viernes, 26 de abril de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/2


 
Por Miguel Angel Molfino


SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Segunda entrega
Resumen: El excéntrico millonario y coleccionista de arte Billy Jensen llama de urgencia a su amigo Leo Fariña, inspector de seguros, porque halló sangre fresca en la hoja de un alfanje turco de su colección. Jensen no quiere llamar a la policía y su amigo concede. Pero, éste hace un hallazgo.


Detrás de un bargueño, divisé una mano inmóvil en el piso. Allí yacía el cuerpo de una mujer muerta. Su blusa estaba cubierta por una gran flor de sangre. Era muy joven para morir. Y bonita.
  • ¡Esta debe ser tu asistente Benita! –exclamé
Jensen, que se había cubierto el rostro con las manos y meneaba la cabeza en un largo “no”, espió. Se tambaleó. Lo tomé del brazo y lo llevé hasta el sillón que olía a obispos gordos. Su desmayo era inminente.
  • No –murmuró, sus labios temblaban—ella es su hermana menor, es Antonia.
La revisé sin moverla. Había imaginado que el kilij ensangrentado había sido el arma asesina pero no, un orificio pequeño y negro a la altura del corazón me desdecía. Eso era un balazo, aquí y en Sumatra.
  • La mataron de un tiro…Billy,¿ tenés una pistola en tu casa?
Sin mediar palabra, mi amigo se levantó e hizo mutis por una puerta de cortinas verdes. Inmediatamente regresó desorbitado, su piel imitaba al marfil.
  • ¡Desapareció mi pistola! –plañió y contuvo un sollozo.
Aquello se complicaba. Me contó que su arma era una Glock im-pre-sio-nan-te, te lo juro, dijo. Su miedo había aumentado varios megatones.
  • Ahora sí será mejor llamar a la policía—dije.
  • ¡Nooooo! – la voz de barítono asustado de Billy me sobresaltó.
Me convenció de que no llamáramos a nadie, que lo ayudara a desaparecer el cadáver, que él no quería complicarse la vida y como él no entendía qué pasaba y ni le interesaba, lo mejor sería limpiar la casa. ¿Qué pensaría Mamá si se enterara de que en el hogar de su hijo florecían cadáveres como si fueran tulipanes?
  • Pero, ¿qué hacemos con el cuerpo? – Sentí que estaba a punto de hiperventilar. Me faltaba el aire.
  • ¡El sarcófago! - Se iluminó.
  • ¿Qué?
Con una seña me pidió que lo siguiera. Atravesamos la puerta de cortinas verdes. Un gran pasillo desembocaba en una serie de puertas de roble adusto. Billy abrió una de ellas. Sin ventanas, todo era oscuridad. Prendió la luz. El cuarto se hubiera visto vacío de no haber estado recostado sobre la pared un enorme sarcófago sumerio. Era una réplica a simple vista. En este coso la sacaremos, dijo Billy, súbitamente aplomado. Yo prendí un cigarrillo, los nervios me hicieron olvidar la ley seca que imperaba en la casa. Y el mismo Billy no reparó en el humo sacrílego que ya salía de mi naríz y boca. A las dos pitadas, lo apagué.
Arrastramos entre los dos el catafalco y lo apoyamos en el piso junto al cadáver de la bella Antonia. Lamenté que ya no estuviera con nosotros, hubiera sido una buena compañera de cocteles. Mi amigo se veía dueño de una energía inaudita. La adrenalina le funcionaba como la espinaca a Popeye.
No nos costó mucho llenar el sarcófago y cerrarlo. Fue entonces que miré a Billy Jensen con gesto de ¿Y ahora qué? Sus ojos volvieron a ponerse vidriosos, el shot de adrenalina ya había entregado su última gota. MI camioneta, masculló y avanzamos trabajosos con el féretro sumerio trucho. Antonia pesaba. Billy tenía una camioneta Land Rover. Fue todo un problema quitarle los asientos traseros y acomodar la gran caja de madera. A pesar del frío, sudamos como camellos, en el caso de que los camellos sudaran.
  • ¿Adónde vamos a tirarla, al Riachuelo? – dije.
  • Ya vas a ver – respondió un Billy Jensen nuevamente repuesto.
Salimos del garage. Él manejaba. Con esa robe de chambre parecía el príncipe Felipe saliendo a dar una vuelta por los jardines de Buckingham antes del desayuno. La calle, los edificios, la ciudad, todo parecía condenarnos. La gente nos miraba, las palomas rehuían nuestro parabrisas. Tenía la impresión de que el vehículo llevaba un cartel sobre el techo que decía: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER.
  • Tengo un ataque de pánico, Leo –irrumpió Billy—tengo la sensación de que llevamos un cartel sobre la camioneta que dice: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER…
Lancé una carcajada falsa.
  • ¡Qué ocurrencia! – Me animé a decir poniéndome colorado.
Estábamos en la zona de Barracas. Ïbamos por Montes de Oca y giramos abruptamente en una calle empedrada. A veinte metros, unos siete policías estaban realizando un control. Una pinza, ni más ni menos. Una de ésas en las que –por poco- no te ponen en pelotas. Nos miramos al unísono. A Billy le bajaba una gota gorda de sudor por la naríz. Mis axilas goteaban sin pausa. No podíamos retroceder. El Land Rover lentamente nos llevaba al cadalso.
Un policía alto, de guantes negros y con una Itaka en las manos, nos indicaba con gestos que nos estacionáramos junto al cordón.
Lo último que le escuché a Billy Jensen fue: Me acaban de agarrar unas tremendas ganas de ir al baño.


