresistible—. ¿Te trajeron por lo de las hamacas?
—Sí, por lo de Mayra Ferro, ¿viste lo que le pasó? —El oficial me miraba a mí y a ella alternativamente, como sin saber qué hacer. Por fin, desde la oficina, una voz grave y con dicción perfecta exclamó:
—Se pude retirar, señorita. Pero, por favor, no crea en las razones que acaban de darle.
Me hicieron entrar. La oficina era pequeña y regía en ella un orden monástico. Todo tenía su lugar; el hom­bre que escribía detrás del escritorio parecía dedicar una parte importante de su tiempo a que así fuera.
Sin levantar la vista de los papeles que estaba fir­mando, hizo un gesto a los oficiales, que me quitaron las esposas y se retiraron sin decir esta boca es mía.
Me quedé parado en silencio, observando cómo terminaba con su trabajo. Usaba una pluma fuente con tinta negra, todo un detalle. Cuando hubo terminado, colocó los papeles en un sobre, se puso de pie, abrió el primer cajón de un fichero de chapa y lo colocó dentro de una carpeta junto a otras, todas rigurosamente rotula­das con una caligrafía perfecta. Después, tapó la pluma, la guardó en el bolsillo interior de su saco negro y, recién entonces, se volvió hacia mí. Me tendió la mano mirán­dome directo a los ojos pero sin decir palabra. Después, se sentó y me invitó a que yo también lo hiciera. Sobre el escritorio, pude ver uno de esos carteles en los que se coloca el nombre y cargo de la persona que está senta­da del otro lado: "Jeremías Jeremías, detective". Supuse que la reiteración era solo uno de los clásicos errores bu­rocráticos a los que ya estamos tan acostumbrados los argentinos.
—Mi nombre es Jeremías Jeremías y soy detective. —Así que no se trata de un error, pensé, y no pude evitar sonreír. La frase había sonado extraña: primero me había aclarado que era una persona, después un po­licía. Eso me hizo sentir un poco más cómodo, aunque todavía estaba inhibido. La gente en extremo ordenada genera esa reacción en mí, una mezcla de admiración y envidia—. Entiendo que usted encontró a las víctimas, señor Simón León.
Asentí con la cabeza, casi sin haberlo escuchado. Estaba absorto en la contemplación de su rostro, con esa enorme nariz terminada en punta, los ojos pequeños y los rasgos angulosos de un ave de presa. El pelo color canela estaba peinado hacia atrás con gomina, lo que re­marcaba su extremada delgadez.
—Lo que no logro comprender —prosiguió ante mi falta de respuesta— es por qué terminó en la cárcel.
—Desacato a la autoridad.
—Eso me han dicho. Insultó a uno de los oficiales, un hombre que solo intentaba cumplir con su trabajo. Lo que no entiendo es por qué usted, un ciudadano res­petable y sin ningún tipo de antecedentes, comete una falta de este tipo.
—El oficial utilizó una expresión que consideré inapropiada, por lo que creí pertinente contestarle de la misma forma —dije la frase en el mismo tono que él había utilizado para que viera que yo también podía ser refinado cuando quería.
—¿Usted jamás dice malas palabras?
—Permanentemente. Pero si fuese un oficial en ejercicio de mis funciones, no lo haría. Fue eso lo que me molestó, nada más.
—Señor León, tal vez usted no lo sepa, pero su acto no amerita que lo hayan privado de su libertad por más de veinticuatro horas. Está siendo víctima de un apremio ilegal. Es por eso que desearía pedirle, a título personal, que decline de realizar una demanda contra el oficial.
Pensé en lo que me decía. De alguna manera, aquella conversación no era tan inocente como había creído en un principio. Jeremías Jeremías estaba tratando de situarme en un lugar del tablero, solo que yo no sabía a qué estábamos jugando, si llevaba las de perder o las de ganar, o si solo era una pieza más de una partida en la que no tenía decisión.
—Si usted no me lo decía, es posible que nunca hu­biese sabido que podía demandar al oficial.
—Soy consciente de eso. Usted hubiese salido de acá dando gracias por poder caminar al aire libre. Después de todo, hay que reconocer que su comportamiento resulta al menos éticamente cuestionable.
—Entonces, ¿por qué me lo dijo? —Por primera vez esbozó una sonrisa, apenas una mueca en un rostro que no había sido fabricado para regalar simpatía. Cuando comprendí que no iba a contestarme, dije—: No iba a demandarlos antes, tampoco ahora.
El detective Jeremías Jeremías me miró sin expresar una sola emoción, como si un embalsamador repentino hubiese realizado en su cuerpo el mejor de los trabajos. Unos minutos antes, me había parecido que tenía unos cuarenta y cinco años. Ahora me daba cuenta de que debía tener mi misma edad, promediando apenas la treintena.
—Usted es escritor, señor León.
No era una pregunta, pero igual contesté:
—Ha hecho muy bien sus deberes.
Extendió su brazos en un gesto que no supe inter­pretar.
—Uno hace lo que puede. Sé que es escritor y que, cada tanto, redacta una nota de color para el periódico El Ombú de la Noticia.
—No se equivoca.
—Señor Simón León, desearía de todo corazón que nuestros caminos se vuelvan a cruzar, pero no por el asunto de las hamacas.
Creí entender lo que pasaba. Me gustaba aquel sujeto, porque me proponía un pacto arriesgado. No me había subestimado. Me pedía algo, pero no me amenazaba para lograrlo. Por el contrario, primero había demostrado lealtad y ahora yo me sentía comprometido a pagarle con la misma moneda.
—Usted parece ser una persona muy inteligente, detective Jeremías Jeremías. —No pude evitar una mueca al pronunciar su nombre completo—. Sin embargo, desconoce por completo los vericuetos del periodismo municipal. Acá nadie va a meterse con nadie. Detentar el cuarto poder en una ciudad pequeña como esta consiste solo en mostrarse violento cuando el oponente está en el suelo. Ahí sí, un par de patadas y a gritonear el consabido "nosotros siempre lo dijimos" que nadie se preocupará por comprobar; nuestro público es poco exigente. Nada de descubrir negociados ni de denunciar corrupción. No hay red para hacer eso. Y, además, como usted dijo: Yo hago notas de color. Pero prefiero los tonos pastel. El rojo me irrita los nervios.
—Entonces, tengo que entender que todo este asunto está terminado, ¿no es cierto?
Le estreché la mano que me tendía y salí de la co­misaría dispuesto a olvidarme del tema para siempre.
Dos cuadras antes de llegar a mi casa ya había de­cidido que tenía que saber más sobre la familia asesina­da en las hamacas.

