lunes, 29 de julio de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/15

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
15° Entrega

RESUMEN: Durante diez días, los hombres del FBI  prácticamente no aparecen por el departamento donde tienen encerrado a Leo Fariña. Sorpresivamente, llega al lugar Elaine la creativa con el pretexto de buscar un pasaporte falso y dólares. El encontronazo amoroso entre los dos fue inevitable. Hacen el amor desaforadamente  hasta que llegan Tony y Quebrantahuesos.  Más calmos, llevan a cabo una reunión en la que deciden que Fariña debe salir a la calle como señuelo.

La gran noticia me la dio Tony: habían confirmado que Billy Jensen se hallaba en Panamá aunque desconocía si era él la persona que se escondía detrás del apodo La Barbie. Me colocaron un cinturón con una hebilla que disfrazaba un GPS, un micrófono adherido al pecho y me dieron un 38 Special de cañón corto. También me dieron un celular con botón de pánico. Con sólo apretarlo me comunicaba con el FBI y creo que con Obama. Era evidente que la adrenalina me dopaba porque había perdido cerca del 70% de mi miedo. Simplemente, no pensaba.Ya vestido enteramente de beige, sombrero panamá y nuevos anteojos oscuros, me miré al espejo. He aquí a un soplón de Fulgencio Batista, me dije; solo me faltaban unos bigotitos de cantante de boleros. Tony fue claro: caminá, andá a los shoppings, visitá bares, el centro histórico, que nosotros te cuidamos de cerca. Quebrantahuesos fue el encargado de llevarme hasta el Multiplaza Pacific, un gigantesco y lujoso centro comercial. Seguía a nuestro auto una combi decorada con flores de todos los colores y tamaños. Se leía Florerías Edén.
-      En la combi viaja el equipo de GPS y escuchas. Trabajan para tí, cabrón. Ni tu mamá te cuidó tanto.- Quebrantahuesos me sonreía desde el espejo retrovisor.
“Ruge la mar embravecida/ rompe la ola desde el horizonte/brilla el verde azul del gran Caribe…”, la voz de Rubén Blades nos llenaba de espuma y tiburones y de algún modo, la multitud de mujeres parecía arrastrada por el ritmo de la canción. Y gastaban chévere sus tarjetas de crédito. Caminé por los pasillos rutilantes de marcas caras y famosas. Recordé de golpe a los Xué Zhán, la mafia china que también venía por mis huesitos. Sonó el celular. Era Tony.
-      Hay un tipo siguiéndote. Caminá más lento, dejá que se acerque y si no te rebasa, lo cazamos nosotros. Tranquilo, Fariña, si el ñato te encara, seguile la corriente.
 Su voz era helada y tensa. Me preocupó hasta el escalofrío. Colgó. Puse mi mano derecha en el bolsillo del pantalón y acaricié la culata del pequeño 38. Me detuve en una vidriera de Wrangler  para atisbar al merodeador. Era un moreno alto, de saco suelto y camisa abierta sobre el pecho. Una gran cruz de oro brillaba a mitad del esternón. Mascaba chicle y se veía como el hombre más distraído del mundo. Decidí sentarme en una cafetería. Al tipo le sorprendió mi cambio de rumbo, titubeó, siguió de largo sin mucha convicción y frenó bruscamente. En un par de segundos lo tenía sentado frente a mí. Se rompieron todos los diques de mis glándulas sudoríparas y en un parpadeo, estaba bañado en transpiración. Puse cara de “en qué puedo servirle” mientras que el tipo, sumido en un trepidante silencio, metía la mano en su saco. A partir de allí, todo empezó a moverse en cámara lenta. Yo llevé mi mano hacia el revólver pero él extrajo un sobre gris perla que llevaba escrito mi nombre. La letra inconfundible de Billy Jensen me nubló la vista.
-      Se lo envía un amigo –dijo el moreno con su voz de Barry White, haciendo tintinear la multitud de cadenas de oro de su muñeca-  Lea bien la carta.
Se levantó y se perdió entre un océano de bolsas rojas, mujeres ansiosas y perros caniche. El intenso sudor hizo que se desprendieran las cintas adhesivas que sostenían el minúsculo micrófono que llevaba en el pecho. Después me enteré que por poco no dejé sordo a un escucha del FBI metido en la combi camuflada.
Pedí un café. Antes de abrir el sobre, vi a Elaine la creativa. Me miró, guiñó un ojo, sonrió, sacó la puntita de la lengua y la hizo viborear un segundo. Yo me sentía pálido, húmedo y desencajado. Toda la libido se me había evaporado. De modo que abrí el sobre y desplegué una carta manuscrita firmada por Billy. Qué antigüedad, pensé, aunque admití que estaba acorde con el estilo patricio del que hacía gala el personaje. Luego pensé que, tal vez, evitó abrir un Word, escribir y dejar rastros en una computadora. Además de la carta, el sobre contenía un cheque a mi nombre por ocho mil dólares. Billy Jensen me empezó a parecer extraño, muy extraño. ¿Qué era todo este embrollo que giraba en su alrededor? ¿Era él, finalmente, el buscadísimo mafioso llamado La Barbie?
Se estaba nublando. Las palmeras que bordaban las afueras del shopping se bañaban en la brillante luz de mercurio que caía del cielo.