CONTINUARÁ…

viernes, 19 de abril de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/1




Por Miguel Angel Molfino
Escribiré, dentro del formato de esta columna, una novela policial por entregas. Siempre la quise escribir y creo que es un buen momento para hacerlo. Ojalá les guste.


SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Primera Entrega


La llamada me despertó y también despertó mi mal humor. Desde que me llamo Leo Fariña no recuerdo haberme despertado alguna vez con algún tipo de sonrisa. Mamá ya me lo decía. Pero también el whisky, la acidez y unas cuatro horas de sueño estaban lejos de ser un paseo por Disneylandia. Me vestí con mi único traje invernal y salí. Hacía frío y el viento sur calaba los huesos. Mi amigo Billy Jensen me necesitaba, dijo; le escuché la voz muy alterada. Todo hombre rico, cada vez que tambalea parte de su orden establecido, entra en pánico. Y Billy sonaba como si estuvieran por estallar sus cuentas bancarias. Poseía una incontable fortuna y se ocupaba de coleccionar objetos de arte. Delgado, de tez encarnada y ojos suaves y grises, me recibió vistiendo una robe de chambre roja estampada con dragones chinos dorados encima del pijama de seda. Se lo veía angustiado.
El amplio living era una atestada jungla de antigüedades: jarrones de Sévres, chinos, austríacos, figurillas de mármol, de marfil, bibelots de ónix, pequeñas tallas egipcias, pirámides de jade, porcelanas de limoge ,lámparas florentinas, candelabros de oro, panteras de obsidiana y plata, tapices otomanos, alfombras persas, y sobreviviendo a esta asfixiante atmósfera se podía distinguir un juego de sala que debió pertenecer al maharajá de Kapurtala.
Con gesto nervioso me pidió que lo siguiera: atravesamos un largo pasillo festoneado por máscaras africanas, lanzas masai, escudos de piel de leopardo, un cráneo atravesado por una flecha quebrada, collares con dientes de búfalos, calabazas coloreadas, Africa hacía escuchar sus tam-tam en ese corredor sombrío..
Llegamos hasta una especie de cripta con una bowindow que se abría a un patio-invernadero.. En las paredes colgaba una colección de alfanjes, cimitarras, hachuelas, puñales tugs, dagas de todo tipo y forma, kukris nepaleses, kunais de Naruto, puñales templarios, hasta que Billy se detuvo frente a un kilij turco: un alfanje corto y curvo cuya empuñadura ostentaba una galaxia destellante de piedras preciosas. Una belleza. El único problema radicaba en la hoja: estaba manchada con sangre. Y la sangre se estaba secando. Era reciente. Miré a Billy, temblaba como un bambi. ¿Qué pasó aquí?, dije mientras sacaba un pañuelo. ¡Qué se yo! ¡Vos sos el detective!, aulló mi amigo.
Descolgué el kilij usando el pañuelo como guante. Y recién en ese momento me pregunté qué diablos hacía yo allí. Mi amigo Billy me tenía en una estima muy alta ya que yo sólo era inspector de una compañía de seguros y jamás me había cruzado con un hipotético crimen.
  • ¿Alguien más vive en esta casa o la visitó últimamente?- pregunté.
Billy, yéndose de la cripta (la vista de la sangre le dio náuseas), me respondió que vivía solo y que la señora Benita limpiaba y ordenaba la casa todas las mañanas, excepto los domingos.
  • Pero hoy no vino…-- añadió mientras se echaba aire con un abanico que extrajo, como un mago, de algún bolsillo invisible de la robe. Y cómo yo me quedé alelado con los exóticos pájaros estampados, él acotó: lo compré en Flandes, es muy antiguo.
  • ¿Avisó que faltaría?
  • No, es muy raro…ella es muy cuidadosa en esos temas.
Deposité el Kilij sobre el mármol de una mesita ovalada. Me clavé un cigarrillo en la boca y cuando hurgaba en mi saco en pos del encendedor, Billy me rogó que no fumara, que recordara sus siempre débiles pulmones.
  • Hay que llamar a la policía—dije.
  • ¡No, nooo! – la reacción de Billy me llamó la atención.
Se había llevado una mano a la boca y dejó al descubierto parte de su antebrazo en el que se veían varios rasguños. Todavía deberían molestarle.
  • ¿Por qué no?
  • Es que no hay nada, salvo esa sangre…
Me acerqué y le tomé con fuerza el antebrazo. Lo hice a propósito. Pegó un chillido y lo retiró. Me miró enfurecido.
  • ¡Epa! ¿Qué te pasó allí, Billy?
  • Me arañó Moisés…
  • ¿Moisés?
  • Sí, mi gato. Está castrado y todavía se cree un puma.
Me senté en un sillón de formas rebuscadas y tapizado en terciopelo morado. Olía a obispos gordos. A mi izquierda, unas tres figuras de bronce a escala humana miraban el cielorraso o despedían una paloma levantando una grácil patita.
Billy Jensen no podía dejar de mirar cada tanto el kilij ensangrentado . Y cuando se fijaba en mí, sus ojos delineados pestañeaban como dos mariposas perdidas. Trataba de hilvanar frases pero sólo le brotaban hilachas de palabras, hipos, suspiros y pucheros.
De pronto, como si estuviéramos entrand o a una fiesta, me espetó: Qué arrugado está tu traje…El comentario hizo más irreal todo: un tipo vestido como un mandarín de la Dinastía Tang ,rodeado por una avalancha de objetos caídos del frondoso árbol de la Historia, banal y aterrado por la sangre hallada en la hoja de un killij que bien podría estar valuado en varios miles de dólares. Y lo más irreal era que yo era amigo de ese tipo excéntrico.
Cuando me incorporé del sillón, recién en ese instante, vi la mano exangüe en el piso, sobresaliendo de la base de caoba de un bargueño. Tenía las uñas despintadas. La mujer parecía tener poco tiempo para cuidarse las manos. Sin embargo, la mano pertenecía a una joven.
El vitraux de la ventana filtraba la luz de la mañana de San Telmo.

