viernes, 19 de julio de 2013

Novela Epicrisis (Adelanto)


Por Gastón Intelisano


Capítulo 1

El sábado dieciséis de mayo aún estaba oscuro cuando estacioné frente a la Morgue Judicial. Faltaban pocos minutos para las seis de la mañana, la calle Viamonte estaba desierta y no vi a otras personas exceptuando a dos barrenderos que hacían su trabajo. Me encontraba en el interior de mi auto, desayunando. Terminé de un sorbo el café con leche que había comprado en un Starbucks cercano que estaba abierto las 24 horas. La bebida caliente me recorrió como un torbellino descendente que avivó mis sentidos y me sacó de la pereza de la madrugada. Tapé el vaso vacío y lo puse dentro de una bolsa de papel madera. Encendí la luz de giro, doblé a mi izquierda y entré en ese edificio centenario en el que había estado tantas veces y casi nunca por gratos motivos.

El edificio de la actual Morgue Judicial de la Ciudad de Buenos Aires se había inaugurado el cinco de julio de 1908, después de que esta fuera creada por la Ley Nacional 3379 el dieciocho de agosto de 1896. El autor de esta ley había sido el Dr. Eliseo Cantón, que por entonces era decano de la Facultad de Medicina. Hasta entonces no existía el edificio que hoy conocemos, por lo que las autopsias se realizaban en el Depósito de Contraventores, ubicado en la calle 24 de Noviembre.

“Morgue” es un término que proviene del francés antiguo. Es un verbo (morguer) que podría traducirse como “observar”. En cada prisión de Francia existía un lugar con ese nombre en donde se alojaba a los detenidos; la finalidad de esta sala era que los policías miraran reiteradamente a los criminales con el fin de recordar sus rostros, su modo de caminar y sus actitudes.

En las mismas prisiones había celdas subterráneas denominadas bases geoles, donde eran exhibidos los cadáveres de personas desconocidas. Como el encargado de llevar el registro de los muertos era el mismo que vigilaba a los delincuentes, se extendió la denominación de “morgue” para el depósito de cadáveres.

Me detuve frente a la garita del guardia y un policía federal de unos sesenta años me saludó. Ya era la tercera vez que nos veíamos desde que comencé a colaborar con el Cuerpo Médico Forense de la Nación, siete meses atrás. Mi amistad con el actual director de la Morgue, el Dr. José Luis Moller, que se construyó tras una gran tragedia que nos tuvo trabajando codo a codo por más de una semana, motivó un intercambio de
conocimientos y experiencia que creí muy útil para mi práctica de cada día en la Policía Científica de la Ciudad de Mar del Plata, a la que todavía pertenecía.

La cantidad y diversidad de casos que se veían en esta institución la hacían un templo del saber para quien quisiera perfeccionarse en el campo de las ciencias forenses. Por ello no pude negarme ante el ofrecimiento del Dr. Moller para asistir periódicamente a sus autopsias.

Todos los fines de semana —y algunos días en la semana, si el trabajo en mi ciudad me lo permitía— venía a Buenos Aires para acompañar a los forenses en sus casos. Como retribución por el saber que era compartido conmigo, en esos días asistía al médico forense en todo el procedimiento: me aseguraba de medir y pesar correctamente al cadáver, de lavarlo si las manchas de sangre o la suciedad lo cubrían y no hacían visibles sus lesiones, tomaba nota del color de su pelo, ojos y el estado de su dentadura.

Observaba si tenía cicatrices, tatuajes o cualquier “marca particular” —como se las suele llamar— con las que más tarde podríamos identificar quién fue en vida esa persona. Etiquetaba con número de caso todos los frascos en los que colocaríamos las muestras de sangre y tejido que se enviarían a los laboratorios de Patología y Toxicología y hacía lo mismo con el papel secante circular, similar a un filtro de café, en el que descansarían varias gotas de sangre para posteriores determinaciones de ADN.
Ernesto, el policía, activó el portón, que se abrió con aplomo y provocó un pesado ruido metálico. Cuando terminó su recorrido y quedó paralelo a la pared lateral, me despedí deseándole un buen día. Enfilé hacia la zona de estacionamiento del personal, a la izquierda, pasando antes por la puerta de los laboratorios de Toxicología y otras dependencias de ese inmenso edificio.

