lunes, 28 de octubre de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/25

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
 Entrega N° 25



RESUMEN:  Un sorpresivo ataque a sangre y fuego del ejército mexicano produce un inenarrable combate en la finca del Chapo Guzmán. La ofensiva se cobra un tendal de víctimas fatales, entre ellas Tony y Quebrantahuesos. El señor Baygón es apresado y el Chapo se fuga con varios secuaces. En la confusión, Leo Fariña alcanza a escabullirse y se oculta en un galpón poblado de containers. Es atacado por una víbora cascabel y lo salva un malherido Billy Jensen.

Luego de que Billy aplastara con una piedra a la serpiente, escuchamos  pasos muy próximos a nuestro escondite. Se oían ruidos del choque de un arma con el correaje de cuero.
-       Pa´qué buscarle más si ya nos chingamos a todos…- murmuró el soldado y se retiró lentamente del lugar. Alivio total.
A medida que pasaban las horas y caían las sombras, se escuchaba que los vehículos militares se retiraban de la hacienda. Después supimos que sólo dejaron retenes en la entrada. Un humo negro y pestilente se alzaba lejos de nuestra vista y detrás de la mansión. Eran una pira en la que estaban quemando los cadáveres. Un Auschwitz versión ejército mexicano.
 Billy dormitaba en posición fetal y sobre el suelo pelado. Su herida había dejado de sangrar; mi cuerpo experimentaba un cansancio brutal, como si me hubiera tocado acomodar los planetas en su sitio estelar para darle una mano a Dios.
La noche avanzaba fría. Si no hacía algo nos congelaríamos. Me levanté sigiloso y empecé a buscar un milagro. Pisando bosta de caballo vieja me encontré con una parva de heno y más allá, un par de mantas sucias, comidas por las ratas, y una bolsa de arpillera vacía y llena de hongos parásitos. Renuncié al asco. Desperté a Billy y lo ayudé a arrastrarse hasta meterlo en la bolsa de arpillera y cubrirlo de heno. En su duermevela murmuró gracias. Yo me tapé con las dos mantas inmundas y me introduje en el heno hasta la cintura. Afuera, los ruidos habían cesado. Y me fui durmiendo entre los aullidos lejanos de los coyotes y los chillidos de una rata canguro, un roedor saltarín que andaba por ahí.
Me desperté aterido, en posición fetal y con las ingles doloridas. El heno estaba helado y salí sacudiéndome los trapos inmundos. Olía a a gliptodonte. Apestaba. Desperté a Billy Jensen. Su educada sonrisa me dio los buenos días y lo ayudé a quitarse la bolsa de arpillera. Parecíamos dos espantapájaros tal era la cantidad de heno que nos colgaba de la ropa. La luz del alba iba repintando las sombras del tinglado. Abracé a Jensen de pura alegría: estar vivo, vivir, era una gran cosa. Lejos del tinglado, el olor a muerte quemada que expandía la pira aún humeante, ya atraía a los primeros buitres. A Jensen le dolía su flanco herido pero no era nada de cuidado. Le propuse entonces tratar de huir eludiendo el portón de entrada de la hacienda. Imaginé que hacia el sudeste y partiendo en dos el desierto, una carretera nos estaba esperando.
Me conseguí sendos sombreros (el sol, en poco tiempo más, derretiría la tierra) y le obligué a Billy a que se calzara un par de botas. Su aspecto era delirante: llevaba un desgarrado pijama de seda rosa manchado de sangre y sus huesudos pies al aire. Con un sombrero gris y botas vaqueras se puso en marcha abriendo camino. Yo cargaba un M-19 y una pistola Strizh rusa, 9 mm. con 30 plomos en bodega. Nunca había visto una excepto en la revista Guns, y era una belleza. Su anterior dueño tachonó de rubíes la culata. Una paquetería.