 
CONTINUARÁ…

Sobre el autor

Miguel Ángel Molfino, porteño de nacimiento y chaqueño por adopción, es periodista, publicista y escritor.

En su juventud fue redactor del diario Norte y fue corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires. Es colaborador actualmente de Norte donde los domingos publica su columna “Versiones y per-versiones” y además participa con notas en Página/12, Miradas al Sur, El argentino.com, la revista Cuna, entre otras. En los ’80 colaboró en las revistas El Porteño y Crisis.

Ganó el premio Crisis de cuento con su relato “El simple arte de besar” (1986). Fue asimismo, miembro del Consejo Editorial de la revista Puro Cuento que dirigiera Mempo Giardinelli.
En 1986 publicó Versiones y Per versiones (crónicas), en 1987 Nueve Cuentos Nuevos (antología de ganadores en categoría Cuento Infantil en el Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias), en 1994 El mismo viejo ruido (cuentos), en 2006 Prosas Escogidas (cuentos), en 2007 Un Libro Raro (relatos, prosas cortas y poemas), en 2009 La Mágica Aldea del Crepúsculo (haikús) y ahora la novela Monstruos perfectos.

Sus narraciones fueron reunidas en antologías de cuentos en Argentina, México, Brasil, Perú y Alemania.

Fuente:http://bibliotecanegra.com/autores/molfino-miguel-angel-11518

domingo, 14 de abril de 2013

La primera viuda negra



Revista El Guardian > Tinta Roja

Tinta roja

Belle Gunness entró en los anales de la historia criminal por haber asesinado a unas 40 personas, entre los que se encontraban sus dos primeros maridos y sus hijos. Reclutaba a sus víctimas con avisos en los diarios.


Escribe Daniela Pasik

Altísima, rubia, de ojos claros y figura llamativa, Belle Gunness tiene el mérito macabro de haber entrado en los anales de la historia contemporánea como la primera viuda negra. A principios del siglo pasado, la bella asesinó no sólo a dos maridos, sino también a sus hijos y decenas de pretendientes. No se pudo llevar la cuenta exacta de su masacre, pero sí asegurar que más de 40 personas que la amaban y confiaban en ella perdieron la vida en sus manos.

Se ganó un apodo, por supuesto, y es “la barba azul”. Nunca jamás fue enjuiciada y, como todo mito, nadie pudo asegurar su muerte. Supuestamente ocurrió en 1908 en un incendio provocado por uno de sus amantes en el que también fallecieron tres de sus hijos. Ella tenía 48 años y, hasta ese momento, el pueblo de La Porte, en Indiana, Estados Unidos, la había creído la pobre y fatal víctima de un celoso demencial.

