lunes, 11 de marzo de 2013

Los cadáveres hablan

El concejal radical Carlos Ray : no había sido envenenado


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Tinta roja

Los cadáveres hablan

Y el del concejal radical Carlos Ray dijo lo que pocos imaginaban: no había sido envenenado. Lo descubrió, en 1925, Gustavo Germán González, periodista de Crítica que entró en la sala de autopsia disfrazado de plomero.
Sábado 18.02.2012 - Edición N ° 50
 
 Escribe Milton Merlo

Esa noche de enero no había mucha gente en el bar de la calle Moreno. Y tal vez fuera mejor así. El tema es que el viejo Leopoldo se inhibe con facilidad. Es una persona dicharachera, pero cuando en la mesa ya se arriman cuatro o cinco personas lentamente pierde protagonismo. Se va quedando silencioso al punto que parece que se hubiera ido, que ya no está entre nosotros. Esa noche hacía calor y la gente no quería estar en un antro donde el único aire que entra es el de la calle, gracias a los dos ventanales delanteros.

Leopoldo sí estaba allí, con su barba canosa y su manía de fumar los cigarrillos casi hasta el filtro. En algún momento entre la segunda y la tercera ronda de café, instantes previos a pasar al infaltable whisky, se puso a recordar al negro Gustavo Germán González (GGG), mítico jefe de Policiales del diario Crítica, ese que conducía Natalio Botana y que solía ser un boom de ventas. Su sección Policiales solía tener poetas que iban a las escenas del crimen y dibujantes que hacían historietas de los secuestros más famosos de la época. Leopoldo lo recordó como un periodista que destilaba talento y, en especial, oficio. Perseguía la noticia adonde ésta lo llevara, incluso más allá de la muerte. Ese fue el caso del concejal Carlos Ray, asesinado en una noche cerrada de 1925.

Radical, elegante, de buena oratoria y fumador empedernido, como buen político a Ray no le costaba en lo más mínimo empatizar con las personas. Vivía en un chalet de Vicente López, donde organizaba reuniones con sus asesores y amigos. Era un hombre enamorado. Convivía con María Poey y la hija de ésta. Se sentía vital, hacia planes, leía proyectos, tenía un futuro por demás interesante en ese partido que por la década del veinte era como una brisa de renovación frente al viejo orden conservador.

Todo quedó trunco por dos balazos que perforaron primero el silencio nocturno y luego el pecho del concejal. El inefable, viejo lobo de mar del periodismo, GGG se movió rápido. Visitó comisarías, bares y antros donde se solía perder hasta el nombre. Se creía que la muerte de Ray no era un atraco vulgar, sino que debía haber algo más, una pista oculta. Los sabuesos de esa época le apuntaban a otro concejal, José Pereyra, también radical, también de buena posición y, según diversas fuentes, también enamorado de la vivaz María.

¡Último momento!

Las rotativas no tardaron en escupir una hipótesis digna de un culebrón de media tarde. Se creía que Pereyra y Poey eran amantes y que podrían haber envenenado a Ray para luego organizar un robo ficticio. Última Hora sostenía que la mujer había tenido varios amantes. GGG no estaba convencido por lo cual Crítica no terminaba de jugarse por esa hipótesis. El cronista necesitaba algo más, una certeza que no encontraba entre sus fuentes policiales y las del hampa.

La oportunidad llegó. Se dispuso una autopsia del cadáver en la morgue de la Capital Federal. La prensa tenía prohibido ingresar al edificio. Eso no era un obstáculo para GGG, él necesitaba saber, el crimen ya lo obsesionaba y el rostro de Ray se le aparecía en forma recurrente. Gracias a un amigo del Gabinete de Crímenes logró colarse en la sala de autopsias disfrazado de plomero. Los médicos, hombres fríos y de mirada calculadora, abrieron los órganos del concejal. A los 45 minutos la conclusión era inexorable: no había cianuro en el cuerpo.

Cuentan que GGG ni se molestó en cambiarse la ropa de obrero para presentarse en la redacción. Botana lo esperaba en su oficina fumando y pensando en la edición del día siguiente. Apenas escuchó las novedades sufrió ese escozor en la espalda tan propio de los momentos decisivos. Tenía una primicia y no iba a desaprovecharla. ¿Quién querría desaprovecharla? Sólo un inconsciente. Consiguió tipos de madera que le permitieron imprimir titulares más grandes de los que habitualmente salían publicados. “No hay cianuro”, gritó Crítica desde su tapa. La edición se agotó a las pocas horas. En la tapa estaba la foto de GGG, señalándolo como el autor de semejante bomba periodística.

Esa célebre frase que apareció en la primera plana inspiró un tango que aún hoy es cantado por algunos referentes de la música popular.

Esa tarde Víctor Antía debió haber leído la noticia, posiblemente en algún cafetín de La Boca, barrio sórdido del sur que le gustaba frecuentar. Se puso nervioso, sintió que el diablo, como casi siempre, comenzaba a meter la cola. A las pocas noches irrumpió en un chalet de Núñez con intención de desvalijarlo. El dueño era un alemán de sueño liviano que reaccionó y se tiroteo con los maleantes. Víctor cayó herido y fue trasladado casi de inmediato al Hospital Piróvano. Su buen toque había llegado a su fin. En el quirófano, bajo la mirada atenta del cabo de policía y del cirujano confesó haber asesinado a Ray. De paso entregó al resto de la banda. El jefe de Investigaciones, Eduardo Santiago, ordenó las detenciones. Uno a uno confirmaron su participación en el crimen del concejal.

Es probable que sin la intervención del sagaz investigador, el crimen hubiera quedado impune o con Poey y Pereyra presos (ya habían sido detenidos). Ocurría que el juez de la causa, un hombre gris, de apellido Facio, padecía algún tipo de demencia que lo alejaba de la luz y de las pistas. Para colmo la enfermedad era tratada por un curandero de Villa Dominico que también era una suerte de consejero especial del magistrado.

Dos días más tarde Santiago citó en su despacho al sabueso GGG. Le mostró una de las pieles que Poey gustaba de lucir en las noches de gala. Un bombero se la había comprado a uno de los ladrones. Otro ejemplar histórico de Crítica estaba en marcha. Un nuevo triunfo para el cronista salvaje iba rumbo a la tinta y el papel. La gloria misma.

Seguramente, diecisiete años después, se acordó de aquella tarde. Varios de los mejores periodistas de la época se congregaron en el restaurante Pinnin para homenajear al ya por entonces jefe de Policiales del diario de los Botana. Era 1942 y Leopoldo ya estaba allí, trabajando como aprendiz de mozo. Contaba las escenas como si las luces y la música de la juerga todavía estuvieran intactas en su memoria. Lanzaba nombres como Ignacio Covarrubias, Raúl González Tuñón, Córdova Iturburu, entre varios cronistas de esos años.

Al rato llegaron algunos de los integrantes habituales de las mesas de café. El fútbol, las mujeres y la política coparon la conversación. Leopoldo se quedó callado. Fumaba y sonreía con nostalgia. Dejó de hablar y se concentró en su whisky. Seguramente pensaba en GGG y en que a él le hubiera gustado conocer ese bar de la calle Moreno. Luego, finalmente, desapareció.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/420/los-cadaveres-hablan

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