Caminamos sin sobresaltos aunque el agua era escasa. Cada tanto una aguada mezquina nos convidaba su líquido barroso. Habíamos decidido dejar de lado el ítem hambre y reemplazarlo por la frase sigamos que ya llegamos. No era fácil, si bien el día era nublado, la resolana bajaba como una lluvia de luz incandescente. Avistamos la carretera que había imaginado poco antes de que se escondiera el sol. Billy Jensen cayó de rodillas y lloró mirando al cielo. Estaba al borde de sus fuerzas. Lo arrastré hasta el borde del pavimento. Me miraba con la dicha de quien acaba de recibir un Lamborghini de regalo. Yo me desparramé entre los pastos y un segundo después, me levanté poniendo en marcha mi sistema de alarma temprana. O sea, paré la oreja. Las armas, es cierto, me daban una pinta muy heavy: las dejé sobre el pasto y me puse rodilla en tierra.
El calor había cedido, Billy dormitaba y metros más allá del pavimento, un coyote altivo, con las orejas paradas, me escrutaba inmóvil. Pensé en el sabor de la carne del coyote, el hambre es mal consejero. Pareció leerme la mente, pegó un brinco, giró y se marchó al trote volteando su cabeza y echándome miradas de reproche.
La vieja camioneta Pontiac se detuvo cuando nos vio dormidos junto a la ruta. La noche estaba llegando entre fulgores rojos y negros, estaba fresco y como me tomó de sorpresa el pistoneo del motor, empuñé la Strizh y encañoné al pobre tipo que la conducía. Pude distinguir que la pick up había sido roja alguna vez y que el hombre había sido joven no muchos años atrás. Me miraba con los brazos en alto, sonriendo como un Papa, mestizo y bajo. Usaba un sombrero grande de paja, Cuando distinguió en la penumbra a Billy, lanzó una carcajadita educada. ¡Pijama!, exclamó. Yo también me reí con ganas y guardé el arma en mi cintura.
Billy le explicó que habíamos sido atacados por una patrulla del ejército mientras dormíamos. De allí el pijama, adujo y me miró como jactándose de su ingenio. El ejército, en todo el norte mexicano, era más temido que los Carteles de la droga. Los atropellos, asesinatos y desapariciones de lugareños ponía a los militares en lo más alto de la pirámide carnívora.
Sin pensarlo más, el paisano nos acostó en el piso de la caja de la Pontiac, nos tapó con dos lonas y me pasó el M-19 y la pistola. Nos sacaría de Badiraguato y nos alojaría en Pericos, su pueblito. Y de allí, a Culiacán, capital de Sinaloa. Cuando arrancó la camioneta, un helicóptero nos sobrevoló y se hundió en el horizonte.
¡Me llamo Mónico Mejía Arenas y yo solito me chingo a esos militares hijos de la chingada! ¡Viva Sinaloa, cabrones!–escuchamos que gritó nuestro chofer y tras cartón, abrió fuego con un arma corta. Mónico Mejía Arenas se puso a cantar, a los gritos y nos relajó de tanta tensión, mientras la marejada de la noche nos cubría por completo. Cantaba:
“La gente de Sinaloa/anota su primer gol/a la nueva presidencia/y al señor Vicente Fox/ no se les dio a los gringos/ hacerle la extradición/ la fuga estaba planeada / sin riesgo de fracasar./ Así trabajan los grandes/ como el Chapito Guzmán…”
El viento se fue llenando de disparos pero ya eran los truenos. La tormenta estaba sobre nosotros. Iba a llover. Y Mónico seguía cantándole el narcorrido al Chapo, su patrono protector.




