viernes, 24 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/6

Miguel Angel Molfino

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Sexta entrega

RESUMEN: Leo Fariña y el escritor Don Martin llegan a la mansión de Jensen en busca de la carta que pidiera por teléfono. No existe tal carta pero sí Don Martin encuentra una esquela con una sugestiva anotación. Esto los llevará a husmear en un sofisticado bar de San Telmo. A punto de salir, Fariña recibe una llamada de Billy Jensen.

-    ¡Hola Billy! – dije.
-    No tengo mucho tiempo. En la caja fuerte del escritorio hay dinero, sacá algo porque lo vas a necesitar. La clave de la caja es 2542…
-    Ok, pero ¿estás bien?
¡Clic!
Abrí la caja fuerte. Era pequeña, profunda y atiborrada de pesos, euros y dólares. Un paraíso. Tomé dos mil pesos.Y salí rumbo al bar.
La fachada negra presentaba una gran puerta colonial: era el acceso a un mundo de tinieblas rojas. A un costado de la puerta, un cartel de cerámica reproducía a un tipo de cara abúlica, vestido a la usanza de fines del siglo XIX. Debajo, en pequeño, se leía Baudelaire.  Imaginé que sería el jardinero de “Las flores del Mal – Ajenjo & Co.” Así era la cosa. Entré. Una extraña música cantada hacía más difícil la vida en ese lugar. Después me enteraría de que estaba escuchando “Einstein on the beach” de Philip Glass. Minimalismo puro, me dijeron. Pedí un Vat 69 en la barra iluminada de azul. El gran espejo me replicaba y me hizo dar cuenta de que estaba fumando y que llevaba una cara ajada y ojerosa. Había poca gente, en su gran mayoría vestida totalmente de negro; pálida y refinada gente minimalista (me avisaron después). Entre la tiniebla roja se hizo visible una morocha sinuosa y de ojos afilados. Dolían. Se acomodó a mi costado y pidió un gimlet. Me miró con descaro, mi aspecto no hablaba bien de mí, lo sabía, pero le devolví la mirada. El barman parecía conocerla porque intercambió unas frases banales que la situaban como habitué. A los cuatro minutos estábamos charlando. Se llamaba Elaine Mervielle, era creativa publicitaria y usaba a menudo una risa contagiosa. Bueno, yo me reía de cualquier tontería que ella disparaba. Y cuando creí que mi cerco la estaba encerrando, saludó a una sombra roja y se marchó sin despedirse. Tomé un trago largo del whisky, saqué un cigarrillo y cuando buscaba  fósforos, un encendedor de plata quemó el papel y lo encendió. Dije gracias. El comedido era alto, fornido y joven. Usaba un traje de alpaca azul oscuro, tiradores y una corbata –sin duda- Hermés. Uno de los orificios de la naríz mostraba un imperceptible rastro de un polvo blanco. Ajá, me dije. El yuppie pidió un Rob Roy. Se presentó como Damián Otarduy, bróker de bolsa. Un runner, remató. Me presenté como quien soy y creo que no lo impresioné. En ese instante, repiqueteó el teléfono de la barra. El barman atendió. No sé por qué estiré la oreja. Menos mal. Alcancé a escuchar que el muchacho decía que todavía no había llegado el señor Baygón. Llame en media hora, dijo y colgó. Pedí otro whisky. El bróker sorbía su coctel color sangre, mudo y abstraído. Había cesado “Einstein on the beach” y ahora sonaba la voz de una mujer sufriendo en portugués. Recordé que eso era “Madredeus”, dato aportado por Otilia, una ex tan culta como neurótica.
El bróker, sin decir agua va, me empezó a contar que su hobbie era coleccionar antigüedades. Pensé que el mundo era muy chico. Empecé a sospechar que el famoso Baygón hacía negocios del rubro en ese bar o tal vez era el dueño, y que los parroquianos formaban una especie de cofradía de anticuarios. En general, los asistentes eran jóvenes y parecían inteligentes en sus barbas y anteojos retro, excepto un grupo de tres grandotes que bebían fernet sentados en una poltrona circular. Eran tres percherones a los que la bruma roja de las luces les quedaba perfecta: tres cancerberos del infierno en el jardín de Las flores del Mal.
El bróker prendió su encendedor coincidiendo con la entrada de dos tipos, uno alto y flaco y el otro petisón, muy parecido a Danny Devito. Vestían trajes oscuros, tal vez negros, y el bajo llevaba puesto, por encima, un sobretodo de piel de camello. Se inclinaron sobre la barra, saludaron al barman con un qué hacés, pibe, pidieron una Coca y un gin tonic. El chico de la barra saludó con especial respeto al petiso con un buenas noches, señor Arzac. Cuando tomó con su mano el vaso de Coca Cola, reparé en que sus manos llevaban guantes negros. La mano izquierda se veía muy tiesa: o estaba inutilizada o  era una prótesis.
Los recién llegados se unieron al grupo de los percherones. El joven barman marcó un número y en voz baja dijo:
-    Acaba de llegar el señor Baygón.
El yuppie dejó un billete de cien pesos, dijo adiós y se fue fumando. Llamé con un dedo al barman. Se acercó sin dejar de secar una copa de Martini.
-    ¿ Tenés idea de por qué lo llaman Baygón a ese tipo?
El pibe miró al mitín de grandotes y me deslizó:
-    La verdad, no sé. ¿Será por ese veneno para cucarachas? No sé, amigo, no sé. ¿Usted lo conoce?
-    No, no soy una cucaracha – Le respondí.

CONTINUARÁ…





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