Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 22
RESUMEN: Los
ajetreados días de Leo Fariña parecen no tener fin. La gente de Baygón, tras el
breve tiroteo en el Hotel Condesa, lo lleva hasta un banco de inversión ubicado
en un importante rascacielo y allí, oh sorpresa, le presentan al famoso Chapo
Guzmán, el más temido barón de la droga de México. Insólitamente, Baygón invita
a Leo a una boda de la cuñada del Chapo en Sinaloa. De inmediato, parten rumbo
al norte en un helicóptero militar y custodiados por infantes de marina (sic).
Al caer la tarde llegamos a una hacienda llamada
“Las Tinajas”, en Badiraguato, Sinaloa, región de la que es oriundo el Chapo
Guzmán. Un polvoriento calor y un viento
enrojecido avisaban de la cercanía del desierto. Desde que atravesamos la
entrada –un arco de medio punto de piedra parda y negra- fuimos recorriendo un
camino asfaltado, erizado de guardias armados bajo las sombras escasas de los
árboles. Al final del mismo nos aguardaba una mansión rodeada de autos
carísimos y camionetas 4x4. Se escuchaban rancheras, detonaciones y gritos de
júbilo. Un auténtico nido de narcos mexicanos, no lo podía creer.
El mismísimo Chapo nos recibió aunque en realidad
fue al encuentro de Baygón y Ritter. A mí me miró con sus ojos de ciénaga y
sonrió. Nos palparon de armas y nos sentaron a una mesa circular con manteles
de papel colorinche. Nos sirvieron tequilas y rociaron la mesa de botellas de
cerveza. La orquesta –alcancé a oir- eran “Los coyotes del Norte”, una banda de
doce músicos vestidos con ropas vaqueras brillosas, amarillas y rojas. Parecían
clones: morenos de naríz aguileña y bigotes, bajo las alas de sombreros
texanos. El sol pegaba de costado y coloreaba de anaranjado el aire caliente bajo el tinglado. Habría unos
treinta tipos, todos armados con sus enormes Colt 45 dorados. Pero no había una
sola mujer ni torta de bodas ni nada que indicara que allí se celebraría un
casamiento. Prendí un cigarrillo, me cobijé en mi anonimato y pensé que si nadie
se casaría, para qué demonios me trajeron hasta este santuario por el que la
DEA daría la mitad del oro de Fort Knox. Tenía miedo, curiosidad, vértigo y
dolor de cabeza. Se nos acercó un joven de tez grisácea y trabajada por la
viruela, vestía ropas de charro y exhibía dos bellos Colt plateados de cachas
de oro, colgando de un cinturón repujado con piedras preciosas. Traduje esos
diminutos destellos a gramos de cocaína.
-
Ahorita les sirven la carne, amigos.
Verán qué se come en Sinaloa, puritita carne de jabalí de Cacaxtla – Poseía una
sonrisa blanca, pareja y maligna.
Baygón y Ritter charlaban entre sí ajenos siempre a
mi presencia. Tal vez ya estaba muerto y que se sepa, a los muertos no se les
habla. Tomé un trago de tequila y me ardieron hasta las uñas. Me zampé el resto
como venía y el charro gris exclamó:
-
¡Órale, cabrón! ¡Qué huevos tienes,
pinche argentino! –y me sacudió un manotazo en la espalda.
Al rato me comentaron que le había caído en gracia
a Santiago Orozco Loaeza, popularmente conocido como “La Puerca”, un
sanguinario sicario que se había ganado el mote destazando rivales como puercos
o chanchos.
Los corridos se sucedían, las letras cantaban
hazañas del Chapo y, medio borrachos, algunos de sus muchachos se habían
lanzado a bailar a la pista entre ellos,
a los gritos, golpes y algún que otro disparo al aire. Yo fumaba un cigarrillo
tras otro y sudaba eliminando las cervezas que iba tomando mientras percibía
que la viril fiesta juntaba lava y gases como un volcán a punto de reventar. El
cóctel de tequila y calor también le ponían pólvora al guateque.
No probé bocado del jabalí, toda mi energía estaba
enfocada a observar hasta los mínimos detalles de la peligrosa juerga,
husmeando los cambios de ánimo y bajando el volumen de mis latidos: quería
estar atento al momento en que se presentara la Muerte, para cualquiera de
nosotros y, no estoy hablando de paranoia alguna pues se olía con gradual
intensidad, el perfume de la tragedia. Algo iba a pasar y lo que fuera no era
nada bueno.
Me sumí en un estado fugaz de contrición, me pregunté
si había vivido a gusto y pensé que, mal o bien, había sacado un honroso
empate. No era hora para lamentos, no sé por qué imaginé que las balas duelen
menos cuando entran a un cuerpo satisfecho. Es cierto, no había tenido hijos
pero, al menos, le dí de comer caviar, un par de veces, a mi corazón. Sólo
esperaba con alguna ilusión asistir al show de luces que tantos vieron al final
del camino. No sé para qué si después de atravesar la malla del resplandor, uno
se funde en esa blancura para siempre. Es lo que uno ve en las películas.
Después, como si todo fuera tan fácil, cuando todo haya pasado, bajan los
créditos:
Starring:
Leo
Fariña………… Leonardo Fariña
Etc., etc., etc.
Reparé en que Baygón y Ritter habían dejado la mesa
y no se los veía por ningún lado. Prendí otro cigarrillo, suspiré, tomé un
trago medio tibio de cerveza y eché una mirada sobre la misteriosa fiesta. Los
bailarines habían levantado una cortina de polvo con los tacones de sus botas vaqueras.
Los escuchaba gritar y escuchaba los corridos como lejanos, en sordina, los fogonazos de los Colt 45
parecían banderitas de fuego y humo que desaparecían. Había algo final y
funambulesco en esa juerga, como si la mano de Goya la estuviera dibujando. La
inminencia cargaba el aire caliente, tomé la botella de tequila y me serví. Fue
entonces cuando se escucharon las transmisiones de los Handy y unos tres guardias corrieron fuera de la escena acarreando
sus AK 47.
CONTINUARÁ…
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