jueves, 28 de marzo de 2013

El novato


Por Osvaldo Aguirre


"El novato"Osvaldo Aguirre:Es la tercera novela  –y acaso la mejor, la más perfectamente acabada, por ahora– de la saga protagonizada por Germán, el cronista de la sección Policiales de Crítica, el mítico diario de Natalio Botana que se preciaba, desde su eslogan, de ser como un tábano destinado a mantener despierta y vigilante a la sociedad argentina. Una pretensión excesiva para un diario amarillo y sensacionalista. Y es justamente en esta novela que Osvaldo Aguirre tematiza la cuestión del lugar ético/político de la tarea periodística con la irrupción del incómodo joven Fabio Vincenti en la redacción. En principio, el experimentado periodista introduce al pibe en los más o menos cínicos pormenores de la actividad. Tras las elecciones porteñas aparece el cadáver de un pobre diablo en una plaza de Almagro, saturado de ginebra y con un voto socialista en la boca. Nadie parece interesado por revolver al asunto; es un hecho de sangre menor y sin complicaciones, a medida para introducir al novato en el ejercicio de la crónica roja. Así lo piensa, siente y desea Germán. Pero no será así.
Aguirre ya se mueve en la Buenos Aires de los treinta como si fuera su hábitat natural, como si saludara a los compañeros al entrar al diario cada día, como si fuera con Germán a comer a La Montevideana. Los lectores estamos, esta vez, en el mejor lugar, en el lugar de Fabio, dos pasos atrás del autor y del protagonista. E inevitablemente involucrados en esta hermosa novela.

lunes, 25 de marzo de 2013

La leyenda del Loco del Martillo

Revista El Guardian > Tinta Roja


Tinta roja

 En 1963, mató a tres mujeres a mazazos en Lomas del Mirador. Los vecinos iniciaron una cacería e intentaron lincharlo. Pasó 43 años en la cárcel. Cuando salió en libertad, pidió ser detenido porque extrañaba su celda.


Domingo 29.01.2012 - Edición N ° 48
 Escribe Rodolfo Palacios

Marzo de 1963. El sátiro atacó de nuevo. Entró por una ventana, amparado por la noche, y mató a martillazos a una indefensa señora que descansaba en camisón. Ya ha matado a tres víctimas. Los periodistas de policiales recrean en sus afiebradas mentes los momentos del ataque. Y en lugar de imaginarse a un hombre sediento de sangre que se asoma por la ventana, prefieren poetizar el acto homicida y pensar que antes de cometer el atroz crimen, el sátiro hizo sombras chinescas con una cortina como telón. El barrio Lomas del Mirador entró en pánico. Las fábricas autorizan a las mujeres a salir antes de que anochezca. No vaya a ser que tengan la desgracia de cruzarse con el asesino. Los diarios lo llaman el Vampiro del Martillo.
La preocupación ha llegado hasta el mismísimo presidente Arturo Illia. La Policía difundió un identikit: el matador es un joven con bigote, pelo ondulado y un rostro digno de la galería tremebunda de Lombroso. Los vecinos se arman con garrotes y cuchillos. En la furiosa cacería golpearon a dos inocentes cuyo único delito era tener bigote y pelo ondulado.

La psicosis colectiva terminó el lunes 26 de marzo de 1963. La leyenda dice que ese día, dos policías novatos se cruzaron con Aníbal González Higonet, un carterista que tenía bigote, pelo ondulado y una bolsa de arpillera en la que llevaba una sevillana. El diario La Nación lo llamó un imbécil amoral con las facciones de un animal hambriento. Le imputaron los crímenes de Rosa Risso de Grosso, de 65 años, Virginia Riquel, de 80, y Nelly Mabel Fernández, de 55. El hijo de Grosso fue hasta la comisaría y descubrió que Higonet tenía puesto un saco suyo, que había sido robado durante el crimen. El martillo con manchas de sangre apareció en un baldío de Lomas de Mirador. Horas después, el homicida confesó con lujo de detalles. “Sólo quería robar. Las maté para no dejar testigos”, dijo.