CONTINUARÁ…

martes, 23 de julio de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/14

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
14° ENTREGA

RESUMEN:  Tony, del FBI, le hace un cuadro de situación a Leo Fariña, en el que señala a la mafia china y al propio Bureau como perseguidores de Billy Jensen, sospechado de ser uno de los jefes de la banda de traficantes denominada “La Tormenta”. Jensen habría estafado en cinco millones de dólares a los chinos y según parece, también a su ex socio, Baygón. Leo comprende que él es la carnada del FBI para capturar a su amigo Jensen.

Habían pasado diez días desde que me había convertido en mojarrita. Diez días sin salir ni al balcón. Ellos, el FBI, estaban demasiado ocupados en perseguir pistas antes de largarme a la calle para que el olor de mi miedo atraiga a Billy Jensen. Casi no comía, me dedicaba al queso, a las frutas, a los huevos fritos. Nunca me gustó cocinar en estado de soledad, siempre me deprimió. Sí, en las tardes, el ron y el whisky entonaban melodías en mi corazón. El departamento apenas era visitado por los del FBI. Me sentía solo y el temor a que me mataran había sido reemplazado por una floja melancolía y un sabor a nada, como dice el bolero. Hacía mucho que no yacía, en el sentido bíblico, con una mujer y se notaba. Pero, un día cualquiera sonaron las trompetas sagradas. Las escuché ni bien se abrió la puerta y entró ella, Elaine la creativa, trayendo consigo su cuerpo de criollita polenta.
Vestía una solera de organdí color natural, sandalias de cuero crudo y unos labios como rosas rojas de carne. La abstinencia hizo que me chiflaran los oídos cuando me saludó. No la escuché, sólo vi la modulación de su boca. Eran las once de la mañana. Un sol vigoroso atravesaba los cortinados de voile, vigor que se  terminó difundiendo a todo el piso. Recordé que un par de días atrás me había sorprendido gritando ¡voglio una donna! frente al ventanal del living. Admirado por mi poder de convocatoria, la saludé con untuoso cariño.
Elaine la creativa me contó que venía a recoger un pasaporte falso y unos dólares de la caja fuerte. Sospeché que eso era solo una excusilla: ella, casi estaba convencido, había venido por mi cuerpo y por mí. Pues, mis mejores temores se confirmaron en pocos minutos. Allí estábamos, en el sillón amarillo, besándonos, abrazándonos, enroscándonos, mientras una temblorosa compulsión nos incitaba a desnudarnos casi a dentelladas. Los latidos ancestrales del más primario de los instintos viajaban setecientos mil años, desde el Pleistoceno, por nuestro ADN, recorriendo largas cadenas de dobles hélices, haciéndose sangre, sustancias,  efluvios, ¡azuquita!
Quedamos muertos, exhaustos.
Abrí lentamente los ojos y vi una mínima arañita corriendo en el cielorraso. La seguí con la mirada hasta que tropecé con la cabellera dormida de Elaine la creativa. Era una de las más lindas mujeres que jamás tuve en mis brazos. Además, pertenecía al FBI lo cual no es poca cosa. Sonreí porque cuando le contara esta aventura a mi amigo Juancho, carnet N° 9.152 del Partido Comunista, estaba seguro que se sentiría vengado de los atropellos con los que siempre lo azotó el imperialismo yanqui. Suspiré y me saqué de la boca una larga hebra de pelo de mi agente encubierta. Habían pasado veinte minutos desde el momento en que abrió la puerta. Me dije: Leo Fariña, sos un capo. Con extrema dulzura, aparté su cuerpo y fui en procura de un cigarrillo y un trago de whisky.
