viernes, 28 de septiembre de 2012

El cuento policial argentino.


Por Jorge Lafforgue

Los primeros antecedentes de la narrativa policial en la Argentina pueden rastrearse a finales del siglo XIX, cuando aparecieron los relatos "La huella del crimen" de Luis V. Varela (1845-1911), "El candado de oro" (rebautizado "La pesquisa" en su segunda edición) de Paul Groussac (1848-1929) y "La bolsa de huesos" de Eduardo L. Holmberg (1852-1937) en 1877, 1884 y 1896 respectivamente. Ya en el siglo XX, el manejo y el conocimiento de las reglas del género están presentes en algunas narraciones de Horacio Quiroga (1878-1937) -"El triple robo de Bellamore" (1903), "El crimen del otro" (1904)- y con mayor frecuencia en la obra de Vicente Rossi (1871-1945), autor del libro de cuentos "Casos policiales" (1912).
Luego, durante los años '20 y '30, escritores como Eustaquio Pellicer (1859-1937), Arístides Rabello (1886-1941), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Leonardo Castellani (1899-1981) y Enrique Anderson Imbert (1910-2000), produjeron relatos policiales. Con la aparición en 1944 de la colección "El Séptimo Círculo", dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), se produjo un cambio notable en el mercado editorial argentino dedicado al género policial. El éxito obtenido por la colección impulsó la producción local con concursos en los que participaban una gran cantidad de autores argentinos. Así, en 1953, Rodolfo Walsh (1927-1977) publicó "Variaciones en rojo", un libro que fue galardonado con el premio Municipal de Literatura, y, ese mismo año, seleccionó y prologó "Diez cuentos policiales argentinos", la primera antología del género dedicada exclusivamente a escritores argentinos, lo que constituyó un verdadero mojón en la historia de la narrativa policial en la Argentina.
El crítico literario y periodista argentino Jorge Lafforgue (1935) ha publicado a propósito de este género múltiples trabajos, entre ellos antologías de Arthur Conan Doyle (1859-1930), Gilbert K. Chesterton (1874-1936) y otros, además de los ensayos escritos en colaboración con Jorge B. Rivera (1935-2004) reunidos en "Asesinos de papel", y el imprescindible "Cuentos policiales argentinos" aparecido en 1997, cuyo prólogo se reproduce más abajo. En él, el autor seleccionó veinticinco cuentos a los que subdividió en cuatro etapas históricas, a saber: Período formativo ("La pesquisa" de Paul Groussac, "El triple robo de Bellamore" de Horacio Quiroga, "Los vestigios de un crimen" de Vicente Rossi y "El botón del calzoncillo" de Eustaquio Pellicer); Período clásico ("El crimen casi perfecto" de Roberto Arlt, "El caso de Ada Terry" de Leonardo Castellani, "La muerte y la brújula" de Jorge Luis Borges, "Homicidio filosófico" de Conrado Nalé Roxlo, "Las noches de Goliadkin" de Adolfo Bioy Casares y J.L. Borges, "El agua del infierno" de Manuel Peyrou y "Al rompecabezas le falta una pieza" de Enrique Anderson Imbert); Período de transición ("La pesquisa de don Frutos" de Velmiro Ayala Gauna, "Cuento para tahúres" de Rodolfo Walsh, "Las señales" de Adolfo Pérez Zelaschi, "Los tiempos de Ramón Acuña" de Isaac Aisemberg, "Zorro viejo" de Norberto Firpo, "El beguén" de Angélica Gorodischer y "La cuestión de la dama en el Max Lange" de Abelardo Castillo); y Período negro ("La noche de Mantequilla" de Julio Cortázar, "La loca y el relato del crimen" de Ricardo Piglia, "Obelisco" de Juan Martini, "El náufrago de las sombras" de Carlos Dámaso Martínez, "Un error de Ludueña" de Elvio E. Gandolfo, "Frente de tormenta" de Vicente Battista y "Versión de un relato de Hammett" de Juan Sasturain). De este modo, Lafforgue permite apreciar el desarrollo de la literatura policial en el país a lo largo de algo más de cien años.