Dormí toda la tarde. Mi cama no es muy grande, pero al menos entro de cuerpo entero sin necesidad de complejas contorsiones. En mi casa todo es viejo, tal vez porque jamás compré un mueble. Lo poco que tengo lo fui recolectado por ahí, de amigos o familiares que consi­deraban que sus sillas, mesas, sillones, camas, futones estaban demasiado viejos como para conservarlos. La necesidad había decidido por mí; de manera que si algo me resultaba ligeramente agradable o útil, lo llevaba a mi casa, lo arreglaba como podía y pasaba a formar parte de mi mobiliario. Algunas personas decían que aquello les gustaba, aunque yo no terminaba de creérmelo. Al menos, me dije mientras me arropaba a mí mismo con una frazada que había recogido del cesto de basura de mi madre, mi casa huele a viejo, no a mierda como el calabozo.

Cuando estaba por atardecer, me senté en mi sillón predilecto con una taza de café dispuesto a repasar lo que sabía hasta el momento. El café no se había enfriado y yo ya tenía mi resumen. Tres muertos, dos nombres: Iraola, para quien trabajaba Mayra Ferro, la mujer muerta, con bastante seguridad una prostituta. No tenía mucho más.
Tenía que averiguar un par de cosas. Muy a mi pesar, no sabía mucho sobre putas, así que tenía que conocer cómo era el movimiento en San Miguel. ¿A quién preguntar? Había muchas personas, pero de inmediato lo supe. Si ella no lo sabía, no lo sabría nadie.

Hace tiempo he decidido que mi medio de locomoción será por siempre la bicicleta. Tengo una inglesa, verde como debe ser, con freno a varilla. Solo funciona el de adelante, porque, tratando de arreglar el de atrás, falseé un tornillo y ya no pude volver a ajustarlo.
Llegué a la casa cuando era de noche. Yo sabía que ella se iba a dormir temprano, no tanto como otros de su misma estirpe, pero de seguro no tan tarde como yo. Toqué el timbre y después de unos minutos, recordé que no andaba: yo había prometido ir a arreglarlo, pero, no solo no había cumplido, sino que me había olvidado por completo. Así que palmeé un par de veces y, al rato, oí como arrastraba sus pies mientras buscaba la llave para abrir el candado.
—Hola, abuela —dije. Preferí no decirle que venía a preguntarle sobre la mafia de la prostitución en San Miguel porque, a veces, puede ser muy susceptible.
Caminamos por el largo patio hasta llegar a la habitación. Era una de esas casas muy viejas en las que las habitaciones no están conectadas entre sí, sino que para llegar a cualquier dependencia hay que atravesar un largo patio cubierto por un alero. Casas chorizo, así les dicen. Supongo que porque son alargadas y las habitaciones van una atrás de otra, pero no lo sé a ciencia cierta.
Mi abuela se sentó a la mesa. Tenía la pava y el mate listos, como si me hubiese estado esperando. Sin embargo, decliné de su oferta y le pedí café con leche. Me sonrío. Era como la pasa de uva de una pasa de uva, una enorme arruga que alguna vez fue una mujer.
—Ya saliste de la cárcel —me dijo sin mirarme. Vieja bruja, pensé, ya te enteraste.
—Sí. En realidad, fue una confusión.
Estuve a punto de preguntarle cómo lo había averiguado, pero preferí guardar silencio. Ella me miró con cara de no comprender, y yo le contesté con cara de no querer hablar más del tema. Tardó una eternidad en prepararme el café con leche; cuando lo trajo a la mesa, ya estaba frío.