Busqué un vaso y me empecé a servir. Cuando estaba sacando la tapa de la hielera, un portazo y unas voces rompieron el silencio . Salí al pasillo alarmado. Tony y Quebrantahuesos me miraban de arriba abajo con unas “O” enormes en sus respectivas bocas. Obviamente, yo estaba desnudo.
- ¿Qué hacés en pelotas, nene? –dijo Tony, indignado- Andá a vestirte que está por llegar Elaine.
Y empezaron a avanzar en dirección al living.
- ¡Noooooooooooo! –grité.
Se detuvieron en seco, Quebrantahuesos derrapó pero se sostuvo gracias a la pared.
- ¿Qué te pasa a vos, Fariña? ¿Estás en pedo, te drogaste, te volviste loco? – la irritación de Tony era grande.
La voz de Elaine llegó desde el living. Somnolienta voz gatuna.
- ¿Qué pasa ahí, dulce?
Los dos se miraron y se preguntaron al unísono: ¿Dulce?
Abruptamente, sus ojos se abrieron como los de un perro encandilado. A mis espaldas había irrumpido Elaine y todas las maravillas del mundo que cargaba en su cuerpo. Sonreí, se me cayó el vaso de la mano y me tapé los genitales. Elaine sólo dijo: Hola, chicos, ¿qué hacen por acá?
Minutos después, ya vestidos y sin preguntas, nos reunimos en el comedor. Elaine retiró de la caja fuerte un pasaporte mexicano y tres fajos de dólares. Se los repartieron, uno cada uno. Hablaban en inglés. Yo me mantenía en silencio y no podía dejar de mirar a Elaine. Por un momento, pensé que me había enamorado. Pero, yo le había dejado de interesar, cero miradas, cero todo.
- Mañana te sacamos a la calle –dijo Tony bruscamente.
Asentí con un gestito casi invisible.
- Vas a llevar un micrófono y un GPS en el cinturón- agregó.
- Y tu revólver, carnal, si no quieres ver a la Virgen de cerca- dijo Quebrantahuesos y lanzó una risotada escalofriante.
Así es, sonó muy escalofriante.

Continuará…




viernes, 19 de julio de 2013

Novela Epicrisis (Adelanto)


Por Gastón Intelisano


Capítulo 1

El sábado dieciséis de mayo aún estaba oscuro cuando estacioné frente a la Morgue Judicial. Faltaban pocos minutos para las seis de la mañana, la calle Viamonte estaba desierta y no vi a otras personas exceptuando a dos barrenderos que hacían su trabajo. Me encontraba en el interior de mi auto, desayunando. Terminé de un sorbo el café con leche que había comprado en un Starbucks cercano que estaba abierto las 24 horas. La bebida caliente me recorrió como un torbellino descendente que avivó mis sentidos y me sacó de la pereza de la madrugada. Tapé el vaso vacío y lo puse dentro de una bolsa de papel madera. Encendí la luz de giro, doblé a mi izquierda y entré en ese edificio centenario en el que había estado tantas veces y casi nunca por gratos motivos.

El edificio de la actual Morgue Judicial de la Ciudad de Buenos Aires se había inaugurado el cinco de julio de 1908, después de que esta fuera creada por la Ley Nacional 3379 el dieciocho de agosto de 1896. El autor de esta ley había sido el Dr. Eliseo Cantón, que por entonces era decano de la Facultad de Medicina. Hasta entonces no existía el edificio que hoy conocemos, por lo que las autopsias se realizaban en el Depósito de Contraventores, ubicado en la calle 24 de Noviembre.