 “Cayó en su trampa el hombre del martillo”, tituló la revista Así en una edición especial que le dedicó a la caída del salvaje criminal. La caída de un canalla. En la tapa el título era: “Crímenes y amores del Loco del Martillo”. La teoría era que odiaba a las mujeres porque había sido abandonado por su novia, pero él desmintió esa versión con una frase: “Nunca tuve novia”. En las fotos, el Loco aparece acurrucado, vestido con harapos, con los ojos cerrados y una mueca de desilusión. Esas imágenes no eran las de un vampiro humano que no hacía otra cosa que matar, sino la de un tipo con el aspecto de un personaje de Cantinflas. Un paria de pies a cabeza. Así le hizo escribir en un papel: “No sé por qué hice todo esto”. El Loco lloró hecho un bollito ante la presencia del periodista de policiales, que sintió pena por el desgraciado. “El drama de la madre del vampiro humano conmueve. Como una estampa de la Madre Dolorosa, la señora Elisa no puede creer la tragedia que ha desatado su malviviente hijo”, escribió el cronista. El Loco del Martillo fue condenado a perpetua. Estaba convencido de algo: algún día iba a ocurrir el milagro. El milagro de la libertad.

Marzo de 2006. El milagro es hoy. Aníbal González Higonet logró su libertad después de pasar 43 años en la cárcel. El preso más antiguo del país consiguió que un joven abogado, Ariel García, se interesara por su caso y luchara para sacarlo de su mugrienta celda de Sierra Chica. El Loco del Martillo tiene 69 años pero parece de 80. Camina encorvado, sus lentes están pegados con cinta adhesiva y se apoya en un palo de escoba que usa como bastón. Habla poco y conserva la misma mueca de martirio que tenía cuando lo cazaron como si fuera un lobo feroz. Ya no usa bigote y su cara tiene más arrugas que su saco apolillado. Lo primero que hace el viejo cuando sale a la calle es cubrirse la cara del sol. Su abogado me lo presenta y lo saludo con un apretón de manos. El día anterior había estado leyendo su historia en los diarios y las revistas de los años sesenta. El chacal es ahora una cáscara del asesino que aterrorizaba a las mujeres. Es más, podría decirse que se parecía más a Minguito que a un temible asesino serial. En sus primeras horas fuera de prisión, se me ocurrió invitarlo a dar su primer paseo en libertad. Antes, con el abogado llevamos al pobre viejo a comprar ropa. Entramos en un local de la avenida Santa Fe, le elegimos una camisa, un pantalón y un saco. Rengueando, Aníbal entró en el cambiador. Pasaron veinte minutos y el viejo no aparecía. Preocupados, pensamos que podía haberse desmayado. Pero no: cuando nos metimos en el probador estaba sentado, mirando el piso, en calzoncillos. “Prefiero quedarme con mi pilcha. La usé casi toda mi vida”, dijo el Loco. Al final lo convencimos y se cambió, aunque no hubo manera de quitarle su boina agujereada y sucia. El paseo duró media hora. El viejo era una especie de marciano que acababa de aterrizar en una ciudad llamada Buenos Aires. Para él, o lo que quedaba de él, todo era nuevo: las autopistas, los autos modernos, las motos, los bocinazos, los negocios, los semáforos. “Me llaman la atención los tipos porrudos y la poca ropa que usan las minas”, dijo el hombre que había pasado más tiempo dentro de la cárcel que fuera de ella. El momento más traumático del viaje fue cuando hicimos una parada en el lujoso Puerto Madero. “Pensar que esto era una zona de pastizales llena de ratas”, dijo el viejo mientras se apoyaba en la baranda, frente al río. Luego miró los rascacielos y tuvo mareos. El pobre vomitó. Tuvimos que ayudarlo a subirse al auto. El Loco del Martillo negó sus crímenes. “Me torturaron y por eso dije que había matado”, explicó. En libertad vivió en la humilde casa de su hermana, en González Catán. Un día, su abogado me llamó para decirme que Aníbal quería volver a la cárcel. Fui a visitarlo y me sorprendió encontrarlo tirado en el piso, en un colchoncito, en una casa donde vivían otras nueve personas. El viejo estaba en otra especie de cárcel. Para colmo, a veces sus sobrinas no lo dejaban ver televisión. El viejo se posesionaba: cuando miraba una película de acción, dialogaba con los personajes, los puteaba y hasta tiraba manotazos al aire. Su familia miraba Tinelli, desde su pieza él creía que había gente bailando y cantando en la casa. “Tengo ganas de darle un sopapo a alguno para volver a la cárcel. Allá tenía morfi todos los días”, me dijo resignado. Esa fue la última vez que lo vi. Después supe que el viejo iba a ser socio honorario de un fallido sindicato de presos que reclamaban obra social y jubilación y que se había animado a caminar unas cuadras. Una vez lo encontraron tembloroso al costado de una ruta. Se había perdido. Era una demostración del fracaso de la cárcel, un depósito que ni intenta resociabilizar a los detenidos. Un día me enteré de que el Loco del Martillo había muerto. Ahora su cárcel tiene la forma de una tumba. 

