Por Miguel
Angel Molfino
SALUDA
A LA MUERTE DE MI PARTE
Segunda
entrega
Resumen:
El excéntrico millonario y coleccionista de arte Billy Jensen
llama de urgencia a su amigo Leo Fariña, inspector de seguros,
porque halló sangre fresca en la hoja de un alfanje turco de su
colección. Jensen no quiere llamar a la policía y su amigo concede.
Pero, éste hace un hallazgo.
Detrás
de un bargueño, divisé una mano inmóvil en el piso. Allí yacía
el cuerpo de una mujer muerta. Su blusa estaba cubierta por una gran
flor de sangre. Era muy joven para morir. Y bonita.
- ¡Esta debe ser tu asistente Benita! –exclamé
Jensen,
que se había cubierto el rostro con las manos y meneaba la cabeza en
un largo “no”, espió. Se tambaleó. Lo tomé del brazo y
lo llevé hasta el sillón que olía a obispos gordos. Su desmayo
era inminente.
- No –murmuró, sus labios temblaban—ella es su hermana menor, es Antonia.
La revisé sin moverla.
Había imaginado que el kilij ensangrentado había sido el
arma asesina pero no, un orificio pequeño y negro a la altura del
corazón me desdecía. Eso era un balazo, aquí y en Sumatra.
- La mataron de un tiro…Billy,¿ tenés una pistola en tu casa?
Sin
mediar palabra, mi amigo se levantó e hizo mutis por una puerta de
cortinas verdes. Inmediatamente regresó desorbitado, su piel imitaba
al marfil.
- ¡Desapareció mi pistola! –plañió y contuvo un sollozo.
Aquello
se complicaba. Me contó que su arma era una Glock im-pre-sio-nan-te,
te lo juro, dijo. Su miedo había aumentado varios megatones.
- Ahora sí será mejor llamar a la policía—dije.
- ¡Nooooo! – la voz de barítono asustado de Billy me sobresaltó.
Me
convenció de que no llamáramos a nadie, que lo ayudara a
desaparecer el cadáver, que él no quería complicarse la vida y
como él no entendía qué pasaba y ni le interesaba, lo mejor sería
limpiar la casa. ¿Qué pensaría Mamá si se enterara de que en el
hogar de su hijo florecían cadáveres como si fueran tulipanes?
- Pero, ¿qué hacemos con el cuerpo? – Sentí que estaba a punto de hiperventilar. Me faltaba el aire.
- ¡El sarcófago! - Se iluminó.
- ¿Qué?
Con
una seña me pidió que lo siguiera. Atravesamos la puerta de
cortinas verdes. Un gran pasillo desembocaba en una serie de puertas
de roble adusto. Billy abrió una de ellas. Sin ventanas, todo era
oscuridad. Prendió la luz. El cuarto se hubiera visto vacío de no
haber estado recostado sobre la pared un enorme sarcófago sumerio.
Era una réplica a simple vista. En este coso la sacaremos, dijo
Billy, súbitamente aplomado. Yo prendí un cigarrillo, los nervios
me hicieron olvidar la ley seca que imperaba en la casa. Y el mismo
Billy no reparó en el humo sacrílego que ya salía de mi naríz y
boca. A las dos pitadas, lo apagué.
Arrastramos
entre los dos el catafalco y lo apoyamos en el piso junto al cadáver
de la bella Antonia. Lamenté que ya no estuviera con nosotros,
hubiera sido una buena compañera de cocteles. Mi amigo se veía
dueño de una energía inaudita. La adrenalina le funcionaba como la
espinaca a Popeye.
No
nos costó mucho llenar el sarcófago y cerrarlo. Fue entonces que
miré a Billy Jensen con gesto de ¿Y ahora qué? Sus ojos
volvieron a ponerse vidriosos, el shot de adrenalina ya había
entregado su última gota. MI camioneta, masculló y avanzamos
trabajosos con el féretro sumerio trucho. Antonia pesaba. Billy
tenía una camioneta Land Rover. Fue todo un problema quitarle los
asientos traseros y acomodar la gran caja de madera. A pesar del
frío, sudamos como camellos, en el caso de que los camellos sudaran.
- ¿Adónde vamos a tirarla, al Riachuelo? – dije.
- Ya vas a ver – respondió un Billy Jensen nuevamente repuesto.
Salimos
del garage. Él manejaba. Con esa robe de chambre parecía el
príncipe Felipe saliendo a dar una vuelta por los jardines de
Buckingham antes del desayuno. La calle, los edificios, la ciudad,
todo parecía condenarnos. La gente nos miraba, las palomas rehuían
nuestro parabrisas. Tenía la impresión de que el vehículo llevaba
un cartel sobre el techo que decía: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER.
- Tengo un ataque de pánico, Leo –irrumpió Billy—tengo la sensación de que llevamos un cartel sobre la camioneta que dice: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER…
Lancé
una carcajada falsa.
- ¡Qué ocurrencia! – Me animé a decir poniéndome colorado.
Estábamos
en la zona de Barracas. Ïbamos por Montes de Oca y giramos
abruptamente en una calle empedrada. A veinte metros, unos siete
policías estaban realizando un control. Una pinza, ni más ni menos.
Una de ésas en las que –por poco- no te ponen en pelotas. Nos
miramos al unísono. A Billy le bajaba una gota gorda de sudor por la
naríz. Mis axilas goteaban sin pausa. No podíamos retroceder. El
Land Rover lentamente nos llevaba al cadalso.
Un
policía alto, de guantes negros y con una Itaka en las manos, nos
indicaba con gestos que nos estacionáramos junto al cordón.
Lo
último que le escuché a Billy Jensen fue: Me acaban de agarrar
unas tremendas ganas de ir al baño.
CONTINUARÁ…
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