lunes, 4 de marzo de 2013

La vida es una moneda

Al falsificador lo paseaban por la Plaza del Retiro y le tiraban encima los billetes


REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA

Auge y caída del insólito Héctor Fernández, alias el Artista, el viejo falsificador de dólares que cayó preso cinco veces. Perdedor nato e incurable, su esposa y sus hijos lo abandonaron. A veces pide limosna para comer.

SÁBADO 18.02.2012 - EDICIÓN N ° 51


Escribe Rodolfo Palacios

La vida de un falsificador es así. Siempre oculto en la oscuridad, encerrado en algún sótano, lejos de la multitud, pendiente de que un financiador apueste por su trabajo artesanal y de un grupo que se ocupe de la tarea más expuesta: meter los billetes en el mercado financiero. Es un trabajo de hormiga. Pero la idea no es contar cómo se hace un billete, sino cómo un hombre dedicó su vida a un delito de guante blanco. Un delito que tiene una pena máxima de prisión de 15 años; en 1820, falsificar dinero en estas tierras era penado con el destierro y hasta con la horca. Al falsificador lo paseaban por la Plaza del Retiro y le tiraban encima los billetes que había fabricado. En esa época, el protagonista de esta historia habría sido ahorcado ante el pueblo.

En los subsuelos sórdidos del hampa, los que suelo recorrer con mi bastón niquelado y mi sombrero de felpa, conocí a Héctor Fernández, un truhán que cayó cinco veces. El Artista, como lo llaman los sabuesos de Robos y Hurtos de la Federal, pasó cuatro años en prisión por falsificar dos millones de dólares en 1991 en el sótano de una quinta del norte del conurbano. Fernández no aprendió la lección: el 4 de mayo de 2005 lo arrestaron con 260 mil dólares falsos durante el Operativo Papel Picado.

Fernández guarda un secreto que se llevará a la tumba. No lo ha dicho ni a sus hijos, ni a las mujeres que sedujo, ni a los matones que lo amenazaron.

–Hay una fórmula para hacer las películas de los billetes. Es como la cinta de un film. Nadie la sabrá. Es más probable que antes sepan la fórmula de Coca-Cola.

–¿Y si una vedette famosa se la pide a cambio de una noche de placer?

–Ni loco suelto prenda. En todas las prisiones por las que pasé tampoco me sacaron nada. A los presos les pintaba cuadros a cambio de protección.

–¿Y si un pelotón de matones le apunta con sus armas para que revele el secreto?

–La fórmula muere conmigo. A lo sumo se la dejo a mis hijos como testamento. Igual con la fórmula sola no se hace nada. También hace falta talento y pulso.

–¿Cómo logra que sus billetes falsos huelan como los verdaderos?

–Les pongo grasa de cerdo.

Me encontré con Fernández varias veces más: una mañana me lo crucé por la calle cuando volvía de comprar bombachas en Once. Las conseguía a 7 pesos y las vendía a 15 en cabarets o en peluquerías de José C. Paz. A veces lograba manosear alguna nalga, con la excusa de probar el producto que vendía.

Una tarde, mientras tomábamos un café en Corrientes y Esmeralda, me hizo una propuesta insólita:

–Usted, queridísimo, tiene que dejarse de joder. Laburar como un oficinista es un suicidio. Disfrute de la vida –me dijo.

Después clavó sus dos dientes de conejo en una masita fina de dulce de leche:

–Le voy a hacer una propuesta que espero no tome a mal. ¿No le gustaría darme una mano con los billetitos? –dijo el falsificador. Reí porque pensé que me estaba cargando. Dejamos el tema ahí. Él pagó la cuenta, piropeó a la moza y caminó hasta Retiro para tomarse el tren a José C. Paz.

Lo volví a ver otra tarde, en el mismo café. Me había citado para que le llevara un par de diarios donde salió publicada la primera entrevista que le hice. Pidió un plato de tallarines y un vino de la casa. En el medio de la charla, apareció un abogado regordete e inescrupuloso cuyo nombre no revelaré y mantendré en secreto de la misma forma en que Fernández mantiene su fórmula bajo siete llaves. Los dos hablaron de volver a falsificar en una quinta del norte, de una importación de papel moneda de Paraguay, de la cifra que hacía falta para arrancar, del tiempo que llevaría falsificar un millón de dólares. Inventé un llamado para salir de ese lugar, les di la mano y me fui a paso apurado. Sin querer, me había convertido en testigo de la planificación de un delito, aunque por después supe que todo quedó en la nada.

Pasaron los días y traté de mantenerme distante de Fernández. No lo llamé ni él me llamó. Por ese tiempo lo imaginaba encerrado en su casa, casi en penumbras, con la radio de fondo, comiendo una picada sobre un mantel florido de plástico, al lado de su atrevido gato Fellini y con el saco en cuadrillé puesto. A veces pensaba en el viejo y me daba lástima. Pero por otro lado, su soledad parecía merecida: lo habían dejado su esposa, sus hijos y hasta su amante. El viejo insistía en falsificar dólares. Era como si sus reiteradas caídas lo impulsaran a seguir cayendo una y otra vez.

Un día, me llamó para contarme que unos tipos le habían usurpado la casa y lo obligaban a falsificar. Lloraba como un marrano. Hasta intentó entregarse a la Justicia de San Martín porque pensó que preso iba a estar a salvo.

Pasaron cinco meses y no volví a tener noticias de Fernández. Supuse que su repentina ausencia se debía a dos motivos: estaba detenido o se había recluido para falsificar billetes. Pero no había pasado nada de eso. El viejo reapareció una noche. Me llamó desde un teléfono público y lo invité a cenar. Nos encontramos en Avenida de Mayo y Piedras. Fernández estaba parado en la esquina. Lucía un sombrero bombín y un saco negros, un pantalón gris y mocasines marrones. Miraba para los costados, detrás de sus lentes culo de botella. Sin dudas, el viejo estaba hecho de paciencia. Llevaba una hora esperándome, pero no se daba por vencido. Ya había pasado otras veces: lo citaba en una esquina y por una cosa u otra siempre me demoraba. Podía caer dos horas más tarde, pero él siempre esperaba, en una esquina cualquiera, a veces con un maletín o apoyado en un poste de luz, cruzado de brazos.

–Fernández, usted no puede seguir viviendo así como un linyera –le dije después de verlo con un pulóver de McDonald’s que le habían regalado en un local cuando fue a pedir comida.

–Voy a salir de pobre cuando vuelva a hacer los papelitos. La plata es tan importante como una linda mujer, las dos cosas van de la mano –sentenció.

Antes de irse, dijo:

–Gracias por todo lo que hace por mí. ¿No tendría diez pesitos? Así mañana me compro un sanguchito.

Saqué 20 pesos arrugados y se los di. El viejo los miró a trasluz en broma, como si fueran falsos, y me abrazó emocionado. Sinceramente emocionado.

–Con esto, morfo toda la semana –exageró. Luego me dio un apretón de manos y se subió al tren con destino a Moreno. Mientras el tren se alejaba, me pregunté si algún día el pobre viejo iba a ser feliz. O si volvería a ver a su familia o debía resignarse a pasar sus últimos años en una pensión de mala muerte o esperando volver a falsificar billetes, que a esta altura para él es como el que apuesta sus últimos pesos en una rifa millonaria que nunca ganará. Pero no sé qué habrá sido de la vida del insólito señor Fernández porque nunca más volví a verlo.

 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/439/la-vida-es-una-moneda



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