jueves, 2 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/3

Por Miguel Angel Molfino


 

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Tercera entrega


RESUMEN: Luego de hallar el cadáver de Antonia, la bella hermana de la asistente de Billy Jensen, su amigo Leo Fariña lo ayuda a colocarlo en un sarcófago sumerio a todas luces trucho. Deciden deshacerse de él sin dar cuenta a la policía. Cuando se trasladan con el sarcófago en la Land Rover de Jensen, se topan con un control policial.


Una vez que Billy estacionó la Land Rover, el policía se asomó a la ventanilla de su lado, saludó, lo miró detenidamente y luego reparó en mí. La tiesura de mi amigo más su aspecto aristocrático impresionó al policía. No era para menos. La ausencia total de gestos, la palidez, su mirada clavada en el infinito, su insolente naríz aguileña y la flamígera robe de chambre, dotaban a Billy Jensen de un misterio poderoso que el agente, un plebeyo, no deseaba molestar. Volvió a mirarme. Fue entonces que le dije que estábamos apuradísimos, mi amigo se está infartando en este momento y nos quedan pocos minutos para detener el síncope en un hospital.
El policía me preguntó: ¿Y por qué no maneja usted?
Pensé un par de segundos y le dije: Es que no sé manejar.
Dejamos atrás al oficial y Billy aceleró. Doblaba y doblaba esquinas de un modo frenético. ¿Adónde vamos, Jensen?, le pregunté. A mi depósito, musitó. El adoquinado hacía saltar el sarcófago, los ruidos que provenían de su interior recordaban que había un cadáver adentro. Pensé en lo qué haríamos con el cuerpo ya en el depósito ¿tendría un refrigerador? ¿pensaría descuartizarla? Mmmm…no le veía carácter de carnicero. ¿Pero qué carajos pasaba en realidad? Estaba metido hasta las amígdalas en un asesinato, en una camioneta adornada con una bonita muerta y en manos de un amigo cuya mayor cualidad es la cobardía. En el medio había un alfanje turco ensangrentado y una pistola desaparecida. Sóno mi celular, salté como una liebre espantada. Billy, del julepe, frenó en seco a mitad de la cuadra, logrando la atención de un verdulero y toda su clientela. Hasta los kiwis tenían los pelos de punta.
Era mi jefe. Con absoluta soltura me carajeó, qué dónde me encontraba, que por qué no había avisado que faltaría, que me esperaban para inspeccionar un siniestro, en fin, el tipo no tenía la más pálida idea de que su inspector estaba metido en un quilombo de órdago. Colgué después de decirle que al despertar, tuve un principio de infarto y que me hallaba en manos de los médicos. Me pregunté por qué en ese día lo único que se me ocurrían eran excusas cardiovasculares.
Una nueva frenada me llevó a golpearme la frente en el parabrisas. Un Hummer negro nos había cortado el paso mientras Billy Jensen gritaba influenciado por la ópera Sigfrido de Wagner. De la enorme camioneta descendieron unos tipos vestidos con mamelucos azules y armados como para un largo combate. Llevaban pasamontañas tejidos y guantes colorinches. Me arrancaron de mi butaca y me triplicaron el dolor de cabeza que ya traía con un culatazo. Caí de bruces, veía sombras, todo era gris y luego todo fue negro. Lo último que escuché fue la voz indignada de Billy quejándose que le habían desgarrado la robe. Creo que dijo que le había costado mil dólares. Y me dormí en la sopa negra del dolor.
Dedos en mi yugular, voz que dice está vivo, zapatos de charol bastante usados, chatitas femeninas color calipso, perro lanudo y sucio olfateándome, el olor inconfundible del miedo, el dolor nauseabundo circunvalando mi cabeza. Me incorporé rodeado por curiosos que me miraban como si fuera un cosmonauta ruso perdido en una calle de Barracas.. El perro lanudo y sucio empezó a ladrarme. Todo mal.
Pero lo peor estaba arribando: un patrullero de la Federal estacionó a pasos de mi triste figura. ¿Y quién bajó primero? El policía de guantes negros que nos había detenido en la pinza cuadras antes. Recién en ese momento me di cuenta que la Land Rover, el sarcófago sumerio y Billy Jensen se habían evaporado.
  • Oiga –me dijo con tonito incrédulo--¿ Usted no acompañaba a un amigo que se estaba infartando?
  • Sí…claro, soy el mismo.
  • ¿Y qué le pasó?
  • ¿A mi amigo?
  • No, hombre, a usted…qué le pasó.
No sabía qué decir, qué hacer, qué mentir. El otro policía ya se hallaba junto a mi viejo conocido de guantes negros. Si algo me tira de sisa en este mundo, son los malditos policías. Mi viejo conocido de guantes negros había estacionado su mirada buscando tal vez una respuesta abstracta.
  • ¿Y dónde está su amigo el infartado? – insistió, agregando más pimienta a mi angustia.
  • Es lo que me pregunto yo también, oficial, al parecer se lo llevaron con camioneta, cadáver y todo…-me quise morir. Dije cadáver.
  • ¿Cadáver? ¿Dijo cadáver?— Mi viejo conocido de guantes negros daba la impresión de que había descubierto un yacimiento de oro. O que había duplicado su ración de anfetaminas. Se había puesto exultante. Olió carne muerta y como a todo policía, se le despertó el hambre.
Los curiosos se fueron alejando. Sólo quedaba el frío, la calle gris, el par de policías y mi cara cada vez más y más sospechosa.


CONTINUARÁ…









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