Por Javier Chiabrando
“Pampa del infierno”, de Miguel Molfino, son varias cosas en una: un western argentino puro por cruza con novela negra, un grano de arena aportado a la probable historia social del país con su inevitable choque entre inmigrantes y locales, y también un canto a la naturaleza, por muy hostil que sea. Y al fin, una contribución a la construcción mítica de nuestra historia no tan lejana. Algo así como los norteamericanos supieron hacer con sus cowboys, que no se diferenciarían demasiado de nuestros gauchos, pero a los que la ficción logró volverlos más fotogénicos, entre otros méritos no probados.
Dijimos western porque hay vaqueros que cumplen con las generales de la ley del género y luego de viajar muchas millas a caballo y de dormir a la intemperie con la montura como almohada, recalan en un lugar como bautizado para que esta historia suceda: Pampa del Infierno. Pero para eso deben pasar muchas cosas, debe haber sangre, duelos, venganzas, y muchas más millas cabalgadas, que sumadas dan las que se necesitan para llegar de Texas al Chaco.
El personaje principal es Ken Parker, un texano que un día abandona el rancho de su padre, como los cachorros abandonan el nido, y viaja hacia el sur, siguiendo imprecisamente la pista de Sundance Kid y de Butch Cassidy, por quiénes ofrecen una valiosa recompensa. Pero nada sucede como estaba previsto. Los pistoleros serían asesinados en Bolivia y Parker se asienta en el sur, se convierte en buscador de oro, se casa con una mapuche y vive en lo que tal vez fuera el rancho de Butch Cassidy. ¿Encontró su lugar en el mundo? No, porque de ser así no habría western. Entonces irrumpe la violencia. Parker, fiel a su condición de vaquero hecho según las reglas de la virilidad, se cobra venganza y no le queda otra que huir. Lo acompaña Kuyén, su mujer, embarazada, y su amigo McParland, ex hombre de la Pinkerton, como lo fue Dashiell Hammett, para terminar en el norte del Chaco, exactamente en Pampa del infierno.
Ahí comienza otra historia, la de esos hombres y mujeres que llegaron desde todos los puntos cardinales y ayudaron a construir eso que llamamos Argentina. En Pampa del infierno conviven indios, inmigrantes varios, desertores del ejército y misioneros. Conviven sin equilibrio alguno, sometidos a las reglas de la fuerza, las armas, la crueldad. La vida allí es tan dura como en el oeste de las películas, y vale igual de poco. Se puede morir por nada, por el calor, por una palabra dicha a destiempo o para satisfacer la crueldad de alguien. Bien lo dice Horacio Convertini en la contratapa: “…es, además de una aventura atrapante, una mirada sobre el método brutal con el que se hizo el país…”
Fue Mempo Giardinelli en su ensayo sobre la novela negra quien describió la relación entre los géneros negro y western. Allí mencionó “el ambiente salvaje, inhóspito, que se repite en la lucha callejera, en la ferocidad de la selva citadina moderna”, de la novela negra. También marcó los hitos de ambos géneros: personajes solitarios que sólo confían en sí mismo, el ambiente salvaje, los interludios amorosos.
Y quién mejor para encarar este cruce de géneros (aunque en este caso prevalezca el western) que Molfino, nombre relevante del mundo de la novela negra, que ya se había aproximado al espíritu del far west en sus cuentos, pero que además es un hombre que vive donde sucede la historia. Ya lo declaró en un reportaje a Página 12: “Mi casa está al lado del río, y más allá está el Paraná. Es un paisaje con el que puedo hacer un western, porque además es una población extraña y muy heterogénea la del interior del Chaco…”. Y hasta se da el lujo de ponernos frente a una gran escena de sitio cuando el rancho de Parker es atacado, una escena de esas que vimos tantas veces en películas, donde un grupo de hombres se defiende de un enemigo sin cara, sin saber cuántos son, qué armas tienen: “Lecko –un wichí corpulento y de cabellera gris– compartía con Ken Parker el gran ojo de buey que se hallaba en una especie de primer piso, debajo de la ventana que ocupaba Collins. Era una posición estratégica porque desde allí se veía todo el terreno”, escribe Molfino.
Dijimos antes que esta novela era también un canto a la naturaleza. Esa relación con la naturaleza se percibe desde las primeras líneas: “En la tarde baja y rojiza las nubes destellan una luz ferrosa, oxidando el aire húmedo que llega del río”. Aquí la naturaleza es el manto donde se cobijan los hombres, que a la vez deben derrotarla para sobrevivir. “En ese horizonte, la noche todavía era un manto violeta. Era casi táctil la sensación de infinito en la sabana anochecida”, escribe Molfino. Esa naturaleza hostil, tan presente en sus otras novelas, concretamente en la excelente “Monstruos perfectos”, es acá todavía una barrera entre los hombres y una forma de la felicidad que aún no se percibe con claridad pero que hay que conquistar como sea.
Y por último, aunque las buenas novelas nunca se terminan del todo, está esa vuelta de tuerca, esa viveza criolla, que significa tomar a personajes más propios de la gauchesca y volverlos parte de una historia de “comboys”, sin que desentonen, haciendo de ellos un breve mito que seguramente se encadenará con otras novelas, películas, historias orales, según cada lector. “En plena carrera desenfunda el Winchester que trae a un costado de la montura. Los árboles pasan veloces, baja y trepa montículos de piedra, el viento frío le azota la cara, dientes apretados, pierde el sombrero en el camino…”, dice Molfino, como si narrara las aventuras de El virginiano. “Pampa del infierno”, editada por Revolver es una novela inusual dentro de panorama de la literatura argentina. Desenfunde y vea por usted mismo.
Fuente: (Publicado en el suplemento literario de Télam.)