Hacia fines del siglo XIX Buenos Aires era un hervidero: mientras el positivismo imponía sus leyes, la fiebre del progreso ganaba las calles. Los planes de la generación del ochenta se estaban cumpliendo: ya Roca había limpiado el "desierto" de indios molestos y el proceso inmigratorio, si bien no selectivo, con su avalancha ítalo-gallega transformaba totalmente la fisonomía del país, en particular de la ciudad-puerto, que dejaba atrás la imagen de "gran aldea" para convertirse en bullente "cosmópolis". Y en ella, en la bullente Buenos Aires, las novedades culturales se sucedían con vértigo y orgullo: se fundan entonces la Facultad de Filosofía y Letras y el Museo de Bellas Artes; se levantan el Teatro Colón y el Plaza Hotel; se realizan las reuniones del Ateneo y la Syringa; se multiplican las publicaciones periódicas; se dan los primeros pasos del teatro rioplatense, vía gauchescos y saineteros; se instaura el modernismo con dos libros capitales: "Prosas profanas" y "Los raros", que Rubén Darío publica en 1896.
A comienzos del año siguiente, un polígrafo de origen francés, Paul Groussac, reeditará su cuento "La pesquisa". Desde su mismo título y al escudarse su autor en el anonimato (extremo de todo seudónimo) brinda las pistas iniciales para descubrir en ese texto el "primer relato policial escrito en el país con conciencia y conocimiento del género" (Fermín Févre), cuya estructura por lo demás corresponde a la etapa configuradora del policial en Europa, entre la tradición folletinesca francesa y la más decantada de los Victorianos ingleses. El protagonista de este cuento reivindica el buen olfato, la fuerza de un "yo instintivo y vergonzante", una intuición privilegiada como condición necesaria en el instante decisivo del descubrimiento; agrega al interés profesional por resolver el enigma la "curiosidad desinteresada", que actúa como acicate fundamental; consecuentemente, él concluye la tarea al margen de su rutina policial y la desgrana años después durante un plácido crucero... Si a estos rasgos de conducta del personaje principal agregamos el escenario sombrío -esa aislada casa quinta de la Recoleta-, junto con cadáveres, sangre, un testigo sospechoso, huellas extrañas, mensajes enigmáticos, falsa identidad, podemos convenir que los elementos configuradores del género no han sido escatimados. Por último, el presunto carácter novel del autor (anonimato declarado) y el mismo encuadre narrativo (relato dentro del relato) nos permiten incluso limar ciertas ingenuidades.
Si nos atenemos a esa fecha, 1897, bien podríamos proclamar los "cien años del relato policial" en estas tierras. Pero, en verdad, hacía ya algunos años que este campo venía siendo abonado por varios pioneros: al jurisconsulto Luis V. Varela se le debe un par de novelas, ambas de 1877, con el manifiesto sello de Gaboriau; Carlos Monsalve da a conocer por entonces una producción que muestra claramente "la preocupación por lo policial" (Juan Jacobo Bajarlía); Carlos Olivera realiza hacia 1880 las primeras traducciones de Poe, incluyendo sus tres cuentos policiales canónicos; Eduardo L. Holmberg publica "La bolsa de huesos y otros relatos" que se reconocen dentro del género, para no mencionar al prolífico Eduardo Gutiérrez, cuyos folletines suelen bordearlo.
A la vuelta de este siglo, con el triunfo modernista y la expansión del periodismo, los escritores tienden a profesionalizarse. Desde ese momento, el lenguaje será una pasión manifiesta, nunca soslayada. En las páginas que siguen se ha incluido a dos uruguayos -trasplantados a esta orilla del Plata, pero que pronto se radicarán en Misiones y en Córdoba- que sin duda fueron escritores representativos de ese momento de fuerte recomposición literaria mediante textos como "Los desterrados" o "Cosas de negros". "El triple robo de Bellamore" es un cuento que corresponde a la etapa de transición de Horacio Quiroga entre su inicial modernismo y la voz narrativa plena y madura de sus textos misioneros. Con economía de recursos, el narrador trasmite un ejemplo de razonamiento deductivo a cargo de Zaninski, que no hubiese desdeñado el caballero Dupin; pero la vuelta de tuerca final -el mero exceso de coincidencias que cuestionaría a la lógica triunfante- brinda al cuento un toque de originalidad, lo cierra con una nota de desolado escepticismo. Por su parte, Vicente Rossi -escritor insólito e injustamente olvidado- publicó en una revista porteña y recogió luego en un libro cordobés una serie de "casos" policiales que le permitieron desplegar un amplio abanico de recursos y estrategias del género. El carácter lúdico de "Los vestigios de un crimen" no impide advertir su verosímil localización y su ceñida factura.
En las dos décadas que van del Centenario al golpe militar de 1930 podemos señalar un doble fenómeno convergente en el desarrollo del policial: la aparición esporádica de textos de autores nacionales que incursionan en el género o lo cruzan con el relato de aventuras en publicaciones periódicas de kiosco: "El Cuento Ilustrado", "La Novela Semanal", "Bambalinas" y similares (de ese variado espectro se incluye "El botón del calzoncillo", parodia de los métodos holmesianos debida a Eustaquio Pellicer), junto con la formación de un público lector que ha de frecuentar obras del género, primero en colecciones generales (como la valiosa Biblioteca de La Nación) y luego en colecciones específicas de amplia difusión (las series de Tor, de Molino, entre otras).
 Cumplido entonces lo que en este libro llamo "Período formativo", el género comienza a tomar forma, a conjugar sus elementos dispersos y/o esporádicos en un cierto orden, durante los años treinta, cuando se multiplican las colecciones específicas y sus consecuentes lectores; cuando se editan un par de novelas policiales: "El enigma de la calle Arcos" (1932) y "El crimen de la noche de bodas" (1933) y cuando se publican en diarios y revistas los cuentos policiales de Enrique Anderson Imbert, Manuel Peyrou, Roberto Arlt y Leonardo Castellani, para sólo mencionar autores incluidos en esta antología. Estos fenómenos son el fermento o las raíces de esa gran eclosión que tiene lugar a principio de los cuarenta con la aparición de los libros de Abel Mateo y de Castellani: "Con la guadaña al hombro" (1940) y "Las nueve muertes del padre Metri" (1942), respectivamente; con los cuentos paradigmáticos de Borges: "El jardín de senderos que se bifurcan" (1941) y "La muerte y la brújula" (1942), y con los "Seis problemas para don Isidro Parodi" (1942) del binomio Bioy-Borges que firma H. Bustos Domecq, entre otros cuantos textos. Conviene recordar que el impulso consolidatorio que tales libros revelan se sustenta en el notable crecimiento de la industria editorial en el país durante esos años, fenómeno que también ha de permitir la fundación y el desarrollo de colecciones del género hoy legendarias: El Séptimo Círculo, cuyos primeros títulos publica Emecé a comienzos de 1945, la Serie Naranja y Evasión, ambas de Hachette, las populares Rastros y Pistas y tantas otras (esta feliz conjunción de hechos ha llevado a muchos estudiosos a situar en ese venturoso momento el inicio del relato policial en la Argentina. No cabe discutir ahora esa falacia o equívoco, cuya invalidez de todos modos prueba la breve reseña precedente).