“Morgue” es un término que proviene del francés antiguo. Es un verbo (morguer) que podría traducirse como “observar”. En cada prisión de Francia existía un lugar con ese nombre en donde se alojaba a los detenidos; la finalidad de esta sala era que los policías miraran reiteradamente a los criminales con el fin de recordar sus rostros, su modo de caminar y sus actitudes.

En las mismas prisiones había celdas subterráneas denominadas bases geoles, donde eran exhibidos los cadáveres de personas desconocidas. Como el encargado de llevar el registro de los muertos era el mismo que vigilaba a los delincuentes, se extendió la denominación de “morgue” para el depósito de cadáveres.

Me detuve frente a la garita del guardia y un policía federal de unos sesenta años me saludó. Ya era la tercera vez que nos veíamos desde que comencé a colaborar con el Cuerpo Médico Forense de la Nación, siete meses atrás. Mi amistad con el actual director de la Morgue, el Dr. José Luis Moller, que se construyó tras una gran tragedia que nos tuvo trabajando codo a codo por más de una semana, motivó un intercambio de
conocimientos y experiencia que creí muy útil para mi práctica de cada día en la Policía Científica de la Ciudad de Mar del Plata, a la que todavía pertenecía.

La cantidad y diversidad de casos que se veían en esta institución la hacían un templo del saber para quien quisiera perfeccionarse en el campo de las ciencias forenses. Por ello no pude negarme ante el ofrecimiento del Dr. Moller para asistir periódicamente a sus autopsias.

Todos los fines de semana —y algunos días en la semana, si el trabajo en mi ciudad me lo permitía— venía a Buenos Aires para acompañar a los forenses en sus casos. Como retribución por el saber que era compartido conmigo, en esos días asistía al médico forense en todo el procedimiento: me aseguraba de medir y pesar correctamente al cadáver, de lavarlo si las manchas de sangre o la suciedad lo cubrían y no hacían visibles sus lesiones, tomaba nota del color de su pelo, ojos y el estado de su dentadura.

Observaba si tenía cicatrices, tatuajes o cualquier “marca particular” —como se las suele llamar— con las que más tarde podríamos identificar quién fue en vida esa persona. Etiquetaba con número de caso todos los frascos en los que colocaríamos las muestras de sangre y tejido que se enviarían a los laboratorios de Patología y Toxicología y hacía lo mismo con el papel secante circular, similar a un filtro de café, en el que descansarían varias gotas de sangre para posteriores determinaciones de ADN.
Ernesto, el policía, activó el portón, que se abrió con aplomo y provocó un pesado ruido metálico. Cuando terminó su recorrido y quedó paralelo a la pared lateral, me despedí deseándole un buen día. Enfilé hacia la zona de estacionamiento del personal, a la izquierda, pasando antes por la puerta de los laboratorios de Toxicología y otras dependencias de ese inmenso edificio.

Cuando bajé del auto me encontré inmediatamente frente a la zona de recepción para los familiares que tienen que reconocer algún cuerpo que llega a la morgue. Es una sala simple, con dos filas de sillas enfrentadas y una pequeña mesa en la que se amontonan revistas que nadie lee. Los viejos azulejos amarillos la cubren de piso a techo y es un lugar al que muchas veces no quisiera tener que acudir, porque es allí donde me encuentro cara a cara con el dolor de los que perdieron a un ser querido.

Desde que empecé a trabajar con el Dr. Moller me ha tocado presenciar escenas que van desde el llanto desgarrador hasta silencios sepulcrales que se niegan a enfrentar la terrible realidad que los ha llevado hasta allí. En una oportunidad debimos llamar a seguridad porque un hombre nos empezó a gritar con furia, acusándonos de haber dejado morir a su hijo. Lamentablemente, si alguien llega a nuestra puerta es porque ya está muerto.