lunes, 21 de octubre de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/24

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 24
RESUMEN:  La narcofiesta en el rancho de El Chapo Guzmán se ve interrumpida por la llegada de un helicóptero de la marina mexicana. Sorpresivamente, de la nave desciende Billy Jensen custodiado por Tony y Quebrantahuesos. Leo Fariña lo saluda desde lejos. Jensen es llevado al interior de la mansión. Se arma una reunión que, al parecer, estaba planificada. Rato después, llega, rumboso, un grupo de la mafia china que también se une al cónclave. El Chapo, que lo lidera, echa a Leo Fariña y éste vuelve al jolgorio narco. Empero, algo lo ensombrecerá.

Surgiendo de la nada y en vuelo rasante, dos aviones Super Tucano A-29 astillaron el cielo. Tenían las insignias del ejército mexicano. Se alejaron y luego, enfilando sus trompas hacia el rancho, se descolgaron con un gemido atronador hasta que abrieron fuego con sus ametralladoras. Todos salimos disparados tratando de eludir la fila de proyectiles que se incrustaban en la tierra persiguiéndonos y levantando polvito. Ví caer a tres sicarios, uno con su inútil Colt dorado en mano. La orquesta corría campo traviesa. Me parapeté detrás de un aljibe que ya tenía escondidos a seis tipos desorbitados, muertos de miedo. El impacto de las balas contra el aljibe levantaba una cortina de polvo de cal y pedazos de ladrillos que llevaba a pensar que nuestro refugio no duraría mucho más en pie. Me paré, me llegué hasta un galpón de chapa gruesa y me zambullí detrás de unos containers. Recién allí alcancé a escuchar el griterío y los disparos, explosiones y ráfagas que, al parecer, ocurrían dentro de la mansión. Retrocediendo y con movimientos convulsos salieron tres personas por la puerta principal. Reconocí a Quebrantahuesos. Tenía el pecho ensangrentado. Los otros dos cayeron tomándose la cabeza. Desde mi distancia logré ver los enormes hoyos de sus heridas. Murieron retorciéndose. Quebrantahuesos se desplomó y murió tratando de no molestar más al mundo.
Los cazas se alejaron cielo afuera. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué sucedía en la casa del Chapo? Todos los cristales de las ventanas estaban hecho trizas y las cortinitas de encaje, desflecadas y salpicadas de sangre. Los fogonazos y el tiroteo salían de las ventanas y puertas: aquello era un infierno.
Las explosiones de las armas se fueron espaciando. Un grupo de cinco tipos salió huyendo por los fondos y subió a tres camionetas Lobo, disparaban hacia atrás aunque ya nadie respondía su fuego. Creí reconocer al Chapo Guzmán subiendo al vehículo estacionado en el medio. Llevaba un “cuerno de chivo” en su mano. Las tres camionetas salieron arando el pasto sin dejar de disparar. Pensé en Baygón, en Billy Jensen y en Elaine: estaban adentro de esa ratonera mortal. Uno de los chinos saltó por una de las ventanas, dio unos pasos y se derrumbó muerto. Desde mi perspectiva no podía entender la confusa batalla hasta que vi saliendo a un par de soldados de élite mexicanos arreando a Baygón. Cojeaba, llevaba las manos en alto y sangraba de un