Los siete relatos que integran la segunda parte de esta antología, el llamado "Período clásico", dan buena cuenta de la notable riqueza y profundidad lograda por nuestros escritores en esa etapa de neto predominio de la novela-problema. Las reglas fijadas por los maestros de la vertiente inglesa, la tradicional novela de enigma, la novela detectivesca con su "fair play", están sin duda presentes en nuestros clásicos. Así, por ejemplo, la apuesta al juego de la "pura inteligencia" (para el personaje de Groussac su deseo por descubrir la verdad está "hecho de curiosidad desinteresada"; al de Arlt, el presunto suicidio le "preocupaba no policialmente, sino deportivamente"; a Erik Lonnrot "las meras circunstancias... apenas le interesaban"). O, por ejemplo, la sombra de Chesterton, mejor del padre Brown, que cobija al estentóreo padre Metri (Eduardo Romano lo ha visto muy bien); que sobrevuela las conductas o, mejor, las reflexiones de Jorge Vane, el detective del primer Peyrou; que hasta aparece "disfrazado" en la banda descubierta por don Isidro Parodi; ese Chesterton a quien Nalé dedica un "a la manera de..." y acerca del cual Borges ha escrito en los treinta un par de agudas inquisiciones en "Sur" (ese Chesterton que, junto con Poe y Conan Doyle, integra la tríada más mentada por nuestros maestros del policial). De este modo, el ejercicio de apuntar elementos de filiación entre la corriente inglesa y los escritores argentinos podría no tener término... Sin embargo, si prestamos a estas adaptaciones nacionales una atención menos discipular advertiremos pronto que no todo es pleitesía; más, no pocas veces la ironía, el humor o la articulación paródica instauran una ruptura no aleatoria. Quiero decir, bajo su aparente acatamiento estos textos llegan a romper o poner en cuestión las reglas del juego, aquellas del "fair play"; en algún caso, quedan abiertas hacia inéditos horizontes: o qué si no significa el tiro de gracia de Red Scharlach a ese tenaz detective que ha seguido razonadamente las señales del laberinto; sin duda, mucho más que una simple inversión.
El radical cuestionamiento de "La muerte y la brújula" no es la única perplejidad a la que Borges nos somete. Más llevadera y risueña resulta la serie pergeñada con Adolfo Bioy Casares: aquellos seis casos que el peluquero recluido en una celda de la Penitenciaría Nacional va resolviendo entre mate y mate. Parodi(a) tensa con calma criolla la secuencia Dupin/el Viejo del Rincón/la Máquina Pensante/Max Carradós/lógicos puros, agregándole, mediante la hipérbole, una cuota crítica sobre los usos del lenguaje a cargo (involuntario) de su interlocutor. Aunque menos arriesgados que los borgeanos, otros atajos serán practicados por nuestros escritores para evadirse del mero epigonismo. El más socorrido ha de ser el trabajo sobre la arquetípica figura del detective, cuyo símil nacional ellos irán dibujando a través de esos comisarios llenos de sentido común, bonachones y algo escépticos, como el Leoni de Pérez Zelaschi, el Laurenzi de Walsh o el Baliari de Firpo (Elena Braceras y Cristina Leytour han sabido estudiar la emergencia de estos personajes). Un ejemplo claro de esa búsqueda es el desplazamiento del investigador Jorge Vane por el padrino don Pablo Laborde en los relatos de Peyrou; el más notable quizá sea don Frutos Gómez, protagonista de los cuentos de Ayala Gauna, comisario de un polvoriento pueblo correntino, secundado por el oficial sumariante Luis Arzásola -contrafigura de las clásicas parejas, desde Sherlock Holmes y el Dr. Watson- que cumple los mandatos del buen razonar pero tomando en solfa sus oropeles y excesos.
Estamos ya a mediados de los cincuenta: Walsh acaba de publicar la primera antología del género, "Diez cuentos policiales argentinos" (1953); revistas de gran circulación, como "Leoplán" y "Vea y Lea", acogen y estimulan la producción cuentística de nuestros narradores; a las colecciones antes mencionadas se suman otras, obviamente dada la buena aceptación del público; las realizaciones cinematográficas que incursionan en el género se vuelven frecuentes. Estos y otros elementos contribuyen a perfilar un momento clave, pues la concurrencia de escritores, medios y público permite una continuidad productiva que sustenta uno de los picos más altos en la historia del género a orillas del Plata. Pero, sin embargo, hablamos de un "Período de transición". Fundamentalmente porque los cánones del policial clásico tienden a ser abandonados por la subversión o por la sustitución. En el primer caso mentaría "Operación Masacre" (1957), una investigación periodística de Walsh donde las técnicas narrativas y la organización misma del relato son deudoras del policial (para decirlo de otra manera: el policial se instala en la historia en cuanto ésta provee la base testimonial que su saber organiza; por eso el manifiesto propósito político -que se haga justicia- no borra el placer de la lectura, más allá de que el "compromiso" desplace al "entretenimiento"). Con respecto a la sustitución del paradigma de la novela-problema, el ejemplo posible es Eduardo Goligorsky, cuyas traducciones alimentan las colecciones populares, como Rastros, a la vez que escribe bajo seudónimo una treintena de novelas; tanto en esta producción como en sus traducciones de Hadley Chase, Williams o Goodis queda claro que los modelos yanquis han desplazado a los ingleses. Esta tendencia irá creciendo irrefrenablemente a lo largo de los sesenta, pero más al nivel de las publicaciones (la consagración llega en 1969 con la Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia) y sus consecuentes lectores que en la propia escritura de los autores nacionales. Aún se escribe bajo la órbita de la tradición clásica, aceptando sus reglas, modificando sus ingredientes en un variado proceso de adaptación nacional e incluso incorporando algunos elementos del "hard-boiled", como sucede con una carga fuerte en los relatos de Goligorsky (releer hoy los muchos textos publicados a lo largo de esos años en "Vea y Lea" -con sus tres célebres concursos- permite apreciar estas tendencias no siempre compatibles). En 1961, el segundo concurso de cuentos policiales realizado por "Vea y Lea", con un jurado integrado por Borges, Bioy Casares y Peyrou, tuvo un desenlace insólito. El primer premio lo ganó "Las señales", texto de tenso clima que se reproduce en esta antología; el segundo recayó en "El banquero, la muerte y la luna", más técnico e intelectual; pues bien, al abrirse los sobres con los datos identificatorios, ambos revelaron el mismo nombre: Adolfo L. Pérez