Caminé por la calle interna y dejé atrás el estacionamiento. En las ventanas de la sala de autopsias vi las luces encendidas. Solo eso alcancé a ver porque los vidrios —en una medida por demás acertada— eran esfumados y no permitían ver en su interior. Llegué hasta la última puerta. A la derecha, en lo alto de la pared, un simple y viejo cartel rezaba “Morgue”.

Abrí la puerta alta y vieja y vi que la pizarra, generalmente nutrida de avisos de cursos y congresos organizados por la facultad, estaba vacía, pero el piso regado de papeles de distintos tamaños y colores. —El viento —pensé en voz alta—. Recogí todos los papeles y los pinché en la pizarra con las chinches de colores que habían quedado fijadas a la superficie de corcho. Pasé por la pequeña cocina y me encontré a Dante, uno de los técnicos de guardia, preparando un té. La pava estaba sobre el fuego y el agua comenzaba a hervir.

Levantó la vista de los papeles que leía en ese momento y me saludó. Me invitó a sentarme a la pequeña mesa y me preguntó si quería desayunar. No me ofreció mates porque después de trabajar conmigo estos meses sabía que era una infusión que yo no acostumbraba a ingerir. Le comenté que había tomado un café mientras venía en el auto, pero que aceptaba una taza de té. Lo acompañamos con unas facturas recién horneadas que trajo al llegar (él era el encargado de que no faltara nada de lo que consumíamos en la cocina y en todo este tiempo no recuerdo un día en el que faltaran las facturas o el azúcar).

Dante era un cuarentón simpático, no muy alto, de cabello castaño corto y prolijo. Sus ojos color almendra eran vivaces y atentos y nada se escapaba a ellos, ni dentro ni fuera de la sala de autopsias. Llevaba más de veinte años en la profesión y, aunque no tenía formación forense, podía dar cátedra de todo lo que pasaba en ese sombrío lugar. Los años que llevaba asistiendo a médicos legistas como el Dr. Moller lo habían capacitado en el arte de escuchar a los muertos. Era un lector voraz, con lo que complementaba sus saberes prácticos. Asistía a cuanto congreso o seminario de medicina legal lo invitaran y además incentivaba a que los demás integrantes del equipo hicieran lo mismo. “El saber no ocupa lugar, chicos” era su frase favorita. Según me había contado en una oportunidad, su anterior profesión fue la de enfermero, hasta que un amigo médico le
comentó que necesitaban gente con conocimientos básicos de anatomía y “mucha voluntad” para trabajar en el depósito de cadáveres. El sueldo era sustancioso y ofrecían una buena obra social. No lo pensó dos veces. No le impresionaban la sangre ni los olores: esas cosas ya las había padecido como empleado de un ruinoso hospital público.

Dante sacó la pava del fuego y colocó el agua hirviente en una taza. El saquito de té se infló por la temperatura del líquido, luego comenzó a despedir su contenido y el agua se fue tiñendo de un color rojizo. El platito tintineó contra la mesa cuando colocó la taza junto a mí.

—¡Gracias, Dante!
—Tomá tranquilo que todavía no llegó el doc —dijo, refiriéndose al
Dr. Moller.
—¿Qué tenemos para hoy? —le pregunté.
—Mirá, para empezar, tenemos un caso bastante raro. Es este, el que estaba leyendo     —dijo levantando varias páginas impresas en computadora.

Por lo general no recibíamos un informe del lugar del hecho, pero en este caso se trataba de alguien que había estado internado y posteriormente murió. Lo que Dante tenía en ese momento en sus manos era la epicrisis, el resumen de los datos importantes de la historia clínica del paciente.

—Hombre de unos 55 años, que ingresa a la guardia del hospital con mareos, desorientación…—comenzó a describir Dante— lo hospitalizan y comienza con un rápido deterioro. Se le realiza una resonancia magnética y se detecta una inflamación en el cerebro. Le indican una batería de análisis clínicos pero todos arrojan resultados normales. A los dos días entra en coma y ayer a las 23:30 fallece.

