viernes, 26 de abril de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/2


 
Por Miguel Angel Molfino


SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Segunda entrega
Resumen: El excéntrico millonario y coleccionista de arte Billy Jensen llama de urgencia a su amigo Leo Fariña, inspector de seguros, porque halló sangre fresca en la hoja de un alfanje turco de su colección. Jensen no quiere llamar a la policía y su amigo concede. Pero, éste hace un hallazgo.


Detrás de un bargueño, divisé una mano inmóvil en el piso. Allí yacía el cuerpo de una mujer muerta. Su blusa estaba cubierta por una gran flor de sangre. Era muy joven para morir. Y bonita.
  • ¡Esta debe ser tu asistente Benita! –exclamé
Jensen, que se había cubierto el rostro con las manos y meneaba la cabeza en un largo “no”, espió. Se tambaleó. Lo tomé del brazo y lo llevé hasta el sillón que olía a obispos gordos. Su desmayo era inminente.
  • No –murmuró, sus labios temblaban—ella es su hermana menor, es Antonia.
La revisé sin moverla. Había imaginado que el kilij ensangrentado había sido el arma asesina pero no, un orificio pequeño y negro a la altura del corazón me desdecía. Eso era un balazo, aquí y en Sumatra.
  • La mataron de un tiro…Billy,¿ tenés una pistola en tu casa?
Sin mediar palabra, mi amigo se levantó e hizo mutis por una puerta de cortinas verdes. Inmediatamente regresó desorbitado, su piel imitaba al marfil.
  • ¡Desapareció mi pistola! –plañió y contuvo un sollozo.
Aquello se complicaba. Me contó que su arma era una Glock im-pre-sio-nan-te, te lo juro, dijo. Su miedo había aumentado varios megatones.
  • Ahora sí será mejor llamar a la policía—dije.
  • ¡Nooooo! – la voz de barítono asustado de Billy me sobresaltó.
Me convenció de que no llamáramos a nadie, que lo ayudara a desaparecer el cadáver, que él no quería complicarse la vida y como él no entendía qué pasaba y ni le interesaba, lo mejor sería limpiar la casa. ¿Qué pensaría Mamá si se enterara de que en el hogar de su hijo florecían cadáveres como si fueran tulipanes?
  • Pero, ¿qué hacemos con el cuerpo? – Sentí que estaba a punto de hiperventilar. Me faltaba el aire.
  • ¡El sarcófago! - Se iluminó.
  • ¿Qué?
Con una seña me pidió que lo siguiera. Atravesamos la puerta de cortinas verdes. Un gran pasillo desembocaba en una serie de puertas de roble adusto. Billy abrió una de ellas. Sin ventanas, todo era oscuridad. Prendió la luz. El cuarto se hubiera visto vacío de no haber estado recostado sobre la pared un enorme sarcófago sumerio. Era una réplica a simple vista. En este coso la sacaremos, dijo Billy, súbitamente aplomado. Yo prendí un cigarrillo, los nervios me hicieron olvidar la ley seca que imperaba en la casa. Y el mismo Billy no reparó en el humo sacrílego que ya salía de mi naríz y boca. A las dos pitadas, lo apagué.
Arrastramos entre los dos el catafalco y lo apoyamos en el piso junto al cadáver de la bella Antonia. Lamenté que ya no estuviera con nosotros, hubiera sido una buena compañera de cocteles. Mi amigo se veía dueño de una energía inaudita. La adrenalina le funcionaba como la espinaca a Popeye.
No nos costó mucho llenar el sarcófago y cerrarlo. Fue entonces que miré a Billy Jensen con gesto de ¿Y ahora qué? Sus ojos volvieron a ponerse vidriosos, el shot de adrenalina ya había entregado su última gota. MI camioneta, masculló y avanzamos trabajosos con el féretro sumerio trucho. Antonia pesaba. Billy tenía una camioneta Land Rover. Fue todo un problema quitarle los asientos traseros y acomodar la gran caja de madera. A pesar del frío, sudamos como camellos, en el caso de que los camellos sudaran.
  • ¿Adónde vamos a tirarla, al Riachuelo? – dije.
  • Ya vas a ver – respondió un Billy Jensen nuevamente repuesto.
Salimos del garage. Él manejaba. Con esa robe de chambre parecía el príncipe Felipe saliendo a dar una vuelta por los jardines de Buckingham antes del desayuno. La calle, los edificios, la ciudad, todo parecía condenarnos. La gente nos miraba, las palomas rehuían nuestro parabrisas. Tenía la impresión de que el vehículo llevaba un cartel sobre el techo que decía: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER.
  • Tengo un ataque de pánico, Leo –irrumpió Billy—tengo la sensación de que llevamos un cartel sobre la camioneta que dice: AQUÍ LLEVAMOS UN CADÁVER…
Lancé una carcajada falsa.
  • ¡Qué ocurrencia! – Me animé a decir poniéndome colorado.
Estábamos en la zona de Barracas. Ïbamos por Montes de Oca y giramos abruptamente en una calle empedrada. A veinte metros, unos siete policías estaban realizando un control. Una pinza, ni más ni menos. Una de ésas en las que –por poco- no te ponen en pelotas. Nos miramos al unísono. A Billy le bajaba una gota gorda de sudor por la naríz. Mis axilas goteaban sin pausa. No podíamos retroceder. El Land Rover lentamente nos llevaba al cadalso.
Un policía alto, de guantes negros y con una Itaka en las manos, nos indicaba con gestos que nos estacionáramos junto al cordón.
Lo último que le escuché a Billy Jensen fue: Me acaban de agarrar unas tremendas ganas de ir al baño.


CONTINUARÁ…

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