Según mi experiencia, hay tres clases de ancianos: los amigables, los latosos y los hijos de puta. Mi abuela no es ni amigable ni latosa. Conozco bastante bien el protocolo para hablar con una vieja, así que me tomé el café mientras charlábamos de cualquier cosa: arrancamos por el clima, los vecinos, la familia, criticamos un poco al gobierno —solo un poco, la política es un tema escabroso— y bastante a la juventud. Por fin, dije:
—Che, vos sabés algo de una familia de acá, los Iraola, ¿puede ser?
Me miró con cara de a buen puerto fuiste por agua, como diría mi abuelo —el que estaba casado con mi abuela la latosa, no con la hija de puta— y arrancó:
—¿Si los conozco? Pero cómo no los voy a conocer. Cuando yo tenía doce o trece años, mi mamá me mandó a trabajar a una casa de familia. Tu bisabuela no me dejó estudiar, quería que trabajara, porque era muy cómoda y necesitaba que alguien le hiciera los manda­dos, la ayudara... No sé de dónde salí yo tan trabajadora, la verdad.
—¿Trabajaste en lo de los Iraola? —le salí al cruce, porque si no, se iba para otro tema y me dejaba con la pregunta en la boca.
—Sí, claro que sí. Tu abuela se pasó la vida trabajando, querido. —Me miró como si pensara no sé de dónde saliste vos tan vago, aunque no lo dijo—. Pero me fui.
—¿Por qué, abuela? ¿Mucho trabajo? —Tomá, ahí te la devolví.
—No, para nada. Era trabajo, pero yo al trabajo no le tengo miedo, ¿viste? Así que primero iba un par de veces por semana y, después, todos los días, porque también les lavaba la ropa. Lo dejé porque cuando la esposa se iba a hacer algún mandado, el viejo me decía cosas, ¿entendés?
—¿Cosas? ¿Cosas cómo qué? —Claro que te entiendo, vieja, pero no te la voy a dejar tan fácil.
—Nada. Propuestas. Yo era muy linda entonces, ¿sabías?
—No, pero me imagino. Con lo linda que estás ahora —bandera de rendición—. Un viejo verde, don Iraola.
—Sí, claro. Pero ahora debe estar muerto. En ese tiempo, ya se decía que andaba en algo turbio, que tenía dos o tres barcitos de mala muerte. Él nunca aparecía por ahí, pero todos comentaban que eran suyos. Tuvo un solo hijo. La mujer se murió joven, de poliomielitis creo.
—¿Y el chico? ¿Siguió con el laburo del viejo?
—Eso dicen, pero yo no sé. Ya no camino tanto, no me entero de tantas cosas. Ni me quiero enterar, la verdad.
—Y sí. Es para amargarse. Mejor no saber.
—Dicen que el hijo de don Iraola tiene tres cabarets. El de Ruta 8, Las carmelitas —qué nombre para un cabaret, si lo escuchara la madre Josefa—, uno que está ahí sobre Martínez de Hoz, Caderas creo que se llama, y uno más que creo está en León Gallardo, yendo para el lado de José C. Paz. Ese no sé cómo se llama.
Para no estar al tanto de las cosas, me pareció que sabía bastante.
—Buen tipo; le da trabajo a muchas chicas, ¿no?
—¿Buen tipo? No, si dicen que las trata mal. Igual, ellas se lo buscan, ¿a vos te parece?
—No, no me parece, la verdad. —No le aclaré qué era lo que no me parecía; preferí darle libertad de interpretación.
Siguió hablando un rato más, repitiendo todo, como hacen los viejos. No dijo mucho más, pero me in­dicó con bastante precisión donde vivía el hijo de Iraola, cerca de la casa de una amiga que... Bueno, acá tendría que contar la historia de la amiga, pero es irrelevante para la nuestra, así que mejor sigamos.