Cuando bajé del auto me encontré inmediatamente frente a la zona de recepción para los familiares que tienen que reconocer algún cuerpo que llega a la morgue. Es una sala simple, con dos filas de sillas enfrentadas y una pequeña mesa en la que se amontonan revistas que nadie lee. Los viejos azulejos amarillos la cubren de piso a techo y es un lugar al que muchas veces no quisiera tener que acudir, porque es allí donde me encuentro cara a cara con el dolor de los que perdieron a un ser querido.

Desde que empecé a trabajar con el Dr. Moller me ha tocado presenciar escenas que van desde el llanto desgarrador hasta silencios sepulcrales que se niegan a enfrentar la terrible realidad que los ha llevado hasta allí. En una oportunidad debimos llamar a seguridad porque un hombre nos empezó a gritar con furia, acusándonos de haber dejado morir a su hijo. Lamentablemente, si alguien llega a nuestra puerta es porque ya está muerto.

Caminé por la calle interna y dejé atrás el estacionamiento. En las ventanas de la sala de autopsias vi las luces encendidas. Solo eso alcancé a ver porque los vidrios —en una medida por demás acertada— eran esfumados y no permitían ver en su interior. Llegué hasta la última puerta. A la derecha, en lo alto de la pared, un simple y viejo cartel rezaba “Morgue”.

Abrí la puerta alta y vieja y vi que la pizarra, generalmente nutrida de avisos de cursos y congresos organizados por la facultad, estaba vacía, pero el piso regado de papeles de distintos tamaños y colores. —El viento —pensé en voz alta—. Recogí todos los papeles y los pinché en la pizarra con las chinches de colores que habían quedado fijadas a la superficie de corcho. Pasé por la pequeña cocina y me encontré a Dante, uno de los técnicos de guardia, preparando un té. La pava estaba sobre el fuego y el agua comenzaba a hervir.

Levantó la vista de los papeles que leía en ese momento y me saludó. Me invitó a sentarme a la pequeña mesa y me preguntó si quería desayunar. No me ofreció mates porque después de trabajar conmigo estos meses sabía que era una infusión que yo no acostumbraba a ingerir. Le comenté que había tomado un café mientras venía en el auto, pero que aceptaba una taza de té. Lo acompañamos con unas facturas recién horneadas que trajo al llegar (él era el encargado de que no faltara nada de lo que consumíamos en la cocina y en todo este tiempo no recuerdo un día en el que faltaran las facturas o el azúcar).

Dante era un cuarentón simpático, no muy alto, de cabello castaño corto y prolijo. Sus ojos color almendra eran vivaces y atentos y nada se escapaba a ellos, ni dentro ni fuera de la sala de autopsias. Llevaba más de veinte años en la profesión y, aunque no tenía formación forense, podía dar cátedra de todo lo que pasaba en ese sombrío lugar. Los años que llevaba asistiendo a médicos legistas como el Dr. Moller lo habían capacitado en el arte de escuchar a los muertos. Era un lector voraz, con lo que complementaba sus saberes prácticos. Asistía a cuanto congreso o seminario de medicina legal lo invitaran y además incentivaba a que los demás integrantes del equipo hicieran lo mismo. “El saber no ocupa lugar, chicos” era su frase favorita. Según me había contado en una oportunidad, su anterior profesión fue la de enfermero, hasta que un amigo médico le
comentó que necesitaban gente con conocimientos básicos de anatomía y “mucha voluntad” para trabajar en el depósito de cadáveres. El sueldo era sustancioso y ofrecían una buena obra social. No lo pensó dos veces. No le impresionaban la sangre ni los olores: esas cosas ya las había padecido como empleado de un ruinoso hospital público.