Apenas hubo que remover la tierra para encontrar la verdad. Fue una mínima intención de mirar un poco más allá para ver las cosas como eran. La supuesta viuda atrapada por la tragedia y la mala suerte que buscaba un poco de amor y no lo lograba, era en realidad una asesina maniática que tenía un pobladísimo cementerio secreto en el fondo de su casa.

La matanza empezó de casualidad y se podría decir que lo suyo, en principio, fue la estafa a las compañías de seguros. Pero con el correr del tiempo Belle le fue tomando el gusto al asesinato y al culebrón. A sus víctimas las conseguía por anuncios en los clasificados de los diarios, donde declaraba ser una viuda adinerada que necesitaba ayuda en sus tierras y la prueba de amor que exigía era, obviamente, los ahorros del candidato. Demás está decir que ninguno salió con vida de la granja Gunness.

Nació en Noruega en 1859 y fue una joven más apremiada por el hambre y las ansias de empezar en un lugar nuevo. Como tantos otros. A los 24 años se subió a un barco rumbo a Estados Unidos en busca de una vida mejor y en Chicago conoció a su primer marido, Mads Sorenson.

Los más cruentos asesinos puertas adentro suelen ser recordados por sus vecinos como discretos y amables. Así la describieron quienes la conocieron en su local de venta de dulces y quizás entonces, en aquella época, Belle era realmente una muchacha agradable. Una joven inmigrante progresando en su nuevo hogar. 

El matrimonio adoptó tres niños, Jennie, Myrtle y Lucy –todos terminarían muertos a manos de su nueva madre con el correr del tiempo– y todo iba más o menos bien hasta que un día el negocio comenzó a dar pérdidas. Realmente nadie sabe, nunca se supo bien qué pasó, pero un día se incendió todo y la familia cobró el seguro que los ayudó a salir de apuros. ¿Fue una casualidad? ¿Lo planearon Belle y Mads? Una opción o la otra, la situación le dio una idea a la mujer: decidió que sería viuda.

Su primer marido, su muerte misteriosa, fue el puntapié inicial de la lenta, prolija y silenciosa matanza que comenzó la discreta noruega. Belle cobró dos pólizas de seguro de vida de casi 8 mil dólares, que en 1900 era una suma enorme. El médico que hizo el certificado de defunción de Sorenson determinó que el fallecimiento fue por un ataque al corazón y la viuda se mudó con sus hijos y el dinero recaudado a La Porte, Indiana.

Siguió con timidez, digamos. Recién llegada, consiguió un segundo marido. Peter Gunness le dio su apellido, un hijo, la granja y un suculento seguro de vida después de morir en un accidente bastante polémico: se habría caído sobre una maza que le aplastó el cráneo. Palo y a la bolsa. Y podría decirse que Belle se engolosinó. Qué fácil era quitarles la vida a los hombres, los hombres que iban enceguecidos hacia ella. Entonces, como una araña, comenzó a tejer su red.

“Viuda rica, atractiva, joven, propietaria de una granja, desea entrar en contacto con caballero acomodado de gustos cultivados con el objeto de contraer matrimonio”. Ese fue el aviso que puso en el diario y los pretendieron cayeron como moscas. Fueron tantos, que Belle se dio el gusto de hacer un casting y seleccionó los que le parecieron más exprimibles: con ahorros y sin familia.

Les envió a cada uno una carta idéntica, que decía: “Su respuesta me ha llenado de alegría y tengo la seguridad de que es el hombre ideal para mí. Estoy convencida de que sabrá hacer que tanto yo como mis niños seamos felices y que puedo confiarle cuanto poseo en este mundo. Voy a ser sincera, no debe haber engaños ni disimulos por cualquiera de las dos partes. Tengo 75 acres de tierra y la cosecha es muy variada. Todo esto ya está casi pagado. He descubierto que ocuparme de la granja y los niños va más allá de mis fuerzas. Mi idea es encontrar un compañero a quien pueda confiárselo todo... He decidido que cada candidato que ha merecido mi consideración debe hacer un depósito en efectivo o acciones. Creo que es la mejor forma de mantener alejados a los estafadores. Valgo un mínimo de 20 mil dólares y si usted puede traer consigo 5000 para demostrar que se toma el asunto en serio, hablaremos del futuro”. 

Fueron muchos, incontables, los que quedaron atrapados en esa red. Llegaban, hacían el depósito y ella los envenenaba o mataba a golpes. Después los enterraba o se los daba de comer a los chanchos. Su hija mayor también cayó en sus garras porque comenzó a sospechar. La madre le dijo a todo el mundo que la había mandado a la universidad, pero tiempo después la policía encontró sus restos en el jardín de la granja.