La casa no era fea, pero tampoco linda. Era más bien como una de esas que vienen en las revistas de decoración. Uno rompe el troquel, pega las pestañas donde corresponde y queda armada una mansión increíble, con mucho estilo y pensada hasta el mínimo detalle. A todos les gusta, pero es lo más parecido a vivir adentro de una heladera, dormir en la cubetera y cagar cubitos.
Bueno, la cuestión es que estaba por atar mi bicicleta al poste de luz —algo que entiendo uno nunca debería hacer por una cuestión de seguridad, pero a esta altura del relato ustedes comprenderán que puedo ser una persona increíblemente insegura—, cuando me di cuenta de que la puerta de la casa estaba abierta. No de par en par, pero sí abierta.
Así que agarré la cadena, me la enrollé en el brazo, me puse el candado en la otra mano a modo de manopla y me dispuse a entrar.
Sé que fue algo irresponsable. Lo correcto habría sido llamar a la policía y esperar afuera, o irme a mi casa. Pero actúe sin pensar, no porque sea una persona impulsiva, sino porque tardo bastante tiempo en procesar la información, así que tengo la tendencia no a actuar sin pensar, sino a pensar a medida que voy actuando. Parece lo mismo, pero hay diferencias radicales. Fue por eso que recién cuando estaba en el medio de la sala, sumido en la mayor de las oscuridades, me dije a mí mismo: ¿Qué hacés acá adentro, boludo? Y la respuesta que me di fue: Nada inteligente, así que mejor salí. A esta altura, ya tenía un miedo que ni te cuento. Yo sabía que en cuatro zancadas estaba al lado de la bicicleta y en dos pedaleadas llegaba a la esquina. Y, aunque toda esa información llegaba con perfecta claridad a mi cerebro, algo en mi estómago comenzó a crecer, algo muy parecido a un puño de hielo que me estrujaba la garganta desde adentro. Me di vuelta dispuesto a correr a toda máquina, pero entonces sucedió. Patiné en el suelo —ni siquiera sabía de qué material era, pero recuerdo perfectamente que imaginé porcelanato— y caí sentado al piso. Con una precisión digna de mejores causas, la puerta se abrió de par en par, la luz se encendió y dos pistolas automáticas me apuntaron justo en medio de la cejas.
—¡Qué mierda! —dijo el mismo oficial que me había detenido el día de las hamacas. Pensé que se refería a mí, aunque esta vez me equivocaba. Seguía apuntándome, pero su vista y la del otro policía se dirigían a un sitio justo detrás de mi cabeza. Me volteé para ver lo que la oscuridad me había ocultado.
Ahí estaban, reclinados uno contra otro. Esta vez eran cuatro y estaban en un sillón. Aunque tenían los rostros destrozados, no me costó darme cuenta de que dos de ellos eran adolescentes.
—No te muevas y soltá la cadena, grandote boludo, porque te juro que quedás peor que ellos.
Homicidio en primer grado. Esa fue la acusación por la que me llevaron preso la segunda vez.