Fuente: http://elguardian.com.ar/nota/revista/383/la-leyenda-del-loco-del-martillo

viernes, 22 de marzo de 2013

Todos mienten






Por Osvaldo Aguirre

Con Los indeseables, la primera novela en que aparecía su personaje Germán González, el periodista de policiales del mítico diario Crítica, Osvaldo Aguirre inauguró un registro narrativo y
recortó un ámbito y un momento precisos para la acción de sus historias criminales. Ahora, con esta
elocuente Todos mienten, Aguirre se supera. El más o menos escéptico Germán vuelve a salir a la
calle con Aronson, su ladero fotógrafo, y sabe que no puede regresar con las manos vacías: hay que
llenar las páginas con las crónicas de sangre, hay que alimentar al monstruo.

Esta vez, la primera plana de Crítica la monopoliza la resolución feliz del secuestro de Alfredo Etcheverry, el hijo de un abogado famoso liberado sin que se pagara rescate merced a la labor de la
inusualmente eficaz policía. Sin embargo, la investigación ocasional de un hecho simultáneo pero en apariencia sin vínculo alguno con lo anterior –el asesinato de Antonio Rossi, siciliano y militante anarquista, en una primera escena digna de Los Intocables de De Palma– llevará al periodista a juntar las partes de un rompecabezas. Como su admirado César, el Capitán sin miedo, la maravillosa serie de Roy Crane que lee cada semana en las coloridas páginas del suplemento de historietas de Crítica, Germán se entrega a la aventura sin mirar atrás o a los costados. Y la vive precisamente para contarla.

lunes, 18 de marzo de 2013

La lengua del crimen

Hoy la guarida más segura de los hampones chinos no es de concreto, sino de palabras.


Revista El Guardian > Tinta Roja

Tinta roja

 

La guarida más segura de los hampones chinos no es de concreto, sino de palabras: algunos intérpretes trabajan para la mafia. Otros buscan descifrar lo que está oculto ante los ojos de los detectives. ¿Traducción o traición?
Miércoles 01.02.2012 - Edición N ° 49
 
 Escribe Javier Sinay

Ocurrió algún día nublado, perdido en la década del 30, cuando los trabajadores luchaban sin la ayuda de ningún general, cuando Roberto Arlt todavía describía sus modos, cuando en los interrogatorios los policías les echaban toda la luz en la cara a sus detenidos. En esa jornada perdida en el tiempo, un sastre de nombre Feierstein fue capturado durante una huelga y pisó por primera vez una comisaría. El tipo había nacido en Polonia, una tierra lejana donde los judíos eran perseguidos, y había aprendido a amar a la Argentina con el pan de cada día y con la libertad de los actos públicos. Su pasión por la nueva patria era tan grande que ni siquiera se preocupaba demasiado por enseñarle a sus hijos (que, sabía, serían argentinos de pura cepa) el ídish que había mamado en el Este. Ese mismo ídish que se hablaba a lo largo de Europa y que despistaba a los policías sudamericanos.

Sin embargo, en el cuartucho de la seccional Feierstein se sorprendió con la presencia de uno que no era ni sastre ni crujiro rompehuelgas, ni obrero ni patrón. “Mi padre dijo que no sabía nada, que pasaba por ahí… hasta que lo interrogó en ídish la Chancha Rusa”, evoca su hijo, el escritor Ricardo Feierstein. “Siempre hubo traidores y la Chancha Rusa era el judío de la policía. Él sí que leía e interrogaba en ídish.”

Muchos años después los conflictos han cambiado. Los izquierdistas ya no son una amenaza. Al contrario, la policía los extraña. Quisiera vérselas con aquellos idealistas que luchaban por un mundo mejor y no con los hampones del siglo XXI, no tan románticos.

Ahora una mujer de rasgos orientales escucha una conversación por teléfono y toma nota. En una consola bailan las agujas y los teléfonos se enganchan en cables cruzados sin orden. La conversación no está al alcance de nadie más que de ella, que escucha con atención las palabras chinas que se amontonan. Un fiscal y algunos policiales la rodean, esperando alguna revelación en la línea pinchada, y del otro lado dos mafiosos deciden sobre la vida de varios otros; partiendo y repartiendo en un país donde la Ley los mira de lejos. En promedio, a un chino le lleva siete años aprender español. ¿Y a un policía cuánto le lleva aprender chino? El lenguaje es poder.

Y entonces ocurre lo inesperado: la mujer de rasgos orientales, la que debe traducir y guiar a los investigadores como un lazarillo a su ciego, se quita los auriculares y los arroja sobre la mesa con una expresión aterrada y alucinada. Toma su abrigo y se va corriendo, perseguida por el fiscal, que le grita “¡No puede dejar la escucha! ¡Ésta es una investigación judicial! ¡Va a haber consecuencias!”. Pero la mujer, que huye, se ha olvidado de todas las palabras en español, salvo de éstas: “¡No me importa, yo me voy!”.