Zelaschi. Seguramente este escritor ha sido uno de los representantes más notables de ese amplio y heterogéneo grupo de profesionales al que acabo de aludir, donde se advierten muchos matices modificatorios de las reglas del policial clásico (incluso el propio Pérez Zelaschi no ha desdeñado en algunos casos incorporar elementos "duros", como por ejemplo en su cuento "El piola" de 1976). Cabe también incluir en ese grupo a Isaac Aisemberg, que publicó varias novelas en Rastros y un cuento en la antología de Walsh del 53, "Jaque mate en dos jugadas", que ha tenido larga difusión (he preferido "Los tiempos de Ramón Acuña", de factura más abierta); y a Norberto Firpo, hombre clave en la redacción de "Vea y Lea", donde promovió la publicación de relatos del género, incluyendo una veintena de su propia autoría (en 1964 armó con otros cuatro escritores una antología que llevaba por título el de su cuento "Tiempo de puñales", buena muestra de resolución de un "misterio de cuarto cerrado"; he preferido incluir, sin embargo, un texto de Firpo más moderno y casi secreto: "Zorro viejo").
Por esta época comienzan a incursionar en el género varias mujeres: María Angélica Bosco (que publicó en El Séptimo Círculo), Syria Poletti, Olga Pinasco, Ana O'Neill y Angélica Gorodischer, entre otras (esta presencia femenina en el policial argentino constituye un tema de investigación aún no abordado); de ese conjunto escogí a la escritora rosarina, quien propuso "El beguén", cuento inédito que se ha preferido a sus textos de antaño.
El pasaje de la novela-problema a los relatos duros, deudores de los modelos forjados por Hammett y su descendencia (los jóvenes leyeron entonces a McCoy, a Cain, a Burnett, a Goodis, pero sobre todo leyeron a Chandler), se produce de manera gradual y mezclada durante esos años (fines de los cincuenta y década del sesenta), pero es ya contundente en los setenta. Justamente el enroque que realizo entre Castillo y Cortázar mostraría la no linealidad de ese pasaje: el autor de Rayuela en nada apreciaba a los "enanos" seguidores de Hemingway, mientras que a Abelardo Castillo, por edad y otras cercanías, bien podría vinculárselo con los duros. Sin embargo, "La cuestión de la dama en el Max Lange" es una apuesta al razonamiento inteligente, a la cual, por si algo faltase, el ajedrez le sirve de coartada...; mientras que "La noche de Mantequilla" tiene referentes históricos y un clima que lo relacionan con la etapa posterior. Tentativamente consignemos para ésta un punto de partida: 1973, año en que asume la presidencia de la Nación el Dr. Héctor Cámpora. Ese año se dan a conocer por lo menos cuatro textos fundantes de la nueva narrativa policial argentina: "Triste, solitario y final", de Osvaldo Soriano; "The Buenos Aires affair", de Manuel Puig; "El agua en los pulmones", de Juan Martini; "Los tigres de la memoria", de Juan Carlos Martelli. Muy pronto otros nombres se agregan a esa lista: Rubén Tizziani, Sergio Sinay, Mempo Giardinelli, Jorge Manzur, José Pablo Feinmann, Guillermo Saccomanno... (la mayoría de los nombrados ha incursionado preferentemente en la novela).
Dos grandes escritores abren el fuego en el "Período negro": Ricardo Piglia y Juan Martini. "La loca y el relato del crimen" fue uno de los textos ganadores del concurso organizado por la revista "Siete Días" en 1975, con un jurado integrado por Borges, Marco Denevi y Augusto Roa Bastos; el mismo año está datado "Obelisco", que luego formará parte de "Las brigadas celestes".
El Café de los Angelitos o los cabarets mistongos de 25 de Mayo y sus aledaños -escenarios porteños hoy desaparecidos- dan pie a la construcción de atmósferas densas, de bajos fondos, con personajes marginales, con venganzas sangrientas y resoluciones no justas (aunque el saber lingüístico, en un caso, y el peculiar intertexto con Carroll, en el otro, permitirían vislumbrar la evasiva justicia...). Son textos que, como los de Borges, juegan dentro del género, a la vez que rompen sus convenciones.
"El náufrago de las sombras" de Carlos Dámaso Martínez, así como el clásico de Anderson Imbert "Al rompecabezas le falta una pieza", constituyen ejemplos de un atajo genérico poco practicado entre nosotros: un relato histórico construido sobre una trama policial. La muerte en alta mar de Moreno, por causas no muy claras, y el asesinato de Monteagudo, tal vez por encargo, dan pie a dos cuentos que trabajan con la ambigüedad y la conjetura a través de una tensa narración.
Por último, los tres textos seleccionados para cerrar esta antología: "Un error de Ludueña", de Elvio E. Gandolfo; "Frente de tormenta", de Vicente Battista; "Versión de un relato de Hammett", de Juan Sasturain, más allá de sus notorias diferencias de escritura, apuntan a un mismo referente histórico, como también el cuento de Cortázar: los años de plomo, 1976-1983. Porque si he llamado "Período negro" a la última etapa que cubre esta antología no ha sido sólo por razones literarias -la inscripción de estos escritores en la corriente dura o negra- sino porque en nuestro país esa etapa sufrió un corte violento, un tajo oscuro y trágico, negro, muchas de cuyas heridas no han cicatrizado aún y no es fácil que cicatricen. El cuento de Sasturain expresa de manera impecable lo que yo meramente insinúo. Dos o tres puntualizaciones que sin duda habría que desarrollar: a) En estos últimos años se han publicado varias novelas policiales que, a mi entender, están configurando un período distinto, nuevo, pero sobre el cual no tengo elementos suficientes como para incorporarlo al precedente esquema histórico; b) He señalado el papel central cumplido por la figura del "detective" en los dos primeros períodos -el formativo y el clásico- así como el arduo trabajo de su adaptación posterior al ámbito local; ahora habría que agregar que la lectura de los textos de esta antología nos muestra su gradual pero rápido borramiento, hasta su total desaparición (Piglia escribió en algún lugar que "la evolución del género está basada en el desplazamiento y las transformaciones de la figura que lo funda"); c) Esto nos llevaría a preguntarnos por los límites del género, por la posibilidad de que existan elementos básicos configuradores e inamovibles; o, por el contrario y desde otra perspectiva, nos llevaría al cuestionamíento de la noción misma de género, o a interrogarnos por su práctica en este continente.
Acotemos entonces: el policial en relatos no policiales. Me explico: por estas latitudes no hay escritores que escriban en y sólo en el género, pero sí hay muchos -Borges, Walsh, Piglia, Martini, Feinmann- en que las voces del policial, sus énfasis y sus tretas, se dejan oír más allá de sus textos estrictamente policiales; y hay otros -Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, Antonio Di Benedetto, Bernardo Kordon, Juan José Saer- en cuyos textos pueden detectarse elementos ciertos del género, aunque lo hayan practicado muy ocasionalmente. 