Fuente:http://www.bn.gov.ar/abanico/C14-12/Dellutri-familia.htm

domingo, 11 de enero de 2015

Cómo escribir un relato policial

Por Ed McBain

Hubo un tiempo en que una persona podía ganarse la vida escribiendo cuentos policiales. En ese entonces, un individuo trabajador podía ganar dos centavos por palabra por cuento. Tres centavos, si era excepcionalmente bueno. Era mejor que fregar baños. Y además era divertido. En ese entonces, empezar un cuento de crimen era como alcanzar una caja de bombones y ser sorprendido tanto por el centro blando y dulce como por las nueces. Las historias policiales estaban llenas de nueces, pero nunca se sabía qué tipo de cuento iba a salir de la máquina hasta que empezaba a tomar forma en la página. Como un pianista de jazz, un buen escritor de cuentos policiales no pensaba que conocía su oficio a menos que pudiera improvisar con las doce teclas. Las variaciones tonales del tema eran lo que lo hacía divertido. Que le pagaran a uno dos o tres centavos también.
Para mí, las historias de detectives eran las más fáciles de todas. Todo lo que se tenía que hacer era hablar de costado y meterse en problemas con la "cana". En las historias de detectives de ese tiempo, los "canas" eran siempre unos pesados. De no ser por ellos, los detectives podían resolver un asesinato -cualquier asesinato- en diez segundos. Los "canas" siempre arrastraban al detective a la comisaría para acusarlo de haber asesinado a alguien sólo porque llegaba a la escena del crimen antes que nadie. ¡Por Dios! Siempre empezaba la historia de detectives con una rubia de vestido breve. Cuando cruzaba las piernas, uno veía la ligas de sus medias resaltando sobre la piel blanco leche. Casi siempre quería encontrar a su marido perdido o a alguien. En general, el detective se enamoraba de ella hacia el final de la historia, pero tenía que ser cuidadoso porque no se podía confiar en chicas que cruzaban las piernas dejando la ingle al descubierto. Un detective era Superman pero con sombrero.