El resto de su descendencia también terminó sus días fatalmente. Los tres niños murieron quemados una noche de abril de 1908 en un incendio en el que supuestamente también Belle perdió la vida. El cuerpo que encontraron no tenía cabeza y nunca se pudo terminar de corroborar si era ella o no. El acusado y encarcelado por esto fue un tal Roy Lamphere, amante y empleado ocasional en la granja, quien terminó su existencia en prisión asegurando que la viuda negra seguía con vida.
Durante las décadas siguientes muchos aseguraron haber visto a Gunness en distintas ciudades y pueblos a lo largo y a lo ancho de todo Estados Unidos. En 1931 apresaron a una anciana llamada Esther Carlson en Los Ángeles por envenenar a un hombre para conseguir su dinero y se dijo que era la temible y desaparecida Belle. Más misterios para el mito, la acusada murió antes de que se celebre el juicio.

Hoy, como toda leyenda que se precie, Belle tiene acólitos de la talla del músico y cineasta Rob Zombie; un museo; canciones folclóricas, metaleras y rockeras, varios documentales y, ahora, finalmente, la película que narrará al detalle su vida. El protagónico se lo disputan actualmente Angelina Jolie, Kate Winslet, Catherine Zeta-Jones y Renee Zellweger. A matar o morir.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/323/la-primera-viuda-negra

viernes, 12 de abril de 2013

Los bailarines del fin del mundo

Por Ricardo Romero.

Lo que se viene es Los bailarines del fin del mundo, una novela negra de aventuras, si cabe. De aventuras más o menos fantásticas o por venir. Algo así, saludablemente inclasificable. Hay que dejarse ir, tomarse el buque imaginario y empezar a andar por arriba y por debajo de la Buenos Aires que parece que se nos viene.

Los lectores que tuvo y tiene El síndrome de Rasputín –la novela anterior de Ricardo Romero, publicada en esta misma colección– se reencontrarán con el amistoso terceto protagonista que debutó con ella: los increíbles Abelev, Muishkin y Maglier, los íntegros amigos rengos de cuerpo y alma marcados por el síndrome de Tourette, que lidian con sus síntomas mientras empujan la acción aventurera o son llevados tormentosa, solidariamente por ella hasta donde sea. De ahí, protagonizarán una aventura que transita en el sentido de los grandes relatos ejemplares: partir, cada uno con su foto, en busca de la esquiva María Huidobro es tarea asimilable al rescate de la Princesa perdida, arrebatada y llevada a los Abismos. Los muchachos se mandan hacia Abajo –a lo Verne, hacia el danzante CentrodelaTierra (sic)– y desembocan en el más puro folletín con Profesor loco incluido y tiros y experimentos y jeringas y guardias y enfermeros, pero también terminan chapoteando, antes de emerger, en la perturbadora alegoría: este horror de muertos vivos es lo que queda/quedará de la Fiesta.

lunes, 8 de abril de 2013

El último gaucho matrero



REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA

Con el filo de su facón, Hormiga Negra, nacido como Guillermo Hoyo, se convirtió en una celebridad que salía en los diarios y revistas. Fue el personaje de un folletín creado por Eduardo Gutiérrez. Murió de viejo.


Escribe Javier Sinay

“El ser gaucho es un delito”
Martín Fierro. José Hernández.

No es lo mismo matar a un hombre de verdad, en carne y sangre, que matarlo en el papel de las novelas y los poemas. Lo dijo, a sabiendas, ese gaucho viejo –sabedor de las cosas amargas de la vida– en que se había convertido Guillermo Hoyo, el Hormiga Negra de San Nicolás de los Arroyos, cuya fama había trascendido las pulperías con el folletín biográfico Hormiga Negra, que el febril Eduardo Gutiérrez publicó en el diario La Patria Argentina en 1881 –y que se terminó convirtiendo en una de las mayores entre las treinta y un obras que escribió aquél en sólo diez años. “Ya sabemos lo que son novelas y lo que son cuentos…”, le dijo el gaucho a un reportero de Caras y Caretas que lo fue a visitar en 1912 (y que publicó la entrevista en la edición del 24 de agosto). Para entonces, Hormiga Negra ya había purgado varios años a la sombra y otros tantos a la luz prófuga de las estrellas desviadas de la ley, y llevaba en sus manos la sangre de varias víctimas: el peón Santiago Andino, el malandrín Pedro Soria, el gaucho Pedro José Rodríguez, la vieja Lina Penza de Marzo, varios soldados patrios enviados tras él, un niño al que había degollado para quitarle unos quesos y el músico ambulante Mariano Rivero (a quien le había robado su acordeón, dejándolo herido con un disparo de trabuco en el pecho)… No en vano los diarios lo señalaron una y cien veces como el último gaucho malo. Y si muchos de esos crímenes no habían sido obra propia, no importaba: su mito, aun en vida, era más grande que su verdad.

