Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 23
RESUMEN: Baygón, el
alemán Ritter y Fariña llegan a un rancho propiedad del Chapo Guzmán, en
Sinaloa. Allí se desarrolla una fiesta, en la que el tequila, el calor del
desierto y la música norteña van creando un clima de progresiva tensión. Leo se
da cuenta que allí no se celebrará ninguna boda y siente que la muerte flota
como un gas venenoso en el ambiente. Hasta que se produce una alteración brusca
del adormilado festejo.
Tras los guardias, empezaron a correr los sicarios
enfiestados y se deshilachó la música hasta apagarse. El jadeo potente de un
helicóptero se fue asentado al parecer a pocos metros del tinglado. Cuando me
asomé, la polvareda apenas dejaba ver en el fuselaje las insignias de la infantería
de marina mexicana. Era de locos ese licuado de infantes de marina con narcos. Rápidamente
la nave fue rodeada por un grupo de tipos armados con M-16, uniformado de negro
y con pasamontañas. Bajó del helicóptero un tipo flaco, arrogante y en pijamas.
Lo acompañaban Tony, Benita y Quebrantahuesos.
El tipo del pijama me saludó con una mano triste: ¡era Billy Jensen!
Lucía cansado, más delgado de lo común, y se veía
muy ridículo en su pijama de seda rosa rodeado por semejante despliegue de
tropas comando. No obstante, mantenía una mirada metálica y ceñuda. No lo veía
desde que se autosecuestrara en aquella calle de Barracas y me había hecho
correr tantos riesgos que no atinaba a discernir que sentimientos me
despertaba. Me dio bronca, me saltó una bronca tana y vengativa.. Era un hijo
de perra, un traidor que no hesitaba en mandar al muere a un amigo. Finalmente,
lo habían atrapado y me alegró. Tal vez fuera el fin de mi calvario. Sin
embargo, al verlo tan estragado en su condición de prisionero, suspendí
momentáneamente el rencor.
Lo condujeron
puertas adentro de la mansión. La custodia ninja trepó en segundos al
helicóptero y se alejó entre nubes de polvo, zarandeándose rumbo al cielo. Los
coyotes del Norte reanudaron sus corridos y el rebaño de sicarios regresó a las
mesas. Seguí fumando y tomando cerveza mientras una sensación fulera se me
agolpaba en el estómago. De pronto, se asomó La Puerca.
-
Vente pa’quí, mi sangre, no seas gacho,
ven –una sonrisa peligrosa se abría en su cara grisácea y poceada.
-
¿Para qué? –me animé a preguntar. El
abandonó la sonrisa.
-
Miren nomá, el pendejo comió gallo.
Noo, mano, no, usté me sigue pa adentro.
Lo seguí sin chistar. Las paredes de la gran sala
estaban tachonadas de armas largas, las que quieran: rusas, inglesas,
israelíes, yanquis, belgas, chinas, un verdadero supermercado con olor a
lubricante.
Un nuevo remolino de gente se alborotó frente a la
puerta de la mansión. Alguien había arribado. Por el ruido del motor, se
trataba de una camioneta grande, una Ford Lobo, por ejemplo. Voces, vozarrones,
risotadas y palmadas, los perros ladraban, hubo un tiro al aire, los pasos
pesados se encaminaban hacia la gran puerta de la sala. Sudado, gordo y
viscoso, un chino avanzaba escoltado un metro atrás por cuatro orientales con
anteojos negros. Todo muy Bruce Lee, pero yo no estaba para bromas. No tenía
que ser Mandrake para intuir que se trataba de un barracuda de la Xué Zhán.
De modo que allí estábamos todos, bajo el sol de
Sinaloa, a mitad de un desierto mexicano. en una vasta y refrigerada sala de
paredes poluídas de armas colgadas, haciendo honor al dicho: “Dios los cría y
ellos se juntan”. Sólo faltaba que arribara Hercule Poirot para desenredar
tanto nudo. Entendí, de un solo golpe, que en esa reunión se jugaba el destino
de Billy y tal vez el mío.
El chino viscoso saludó a los presentes con un
breve cabezazo y todos respondieron del mismo modo. En mi barrio, así se sacaba
a bailar a las chicas. Pero no había música. El soplido del viento pintaba el
silencio suspendido sobre todo el rancho. Afuera La Parca meditaba entre los
remolinos de polvo, clavando sus cuencas huecas en cada uno de los cristianos
allí reunidos por los dólares, las armas y la cocaína. De pronto, como si
hubieran echado una moneda en una rockola, brotó la música y el bochinche.
Ritter presentó como “mister Q” al representante de
la Xué Zhán. Éste levantó un dedo y eso fue todo su saludo. Un tipo
hiperkinético, sin duda. Nos sentamos todos. Mi sentaron en un crujiente equipal, sillón de esteras y cuero
fabricado en Jalisco, casi en el centro de la escena. No duré mucho.
Debajo de una gorrita beisbolera de Los Tomateros de Culiacán, reapareció un
Chapo resplandeciente y seguro de ser, por lejos, el más pesado de esa cumbre.
Se dejó caer en un gran sillón de cuero. Parecía un enano con los pies
colgando: echaba humo de un puro dominicano. Al descubrirme entre los
presentes, dijo:
-
¡Qué onda con este güero! ¡Sáquenlo ahorita
mismo! – Su dedito se veía enojado.
Me acompañó hasta la puerta Elaine la creativa.
Nunca la había visto seria, preocupada. Me dejó bajo el sol y entre el alcohol
bullicioso que circulaba debajo del tinglado. Caminé hasta la mesa en la que
habíamos estado sentados, prendí un nuevo cigarrillo, sentí la boca asfaltada
por la nicotina: un asco. La música continuaba ya como pesadilla, los tipos
bailaban poseídos por el tequila y la cocaína, entre el creciente sopor de la
tarde. Me dolía el cuerpo y tenía miedo, mucho. Y estaba harto.
Si hubiera imaginado lo que sucedería en los
próximos quince segundos hubiera empezado, en vez de sentarme, a rajar como el
Correcaminos.
CONTINUARÁ…
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