Dante sacó la pava del fuego y colocó el agua hirviente en una taza. El saquito de té se infló por la temperatura del líquido, luego comenzó a despedir su contenido y el agua se fue tiñendo de un color rojizo. El platito tintineó contra la mesa cuando colocó la taza junto a mí.

—¡Gracias, Dante!
—Tomá tranquilo que todavía no llegó el doc —dijo, refiriéndose al
Dr. Moller.
—¿Qué tenemos para hoy? —le pregunté.
—Mirá, para empezar, tenemos un caso bastante raro. Es este, el que estaba leyendo     —dijo levantando varias páginas impresas en computadora.

Por lo general no recibíamos un informe del lugar del hecho, pero en este caso se trataba de alguien que había estado internado y posteriormente murió. Lo que Dante tenía en ese momento en sus manos era la epicrisis, el resumen de los datos importantes de la historia clínica del paciente.

—Hombre de unos 55 años, que ingresa a la guardia del hospital con mareos, desorientación…—comenzó a describir Dante— lo hospitalizan y comienza con un rápido deterioro. Se le realiza una resonancia magnética y se detecta una inflamación en el cerebro. Le indican una batería de análisis clínicos pero todos arrojan resultados normales. A los dos días entra en coma y ayer a las 23:30 fallece.

Dante dio vuelta la hoja y continuó relatando a medida que leía:

—Cuando los médicos interrogaron a la esposa, esta les informó que su marido había estado en un viaje de cacería por el interior del país. Los mareos y la desorientación comienzan hace cosa de diez días. El hijo mayor, que lo acompañó, afirmó que estuvieron en una zona en la que había todo tipo de animales y que recuerda al padre quejarse de dolor después de entrar a una cueva llena de murciélagos.

Al oír este último dato, una alarma interna sonó en mi cerebro. Los murciélagos son vectores de la rabia, al igual que los perros, zorros, mapaches y roedores. Esta enfermedad es producida por un virus con especial apetencia por las estructuras del sistema nervioso. El ser humano puede contagiarse a través de una mordida, o por el contacto de la piel o las mucosas con la saliva del animal infectado. Aun cuando la persona no es mordida, puede contraerse la infección por inhalación del guano de murciélago.

Aunque el período de incubación del trastorno puede variar desde dos semanas hasta un año, siendo lo normal de uno o dos meses, la muerte sobreviene una semana después si no se trata inmediatamente. Los casos de rabia son muy raros en la actualidad.

—Apenas leí la historia clínica hoy cuando llegué, llamé al doctor Moller y le pregunté cómo procederíamos. Me dijo que esperemos a que llegara para sacarlo de la cámara refrigerada. Eso me preocupó —dijo Dante, visiblemente consternado.

Yo no había visto ni un solo caso de un paciente con rabia en toda mi carrera. Ni siquiera en la etapa de prácticas que realicé en las morgues de la provincia de Buenos Aires.

Se escuchó el timbre de entrada y el sonido del portón abriéndose a lo lejos. Unos momentos después, el doctor Moller entró por la puerta principal y pasó a la sala de médicos contigua. Dejó sobre uno de los sillones su maletín vetusto y repleto de papeles y se acercó a la cocina, donde nos encontrábamos.

—Buen día —fue el saludo para ambos.

El doctor Moller era un hombre alto, robusto, de unos cuarenta y cinco años, enfundado en un ambo celeste que era un talle menor al que le correspondía y que lo hacía ver más inmenso de lo que era. El pelo que alguna vez pobló su cabeza parecía haber migrado a su pecho y sus brazos, trabajados por años de gimnasio y por mover cuerpos que oponían resistencia cuando el rigor mortis se instalaba en ellos.

—¿Así que tenemos uno de los complicados? —dijo Moller, preocupado, pero sin dejar de lado su actitud entusiasta.
—Vas a tener una oportunidad única, Santiago… ¿Ya habías estado en la autopsia de un paciente con rabia? —me preguntó.
—No, la verdad que nunca —respondí entusiasmado. En realidad, no sé si era entusiasmo lo que experimentaba en ese momento.
—¿Vamos a empezar a preparar todo? Esta no va a ser una autopsia como cualquier otra —anunció el doctor.
—Estamos listos —dijo Dante, hablando por ambos.