Pero vale decir que de Hormiga Negra, o Guillermo Hoyo, se sabe mucho. A diferencia de Juan Moreira, de Antonio Mamerto Gil, de Juan Cuello, del Gato Moro, de Calandria, de Pastor Luna y de los hermanos Barrientos, este gaucho matrero es un hombre de los tiempos modernos; el último de una dinastía brava y feroz que hizo del coraje su religión y del duelo un modo del honor. Pero también, que se habituó al desorden y se entregó a “la vida bárbara de las pulperías, vida que no es más que una serie de trancas que no se interrumpe nunca, amenizada por un par de homicidios al mes”, según anotó Gutiérrez en las páginas de Hormiga Negra. Sin embargo –y como ningún otro–, el matrero Hoyo murió de viejo, en paz, el 1º de enero de 1918. Lejos del filo de los facones. Pero cuidado: esto no significa que el alba del nuevo siglo no lo hubiera encontrado lejos de la ilegalidad: “Si en la juventud fue apresado como gaucho malo, en la vejez sería perseguido como una especie de enemigo público”, comenta Osvaldo Aguirre en su libro Enemigos públicos, a propósito del avance de los tiempos.

El último capítulo de la leyenda de Hormiga Negra comienza el 14 de septiembre de 1902, con el relámpago de dos cuchilladas mortales sobre el pecho de Lina Penza de Marzo, una italiana que vendía verduras en una chacra de San Nicolás donde aquél solía abastecerse. “¡Unas puñaladas que le abrían el pecho cuanto era, un garrazo de tigre de los que sólo Hormiga Negra era capaz de dar, viejo y todo!”, a decir de Albino Dardo López, en la edición de Caras y Caretas del 7 de septiembre de 1918. El mismo día del crimen llegaron los gendarmes a la casa de Hoyo: alguien lo había visto en la escena del crimen y él mismo había admitido que había ido a comprar siete kilos de batatas. Que se hubiera despedido de la mujer con una sonrisa, dejándola vivita y coleando, no importaba: ya nadie le creía.

Eduardo Gutiérrez había muerto de tuberculosis hacía más de diez años y la Justicia moderna no iba a dejar pasar los delitos que varios jueces de paz –algunos de ellos, iletrados– habían permitido en otras épocas. “Para ser malo no basta querer serlo”, dice Hormiga Negra en el papel del folletín, y es suficiente para atraer el amor de la criollada y las sospechas de los pesquisas de la vida real, que lo enviaron a la Penitenciaría en cuanto pudieron. El proceso fue largo: el gaucho vio pasar 1903, 1904 y 1905 desde la cárcel. Sólo en 1906 cayeron los endebles testimonios de varios testigos, cuando el sargento Inocencio Moreira presentó a un nuevo informante que decía saber que el asesino era otro. Y es que esta vez Hormiga Negra era inocente.

A decir verdad, la paisanada lo había salvado: Inocencio Moreira no era cualquier policía, sino el primo de otro bandido famoso, Juan Moreira, quizás el más famoso entre los gauchos malos. Reclutado en castigo, Inocencio había terminado por hacer carrera en la policía y había descubierto al matador de la italiana, que se llamaba Martín Díaz y que le guardaba rencor porque aquella le había negado un préstamo. Sólo cuando su propia mujer entregó un botín de joyas robadas, él se acercó a Hoyo y le dijo: “Perdón, don Hormiga”. Y perdón recibió.

Hormiga Negra recuperó su libertad, pero el mito y la realidad nunca dejaron de enredarse. Vuelto a casa, vio pasar al célebre circo criollo de los hermanos Podestá, que venía representando su vida sobre la base del texto de Gutiérrez. “Andan diciendo que uno de ustedes va a salir delante de toda la gente y va a decir que es Hormiga Negra”, los reprendió. “Les prevengo que no van a engañar a nadie, porque Hormiga Negra soy yo”. Fue inútil para los actores tratar de explicarle. Si alguno se atrevía a autoproclamarse Hormiga Negra, él, aun anciano, lo atropellaría con su temible facón. Y del mismo modo su hija nonagenaria, Prudencia Hoyo, demandó a las editoriales Tor y El Boyero en la década del cincuenta. “No sé si el verdadero Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñaladas que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero”, opinó, mejor, Jorge Luis Borges –un apasionado del matrerismo y de la gauchesca. “Un día, fatigado de tantas ficciones, Gutiérrez compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es, desde luego, una obra ingrata. La salva un solo hecho, que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida”.