oído. La mansión, en pocos segundos, se vio rodeada de jeeps y carriers militares. Era una operación del ejército mexicano. Gritos y disparos al aire hacían temblar el final de la tarde. Una veintena de cuerpos, los alegres sicarios bailarines, se veían dispersos, muertos por la metralla de los aviones, con sus coloridas botas puestas y sus armas recamadas en oro. El humo aumentaba el calor reinante y ensombrecía la visión de la vivienda. En cualquier momento se acercarían hasta los containers, me hallarían y no me creerían un ápice de mi atrabiliaria odisea. Y tendrían toda la razón del mundo. Yo mismo no la podía creer.
Vi cuando sacaban el cuerpo acribillado de Tony en una sábana. ¿Billy habría muerto en el interior de la casa? En algún punto, todo aquello me lastimaba el corazón. Había vivido horas intensas y delirantes con la gente de Baygón; incluso, llegué a sentirme protegido por la banda. Decidí escaparme. El problema era hacia dónde. Tenía entendido que me rodeaba el desierto y dentro de tres, cuatro horas, la noche caería sin tregua. Y las temperaturas bajaban hasta los cinco grados bajo cero. Yo seguía vestido como un abogado caro aunque el traje se veía entalcado por la tierra suelta. O sea, moriría de hipotermia en menos de cuarenta minutos y los coyotes tendrían su cena medio dura pero bien conservada.
Los milicos iban y venían recogiendo armas o llevando a los camiones a los miembros de “Los Coyotes del Norte” mientras plañían y lloriqueaban, asustados. También traían heridos y me llamó la atención la brutalidad con la que los trataban. A mi indignación le sumé un inmenso miedo: esos tipos, si me agarraban, me cortarían en rodajas.
Fue cuando escuché el ruidito, parecía hecho por un juguete, un sonajero o algo así. Giré la cabeza y la vi. Era una víbora cascabel. Me observaba con sus ojos de piedra negra, movía su lenguita a una velocidad asombrosa, tiesa, tal vez, calculando el momento de atacar. Tragué saliva y busqué con la vista algún palo, fierro, algo que me sirviera para defenderme. Localicé el mango de un hacha. Sin hacha pero, algo era algo. Estiré el brazo para tomarlo y la cascabel irguió su cuello amarillo y negro y adelantó la cabeza. Metía miedo. Quedé paralizado, con el brazo extendido. Hizo sonar su cascabel, abrió la boca, adelantó sus colmillos y escupió veneno. Retrocedí. Un escalofrío metálico me cruzó la espalda, trastabillé y en ese descuido, la cascabel asestó su ataque. Sus colmillos rompieron la tela del pantalón pero no me tocaron. Yo me hallaba semicaído y por un instante quedé a merced de la serpiente. Ensanchó los carrillos, emitió un silbido, hizo sonar su cascabel, abrió la boca desmedidamente exhibiendo los largos y mortales colmillos. Y cuando se abalanzaba sobre mi pierna, una pesada piedra le aplastó la cabeza.
Levanté la vista y tambaléandose, con su pijama de seda empapado de sangre, allí estaba Billy Jensen. Había llegado como pudo y cayó de rodillas. Se lo veía bastante entero a pesar de una herida sangrante cerca de la cintura.  Me pidió silencio con un gesto y se escucharon los chirridos del cuero de unos borceguíes.