La anécdota es bien conocida en las fiscalías abocadas a la investigación de la mafia china. Allí cuentan el final del cuento: algunos días más tarde la traductora regresó y dijo que, mientras los mafiosos hablaban en la línea pinchada, se habían referido a los traductores. Que conocían a los que trabajaban para la policía (que a fin de cuentas no eran más que los dedos de una mano) y que querían eliminarlos a todos, incluida a ella. Hoy la guarida más segura de los hampones chinos no es de concreto, sino de palabras: “Durante más de 10 años hemos tenido a un solo traductor”, agrega ahora aquel fiscal. “En los últimos años agregamos un par, pero no podemos confiar: se dice que algunos trabajan para la mafia, si hasta han tenido denuncias por falso testimonio…”.

Pero eso no es todo. Cuando en diciembre de 2010 el fiscal de Delitos Complejos de Mercedes, Juan Ignacio Bidone, protagonizó una tensa visita a la casa de la familia Tchestnykh, el asunto del idioma volvió a aparecer. “¡Usted me engañó: dijo que quería venir a ver, pero está haciendo un allanamiento, y para eso usted necesita una orden de un juez!”, le señaló al fiscal el joven Ilia, hermano de Vera, que llevaba más de seis meses desaparecida, e hijo de Ludmila, que había sido asesinada hacía pocos días. “Mire, usted tiene razón”, le respondió el fiscal, “pero tengo facultades suficientes para disponer un allanamiento de emergencia”. Así, mandó a secuestrar varios celulares, una CPU y una laptop. Desesperado ante lo que consideraba un atropello, Ilia le advirtió (en español) que no iba a entender nada, que todos los archivos estaban en ruso. “No se preocupe, buscaremos un traductor”, le respondió el otro. Pero lo cierto es que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera conseguirlo.

“Traidor” se dice “farreter” en ídish, “pàntú” en chino y “predatel” en ruso. En otras latitudes se dice “traditore”. Y en italiano “traductor” es “traduttore”. De ahí, aquel viejo juego de palabras de traduttore-traditore, que no hace referencia a renegados evidentes como la Chancha Rusa, sino a la imposibilidad de traducir literalmente sin producir distorsiones en los contenidos y en las formas. Siempre que hay traducción, hay traición. ¿Pero qué pasa cuando todos tienen cara de Chancha Rusa? “Ninguno la tiene”, responde Guillermo Piro, poeta y traductor del italiano que se le animó a Juan Rodolfo Wilcock, a Emilio Salgari y a Roberto Benigni, entre otros. “Si no se puede traducir sin traicionar, todos son traidores, y si es así la traición no existe y la traducción no es posible”.

Otro cantar es el argot, el gergo, la bribia, la germanía, el hampa, el caló… El lunfardo: “un engendro bastardo de la lengua ordinaria de la que deriva”, según escribió el jurista Antonio Dellepiane en El idioma del delito, en 1894, cuando los vigilantes trataban de “aprender a ver” entre la multitud. En aquellas páginas Dellepiane desconfía de Cesare Lombroso –para quien el caló es una herencia de las cavernas y está hablado por salvajes extraviados– y propone que la lengua del hampa “revela en forma sensible, casi podría decirse palpable, las notas o rasgos característicos del alma criminal”. Ya hubiera querido un “Gato” Bonica, un “Sopapita” Merlo, un “Sucio” Guardo –y aun un dirigente sindical perseguido como Julio Troxler– ser chino o ruso, o hablar en ídish para despistar a los infieles. Al sindicalista ya no le queda remedio; su lenguaje, a la larga, es transparente. Pero el delincuente se vale del argot, de eso que es mucho menos que un idioma y que Dellepiane considera un “tecnicismo profesional”.

Será por eso que Mario Vitette Sellanes, condenado por el Robo del Siglo en la sucursal de Acasusso del Banco Río, se jactó en una entrevista con El Guardián de sus términos del bajo mundo: “¡Cómo no compartirlos! Si no, ¿para qué miércoles tenemos 60 años y nos dedicamos a leer y a buscar la etimología de las palabras del argot carcelario y del lunfardo?”.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/401/la-lengua-del-crimen