Me levanté de la mesa, lavé la taza en la pileta y la dejé escurriéndose en el secaplatos. Dante hizo lo mismo con la suya y salimos de la cocina.
Nos dirigimos a los vestuarios en donde teníamos nuestros ambos azules, nuestras botas altas —que solo usábamos en la sala de autopsias— y nuestras gafas y escudos faciales. Yo saqué de mi locker un fibrón indeleble negro, una cinta métrica, una birome negra y un mango de bisturí. Al final del pasillo, una sala de reciente remodelación agrupaba tres escritorios con dos computadoras de pantalla plana y tres impresoras láser repartidas entre bandejas con formularios y protocolos de autopsia. Parecía que lo
único antiguo que había quedado en esa pequeña estancia eran los pisos cerámicos, de un amarillo desgastado.

A la derecha de la puerta interna a esa sala, se encontraba el mostrador de ingresos, donde los policías o personal de otras fuerzas que concurría a traer un cadáver realizaban los trámites necesarios para el alojamiento del mismo y donde se le daba un número de caso.

Desde hacía algunos meses funcionaba una nueva modalidad de ingreso que se le daba a cada caso: un sistema informático que al ingresar los datos del cadáver le otorgaba un numero de caso que se traducía en un código de barras, que se repetía en cuatro etiquetas autoadhesivas que eran producidas por una moderna impresora láser, ubicada a la derecha del mostrador. Estos cuatro stickers servían para identificar a cada cuerpo
y a todas las muestras que se obtuvieran del él. Se pegaban en la etiqueta anudada al pie del cadáver, al protocolo de autopsia, al formulario de ingreso y a las muestras que se enviarían al laboratorio.
Todas estas etiquetas eran previamente escaneadas por una lectora láser que reconocía cada caso por medio del código de barras y evitaba posibles extravíos o equivocaciones.

Saludé a Mauro, el administrativo del turno mañana, que se encontraba absorto en la pantalla plana de su computadora. Mauro era un joven estudiante de medicina que algún día formaría parte del equipo de forenses. Cursaba el tercer año y era alumno del doctor Moller, quien también era profesor en esa carrera. Al ver el interés de Mauro por la medicina legal lo trajo a trabajar como administrativo. Por el momento, era lo más cerca que podía estar de la mesa de Morgagni.

Mauro no tenía treinta años todavía y su presencia prolija, su cabello rubio corto y sus ojos azules hubieran sido un regalo para la vista en la mesa de informes de cualquier institución, pero aquí solo era visto por unas pocas mujeres, todas ellas médicas, casadas y mucho mayores que él.

Una pequeña ventana conectaba este cuarto con la sala de autopsias, donde a veces se entregaban formularios, protocolos o algún otro material requerido desde o para el recinto principal. Seguí por el pasillo, dejé atrás la sala de Administración y llegué hasta unos estantes ubicados en la pared izquierda, en los que había todo lo necesario para el resguardo de las amenazas que nos esperaban en el inmenso salón contiguo: guantes de nitrilo de color violeta, cofias, barbijos y delantales de cuerpo entero descartables.

Mientras nos equipábamos para entrar a la sala de autopsias, el doctor Moller entró en el vestuario. Se nos acercó y sentándose en uno de los largos bancos de madera nos dijo:
—Muchachos, la autopsia que tenemos que hacer es muy peligrosa… Sé que entienden los riesgos de estar frente al cuerpo que nos espera en la cámara refrigerada... Y estaré de acuerdo si alguno de los dos me dice que no quiere participar.

Nos miró alternativamente a ambos, descruzó las manos y las puso sobre sus rodillas.

—La apertura del cráneo dejámela a mí, que es lo más peligroso —me dijo Dante.
—Por supuesto —le respondí, colocándome el segundo par de guantes de látex.
—¿Vienen los dos entonces? —preguntó el doctor, visiblemente contento.
—Empecemos —dijo Dante.



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