El detective amateur era un detective sin licencia. Los clientes que lo consultaban eran en general amigos o parientes que nunca hubieran acudido a la policía para resolver un crimen, pero que tampoco podían pagar a un detective privado en busca de ayuda profesional. Llamaban a un rabino o a un cura o a una dama que presidía un club, o a alguien que tenía gatos, o a un hombre que manejaba una locomotora en Lackawanna, Delaware, y le explicaban que alguien no aparecía, que estaba muerto y, ¿podría este ocupado detective amateur darle una mano? Naturalmente, el mecánico o el mago o el ascensorista largaban todo para ayudar a su amigo o a su tía soltera. El detective amateur era más vivo que el detective privado y los "canas" porque resolver un crimen no estaba en su línea de trabajo pero sí que era bueno para eso. Era divertido escribir historias de detectives amateurs porque uno no tenía que saber nada sobre investigación criminal. Sólo tenía que saber todas las estaciones de Delaware, Lackawanna.
Todavía más divertido era escribir un cuento del tipo de Testigo Involuntario. Uno no tenía que saber nada de nada para escribir uno. Un cuento de Testigo Involuntario podría ser sobre cualquiera que presenciara un crimen que nunca hubiera presenciado. Por lo general, era un asesinato pero también podía ser un secuestro o un robo a mano armada; hasta podía tratarse de alguien escupiendo la vereda -un crimen de poca monta aunque sí un delito menor si se lo piensa-. Cuando uno escribía una de estas historias no tenía que informarse sobre nada. Era testigo de un crimen y partía desde ahí. Mi buen amigo Otto Penzler, conocedor de misterios por excelencia, insiste en decir que si cualquier libro, película, obra o poema contiene cualquier tipo de delito central en la trama, se trata indudablemente de una historia de crimen. Esto convertiría a "Hamlet" en un cuento de crimen, también a "Macbeth". De hecho, esto convertiría a Shakespeare en el más grande de los escritores de cuentos de crímenes. Si mi amigo tuviera razón, escupir en la vereda sería un delito digno de contar con un Testigo Involuntario como espectador.
Muy bien, el Testigo Involuntario ve a un caballero corpulento que se aclara la garganta y escupe la ve­reda. Murmura algo así como: "¡horrible!" y entonces una docena de hombres de negro -todos ellos ha­blan una lengua centroeuropea- empieza a perse­guirlo, tratando de matarlo o mutilarlo o algo peor. En un momento determinado, dependiendo de la longitud del relato, podría ingresar también la po­licía, para acusar al Testigo Involuntario de ser el que escupió la vereda, sólo para empezar. La cosa termina bien cuando una rubia de vestido breve y ostentosas medias de seda con liga se aclara la garganta y explica todo con fluidez, en ocho idiomas distintos, despejando la confusión mientras suenan las campanas de la boda.

Es mejor ser un Testigo Inocente que un Hombre en Fuga o una Mujer en Peligro, aun cuando estos tres tipos de ficción sean parientes cercanos. La similitud que comparten es que el protagonista es en cada caso un idiota inocente. El Testigo Inocente es, desde ya, inocente. Si no sería un Testigo Culpable. Pero la Mujer en Peligro también es inocente por lo general. Su problema es que alguien trata de hacerle daño y no sabemos por qué. O, si sabemos por qué, también sabemos que se trata de un tremendo error porque ella es inocente, ¿no pueden verlo? Si sólo pudiéramos decirle esto al homicida maníaco que la persigue día y noche, tratando de dañarla tanto. Bueno, está bien, en algunas historias ella no era tan inocente. En algunas historias, resulta que una vez hizo algo pecaminoso aunque no tan terrible, algo de lo que se arrepiente pero este lunático se ha salido de las casillas y ha perdido el sentido de la proporción y convierte todo en asunto federal, dis­parándole y tratando de estrangularla y todo. De todas maneras, era mejor presentada, como una co­sita inocente que ignoraba por qué esta persona de­generada trataba de matarla. También era bueno darle cualquier color de pelo que no fuera rubio. No había rubias inocentes en las historias de crímenes.
Un Hombre en Fuga también era inocente pero la policía (otra vez estos tipos) no pensaba lo mismo. De hecho pensaban que había hecho algo muy malo y lo perseguían por eso. Lo que querían era mandarlo a la silla eléctrica o sacarlo del medio para siempre. Y entonces él, naturalmente, corría. Lo que no sabíamos era si él era realmente culpable. Desde ya que esperábamos que no lo fuera porque parecía un buen tipo, aunque un poco sudoroso de tanto correr. Pero a lo mejor era culpable, ¿quién sabía? A lo mejor los "canas" -esos individuos corruptos- tenían razón por una vez. Todo lo que sabíamos era que este hombre corría. Muy rápido. Tan rápido que apenas teníamos tiempo de pensar si era culpable, si era inocente, si participaba en una maratón. La única cosa importante que el escritor debía recordar era que antes de que el hombre pudiera dejar de correr tenía que atrapar al tipo que realmente había hecho lo que el lector esperaba que él no hubiera hecho, eso que la policía daba por sentado que había hecho con toda seguridad. Por tres centavos por palabra, cuanto más corriera, mejor era el escritor.