viernes, 15 de marzo de 2013

Los indeseables


Por Osvaldo Aguirre


En las postrimerías de la segunda presidencia de Yrigoyen, Gustavo Germán González es cronista de la sección policiales del mítico diario Crítica, el más popular de la época, siempre en feroz y más o menos amarillenta y desleal competencia con Última Hora, su rival vespertino en el favor del público. El asesinato de una prostituta francesa y la aparición de su cadáver en el Parque Lezama dispara la acción. La policía, la prensa, los cafishos, los grupos políticos, el universo de los marginales, el mundo de la noche, todo se conmueve. Y la ciudad respira, se agita como un ser vivo.
Esta novela ejemplar de Osvaldo Aguirre es varias cosas a la vez. Es en principio la presentación de un personaje, el periodista/detective, que desde ya pide pista para más; es también y obviamente el relato de un tenebroso crimen de época y su trabajosa resolución, y es además –de yapa– la pintura de un ambiente y de una época de Buenos Aires absolutamente reconocible, nunca antes descripta con tan minuciosa y afectiva cercanía en sus usos y costumbres. Y todo cierra. Uno se mete ahí y funciona, es una historia como para quedarse a vivir.
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lunes, 11 de marzo de 2013

Los cadáveres hablan

El concejal radical Carlos Ray : no había sido envenenado


Revista El Guardian > Tinta Roja

Tinta roja

Los cadáveres hablan

Y el del concejal radical Carlos Ray dijo lo que pocos imaginaban: no había sido envenenado. Lo descubrió, en 1925, Gustavo Germán González, periodista de Crítica que entró en la sala de autopsia disfrazado de plomero.
Sábado 18.02.2012 - Edición N ° 50
 
 Escribe Milton Merlo

Esa noche de enero no había mucha gente en el bar de la calle Moreno. Y tal vez fuera mejor así. El tema es que el viejo Leopoldo se inhibe con facilidad. Es una persona dicharachera, pero cuando en la mesa ya se arriman cuatro o cinco personas lentamente pierde protagonismo. Se va quedando silencioso al punto que parece que se hubiera ido, que ya no está entre nosotros. Esa noche hacía calor y la gente no quería estar en un antro donde el único aire que entra es el de la calle, gracias a los dos ventanales delanteros.

Leopoldo sí estaba allí, con su barba canosa y su manía de fumar los cigarrillos casi hasta el filtro. En algún momento entre la segunda y la tercera ronda de café, instantes previos a pasar al infaltable whisky, se puso a recordar al negro Gustavo Germán González (GGG), mítico jefe de Policiales del diario Crítica, ese que conducía Natalio Botana y que solía ser un boom de ventas. Su sección Policiales solía tener poetas que iban a las escenas del crimen y dibujantes que hacían historietas de los secuestros más famosos de la época. Leopoldo lo recordó como un periodista que destilaba talento y, en especial, oficio. Perseguía la noticia adonde ésta lo llevara, incluso más allá de la muerte. Ese fue el caso del concejal Carlos Ray, asesinado en una noche cerrada de 1925.

Radical, elegante, de buena oratoria y fumador empedernido, como buen político a Ray no le costaba en lo más mínimo empatizar con las personas. Vivía en un chalet de Vicente López, donde organizaba reuniones con sus asesores y amigos. Era un hombre enamorado. Convivía con María Poey y la hija de ésta. Se sentía vital, hacia planes, leía proyectos, tenía un futuro por demás interesante en ese partido que por la década del veinte era como una brisa de renovación frente al viejo orden conservador.

Todo quedó trunco por dos balazos que perforaron primero el silencio nocturno y luego el pecho del concejal. El inefable, viejo lobo de mar del periodismo, GGG se movió rápido. Visitó comisarías, bares y antros donde se solía perder hasta el nombre. Se creía que la muerte de Ray no era un atraco vulgar, sino que debía haber algo más, una pista oculta. Los sabuesos de esa época le apuntaban a otro concejal, José Pereyra, también radical, también de buena posición y, según diversas fuentes, también enamorado de la vivaz María.

¡Último momento!

Las rotativas no tardaron en escupir una hipótesis digna de un culebrón de media tarde. Se creía que Pereyra y Poey eran amantes y que podrían haber envenenado a Ray para luego organizar un robo ficticio. Última Hora sostenía que la mujer había tenido varios amantes. GGG no estaba convencido por lo cual Crítica no terminaba de jugarse por esa hipótesis. El cronista necesitaba algo más, una certeza que no encontraba entre sus fuentes policiales y las del hampa.

La oportunidad llegó. Se dispuso una autopsia del cadáver en la morgue de la Capital Federal. La prensa tenía prohibido ingresar al edificio. Eso no era un obstáculo para GGG, él necesitaba saber, el crimen ya lo obsesionaba y el rostro de Ray se le aparecía en forma recurrente. Gracias a un amigo del Gabinete de Crímenes logró colarse en la sala de autopsias disfrazado de plomero. Los médicos, hombres fríos y de mirada calculadora, abrieron los órganos del concejal. A los 45 minutos la conclusión era inexorable: no había cianuro en el cuerpo.

