Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 21
RESUMEN: Leo
Fariña vive tensas horas de espera. La trampa tendida por Baygón aparentemente
no funciona. Fariña ,para aflojar un poco la presión, pasea por la coqueta Colonia Condesa. Se siente cuidado por los hombres del
gangster con apodo de insecticida. Hasta que es visitado por un hombre flaco y
narigón que le pide que se tranquilice, que su amigo Billy Jensen vela por su
seguridad. Se retira el raro personaje y regresa al instante porque se desata
un breve tiroteo.
Cuando ingresó al lobby, un balazo le voló el sombrero y me miró como si recién se hubiera
despertado. Me empujó, me tomó del cuello y me fue llevando a la rastra
usándome como escudo. Ví cuando la automática (la había apoyado sobre mi
hombro) retrocedía y vomitaba fuego. Quedé sordo, oí voces apagadas y pasos. En
la recepción, sobre la boiserie de
cedro lustrado, se podía leer “Berg &
Gülden Business Banking” en grandes letras corpóreas. Dos muchachas rubias
y frías como las paredes marfil, atendían llamadas en inglés. Entendí que mi
vida se había transformado en un juego sin pies ni cabeza y que el premio mayor
era la Muerte.
La doble
puerta se abrió y entraron Baygón, Elaine la Creativa, un cincuentón en camisa,
corbata y tiradores con aspecto de alemán (reconocí al rubio medio albino del
Volvo) y un tipo calvo y huesudo vestido de negro. Con un gesto, Baygón me
señaló que me sentara a la mesa. Los recién llegados se ubicaron exactamente al
frente.
Cuchichearon entre sí, Baygón oprimió un botón del
pequeño tablero de comandos que estaba sobre la mesa y dijo: Que pase.
La doble puerta volvió a abrirse y entró un petiso
de pelo teñido de rubio. Traía una chaqueta dorada de cuero de víbora, botas
rojas y un sombrero texano color blanco en una de sus manos. El circo era
inacabable. Todos se pusieron de pie y se sentaron una vez que el tipejo y su
traje de luces se acomodaron en una silla. Calculé que las patitas le flotaban
lejos del piso. En la mano derecha tenía un tatuaje de un hombrecito con
sombrero texano. Después supe que se trataba de Malverde, el santo patrón de
los narcos.
-
Fariña, le presento al señor Chapo
Guzmán Loera, nuestro socio del Cártel de Sinaloa – se ufanó Baygón.
Me estremecí. Era el máximo capo de la droga en
México, una leyenda, y debía más muertes que la bomba de Hiroshima. Me sentí
pálido, muerto, en una morgue, en un ataúd, cayendo a una fosa de tierra, con
el cuerpo rapiñado por los coyotes del desierto. Lo saludé con un golpecito de
cabeza y una sonrisa de muñeco de yeso.
El cuate se veía simpático y me miró como si fuera
una artesanía exótica. La voz de Baygón siguió diciendo:
-
El señor Chapo nos invita a uno de sus
ranchos de Sinaloa para asistir a la boda de su cuñada. Salimos en un rato.
Fariña, el señor Chapo hace extensiva la invitación a usted…
-
¿Cómo?
-
Sí, prepárese que el helicóptero está
al llegar.- Baygón sonrió al ver mi desconcierto.
Algo andaba mal. ¿El hombre más buscado de
occidente me invitaba a la boda de su cuñada? Un escalofrío se me descolgó
desde las cervicales. Era boleta, fiambre, occiso, como le quieran llamar.
Pensé también, casi como consuelo, que en mi vida había viajado tanto como en
las últimas semanas. Mar del Plata y Villa Carlos Paz era todo lo que conocía
del planeta Tierra, si exceptuamos Venado Tuerto, pueblito en el que nací.
Una hora después me zarandeaba el viento en el
helipuerto de la Torre Mayor. Nos izó al cielo un helicóptero con insignias
militares, lo cual me confundió todavía más. Baygón, Elaine y el alemán –que
llamaban Ritter- me acompañaban conversando animadamente entre ellos. Yo no
existía. El Chapo no viajaba con nosotros, lo hacía por algún secretísimo medio
o por un agujero de gusano, vaya uno a saber.
Era evidente
la alianza entre Baygón y Guzmán Loera, y que Billy Jensen, su mexicaneada, los había unido. Yo seguía
trabajando de mojarrita, de carnada, gratis, con un pie en el más allá y el
otro, paseando por países latinoamericanos. Llegamos al aeropuerto de Toluca
bajo una fría ventolera. Mi curtido asombro volvió a pegar un brinco: el
helicóptero aterrizó muy cerca de un hangar militar y nos aguardaban infantes
de marina ataviados de combate junto a un par de Hummers camuflados. El primero
en bajar fue el tal Ritter que fue saludado con un estruendoso golpe de tacos y
una venia enfática por un teniente coronel oculto bajo una capa de betún. “Bienvenido, señor Ritter”, le dijo. Ya
en los hammers, cruzamos la pista hasta un Lear Jet civil. Allí descendimos para trepar al
pequeño avión bajo la mirada del pelotón de marines mexicanos.
Cuando se cerraba la puerta y me acomodaban en una
butaca individual, conjeturé que me encontraba en el vientre de algo más grande
y peligroso que Godzilla y King Kong juntos.
trueno del disparo por poco no me desmaya. A mis
espaldas se oían corridas, gritos y ruidos de vajillas partiéndose contra el
piso. La gente del hotel huía despavorida. Pero todo duró un par de minutos
porque el hombre
flaco se desplomó: un cachiporrazo de Quebrantahuesos lo había noqueado. Sin
solución de continuidad, fui llevado en vilo por dos de los percherones hasta
una camioneta mientras Quebrantahuesos y Tony portaban el
cuerpo inerme del hombre flaco hasta un auto que no alcancé a ver. El Volvo
plateado con Baygón y el rubio casi albino ya no estaban en su sitio.
La Torre Mayor tiene 55 pisos y yo esperaba sentado
en una amplia sala de reuniones en el piso 33. A través del cristal azulado se
veía el Paseo de la Reforma y los Bosques de Chapultepec. Y por encima, un smog
color terracota alfombraba el cielo del DF. Más allá de la doble puerta, se
oían
CONTINUARÁ…
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