Cuando empecé a escribir historias de "canas" sólo sabía una cosa sobre los policías: eran bestias inhumanas. El problema era cómo convertirlos en seres humanos agradables y simpáticos. La respuesta era simple. Resfriarlos. Darles un nombre de pila. Que su diálogo fuera casero y coloquial. La gente de hablar natural y nariz congestionada, con un nombre de pila, tiene que ser tan humano como uno. Sin perder de vista nada de esto, escribir una historia de "canas" era algo simple.
- Buenos días, señora Flaherty, ¿es este cuerpo con el picador de hielo que le sale de la oreja el de su marido?
- Si, es mi querido George.
- Perdón, señora, tengo que sonarme la nariz.
- No se detenga, detective,
- ¿Cuándo te resfriaste, Harry?
- Hace más de una semana, Dave.
- Está por todos lados.
- Mi marido, George, también estaba resfriado, por eso se clavó el picahielo en la oreja.
- ¿Qué remedio tomas para el resfrío, Harry?
- Mi mujer me hizo sopa de pollo, Dave.
- Sí, la sopa de pollo siempre es buena para el resfrío.
- Oh, Dios, vean toda esa sangre.
- Es todo un espectáculo, señora.
- No sabía que una persona pudiera sangrar tanto por la oreja, ¿y usted?
- No, señora, tampoco lo sabía.
- Cuidado con el pie, señora, está pisándolo.
- Oh, querido.
- La leche caliente con miel también es buena.
- El forense llegará de un momento a otro, Harry. A lo mejor él puede darte algo.
- Lo extraño tanto.

Una vez humanizados los "canas", todos podían entender a la perfección cuán buenos y decentes eran. El resto era fácil.
Los cuentos más difíciles de escribir eran los del Cazador Cazado. Como su nombre lo indica, es una historia en la que el victimario se convierte involuntariamente en la víctima. Por ejemplo, hago un plan elaborado para dispararle a alguien, pero cuando abro la puerta de su habitación, está parado con una pistola en la mano y me dispara. Cazador Cazado. Una vez tuve una idea maravillosa para una historia de Cazador Cazado. Sobre un escritor que se la pasa enviándole cuentos al mismo editor, que odia su escritura y se dedica a rechazarlo con una nota que dice: "Necesita trabajo". Entonces el escritor escribe una historia llamada "Necesita trabajo", la mete en un sobre de papel madera junto a una carta bomba que envía al despreciable editor, con la esperanza de que en los próximos días leerá en el diario que el hombre voló por los aires. En cambio, hay una carta del editor en la casilla de correo del escritor, y cuando él abre el sobre explota. Ya lo sé. Necesita trabajo.

Fuente :http://eljineteinsomne2.blogspot.com.ar/2012/02/ed-mcbain-como-escribir-un-relato.html