Cuentan que GGG ni se molestó en cambiarse la ropa de obrero para presentarse en la redacción. Botana lo esperaba en su oficina fumando y pensando en la edición del día siguiente. Apenas escuchó las novedades sufrió ese escozor en la espalda tan propio de los momentos decisivos. Tenía una primicia y no iba a desaprovecharla. ¿Quién querría desaprovecharla? Sólo un inconsciente. Consiguió tipos de madera que le permitieron imprimir titulares más grandes de los que habitualmente salían publicados. “No hay cianuro”, gritó Crítica desde su tapa. La edición se agotó a las pocas horas. En la tapa estaba la foto de GGG, señalándolo como el autor de semejante bomba periodística.

Esa célebre frase que apareció en la primera plana inspiró un tango que aún hoy es cantado por algunos referentes de la música popular.

Esa tarde Víctor Antía debió haber leído la noticia, posiblemente en algún cafetín de La Boca, barrio sórdido del sur que le gustaba frecuentar. Se puso nervioso, sintió que el diablo, como casi siempre, comenzaba a meter la cola. A las pocas noches irrumpió en un chalet de Núñez con intención de desvalijarlo. El dueño era un alemán de sueño liviano que reaccionó y se tiroteo con los maleantes. Víctor cayó herido y fue trasladado casi de inmediato al Hospital Piróvano. Su buen toque había llegado a su fin. En el quirófano, bajo la mirada atenta del cabo de policía y del cirujano confesó haber asesinado a Ray. De paso entregó al resto de la banda. El jefe de Investigaciones, Eduardo Santiago, ordenó las detenciones. Uno a uno confirmaron su participación en el crimen del concejal.

Es probable que sin la intervención del sagaz investigador, el crimen hubiera quedado impune o con Poey y Pereyra presos (ya habían sido detenidos). Ocurría que el juez de la causa, un hombre gris, de apellido Facio, padecía algún tipo de demencia que lo alejaba de la luz y de las pistas. Para colmo la enfermedad era tratada por un curandero de Villa Dominico que también era una suerte de consejero especial del magistrado.

Dos días más tarde Santiago citó en su despacho al sabueso GGG. Le mostró una de las pieles que Poey gustaba de lucir en las noches de gala. Un bombero se la había comprado a uno de los ladrones. Otro ejemplar histórico de Crítica estaba en marcha. Un nuevo triunfo para el cronista salvaje iba rumbo a la tinta y el papel. La gloria misma.

Seguramente, diecisiete años después, se acordó de aquella tarde. Varios de los mejores periodistas de la época se congregaron en el restaurante Pinnin para homenajear al ya por entonces jefe de Policiales del diario de los Botana. Era 1942 y Leopoldo ya estaba allí, trabajando como aprendiz de mozo. Contaba las escenas como si las luces y la música de la juerga todavía estuvieran intactas en su memoria. Lanzaba nombres como Ignacio Covarrubias, Raúl González Tuñón, Córdova Iturburu, entre varios cronistas de esos años.

Al rato llegaron algunos de los integrantes habituales de las mesas de café. El fútbol, las mujeres y la política coparon la conversación. Leopoldo se quedó callado. Fumaba y sonreía con nostalgia. Dejó de hablar y se concentró en su whisky. Seguramente pensaba en GGG y en que a él le hubiera gustado conocer ese bar de la calle Moreno. Luego, finalmente, desapareció.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/420/los-cadaveres-hablan

viernes, 8 de marzo de 2013

Sacrificio



Por Leonardo Oyola

Como decía el viejo facultativo William Carlos Williams en el prólogo a Howl, el poderoso e incalificable primer aullido de Allen Ginsberg: “A arremangarse las polleras, señoras, que vamos a entrar en el infierno”. Porque de eso se trata, nada menos. En este segundo movimiento de la saga, otra vez, desasosegados como en la previa Santería, nos convoca el ominoso lenguaje de las cartas que caen sucesivas, implacables, sobre la mesa del relato infernal. Y no hay tregua.
Si en la primera secuencia nos enterábamos del pasado de la virulenta narradora, esa indeleble Fátima Sánchez, la Víbora Blanca, vidente trágica; ahora estamos en el presente. El enfrentamiento a muerte con la Marabunta conoce nuevos y sangrientos avatares mientras los cadáveres queridos se siguen sumando y la venganza es una pelota de fuego que pasa alternativamente de una mano a la otra. La suma de peripecias oscuras y golpes de efecto visual propios de un cine clase B con muertos vivos y tenebroso humor negro, fuertes dosis de esoterismo orillero y mitología popular, podría llegar a ser trivial en otras manos y en otras palabras. No sucede así con Oyola, que una vez más demuestra que es un fantástico narrador de raza. De raza Arlt –de raza perro quiero decir–: sin collar ni papeles ni vacuna, como debe ser y como se necesita.