Fuente:http://www.eljineteinsomne2.blogspot.com

lunes, 24 de septiembre de 2012

Cosecha Roja

                                                 

Por Dashiell Hamett


La primera novela de Hammett, publicada después de algunos relatos cortos, desarrolla la violenta historia de un detective privado que se propone limpiar de gángsters una pequeña ciudad minera. En ella se compendian ya los elementos característicos de la posterior novela negra norteamericana: el desarrollo de una compleja trama argumental en un contexto social contemplado con mirada crítica, la denuncia de la corrupción de la sociedad capitalista, la rigurosa objetividad descriptiva y los diálogos fluidos e incisivos.

DESCARGAR LIBRO

Fuentes: Biblioteca Negra http://bibliotecanegra.com/libros/cosecha-roja-7329
              Cosecha Roja:http://cosecharoja.org/cosecha-roja-de-samuel-dashiell-hammett/


viernes, 21 de septiembre de 2012

GLOSARIO



La Bonaerense  Historia criminal de la policía de la Provincia de Buenos Aires.

Por  Carlos Dutil y Ricardo Ragendorfer

AJUSTE:Acto de venganza que, por  lo general,consiste en matar a alguien por una materia pendiente.

ARREGLO:Convenio de índole económico entre policías y delincuentes,con el objeto de que éstos  últimos puedan actuar sin ser molestados.

BOLETA:Muerte provocada.

BOGA: Abogado.

BOTÓN:Policía.También es calificado así el efectivo que no goza de confianza entre sus compañeros.

BUCHE.BUCHÓN:Informante.Por lo general,se trata  de un delincuente que alterna su oficio con la delación.

BUFOSO:Arma de fuego.

CAPANGA:Jefe de un grupo de policías.

CAPACHA:Dispositivo para  vigilar a alguien.Generalmente,consiste en estacionar uno o dos autos en las inmediaciones de la casa vigilada.

CARGARSE:Matar.

COMISA:Diminutivo de comisario.

CORTAR:Matar.

CORTAR AUTOS: Desguazar un vehículo robado con el propósito de comercializar las partes.
CHUMBO:Arma de fuego.

DEALER:Traficante de drogas.

DOBLAR AUTOS:Alterar la numeración de un vehículo con las cifras de otro.

ENVENENADO :Condición que pesa sobre un vehículo con pedido de captura.

FAL:Fusil automático liviano.

FIERRO:Arma.

HACER UN HECHO:Cometer un delito.

LOTE:Kilo de droga.

LUQUEO:Tráfico en pequeña escala.

MARCAR:Delatar.

MELLIZO:Vehículo duplicado con la numeración de otro.

MERCA:Cocaína.

OFICHE: Oficial.

PATOTA:Grupo operativo de policías vestidos de civil 

PERDER :Morir en un tiroteo o caer preso.

PERRO:Arma que suele ponerse junto a un cadáver con el fin de hacer pasar esa muerte como resultado de un enfrentamiento.

PONER:Matar.

PORONGAS:Comisarios generales que integran la cúpula de la institución.

PUNTERO:Tráficante de barrio.

PIRATAS DEL ASFALTO:Modalidad delictiva que consiste en tomar por asalto camiones cargados de mercadería.

RUIDO:Resonancia pública que adquiere la comisión de un delito.

TAQUERO: Comisario.

TAQUERÍA:Seccional.

VUELTO:Retención indebida en algún negocio.

ZUMBO:Policía de baja graduación.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Walsh En y Desde el Género Policial

                                                         

