lunes, 30 de septiembre de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/21

Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 21
RESUMEN: Leo Fariña vive tensas horas de espera. La trampa tendida por Baygón aparentemente no funciona. Fariña ,para aflojar un poco la presión, pasea por la coqueta  Colonia Condesa.  Se siente cuidado por los hombres del gangster con apodo de insecticida. Hasta que es visitado por un hombre flaco y narigón que le pide que se tranquilice, que su amigo Billy Jensen vela por su seguridad. Se retira el raro personaje y regresa al instante porque se desata un breve tiroteo.

Cuando ingresó al lobby, un balazo le voló el  sombrero y me miró como si recién se hubiera despertado. Me empujó, me tomó del cuello y me fue llevando a la rastra usándome como escudo. Ví cuando la automática (la había apoyado sobre mi hombro) retrocedía y vomitaba fuego. Quedé sordo, oí voces apagadas y pasos. En la recepción, sobre la boiserie de cedro lustrado, se podía leer “Berg & Gülden Business Banking” en grandes letras corpóreas. Dos muchachas rubias y frías como las paredes marfil, atendían llamadas en inglés. Entendí que mi vida se había transformado en un juego sin pies ni cabeza y que el premio mayor era la Muerte.
 La doble puerta se abrió y entraron Baygón, Elaine la Creativa, un cincuentón en camisa, corbata y tiradores con aspecto de alemán (reconocí al rubio medio albino del Volvo) y un tipo calvo y huesudo vestido de negro. Con un gesto, Baygón me señaló que me sentara a la mesa. Los recién llegados se ubicaron exactamente al frente.
Cuchichearon entre sí, Baygón oprimió un botón del pequeño tablero de comandos que estaba sobre la mesa y dijo: Que pase.
La doble puerta volvió a abrirse y entró un petiso de pelo teñido de rubio. Traía una chaqueta dorada de cuero de víbora, botas rojas y un sombrero texano color blanco en una de sus manos. El circo era inacabable. Todos se pusieron de pie y se sentaron una vez que el tipejo y su traje de luces se acomodaron en una silla. Calculé que las patitas le flotaban lejos del piso. En la mano derecha tenía un tatuaje de un hombrecito con sombrero texano. Después supe que se trataba de Malverde, el santo patrón de los narcos.
-      Fariña, le presento al señor Chapo Guzmán Loera, nuestro socio del Cártel de Sinaloa – se ufanó Baygón.
Me estremecí. Era el máximo capo de la droga en México, una leyenda, y debía más muertes que la bomba de Hiroshima. Me sentí pálido, muerto, en una morgue, en un ataúd, cayendo a una fosa de tierra, con el cuerpo rapiñado por los coyotes del desierto. Lo saludé con un golpecito de cabeza y una sonrisa de muñeco de yeso.
El cuate se veía simpático y me miró como si fuera una artesanía exótica. La voz de Baygón siguió diciendo:
-      El señor Chapo nos invita a uno de sus ranchos de Sinaloa para asistir a la boda de su cuñada. Salimos en un rato. Fariña, el señor Chapo hace extensiva la invitación a usted…
-      ¿Cómo?
-      Sí, prepárese que el helicóptero está al llegar.- Baygón sonrió al ver mi desconcierto.
Algo andaba mal. ¿El hombre más buscado de occidente me invitaba a la boda de su cuñada? Un escalofrío se me descolgó desde las cervicales. Era boleta, fiambre, occiso, como le quieran llamar. Pensé también, casi como consuelo, que en mi vida había viajado tanto como en las últimas semanas. Mar del Plata y Villa Carlos Paz era todo lo que conocía del planeta Tierra, si exceptuamos Venado Tuerto, pueblito en el que nací.
Una hora después me zarandeaba el viento en el helipuerto de la Torre Mayor. Nos izó al cielo un helicóptero con insignias militares, lo cual me confundió todavía más. Baygón, Elaine y el alemán –que llamaban Ritter- me acompañaban conversando animadamente entre ellos. Yo no existía. El Chapo no viajaba con nosotros, lo hacía por algún secretísimo medio o por un agujero de gusano, vaya uno a saber.
 Era evidente la alianza entre Baygón y Guzmán Loera, y que Billy Jensen, su mexicaneada, los había unido. Yo seguía trabajando de mojarrita, de carnada, gratis, con un pie en el más allá y el otro, paseando por países latinoamericanos. Llegamos al aeropuerto de Toluca bajo una fría ventolera. Mi curtido asombro volvió a pegar un brinco: el helicóptero aterrizó muy cerca de un hangar militar y nos aguardaban infantes de marina ataviados de combate junto a un par de Hummers camuflados. El primero en bajar fue el tal Ritter que fue saludado con un estruendoso golpe de tacos y una venia enfática por un teniente coronel oculto bajo una capa de betún. “Bienvenido, señor Ritter”, le dijo. Ya en los hammers, cruzamos la pista hasta un Lear Jet  civil. Allí descendimos para trepar al pequeño avión bajo la mirada del pelotón de marines mexicanos.
Cuando se cerraba la puerta y me acomodaban en una butaca individual, conjeturé que me encontraba en el vientre de algo más grande y peligroso que Godzilla y King Kong juntos.
trueno del disparo por poco no me desmaya. A mis espaldas se oían corridas, gritos y ruidos de vajillas partiéndose contra el piso. La gente del hotel huía despavorida. Pero todo duró un par de minutos porque el hombre
flaco se desplomó: un cachiporrazo de Quebrantahuesos lo había noqueado. Sin solución de continuidad, fui llevado en vilo por dos de los percherones hasta una camioneta  mientras Quebrantahuesos y Tony portaban el cuerpo inerme del hombre flaco hasta un auto que no alcancé a ver. El Volvo plateado con Baygón y el rubio casi albino ya no estaban en su sitio.
La Torre Mayor tiene 55 pisos y yo esperaba sentado en una amplia sala de reuniones en el piso 33. A través del cristal azulado se veía el Paseo de la Reforma y los Bosques de Chapultepec. Y por encima, un smog color terracota alfombraba el cielo del DF. Más allá de la doble puerta, se oían
CONTINUARÁ…


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