El tremendo Hormiga Negra, terror de policías y taita del gauchaje, pareció vivir sus últimos días sumido en esa confusión. Para un hijo de la pampa, la fama de las letras era cosa ‘e Mandinga. ¿Y qué es la verdad cuando el Quijote es más real que Cervantes y cuando lo leído forma parte de lo vivido? “Ustedes, los hombres de pluma, le meten no más, inventando cosas que interesen, y que resulten lindas”, le reprochó Hormiga Negra al reportero de Caras y Caretas en 1912, ya cerca de su muerte. “Y el gaucho se presta pa’ todo. Después que ha servido de juguete para la polesia lo toman los leteratos para contar d’él á la gente lo que se les ocurre. Así debe ser el gaucho de novela, peleador hasta que no queden polesias, ó hasta que se lo limpien a él de un bayonetaso, como á Moreira…”


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/343/el-ultimo-gaucho-matrero

viernes, 5 de abril de 2013

El síndrome Rasputín

Por Ricardo Romero


Como en una Blade Runner de cabotaje, sin producción ni aditamentos tecnológicos pero llena de fantasmas, los personajes se mueven en una Buenos Aires que es ésta pero peor, con dos obeliscos y los abandonados túneles del subte convertidos en colonias de marginales, eternamente lluviosa y parcialmente destruida, devastada por los incendios mientras aún espera el estallido de las bombas no detonadas en Once por los “nacionalistas del Bicentenario”. En ese escenario más dislocado que sórdido se mueven personajes acordes, bellos y coherentes con una legalidad alucinada.

En esta maravillosa novela de Romero, los protagonistas son tres tipos raros, tres amigos marginados afectiva y socialmente por la enfermedad compartida, la compulsión a la repetición de gestos, exclamaciones o movimientos que identifican al síndrome de Tourette; son los vulnerables prisioneros de los tics. Casos clínicos perdidos, los queribles Abelev, Maglier y Muishkin se verán envueltos, por afán solidario, en una aventura marcada por lo desaforado. Trepidante novela de ideas, El síndrome de Rasputín –ese tic primario de sobrevivir pese a todo– participa del folletín aventurero desatado a la manera de Edgar Wallace y del grotesco tenebroso del mejor cine mudo.

martes, 2 de abril de 2013

Seis cadáveres al sol

Revista El Guardian > Tinta Roja

Tinta roja

La masacre en la estancia “La Payanca”, en 1992, es uno de los casos más aberrantes de impunidad por una deficiente investigación policial. Miembros de una familia y trabajadores del campo fueron asesinados.

Escribe Nacho Ramírez

Fue lenta, feroz y a sangre fría. Nadie escuchó ni notó nada raro en la noche de la matanza. Algo extraño: los perros no ladraron en la estancia. Ninguna víctima pudo defenderse. Se cree que estuvieron secuestradas algunas horas antes de la muerte. Fueron torturadas sucesivamente y, al final, ejecutadas con un tiro de gracia en el cráneo. Las armas utilizadas: barrotes, puños y armas de fuego. Se lo considera uno de los grandes casos de impunidad desde el retorno de la democracia. Fue una verdadera cacería humana.

Ocurrió hace 19 años, en la localidad de Elordi, en el partido bonaerense de General Villegas, a pocos kilómetros del casco urbano del pueblo. El sábado 9 de mayo de 1992 fue descubierta la masacre de la estancia “La Payanca”, gracias al llamado de un vecino, quien observó que en los alrededores de la propiedad había animales sueltos y se dirigió a la seccional policial. Algo extraño estaba pasando en el campo. En el establecimiento de más de 700 hectáreas había seis cuerpos sin vida diseminados, con claros signos de saña y tormento. Una comisión policial arribó al campo, mientras el horror llenaba de sangre ese día. A lo largo de la escena del crimen había una desconcertante frialdad. Cada cuerpo era una clara postal violenta.

Los cadáveres, en avanzado estado de putrefacción, estaban esparcidos por toda la estancia. Se encontró a la dueña del campo, María Esther Etcheritegui  de Gianoglio (46); a su hijo José Luis “Cascote” Gianoglio (22); a la pareja de la propietaria, Alfredo Forte (49); a un linyera, Juan Justo Luna; (54) y a los peones Eduardo Javier Gallo (22) y Hugo Omar Reid (21). Cada uno de ellos presentaba un preciso tiro de gracia en la nuca y, en la mayoría de los cuerpos, se evidenciaba una violencia encarnizada. Había claros signos de golpes feroces y heridas defensivas. Los rostros de todas las víctimas habían sido desfigurados con elementos macizos, similares a un caño de metal, barrote o martillo.