Por Jorge Lafforgue

Publicado digitalmente: 31 de julio de 2004

Mientras buscaba renovar el género policial por una senda tradicional, Rodolfo Walsh lo revolucionó desde otro lugar.
Walsh había nacido en Choele-Choel (Provincia de Río Negro) en 1927 y había recibido una educación severa en internados regidos por curas irlandeses. Muy joven comenzó a trabajar en la editorial Hachette, de Buenos Aires, donde tuvo un contacto directo y asiduo con la narrativa policial, que en ese momento gozaba de muy buena salud.
Desde mediados de los ‘40 habrían de aparecer regularmente sus traducciones de Ellery Queen, Víctor Canning y, sobre todo, Cornell Woolrich/William Irish en las difundidas colecciones Evasión y Serie Naranja (aunque también tradujo algún título de El Séptimo Círculo en 1952). Para esta fecha ya ha comenzado a publicar sus propios cuentos en dos revistas de amplia circulación, Leoplán y Vea y lea, cuentos que se mueven entre el relato fantástico (“Los ojos del traidor”, “El viaje circular”) y el social (“Los nutrieros”), que utiliza elementos del policial, género hacia el que se irá volcando el grueso de la producción walshiana en su etapa inicial. Tal preeminencia queda claramente consignada en 1953 a través de dos libros: una antología y tres “variaciones” del autor.
Diez cuentos policiales argentinos tiene mucho de fundacional, porque es, sin vuelta de hojas, la oficialización del género desde su propia dinámica. En la Argentina podemos remontar el cuento y la novela policiales hasta sus lejanos orígenes: Groussac y Varela, respectivamente; podemos seguir con detalle su evolución a orillas del Plata hasta la notable explosión de los años ‘40; podemos, incluso, señalar otros muchos factores complementarios, como colecciones o publicaciones que apuntalan esa narrativa con fuerza; pero todas esas precisiones, que hoy el rastreo histórico posibilita, encuentran su primer alerta o llamado de atención, su primer lúcido reconocimiento global, en la excelente selección de Walsh. El volumen 29 de la colección Evasión comienza con una breve nota introductoria que, a pesar de su brevedad, bien puede considerarse como el primer ensayo sobre la gestación del género entre nosotros, y, se cierra, espléndidamente, con “Cuento para tahúres”, un texto del propio Walsh.
Por su parte, Variaciones en rojo, libro que será premiado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, recoge tres novelas cortas de Walsh: “La aventura de las pruebas de imprenta”, “Asesinato a distancia” y el relato que da título al volumen (Serie Naranja, número 192). Estos tres textos, cuya clave es el desciframiento de un enigma, según un razonamiento rigurosamente concatenado, que sortea las apariencias y da “jaque mate” sin adornos ni alharacas, son tres clásicos. Se ha puntualizado con respecto a estos textos el cuidado con que el autor supo vertir las pautas del policial según sus ejemplos más altos: Conan Doyle está sin duda presente en estas Variaciones en rojo que remiten al Estudio en escarlata; en el aficionado Daniel Hernández, que resuelve los casos corrigiendo el saber oficial, el del comisario Jiménez; en la geometrización del espacio narrativo, que evidencian los gráficos; etcétera.
Pero si en este primer Walsh están presentes los maestros de la tradición inglesa del género, no menos -si no más- está presente Borges. En parte por lo canónico compartido, pero sobre todo por la mirada erosionante de esos mismos saberes; mirada que ejerce el humor, la ironía, la parodia; mirada que se posa en varias zonas despreciadas de la producción literaria, en particular sobre ese género de los bajos fondos: el relato policial.
Pocos meses después de aparecido su primer libro y la mencionada antología, en febrero del ‘54, Walsh publica un artículo en el diario La Nación, “Dos mil quinientos años de literatura policial”, que además de ratificar su interés por el género, opta por una variante abierta en cuanto a los orígenes del mismo, rastreando elementos del policial en los textos bíblicos, en los clásicos grecorromanos y, contribución personal, en un preclaro pasaje del Quijote. De modo tal que Walsh no se planta obcecadamente en Poe; y si bien reconoce la existencia de una codificación, no postula que sus artículos deban ceñirse sólo a casos cerrados.
Durante ese año y los siguientes Walsh publica en revistas de interés general tanto cuentos como notas y artículos. Estos últimos pasan de los temas “culturales” a los de “actualidad”; y muchos de ellos aparecen firmados por Daniel Hernández, nombre de aquel esmirriado e inteligente detective de sus primeros cuentos, pero también el confidente -el que escucha, interroga y transcribe- del comisario Laurenzi, protagonista de una segunda tanda de relatos policiales escrita por Walsh de 1956 a 1961 (en la revista Vea y Lea se han podido ubicar siete “casos” de Laurenzi, seis de los cuales recogí en el volumen La máquina del bien y del mal, Buenos Aires, Clarín /Aguilar, 1992, págs. 15-95).
“Traducir” o “nacionalizar” el género policial planteaba -aún plantea- varias cuestiones espinosas a nuestros escritores. Si Jorge Luis Borges y Leonardo Castellani habían brindado respuestas verosímiles, no lograban sin embargo despegarse de las venerables sombras inglesas. La promoción posterior a esos maestros realiza un intento quizá más válido, con un mayor sabor de autenticidad. La figura del detective y el escenario de la acción constituyen dos nudos problemáticos sobre los que trabajan los integrantes de esa promoción. Walsh es uno de ellos y los cuentos protagonizados por el comisario Laurenzi son su mejor apuesta en tal sentido.
Laurenzi tiene rasgos similares a otros comisarios que asoman a la ficción policial argentina por esos años: Laborde (Manuel Peyrou), Leoni (Adolfo Pérez Zelaschi), Frutos Gómez (Velmiro Ayala Gauna). “Todos ellos son provincianos, están solos o no tienen familia y relatan sus aventuras justicieras a un interlocutor -periodista y/o escritor- desde la serenidad que les proporciona su condición de hombres retirados de la institución policial. Estas características, enunciadas con brevedad, permiten recordarnos la filiación a la narrativa ingles clásica, en el sentido de que ciertos tópicos del género, como es el celibato y una acentuada misoginia, persisten entre los nuestros” (Braceras, Leytour y Pittella).
Si bien en un primer momento nos parece advertir una contraposición entre los detectives ingleses, desdeñosos de la policía oficial, y nuestros comisarios que, en tanto tales, pertenecen a la misma; esa diferencia se atenúa notablemente cuando observamos que la relación de nuestros comisarios con la institución suele ser equívoca. Al menos en Laurenzi, a medida que transcurren los años, esa relación
“se va tensionando -como puntualizan las mencionadas estudiosas- de tal manera que determina en él un sentimiento de fracaso como comisario. Por otra parte, y como ya sabemos, esa tensión entre la ley y la verdad está ampliamente tematizada en el género y de la misma da cuenta Walsh al provocar en su comisario una paulatina transformación que lo lleva a colocarse en el punto de vista del criminal, o para decirlo con las palabras del héroe: ‘Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas hasta que me jubilé’.
Ponerse en el lugar de los demás puede leerse como ponerse en el lugar del criminal, compadecerse de él, identificarse con él y de esta manera hasta justificar el delito. Es por eso que en los cuentos que componen la saga Laurenzi, la figura del criminal se desdobla: es ‘victimario’ -mata, roba o delinque-, porque en una situación anterior o simultánea ha sido ‘víctima’ del que a su vez ha sido directa o indirectamente su victimario.”
Tal sería (ha sido en años recientes) una lectura pertinente de la producción narrativa de Walsh en sus doce primeros años, o sea desde 1950 (“Las tres noches de Isaías Bloom”) hasta 1962 (“Cosa juzgada”). Ambos cuentos se publicaron en Vea y Lea, por haber sido premiados respectivamente en el primer y segundo concurso de cuentos policiales organizados por esa revista. En ella, en septiembre de 1961, junto con su también premiado relato “Transposición de jugadas”, que ilustra Hugo Pratt, aparece una nota-reportaje donde Walsh reafirma su convicción sobre “La muerte y la brújula” (Borges) como el mejor cuento policial de autor argentino y Las nueve muertes del padre Metri (Castellani) como el mejor libro del género; pero a la vez expresa que “la literatura policial es un ejercicio entretenido y a la vez estéril de la inteligencia”.
Consecuentemente, en los años siguientes hasta su trágica desaparición en marzo de 1977, Rodolfo Walsh va asumiendo un creciente compromiso con la militancia política (que deriva en su ingreso a los grupos armados del peronismo) a la vez que en un desgarrado abandono de la escritura. Sin embargo, hacia mediados de los años ‘60 aún realiza una intensa actividad literaria, que se traduce en un par de obras de teatro, dos excelentes libros de cuentos (Los oficios terrestres, 1965; Un kilo de oro, 1967), una antología (Crónicas de cuba, 1969) y varios textos que aparecen en volúmenes colectivos o periódicos del momento, como Panorama y Primera Plana. En esta vasta producción, el policial está presente sólo indirectamente, (mediante la utilización de recursos y técnicas del género o en las traducciones de Chandler o McCoy para la Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia), como si de esta manera el autor corroborase su alejamiento de todo “entretenimiento”, de toda “evasión”. Pero no, esto supone adoptar una óptica cómoda, situando a Walsh en el desarrollo del género policial en la Argentina junto a escritores como los mencionados Pérez Zelaschi o Ayala Gauna, en un lugar de inflexión nacional, de búsqueda de arraigo, pero que Walsh deja en el preciso momento en que hace pie firme. Como si veinte años después repitiese el gesto borgeano de renuncia al género en su propia escritura (aunque sin dejar las fuertes marcas que dejara Borges en los ‘40). Pero no, otras son las circunstancias y otro el juego.
Es verdad que también podríamos preguntarnos por qué Walsh no adopta el camino que por esos tiempos emprenden algunos jóvenes (Martini, Sinay, Tizziani, entre otros) que se inician en las letras y que ven en la vertiente negra del género una forma de aunar el ejercicio literario con el compromiso político: mediante una prosa fuerte, sin afeites, denunciar a quienes han instaurado en el seno de nuestra sociedad la corrupción y la violencia. La respuesta a este y otros interrogantes debemos buscarla en los textos del propio Walsh; muy en particular en una senda que él comenzó a transitar muy tempranamente (casi al mismo tiempo que bosqueja, por otro lado -¿sin ninguna concomitancia?- la figura del comisario Laurenzi), cuando en el año 1956 emprendió la investigación sobre los fusilamientos ilegales de José León Suárez que le llevará, primero, a las denuncias de Propósitos y Revolución Nacional y luego, entre mayo y julio de 1957, a aquellas notas ejemplares en la revista Mayoría, que conformarán el cuerpo de un libro que se publica en diciembre de ese mismo año: Operación Masacre. Un procedimiento de publicación similar -de las notas periodísticas al libro- utilizará para otras dos obras fundamentales : Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo? Más allá de las diferencias, en particular de acento ideológico, que cabe observar en estos tres libros (a los que bien podrían sumarse algunos otros textos walshianos no reunidos en libro), los tres se encuadran en lo que hoy suele denominarse “periodismo de investigación” o, también y como se lo ha señalado más de una vez, en esa zona de la producción literaria que, a partir de Mailer y Capote, se ha dado en llamar non fiction o “nuevo periodismo” (cfr. Ana María Amar Sánchez: El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1992, seguramente el mejor estudio en tal sentido).
Como otras grandes obras de la literatura argentina -no por azar surge el recuerdo de Facundo-, Operación Masacre y sus similares walshianos son, considerados desde ópticas convencionales (me refiero a aquellas deudoras de las preceptivas clásicas), híbridos genéricos. Pero, tal vez por ello mismo, son a un tiempo obras fundacionales de la literatura nacional. Obras que violentan los esquemas y los discursos acordados, obras renovadoras. ¿Y el policial? Es obvio que en estos textos Walsh no sigue ningún modelo impuesto, ni clásico ni negro, ni tampoco intenta una traducción plausible. Su propuesta es otra, de otra índole; pero, desde el punto de vista de la eficacia literaria, no hay duda de que los recursos y las técnicas más y mejor utilizados provienen del género policial. Del uso que él supo darles. Apropiación nada indebida, entonces.
Porque escribir dentro de un género supone no traspasar sus límites, acatar sus reglas y convenciones; ya que hasta la parodia más desaforada no las infringe, sino que las deja al desnudo, respeta el juego. Por eso, cuando la escritura desiste de recrearse, cuando sus referentes son los vendavales de la historia y los asume con la plenitud de sus medios, se produce una ruptura. Lo que de esa ruptura surge es nuevo, inédito, no fácil de digerir. Así ocurre en la escritura de Walsh. Sin embargo, al romper su pacto con el género (y pese a su actitud injustamente desdeñosa hacia el mismo) no arroja sus enseñanzas al cesto de los deshechos sino que las potencia, fusionándolas con nuevos aprendizajes, construyendo, con asombro, con exasperación, con lucidez, otro saber.
La elección walshiana, de radical contundencia, no tiene sucesión inmediata. Pero hoy bien podemos considerarla un precedente de los “desvíos” que marcarán años después los mejores textos de Piglia, Martini, Soriano, Gandolfo o Feinmann, deudores confesos y críticos de un género que también ellos supieron renovar en otras instancias.