lunes, 4 de marzo de 2013

La vida es una moneda

Al falsificador lo paseaban por la Plaza del Retiro y le tiraban encima los billetes


REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA

Auge y caída del insólito Héctor Fernández, alias el Artista, el viejo falsificador de dólares que cayó preso cinco veces. Perdedor nato e incurable, su esposa y sus hijos lo abandonaron. A veces pide limosna para comer.

SÁBADO 18.02.2012 - EDICIÓN N ° 51


Escribe Rodolfo Palacios

La vida de un falsificador es así. Siempre oculto en la oscuridad, encerrado en algún sótano, lejos de la multitud, pendiente de que un financiador apueste por su trabajo artesanal y de un grupo que se ocupe de la tarea más expuesta: meter los billetes en el mercado financiero. Es un trabajo de hormiga. Pero la idea no es contar cómo se hace un billete, sino cómo un hombre dedicó su vida a un delito de guante blanco. Un delito que tiene una pena máxima de prisión de 15 años; en 1820, falsificar dinero en estas tierras era penado con el destierro y hasta con la horca. Al falsificador lo paseaban por la Plaza del Retiro y le tiraban encima los billetes que había fabricado. En esa época, el protagonista de esta historia habría sido ahorcado ante el pueblo.

En los subsuelos sórdidos del hampa, los que suelo recorrer con mi bastón niquelado y mi sombrero de felpa, conocí a Héctor Fernández, un truhán que cayó cinco veces. El Artista, como lo llaman los sabuesos de Robos y Hurtos de la Federal, pasó cuatro años en prisión por falsificar dos millones de dólares en 1991 en el sótano de una quinta del norte del conurbano. Fernández no aprendió la lección: el 4 de mayo de 2005 lo arrestaron con 260 mil dólares falsos durante el Operativo Papel Picado.

Fernández guarda un secreto que se llevará a la tumba. No lo ha dicho ni a sus hijos, ni a las mujeres que sedujo, ni a los matones que lo amenazaron.

–Hay una fórmula para hacer las películas de los billetes. Es como la cinta de un film. Nadie la sabrá. Es más probable que antes sepan la fórmula de Coca-Cola.

–¿Y si una vedette famosa se la pide a cambio de una noche de placer?

–Ni loco suelto prenda. En todas las prisiones por las que pasé tampoco me sacaron nada. A los presos les pintaba cuadros a cambio de protección.

–¿Y si un pelotón de matones le apunta con sus armas para que revele el secreto?

–La fórmula muere conmigo. A lo sumo se la dejo a mis hijos como testamento. Igual con la fórmula sola no se hace nada. También hace falta talento y pulso.

–¿Cómo logra que sus billetes falsos huelan como los verdaderos?

–Les pongo grasa de cerdo.

Me encontré con Fernández varias veces más: una mañana me lo crucé por la calle cuando volvía de comprar bombachas en Once. Las conseguía a 7 pesos y las vendía a 15 en cabarets o en peluquerías de José C. Paz. A veces lograba manosear alguna nalga, con la excusa de probar el producto que vendía.

Una tarde, mientras tomábamos un café en Corrientes y Esmeralda, me hizo una propuesta insólita:

–Usted, queridísimo, tiene que dejarse de joder. Laburar como un oficinista es un suicidio. Disfrute de la vida –me dijo.

Después clavó sus dos dientes de conejo en una masita fina de dulce de leche:

–Le voy a hacer una propuesta que espero no tome a mal. ¿No le gustaría darme una mano con los billetitos? –dijo el falsificador. Reí porque pensé que me estaba cargando. Dejamos el tema ahí. Él pagó la cuenta, piropeó a la moza y caminó hasta Retiro para tomarse el tren a José C. Paz.

Lo volví a ver otra tarde, en el mismo café. Me había citado para que le llevara un par de diarios donde salió publicada la primera entrevista que le hice. Pidió un plato de tallarines y un vino de la casa. En el medio de la charla, apareció un abogado regordete e inescrupuloso cuyo nombre no revelaré y mantendré en secreto de la misma forma en que Fernández mantiene su fórmula bajo siete llaves. Los dos hablaron de volver a falsificar en una quinta del norte, de una importación de papel moneda de Paraguay, de la cifra que hacía falta para arrancar, del tiempo que llevaría falsificar un millón de dólares. Inventé un llamado para salir de ese lugar, les di la mano y me fui a paso apurado. Sin querer, me había convertido en testigo de la planificación de un delito, aunque por después supe que todo quedó en la nada.

