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Tinta roja
La guarida más segura de los hampones chinos no es de concreto, sino de palabras: algunos intérpretes trabajan para la mafia. Otros buscan descifrar lo que está oculto ante los ojos de los detectives. ¿Traducción o traición?
Miércoles 01.02.2012 - Edición N ° 49
Escribe Javier Sinay
Será por eso que Mario Vitette Sellanes, condenado por el Robo del
Siglo en la sucursal de Acasusso del Banco Río, se jactó en una
entrevista con El Guardián de sus términos del bajo mundo: “¡Cómo no
compartirlos! Si no, ¿para qué miércoles tenemos 60 años y nos dedicamos
a leer y a buscar la etimología de las palabras del argot carcelario y
del lunfardo?”.
Ocurrió algún día
nublado, perdido en la década del 30, cuando los trabajadores luchaban
sin la ayuda de ningún general, cuando Roberto Arlt todavía describía
sus modos, cuando en los interrogatorios los policías les echaban toda
la luz en la cara a sus detenidos. En esa jornada perdida en el tiempo,
un sastre de nombre Feierstein fue capturado durante una huelga y pisó
por primera vez una comisaría. El tipo había nacido en Polonia, una
tierra lejana donde los judíos eran perseguidos, y había aprendido a
amar a la Argentina con el pan de cada día y con la libertad de los
actos públicos. Su pasión por la nueva patria era tan grande que ni
siquiera se preocupaba demasiado por enseñarle a sus hijos (que, sabía,
serían argentinos de pura cepa) el ídish que había mamado en el Este.
Ese mismo ídish que se hablaba a lo largo de Europa y que despistaba a
los policías sudamericanos.
Sin embargo, en el
cuartucho de la seccional Feierstein se sorprendió con la presencia de
uno que no era ni sastre ni crujiro rompehuelgas, ni obrero ni patrón.
“Mi padre dijo que no sabía nada, que pasaba por ahí… hasta que lo
interrogó en ídish la Chancha Rusa”, evoca su hijo, el escritor Ricardo
Feierstein. “Siempre hubo traidores y la Chancha Rusa era el judío de la
policía. Él sí que leía e interrogaba en ídish.”
Muchos años después los
conflictos han cambiado. Los izquierdistas ya no son una amenaza. Al
contrario, la policía los extraña. Quisiera vérselas con aquellos
idealistas que luchaban por un mundo mejor y no con los hampones del
siglo XXI, no tan románticos.
Ahora una mujer de
rasgos orientales escucha una conversación por teléfono y toma nota. En
una consola bailan las agujas y los teléfonos se enganchan en cables
cruzados sin orden. La conversación no está al alcance de nadie más que
de ella, que escucha con atención las palabras chinas que se amontonan.
Un fiscal y algunos policiales la rodean, esperando alguna revelación en
la línea pinchada, y del otro lado dos mafiosos deciden sobre la vida
de varios otros; partiendo y repartiendo en un país donde la Ley los
mira de lejos. En promedio, a un chino le lleva siete años aprender
español. ¿Y a un policía cuánto le lleva aprender chino? El lenguaje es
poder.
Y entonces ocurre lo
inesperado: la mujer de rasgos orientales, la que debe traducir y guiar a
los investigadores como un lazarillo a su ciego, se quita los
auriculares y los arroja sobre la mesa con una expresión aterrada y
alucinada. Toma su abrigo y se va corriendo, perseguida por el fiscal,
que le grita “¡No puede dejar la escucha! ¡Ésta es una investigación
judicial! ¡Va a haber consecuencias!”. Pero la mujer, que huye, se ha
olvidado de todas las palabras en español, salvo de éstas: “¡No me
importa, yo me voy!”.
La anécdota es bien
conocida en las fiscalías abocadas a la investigación de la mafia china.
Allí cuentan el final del cuento: algunos días más tarde la traductora
regresó y dijo que, mientras los mafiosos hablaban en la línea pinchada,
se habían referido a los traductores. Que conocían a los que trabajaban
para la policía (que a fin de cuentas no eran más que los dedos de una
mano) y que querían eliminarlos a todos, incluida a ella. Hoy la guarida
más segura de los hampones chinos no es de concreto, sino de palabras:
“Durante más de 10 años hemos tenido a un solo traductor”, agrega ahora
aquel fiscal. “En los últimos años agregamos un par, pero no podemos
confiar: se dice que algunos trabajan para la mafia, si hasta han tenido
denuncias por falso testimonio…”.
Pero eso no es todo.
Cuando en diciembre de 2010 el fiscal de Delitos Complejos de Mercedes,
Juan Ignacio Bidone, protagonizó una tensa visita a la casa de la
familia Tchestnykh, el asunto del idioma volvió a aparecer. “¡Usted me
engañó: dijo que quería venir a ver, pero está haciendo un allanamiento,
y para eso usted necesita una orden de un juez!”, le señaló al fiscal
el joven Ilia, hermano de Vera, que llevaba más de seis meses
desaparecida, e hijo de Ludmila, que había sido asesinada hacía pocos
días. “Mire, usted tiene razón”, le respondió el fiscal, “pero tengo
facultades suficientes para disponer un allanamiento de emergencia”.
Así, mandó a secuestrar varios celulares, una CPU y una laptop.
Desesperado ante lo que consideraba un atropello, Ilia le advirtió (en
español) que no iba a entender nada, que todos los archivos estaban en
ruso. “No se preocupe, buscaremos un traductor”, le respondió el otro.
Pero lo cierto es que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera
conseguirlo.
“Traidor” se dice “farreter” en ídish,
“pàntú” en chino y “predatel” en ruso. En otras latitudes se dice
“traditore”. Y en italiano “traductor” es “traduttore”. De ahí, aquel
viejo juego de palabras de traduttore-traditore, que no hace referencia a
renegados evidentes como la Chancha Rusa, sino a la imposibilidad de
traducir literalmente sin producir distorsiones en los contenidos y en
las formas. Siempre que hay traducción, hay traición. ¿Pero qué pasa
cuando todos tienen cara de Chancha Rusa? “Ninguno la tiene”, responde
Guillermo Piro, poeta y traductor del italiano que se le animó a Juan
Rodolfo Wilcock, a Emilio Salgari y a Roberto Benigni, entre otros. “Si
no se puede traducir sin traicionar, todos son traidores, y si es así la
traición no existe y la traducción no es posible”.
Otro cantar es el argot, el gergo, la bribia,
la germanía, el hampa, el caló… El lunfardo: “un engendro bastardo de
la lengua ordinaria de la que deriva”, según escribió el jurista Antonio
Dellepiane en El idioma del delito, en 1894, cuando los
vigilantes trataban de “aprender a ver” entre la multitud. En aquellas
páginas Dellepiane desconfía de Cesare Lombroso –para quien el caló es
una herencia de las cavernas y está hablado por salvajes extraviados– y
propone que la lengua del hampa “revela en forma sensible, casi podría
decirse palpable, las notas o rasgos característicos del alma criminal”.
Ya hubiera querido un “Gato” Bonica, un “Sopapita” Merlo, un “Sucio”
Guardo –y aun un dirigente sindical perseguido como Julio Troxler– ser
chino o ruso, o hablar en ídish para despistar a los infieles. Al
sindicalista ya no le queda remedio; su lenguaje, a la larga, es
transparente. Pero el delincuente se vale del argot, de eso que es mucho
menos que un idioma y que Dellepiane considera un “tecnicismo
profesional”.
Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/401/la-lengua-del-crimen
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