El artículo de Elena Braceras et al., así como otros estudios sobre la obra de Rodolfo Walsh, que complementan y clarifican algunos planteos del texto precedente y que, en conjunto, ofrecen el panorama crítico más completo sobre el autor hasta el momento, se hallan en el número especial que, bajo mi coordinación, le dedicara la revista Nuevo Texto Crítico, Stanford University, año VI, julio 1993-junio 1994, num. 12/13; 320 págs. [Adenda: Recientemente este volumen ha sido reeditado en nuestro país; cf. Jorge Lafforgue (Ed.): Textos de y sobre Rodolfo Walsh. Bs. As., Alianza, 2000.] (N del A) ( ¿Quién es Jorge Lafforgue?)

viernes, 14 de septiembre de 2012

Policiales de Colección



Con la conducción de Silvia Hopenhayn, Canal (á) presenta una recopilación de los mejores libros policiales de la historia.

- Canal (á) (www.canalaonline.com), el primer canal de televisión dedicado a registrar la producción cultural más genuina, estrena “Policiales de Colección”.
En esta nueva serie, Silvia Hopenhayn repasa las mejores novelas policiales.  Con la opinión de críticos y literatos invitados, analizan el suspenso, la intriga, el perfil de las víctimas y los detectives de cada obra.
En el primer capítulo, “Diez negritos”, de Agatha Christie, con la participación de Vlady Kociancich y Marcelo Birmajer.
Según Jorge Luis Borges, “no hay policial sin poesía”. A cada época le corresponde una novela policial. Es siempre el género del presente, porque revelan la trama en la que estamos inmersos.
El primero fue Edgar Allan Poe y su detective Dupin. Le siguió Conan Doyle, con el elegante y enigmático Sherlock Holmes.
En plena crisis del treinta, el policial se volvió negro; y los detectives, rudos y codiciosos. Y con Patricia Highsmith, el suspenso se apoderó de las páginas ensangrentadas. Hoy, estamos en plena ficción paranoica. El mundo de Millenium.
“Policiales de Colección” reúne a los mejores detectives de la historia.
A continuación, los 10 libros que serán analizados en los sucesivos capítulos:

- Diez negritos, de Agatha Christie. 

- Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe. 

- Estudio en Escarlata, de Arthur Conan Doyle. 

- El halcón maltés, de Dashiell Hammett. 

- El largo adiós, de Raymond Chandler. 

- 1280 almas, de Jim Thompson. 

- La máscara de Ripley, de Patricia Highsmith. 

