Miguel Angel Molfino
SALUDA A
LA MUERTE DE MI PARTE
Entrega N° 20
RESUMEN: Baygón ha decidido
dar un paso decisivo en la captura de Billy Jensen. Sabe que está en México y
viajan hacia el DF. En una mansión propiedad del extravagante hampón, le indica
que debe esperar a Jensen en un hotel de la Colonia Condesa y para que éste
acuda, publicará un anuncio en los diarios con un inteligente ardid. Fariña,
sin opciones, se abandona –una vez más- a su suerte.
Esa misma tarde me instalaron en el hotel, un
edificio antiguo reciclado a todo lujo, muy de avant garde. Me habían registrado como Ricardo Temple y lo que se
me estaba acabando era, precisamente, el temple. Mi nueva identidad requería
vestir con cierta formalidad puesto que yo era un magnate de los juguetes. Sólo
me faltaba interpretar a Hamlet y cartón lleno. Cuando bajé a tomar un trago en
el bar Azul, un toque mediterráneo dentro del patio colonial, y me senté bajo
una sombrilla blanca de Bacardí, me invadió un mareo preocupante y percibí que mis
piernas pesaban como si fueran de
plomo. Llamé al mozo, pedí una margarita
y le comenté mis síntomas, estaba asustado y estaba a punto de pedir auxilio a
los gritos. Me estoy infartando, pensé.
El joven sonrió y me dijo que no me preocupara, que yo estaba sintiendo los
efectos de la altura ya que México se encuentra a 2.300 metros sobre el nivel
del mar. Prendí un cigarrillo y lo apagué de inmediato, me faltaba el aire,
estaba muy apunado.
Había empezado a odiar a Billy Jensen. Me había
metido en un carnaval veneciano de violencia, balazos y muerte. Sorbía mi
margarita con fatalismo, sabía que la Parca paseaba en el gran patio entre las
presagiantes sombras de los árboles. La tarde decaía y un trío de guitarras
rompió el silencio con “Reloj no marques
las horas/ porque voy a enloquecer…” Por poco me pongo a llorar: una
andanada de melancolía y angustia me estrujó el corazón; me sentía el tipo más
solo del mundo y me puse a pensar sobre el tiempo que hacía que no amaba a una
mujer. Lo único que me faltaba. No era el momento para romanticismos, maldito
bolero. Volví a ponerme el traje de Robocop, prendí un cigarrillo y me prometí
comportarme como un verdadero macho, bancándome los mareos y sofocones de la
altura. Mañana empezaría el día D. Tal vez, me toparía cara a cara con La Barbie, con mi flamante ex amigo
Billy Jensen. Tony y uno de los percherones de Baygón tomaban jugos tropicales
y paneaban con disimulo.
Pasaron dos días y nadie se presentó al hotel en
respuesta al aviso del diario. La trampa vietnamita no funcionaba en tanto mis
nervios chisporroteaban de ansiedad y angustia. Antes y después del horario
anunciado para las entrevistas por las Barbies, salía a caminar por la colonia.
Era un barrio anegado de restoranes, bares y música callejera; la violencia
mexicana parecía suceder muy lejos de los festivos vecinos de La Condesa. Tony
y el percherón se movían casi invisibles tras mis pasos. La segunda noche de la
tensa vigilia me senté a cenar en un restorán yucateco. Después de desollarme
la boca con chile habanero, pude saborear en paz una cochinita pibil, plato digno de un Oscar. Iba por mi tercer tequila
(un Don Julio reposado, otro lujo) y el mareo que me hamacaba no era debido a
la altura. Me estaba poniendo jarra, como
dicen en México. Dos petisos rollizos con pinta de orientales cruzaron el salón
y parecían venir hacia mí. Miré deseperadamente a mis costados buscando a Tony
o a quien carajos me estuviera cuidando esa noche. Falsa alarma. Dos bonitas
morenas los aguardaban en una mesa del fondo. Esa noche, gracias al tequila,
pude dormir como una piedra lunar.
Me despertó el repiqueteo del teléfono de la
habitación. Eran las ocho y media.
-
¿Fariña? – dijo la voz de un tipo.
-
Sí, soy yo, ¿quién habla? –ahí caí en
la cuenta de que me había deschavado. Yo estaba registrado como Ricardo Temple.
-
Lo espero en el lobby, tengo Barbies para ofrecerle.
Apenas me peiné, hice un buche bucal y bajé sin
cuidar la forma de mi aspecto: parecía un modisto asustado y no el millonario
que pretendía ser.
Mirando por el vitreaux del lobby, un hombre de sombrero
de fieltro y traje gris topo me esperaba fumando. Lo hacía en una boquilla de
nácar. Me recordó a Dashiell Hammett, a
esa foto de Dash cuando lo meten esposado a un auto. Flaco, narigón y con un
débil bigote de galán. Cuando me presintió en el vano de la puerta, elástico y
alto, se puso de pie de golpe mientras sacaba su mano huesuda del bolsillo. Más
que una mano pareció que sacaba un arma. La fuerza de la costumbre, supuse..
-
Encantado señor Fariña – detrás de la
voz silbaban los bronquios. Sus dedos aferraron mi mano como una planta
carnívora. Añadió: Puede llamarme “Turco” y si usted es usted, debe
demostrármelo…Y si usted no es usted, estaríamos ante una enorme tragedia.
-
¿Cómo?
-
Sí, La
Barbie quiere que me confirme que usted es Leo Fariña…Creo que no cobró
todavía el cheque que le entregó hace un tiempo, ¿no? Su sola exhibición me
bastaría para confirmarlo…- Sacó el alfiler de oro que le sujetaba la corbata,
quitó la colilla del cigarrillo de la boquilla y me miró altivo desde su metro
noventa.
Había olvidado aquel cheque. Abrí la billetera y se
lo mostré. Estaba tan ajado que parecía haber envejecido. El tipo asintió con
un golpecito de cabeza. Me lo devolvió.
-
El jefe me manda decirle que lo tenemos
bajo vigilancia, que no tema y que confíe en él.
Dicho esto, giró y como si fuera un fantasma, flotó
hacia afuera y desapareció bajo la luz blanca, intensa del altiplano. Salí a la
calle y divisé al Volvo plateado estacionado a metros del Hotel. Desde la
ventanilla trasera me observaban Baygón y
un rubio medio albino.
Escuché un tiro, seco y cercano, y al segundo,
reapareció el flaco en el lobby, agitado y pálido. Traía una automática en su
mano.
Continuará…
-
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