CONTINUARÁ…







lunes, 14 de octubre de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/23

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 23

RESUMEN: Baygón, el alemán Ritter y Fariña llegan a un rancho propiedad del Chapo Guzmán, en Sinaloa. Allí se desarrolla una fiesta, en la que el tequila, el calor del desierto y la música norteña van creando un clima de progresiva tensión. Leo se da cuenta que allí no se celebrará ninguna boda y siente que la muerte flota como un gas venenoso en el ambiente. Hasta que se produce una alteración brusca del adormilado festejo.

Tras los guardias, empezaron a correr los sicarios enfiestados y se deshilachó la música hasta apagarse. El jadeo potente de un helicóptero se fue asentado al parecer a pocos metros del tinglado. Cuando me asomé, la polvareda apenas dejaba ver en el fuselaje las insignias de la infantería de marina mexicana. Era de locos ese licuado de infantes de marina con narcos. Rápidamente la nave fue rodeada por un grupo de tipos armados con M-16, uniformado de negro y con pasamontañas. Bajó del helicóptero un tipo flaco, arrogante y en pijamas. Lo acompañaban Tony, Benita y Quebrantahuesos. El tipo del pijama me saludó con una mano triste: ¡era Billy Jensen!
Lucía cansado, más delgado de lo común, y se veía muy ridículo en su pijama de seda rosa rodeado por semejante despliegue de tropas comando. No obstante, mantenía una mirada metálica y ceñuda. No lo veía desde que se autosecuestrara en aquella calle de Barracas y me había hecho correr tantos riesgos que no atinaba a discernir que sentimientos me despertaba. Me dio bronca, me saltó una bronca tana y vengativa.. Era un hijo de perra, un traidor que no hesitaba en mandar al muere a un amigo. Finalmente, lo habían atrapado y me alegró. Tal vez fuera el fin de mi calvario. Sin embargo, al verlo tan estragado en su condición de prisionero, suspendí momentáneamente el rencor.
 Lo condujeron puertas adentro de la mansión. La custodia ninja trepó en segundos al helicóptero y se alejó entre nubes de polvo, zarandeándose rumbo al cielo. Los coyotes del Norte reanudaron sus corridos y el rebaño de sicarios regresó a las mesas. Seguí fumando y tomando cerveza mientras una sensación fulera se me agolpaba en el estómago. De pronto, se asomó La Puerca.
-      Vente pa’quí, mi sangre, no seas gacho, ven –una sonrisa peligrosa se abría en su cara grisácea y poceada.
-      ¿Para qué? –me animé a preguntar. El abandonó la sonrisa.
-      Miren nomá, el pendejo comió gallo. Noo, mano, no, usté me sigue pa adentro.
Lo seguí sin chistar. Las paredes de la gran sala estaban tachonadas de armas largas, las que quieran: rusas, inglesas, israelíes, yanquis, belgas, chinas, un verdadero supermercado con olor a lubricante.
Un nuevo remolino de gente se alborotó frente a la puerta de la mansión. Alguien había arribado. Por el ruido del motor, se trataba de una camioneta grande, una Ford Lobo, por ejemplo. Voces, vozarrones, risotadas y palmadas, los perros ladraban, hubo un tiro al aire, los pasos pesados se encaminaban hacia la gran puerta de la sala. Sudado, gordo y viscoso, un chino avanzaba escoltado un metro atrás por cuatro orientales con anteojos negros. Todo muy Bruce Lee, pero yo no estaba para bromas. No tenía que ser Mandrake para intuir que se trataba de un barracuda de la Xué Zhán.
De modo que allí estábamos todos, bajo el sol de Sinaloa, a mitad de un desierto mexicano. en una vasta y refrigerada sala de paredes poluídas de armas colgadas, haciendo honor al dicho: “Dios los cría y ellos se juntan”. Sólo faltaba que arribara Hercule Poirot para desenredar tanto nudo. Entendí, de un solo golpe, que en esa reunión se jugaba el destino de Billy y tal vez el mío.
El chino viscoso saludó a los presentes con un breve cabezazo y todos respondieron del mismo modo. En mi barrio, así se sacaba a bailar a las chicas. Pero no había música. El soplido del viento pintaba el silencio suspendido sobre todo el rancho. Afuera La Parca meditaba entre los remolinos de polvo, clavando sus cuencas huecas en cada uno de los cristianos allí reunidos por los dólares, las armas y la cocaína. De pronto, como si hubieran echado una moneda en una rockola, brotó la música y el bochinche.
Ritter presentó como “mister Q” al representante de la Xué Zhán. Éste levantó un dedo y eso fue todo su saludo. Un tipo hiperkinético, sin duda. Nos sentamos todos. Mi sentaron en un crujiente equipal, sillón de esteras y cuero fabricado en Jalisco, casi en el centro de la escena. No duré mucho.
Debajo de una gorrita beisbolera de Los Tomateros de Culiacán, reapareció un Chapo resplandeciente y seguro de ser, por lejos, el más pesado de esa cumbre. Se dejó caer en un gran sillón de cuero. Parecía un enano con los pies colgando: echaba humo de un puro dominicano. Al descubrirme entre los presentes, dijo:
-      ¡Qué onda con este güero! ¡Sáquenlo ahorita mismo! – Su dedito se veía enojado.
Me acompañó hasta la puerta Elaine la creativa. Nunca la había visto seria, preocupada. Me dejó bajo el sol y entre el alcohol bullicioso que circulaba debajo del tinglado. Caminé hasta la mesa en la que habíamos estado sentados, prendí un nuevo cigarrillo, sentí la boca asfaltada por la nicotina: un asco. La música continuaba ya como pesadilla, los tipos bailaban poseídos por el tequila y la cocaína, entre el creciente sopor de la tarde. Me dolía el cuerpo y tenía miedo, mucho. Y estaba harto.
Si hubiera imaginado lo que sucedería en los próximos quince segundos hubiera empezado, en vez de sentarme, a rajar como el Correcaminos.