Los tristes protagonistas de esta historia fueron descubiertos con el correr de los días, lo que acrecentó mucho más el misterio y puso en evidencia la negligencia policial. El espectáculo era dantesco. A lo largo de la centenaria casa el desorden era inquietante. Cortinas y colchones tajeados por cuchillos, placares y repisas revueltos, cómodas sin cajones eran un claro indicio de que los homicidas buscaban un botín o dinero en efectivo.

Primero se encontró a María Esther en el comedor del viejo casco de la casona. Presentaba signos de haber sufrido una golpiza previa a ser ejecutada de dos tiros, uno en la cabeza y otro en el abdomen. El ambiente tenía todos los muebles patas para arriba. Su hijo presentaba el cráneo desfigurado por los golpes y dos tiros calibre 38, uno en la axila derecha y el segundo en la nuca. Luego de terminar de peinar la propiedad, los forenses y la policía rastrillaron el galpón principal del campo donde apareció el tercer cadáver. Se trataba del linyera Luna quien ocasionalmente, a cambio de un lugar para dormir, realizaba tareas de jardinería. El cadáver presentaba dos balazos; una de las balas le estalló en el paladar y le desfiguró el rostro; además, una feroz golpiza en todo el cuerpo. La escena del crimen mostraba un mismo patrón: una violencia desenfrenada.
La teoría de los investigadores policiales suponía que los asesinos sabían que en la estancia había 50 mil dólares, por lo que decidieron torturar hasta ejecutar a sus habitantes para que dijeran dónde estaba el dinero. Según el informe forense, la matanza habría ocurrido entre el 29 y el 30 de abril, es decir, unos diez días antes del hallazgo de los cuerpos. Al día siguiente, la comisión policial volvió al lugar del hecho y encontró junto a una tranquera de la finca a Alfredo. Su cuerpo presentaba golpes en el rostro y ocho balazos a lo largo del cuerpo, uno de gracia, como si hubiera intentado escapar de sus homicidas. A metros del cuarto cadáver, dentro de un cuadro sembrado con maíz, apareció el joven tractorista Gallo y, a unos 200 metros, el techista Reid.

El brutal crimen tuvo incontables hipótesis que fueron siendo desechadas por la Brigada de Investigaciones de San Justo, a cargo del cuestionado comisario Mario “Chorizo” Rodríguez. Se habló de un crimen pasional, de ajuste de cuentas por narcotráfico, de una venganza por amor, hasta se llegó a hablar de cuestiones que tenían que ver con el mundillo artístico, debido a que la hija de María, Claudia, estaba casada con el popular y reconocido actor de telenovelas Marcos Estell. Pero nunca se investigó la participación de efectivos de la policía bonaerense en las muertes.

El múltiple asesinato tuvo cuatro detenidos. El comisario mayor Rodríguez, meses después, anunciaba con bombos y platillos la resolución de los homicidios múltiples. Pero los detenidos pasaron solamente siete meses detenidos y denunciaron apremios y torturas reiteradas con picana. Fueron sobreseídos por la Cámara de Apelaciones de Junín, que desestimó los autos de prisión preventiva. Los sospechosos torturados por la Bonaerense recuperaron su libertad al no encontrar el tribunal elementos que probaran su participación.

Años después, entre 1999 y 2004, se conformó una comisión de investigación policial especial, a cargo del comisario Daniel Chávez. Nulos fueron los resultados. El doctor Roberto Rubio, juez de Garantías de Trenque Lauquen, estuvo a cargo de la causa, que se fue enfriando con los años, hasta quedar en el olvido de la Justicia provincial. Actualmente, los expedientes se encuentran archivados.
El 7 de septiembre de 1998, el Ministerio de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires dispuso una recompensa de 5 mil a 30 mil pesos para las personas que aportasen información fehaciente que permitiese la individualización y detención del o de los autores de la masacre de “La Payanca”. En la carátula de la causa radicada en Juzgado en lo Criminal y Correccional N° 1 del Departamento Judicial de Trenque Lauquen se lee “Forte, Alfredo, Etcheritegui, María y otros s/homicidio”, pero ya nadie se acuerda de ellos.

Familiares de la víctimas, a lo largo de los años, denunciaron y cuestionaron seriamente la instrucción que llevó cabo la  policía bonaerense; demostraron deficiencias e irregularidades en la investigación, el levantamiento de pruebas y la reservación y custodia de la escena del crimen, así como también la utilización de métodos violentos para la obtención de pruebas.

Seis muertes impunes y la furia de una bestia homicida libre por casi dos décadas. Nadie sabe nada a pesar de las más de 140 marchas de silencio de familiares y de 400 declaraciones testimoniales. Pocos recuerdan la matanza y el misterio de “La Payanca”. Investigaciones complejas que casi nunca terminan con éxito, sobre todo cuando apuntan a asesinos policías.

Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/361/seis-cadaveres-al-sol