Pasaron los días y traté de mantenerme distante de Fernández. No lo llamé ni él me llamó. Por ese tiempo lo imaginaba encerrado en su casa, casi en penumbras, con la radio de fondo, comiendo una picada sobre un mantel florido de plástico, al lado de su atrevido gato Fellini y con el saco en cuadrillé puesto. A veces pensaba en el viejo y me daba lástima. Pero por otro lado, su soledad parecía merecida: lo habían dejado su esposa, sus hijos y hasta su amante. El viejo insistía en falsificar dólares. Era como si sus reiteradas caídas lo impulsaran a seguir cayendo una y otra vez.

Un día, me llamó para contarme que unos tipos le habían usurpado la casa y lo obligaban a falsificar. Lloraba como un marrano. Hasta intentó entregarse a la Justicia de San Martín porque pensó que preso iba a estar a salvo.

Pasaron cinco meses y no volví a tener noticias de Fernández. Supuse que su repentina ausencia se debía a dos motivos: estaba detenido o se había recluido para falsificar billetes. Pero no había pasado nada de eso. El viejo reapareció una noche. Me llamó desde un teléfono público y lo invité a cenar. Nos encontramos en Avenida de Mayo y Piedras. Fernández estaba parado en la esquina. Lucía un sombrero bombín y un saco negros, un pantalón gris y mocasines marrones. Miraba para los costados, detrás de sus lentes culo de botella. Sin dudas, el viejo estaba hecho de paciencia. Llevaba una hora esperándome, pero no se daba por vencido. Ya había pasado otras veces: lo citaba en una esquina y por una cosa u otra siempre me demoraba. Podía caer dos horas más tarde, pero él siempre esperaba, en una esquina cualquiera, a veces con un maletín o apoyado en un poste de luz, cruzado de brazos.

–Fernández, usted no puede seguir viviendo así como un linyera –le dije después de verlo con un pulóver de McDonald’s que le habían regalado en un local cuando fue a pedir comida.

–Voy a salir de pobre cuando vuelva a hacer los papelitos. La plata es tan importante como una linda mujer, las dos cosas van de la mano –sentenció.

Antes de irse, dijo:

–Gracias por todo lo que hace por mí. ¿No tendría diez pesitos? Así mañana me compro un sanguchito.

Saqué 20 pesos arrugados y se los di. El viejo los miró a trasluz en broma, como si fueran falsos, y me abrazó emocionado. Sinceramente emocionado.

–Con esto, morfo toda la semana –exageró. Luego me dio un apretón de manos y se subió al tren con destino a Moreno. Mientras el tren se alejaba, me pregunté si algún día el pobre viejo iba a ser feliz. O si volvería a ver a su familia o debía resignarse a pasar sus últimos años en una pensión de mala muerte o esperando volver a falsificar billetes, que a esta altura para él es como el que apuesta sus últimos pesos en una rifa millonaria que nunca ganará. Pero no sé qué habrá sido de la vida del insólito señor Fernández porque nunca más volví a verlo.

 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/439/la-vida-es-una-moneda



viernes, 1 de marzo de 2013

Santería



Por Leonardo Oyola

Gran parte de esta poderosa novela de Leo Oyola transcurre algo más de una década atrás, en vísperas de las navidades del 96, en ciertos lugares muy pesados (si cabe decirlo así) de una
Buenos Aires poco frecuentada por los turistas, la mayoría de los porteños y la literatura en general:
la villa Puerto Apache, pegada a Costanera Sur, los barrios contiguos y otra villa del barrio de Flores, El Jabuti.
Pero no, es mentira lo que acabo de escribir. Engañoso. Porque, en realidad, Santería transcurre por lo menos en otros dos lugares, dos lugares virtuales mucho más sugestivos incluso que los feroces bordes de la ciudad: las ominosas cartas echadas sobre la mesa y la cabeza de la torrentosa narradora, Fátima Sánchez, conocida como La Víbora Blanca. Y la historia, como en la mejor tradición del suspenso y el terror, comienza con el anuncio de un desenlace fatal y en apariencia ineludible que, en carrera contra reloj, ha de asumir y tratar de conjurar la protagonista antes de que la alcance la desgracia. En esto, el desaforado Oyola –narrador sin red ni techo aparente- calza en el módulo clásico para hacer su aporte absolutamente original.