Dante dio vuelta la hoja y continuó relatando a medida que leía:

—Cuando los médicos interrogaron a la esposa, esta les informó que su marido había estado en un viaje de cacería por el interior del país. Los mareos y la desorientación comienzan hace cosa de diez días. El hijo mayor, que lo acompañó, afirmó que estuvieron en una zona en la que había todo tipo de animales y que recuerda al padre quejarse de dolor después de entrar a una cueva llena de murciélagos.

Al oír este último dato, una alarma interna sonó en mi cerebro. Los murciélagos son vectores de la rabia, al igual que los perros, zorros, mapaches y roedores. Esta enfermedad es producida por un virus con especial apetencia por las estructuras del sistema nervioso. El ser humano puede contagiarse a través de una mordida, o por el contacto de la piel o las mucosas con la saliva del animal infectado. Aun cuando la persona no es mordida, puede contraerse la infección por inhalación del guano de murciélago.

Aunque el período de incubación del trastorno puede variar desde dos semanas hasta un año, siendo lo normal de uno o dos meses, la muerte sobreviene una semana después si no se trata inmediatamente. Los casos de rabia son muy raros en la actualidad.

—Apenas leí la historia clínica hoy cuando llegué, llamé al doctor Moller y le pregunté cómo procederíamos. Me dijo que esperemos a que llegara para sacarlo de la cámara refrigerada. Eso me preocupó —dijo Dante, visiblemente consternado.

Yo no había visto ni un solo caso de un paciente con rabia en toda mi carrera. Ni siquiera en la etapa de prácticas que realicé en las morgues de la provincia de Buenos Aires.

Se escuchó el timbre de entrada y el sonido del portón abriéndose a lo lejos. Unos momentos después, el doctor Moller entró por la puerta principal y pasó a la sala de médicos contigua. Dejó sobre uno de los sillones su maletín vetusto y repleto de papeles y se acercó a la cocina, donde nos encontrábamos.

—Buen día —fue el saludo para ambos.

El doctor Moller era un hombre alto, robusto, de unos cuarenta y cinco años, enfundado en un ambo celeste que era un talle menor al que le correspondía y que lo hacía ver más inmenso de lo que era. El pelo que alguna vez pobló su cabeza parecía haber migrado a su pecho y sus brazos, trabajados por años de gimnasio y por mover cuerpos que oponían resistencia cuando el rigor mortis se instalaba en ellos.

—¿Así que tenemos uno de los complicados? —dijo Moller, preocupado, pero sin dejar de lado su actitud entusiasta.
—Vas a tener una oportunidad única, Santiago… ¿Ya habías estado en la autopsia de un paciente con rabia? —me preguntó.
—No, la verdad que nunca —respondí entusiasmado. En realidad, no sé si era entusiasmo lo que experimentaba en ese momento.
—¿Vamos a empezar a preparar todo? Esta no va a ser una autopsia como cualquier otra —anunció el doctor.
—Estamos listos —dijo Dante, hablando por ambos.

Me levanté de la mesa, lavé la taza en la pileta y la dejé escurriéndose en el secaplatos. Dante hizo lo mismo con la suya y salimos de la cocina.
Nos dirigimos a los vestuarios en donde teníamos nuestros ambos azules, nuestras botas altas —que solo usábamos en la sala de autopsias— y nuestras gafas y escudos faciales. Yo saqué de mi locker un fibrón indeleble negro, una cinta métrica, una birome negra y un mango de bisturí. Al final del pasillo, una sala de reciente remodelación agrupaba tres escritorios con dos computadoras de pantalla plana y tres impresoras láser repartidas entre bandejas con formularios y protocolos de autopsia. Parecía que lo
único antiguo que había quedado en esa pequeña estancia eran los pisos cerámicos, de un amarillo desgastado.

A la derecha de la puerta interna a esa sala, se encontraba el mostrador de ingresos, donde los policías o personal de otras fuerzas que concurría a traer un cadáver realizaban los trámites necesarios para el alojamiento del mismo y donde se le daba un número de caso.