CONTINUARÁ…






lunes, 7 de octubre de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/22

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 22
RESUMEN: Los ajetreados días de Leo Fariña parecen no tener fin. La gente de Baygón, tras el breve tiroteo en el Hotel Condesa, lo lleva hasta un banco de inversión ubicado en un importante rascacielo y allí, oh sorpresa, le presentan al famoso Chapo Guzmán, el más temido barón de la droga de México. Insólitamente, Baygón invita a Leo a una boda de la cuñada del Chapo en Sinaloa. De inmediato, parten rumbo al norte en un helicóptero militar y custodiados por infantes de marina (sic).

Al caer la tarde llegamos a una hacienda llamada “Las Tinajas”, en Badiraguato, Sinaloa, región de la que es oriundo el Chapo Guzmán. Un polvoriento calor  y un viento enrojecido avisaban de la cercanía del desierto. Desde que atravesamos la entrada –un arco de medio punto de piedra parda y negra- fuimos recorriendo un camino asfaltado, erizado de guardias armados bajo las sombras escasas de los árboles. Al final del mismo nos aguardaba una mansión rodeada de autos carísimos y camionetas 4x4. Se escuchaban rancheras, detonaciones y gritos de júbilo. Un auténtico nido de narcos mexicanos, no lo podía creer.
El mismísimo Chapo nos recibió aunque en realidad fue al encuentro de Baygón y Ritter. A mí me miró con sus ojos de ciénaga y sonrió. Nos palparon de armas y nos sentaron a una mesa circular con manteles de papel colorinche. Nos sirvieron tequilas y rociaron la mesa de botellas de cerveza. La orquesta –alcancé a oir- eran “Los coyotes del Norte”, una banda de doce músicos vestidos con ropas vaqueras brillosas, amarillas y rojas. Parecían clones: morenos de naríz aguileña y bigotes, bajo las alas de sombreros texanos. El sol pegaba de costado y coloreaba de anaranjado  el aire caliente bajo el tinglado. Habría unos treinta tipos, todos armados con sus enormes Colt 45 dorados. Pero no había una sola mujer ni torta de bodas ni nada que indicara que allí se celebraría un casamiento. Prendí un cigarrillo, me cobijé en mi anonimato y pensé que si nadie se casaría, para qué demonios me trajeron hasta este santuario por el que la DEA daría la mitad del oro de Fort Knox. Tenía miedo, curiosidad, vértigo y dolor de cabeza. Se nos acercó un joven de tez grisácea y trabajada por la viruela, vestía ropas de charro y exhibía dos bellos Colt plateados de cachas de oro, colgando de un cinturón repujado con piedras preciosas. Traduje esos diminutos destellos a gramos de cocaína.
-       Ahorita les sirven la carne, amigos. Verán qué se come en Sinaloa, puritita carne de jabalí de Cacaxtla – Poseía una sonrisa blanca, pareja y maligna.
Baygón y Ritter charlaban entre sí ajenos siempre a mi presencia. Tal vez ya estaba muerto y que se sepa, a los muertos no se les habla. Tomé un trago de tequila y me ardieron hasta las uñas. Me zampé el resto como venía y el charro gris exclamó:
-       ¡Órale, cabrón! ¡Qué huevos tienes, pinche argentino! –y me sacudió un manotazo en la espalda.
Al rato me comentaron que le había caído en gracia a Santiago Orozco Loaeza, popularmente conocido como “La Puerca”, un sanguinario sicario que se había ganado el mote destazando rivales como puercos o chanchos.
Los corridos se sucedían, las letras cantaban hazañas del Chapo y, medio borrachos, algunos de sus muchachos se habían lanzado a  bailar a la pista entre ellos, a los gritos, golpes y algún que otro disparo al aire. Yo fumaba un cigarrillo tras otro y sudaba eliminando las cervezas que iba tomando mientras percibía que la viril fiesta juntaba lava y gases como un volcán a punto de reventar. El cóctel de tequila y calor también le ponían pólvora al guateque.
No probé bocado del jabalí, toda mi energía estaba enfocada a observar hasta los mínimos detalles de la peligrosa juerga, husmeando los cambios de ánimo y bajando el volumen de mis latidos: quería estar atento al momento en que se presentara la Muerte, para cualquiera de nosotros y, no estoy hablando de paranoia alguna pues se olía con gradual intensidad, el perfume de la tragedia. Algo iba a pasar y lo que fuera no era nada bueno.
Me sumí en un estado fugaz de contrición, me pregunté si había vivido a gusto y pensé que, mal o bien, había sacado un honroso empate. No era hora para lamentos, no sé por qué imaginé que las balas duelen menos cuando entran a un cuerpo satisfecho. Es cierto, no había tenido hijos pero, al menos, le dí de comer caviar, un par de veces, a mi corazón. Sólo esperaba con alguna ilusión asistir al show de luces que tantos vieron al final del camino. No sé para qué si después de atravesar la malla del resplandor, uno se funde en esa blancura para siempre. Es lo que uno ve en las películas. Después, como si todo fuera tan fácil, cuando todo haya pasado, bajan los créditos:
Starring:
Leo Fariña………… Leonardo Fariña
Etc., etc., etc.
Reparé en que Baygón y Ritter habían dejado la mesa y no se los veía por ningún lado. Prendí otro cigarrillo, suspiré, tomé un trago medio tibio de cerveza y eché una mirada sobre la misteriosa fiesta. Los bailarines habían levantado una cortina de polvo con los tacones de sus botas vaqueras. Los escuchaba gritar y escuchaba los corridos como lejanos,  en sordina, los fogonazos de los Colt 45 parecían banderitas de fuego y humo que desaparecían. Había algo final y funambulesco en esa juerga, como si la mano de Goya la estuviera dibujando. La inminencia cargaba el aire caliente, tomé la botella de tequila y me serví. Fue entonces cuando se escucharon las transmisiones de los Handy y unos tres guardias corrieron fuera de la escena acarreando sus AK 47.
CONTINUARÁ…