Desde hacía algunos meses funcionaba una nueva modalidad de ingreso que se le daba a cada caso: un sistema informático que al ingresar los datos del cadáver le otorgaba un numero de caso que se traducía en un código de barras, que se repetía en cuatro etiquetas autoadhesivas que eran producidas por una moderna impresora láser, ubicada a la derecha del mostrador. Estos cuatro stickers servían para identificar a cada cuerpo
y a todas las muestras que se obtuvieran del él. Se pegaban en la etiqueta anudada al pie del cadáver, al protocolo de autopsia, al formulario de ingreso y a las muestras que se enviarían al laboratorio.
Todas estas etiquetas eran previamente escaneadas por una lectora láser que reconocía cada caso por medio del código de barras y evitaba posibles extravíos o equivocaciones.

Saludé a Mauro, el administrativo del turno mañana, que se encontraba absorto en la pantalla plana de su computadora. Mauro era un joven estudiante de medicina que algún día formaría parte del equipo de forenses. Cursaba el tercer año y era alumno del doctor Moller, quien también era profesor en esa carrera. Al ver el interés de Mauro por la medicina legal lo trajo a trabajar como administrativo. Por el momento, era lo más cerca que podía estar de la mesa de Morgagni.

Mauro no tenía treinta años todavía y su presencia prolija, su cabello rubio corto y sus ojos azules hubieran sido un regalo para la vista en la mesa de informes de cualquier institución, pero aquí solo era visto por unas pocas mujeres, todas ellas médicas, casadas y mucho mayores que él.

Una pequeña ventana conectaba este cuarto con la sala de autopsias, donde a veces se entregaban formularios, protocolos o algún otro material requerido desde o para el recinto principal. Seguí por el pasillo, dejé atrás la sala de Administración y llegué hasta unos estantes ubicados en la pared izquierda, en los que había todo lo necesario para el resguardo de las amenazas que nos esperaban en el inmenso salón contiguo: guantes de nitrilo de color violeta, cofias, barbijos y delantales de cuerpo entero descartables.

Mientras nos equipábamos para entrar a la sala de autopsias, el doctor Moller entró en el vestuario. Se nos acercó y sentándose en uno de los largos bancos de madera nos dijo:
—Muchachos, la autopsia que tenemos que hacer es muy peligrosa… Sé que entienden los riesgos de estar frente al cuerpo que nos espera en la cámara refrigerada... Y estaré de acuerdo si alguno de los dos me dice que no quiere participar.

Nos miró alternativamente a ambos, descruzó las manos y las puso sobre sus rodillas.

—La apertura del cráneo dejámela a mí, que es lo más peligroso —me dijo Dante.
—Por supuesto —le respondí, colocándome el segundo par de guantes de látex.
—¿Vienen los dos entonces? —preguntó el doctor, visiblemente contento.
—Empecemos —dijo Dante.



lunes, 15 de julio de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/13





Miguel Angel Molfino


SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
13° Entrega
RESUMEN:  Al repeler el ataque de los chinos, un disparo fortuito del Magnum de Fariña deja fuera de combate a los agresores. El grupo del Yuppie decide reubicar a Fariña en vista de que la mafia china está tras sus pasos aunque, en realidad, está buscando a Billy Jensen. Lo alojan en un lujoso piso de un rascacielos frente al mar. En un momento dado, revelan a Leo Fariña quiénes son ellos y por qué lo protegen.

-      ¿Ya le dijiste que somos del FBI? - Dijo Benita.
El Yuppie me miró y se recostó en el sillón vanguardista. Yo traté de evaporarme pero mis moléculas lo impidieron. ¡ El FBI en acción!, recordé, canal 7, blanco y negro, tomando Toddy con pan con manteca. Me convidó otro cigarrillo, me lo prendió con su encendedor de plata y empezó a hablar:
-      Yo no soy Damián Otarduy, soy Tony, me podés decir Tony. Soy argentino pero vivo en Estados Unidos desde los 5 años…Ella, Benita, Quebrantahuesos, el Condy (el flaco de la guayabera) y Elaine, somos del Bureau y trabajamos encubiertos en la “Operación Buda”…
Me mostró su placa dorada del FBI. Yo puse mi mejor cara de “what”.
-      Los dos gringos que acaban de llegar son de la ATF, los de Alcohol, Armas de Fuego y Explosivos. Y todos nosotros estamos detrás de Billy Jensen.
Caray, había sido que  Billy tenía más amigos que Roberto Carlos. Fumé con fruición  una larga pitada, tosí y empecé a comprender en qué sopa y entre qué fideos me encontraba flotando.
-      Pero…¿a qué juego yo?- seguí tosiendo.
-      Calma, calma –pidió Tony-
El ahora Tony se levantó del sillón y me invitó a que lo siguiera. En otra habitación, enorme, llena de juguetes de plástico en el piso, móviles de mariposas, un payaso inflable a escala humana, una cama-cucheta azul con estrellitas, dos M16 recargados en la pared, un AK47, un cajón de gelamón (DANGER),sobre el que Quebrantahuesos miraba alelado, videos de sus propios combates como luchador. Sobre una pared se desplegaba un mapamundi acribillado a alfileres rojos, amarillos y azules. Cuando nos vio llegar, el urso volteó y dijo: Apúrense que la comida casi está lista.
El niño que habitaba esa habitación estaría sobre estimulado. O todo era camouflage.
Acompañado por Benita y los dos de ATF, Tony describió las actividades de la mafia Xuén Zhán, el operador más grande de heroína y armas del Triángulo de Oro formado por Myanmar, Tailandia y Laos. El cuartel central radicaba en la populosa Phnom Penh, teniendo como autopista principal los meandros selváticos del río Mekong. Una de sus sucursales más importantes quedaba en Puerto del Este, Paraguay.
Mientras escuchaba, me sentía lejano, como si el amigo Tony me estuviera contando, una vez más, Pelotón de Oliver Stone. ¿Jensen en la selva indochina como el tremendo Kurz de Apocalipsis Now.? Inimaginable, inverosímil, increíble. En las calles, el sol había resucitado caluroso. Se notaba por los esfuerzos que hacían  los aire acondicionados. Prendí otro cigarrillo.
Según parece, la mafia china trafica armas para los Cárteles de México, triangulando con una organización apodada “La Tormenta”, liderada La Barbie. Y si bien no tenemos fuerte evidencia de que sea así, los chinos están convencidos de que “La Barbie” es tu amiguito Billy Jensen.
-      ¿Billy, La Barbie? ¿De qué hablan, muchachos? Cómo se ve que no conocen a Billy, ustedes enloquecieron…- Estaba indignado, temeroso, lleno de certezas y vacío de dudas, y viceversa.
-      La Barbie se quedó con cinco millones de dólares de la Xué Zhán y ahora quiere cobrar. Armas chinas y rusas, flamantes y crocantes que se vendieron al Cartel de Sinaloa…¿vamos a comer?- Al escuchar a Tony, Quebrantahuesos de un brinco rumbeó para la cocina. Diez minutos después me estaba devorando un pollo con frijoles y arroz en compañía de Tony y la silenciosa Benita. El aroma era delicioso y almorzar entre tanto armamento le agregaba encanto. Cuando todo terminara, abriría un restorán: El AK 47.
-      ¿Y qué pitos toca Baygón en todo esto? – pregunté con la boca llena.
-      Parece que el escurridizo Jensen o La Barbie, como prefieras, a Baygón, fue su socio hasta que también lo cagó.
Silbé y se me dispararon dos o tres frijoles de la boca.
-      Quiero saber quién mató a mi hermana, si los chinos o Billy. – dijo la voz cascada de Benita.
Tony la reconvino con la mirada, le tocó una mano y prosiguió:
-      O sea, mi querido Fariña, tu amigo Billy Jensen estaría en Panamá y la mitad más uno del planeta lo está persiguiendo.
-      Insisto, ¿qué carajos tengo yo que ver en éso? –mi impaciencia me iba empujando al llanto, dados los jugadores que estaban en la cancha.
Tony se limpió la boca con la servilleta, sonrió y me dijo:
-      ¿Vos nunca pescaste, Leo? ¿Viste que al final de la línea hay un anzuelo y en el anzuelo hay una mojarrita?
-      Sí…
-      Bueno, vos sos la mojarrita.
CONTINUARÁ…