- Maigret y los muertos del canal, de Georges Simenon. 

- El chino, de Henning Mankell. 

- La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de Stieg Larsson.

Fuente:http://www.tommypashkusagencia.com.ar/prensa_comunicacion/2011/03/11/canal_a_estrena_la_serie_policiales_de_coleccion.php


lunes, 10 de septiembre de 2012

De la gorra



DOMINGO, 3 DE NOVIEMBRE DE 2002

PAGINA 12 RADAR

POLICIA Y FICCIÓN

En cine bate records de taquilla. En televisión alcanza cimas de rating. En literatura, vuelve a poner en marcha una de las tradiciones más férreas de la Argentina. El policial avanza. Pero a la vez se enfrenta a su principal competidor: la realidad. ¿Cómo hacer ficción cuando la Bonaerense es sospechada de ser una organización criminal y la Federal condena a muerte arrojando chicos al Riachuelo? Autores y guionistas responden.

 Por Mariana Enriquez

En la pantalla está el Zapa, que va de cerrajero a policía bonaerense, previa limpieza de prontuario. En televisión, Nancy Duplaá y Facundo Arana forman parte de “099 Central”, una brigada glamorosa que tiene veinte puntos de rating. Adrián Caetano se mete en la cárcel de Caseros para rodar “Tumberos”, la serie que batió records de audiencia en América. En cine, Caetano elige a un reincidente para definir la nueva geografía de frontera del conurbano. La literatura también avanza: Marcelo Figueras publicó El espía del tiempo, un thriller “místico” que puede considerarse una alegoría de la dictadura; Carlos Gamerro editó El secreto y las voces, donde un jefe de policía debe eliminar a un ciudadano del pueblo ficticio de Malihuel durante la dictadura; Editorial Norma prepara para el año que viene una antología de cuento policial con narraciones basadas en casos reales, editada por Sergio Olguín, autor de Lanús. Con mucha más pena que gloria, “Contrafuego” con Baby Etchecopar tuvo tres capítulos en el aire, en los que consiguió dejar a todo el mundo estupefacto ante tanta impericia narrativa, escenas entre el absurdo y el ridículo y beligerante afán propagandístico. Todo, desde lo interesante hasta lo patético, marca que la Argentina vive un renacimiento de la ficción policial. Para Sergio Olguín, por lo menos en literatura, el policial nunca se fue. “Es el género que mejor representa a la literatura argentina”, dice, “de la misma manera que el que menos la representa es el erótico. Lo que demuestra cómo tenemos la cabeza. Nunca una alegría”.

SIMPLEMENTE SANGRE 

En el género policial hay dos modelos a seguir. Por un lado está el relato policial anglosajón (o deductivo, o de enigma), inaugurado por tres relatos de Edgar Allan Poe (“Los crímenes de la Rue Morgue”, “La carta robada” y “El misterio de Marie Roget”). Se basa en un enigma que debe resolverse con el análisis, la lógica y la razón. El detective es por lo general un aristócrata de inteligencia prodigiosa que aparentemente no tiene nada mejor que hacer y actúa por amor al arte, sin perder su compostura. La acción transcurre en tranquilas ciudades europeas, o en grandes mansiones de la nobleza, donde el sospechoso suele ser el mayordomo. Los crímenes ocurren en lugares cerrados y los criminales son el otro, aquel que viene a destruir la paz general de la burguesía: es sintomático que los detectives nunca se acerquen a barriadas populares. El policial anglosajón nació en la época victoriana: nada hay superior al Orden del Imperio Británico, un absoluto que no puede ni debe ser discutido. Hay una confianza en la supremacía del orden occidental europeo y sus instituciones, y en la superioridad de una burguesía poderosa y una aristocracia respetada: las relaciones de poder son estables y aparentemente inmutables; los pobres no tienen posibilidad de ascenso social ni de acceder al poder controlado por los baluartes de la ley y el orden. Como operación ideológica, naturaliza un orden social injusto con amplias diferencias entre pobres y ricos, y es sintomático de la época la fe ciega en que el hombre puede ordenar el mundo a través de la ciencia y la razón. Por todo esto, el crimen en el policial deductivo es inmotivado: el detective no se pregunta por qué lo hizo el criminal, sino cómo lo hizo. El crimen es la interrupción de un orden perfecto, una ruptura que sólo puede hacer un enfermo o un degenerado. El ejemplo perfecto es el Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle, que jamás se ensucia las manos, o Auguste Dupin, de Poe, que deduce desde su habitación solitaria. Y la autora más popular es Agatha Christie, que llevó el relato policial anglosajón a su esplendor con Diez indiecitos. En la Argentina ese relato que se desarrolla con la claridad y la astucia de un juego de ajedrez fascinó al primer Rodolfo Walsh de Variaciones en rojo, y al Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares de Seis problemas para don Isidro Parodi.
Este tipo de relato ingenioso puede seguir escribiéndose, claro está, pero se lo puede dar por obsoleto en cuanto herramienta para trabajar losocial. Y desde hace tiempo. Ya en los ‘60 y los ‘70, los escritores argentinos comenzaron a mirar otro estilo de policial que servía mucho más para abarcar la realidad. “La realidad de hoy se parece mucho a la de los tipos que fundaron la novela negra”, dice Marcelo Figueras, que también escribió el guión de Plata quemada de Marcelo Piñeyro basado en la novela de Ricardo Piglia. “Está la desintegración, la corrupción en todos los planos, la descripción a partir de un hecho puntual de toda una sociedad donde no pueden ubicarse los buenos y malos, donde todos los valores están tergiversados.”
La novela negra nace de una corriente de costumbrismo social que venía configurándose con los relatos de pueblo chico de Sherwood Anderson, el tono coloquial de Mark Twain, la ironía de Ring Lardner, las descripciones limpias de Ernest Hemingway. Y el enigma es lo que menos importa en la novela negra. Lo que va descubriendo el detective en su investigación es la determinación de las relaciones sociales, los juegos de poder, la corrupción, el caldo de cultivo del delito. La razón deductiva es reemplazada por la acción: si Holmes se llevaba la pipa a la boca y llegaba a conclusiones con los ojos entrecerrados tras las volutas de humo, el Philip Marlowe de Raymond Chandler prefería dar unos culatazos disuasorios. Y el detective “negro” trabaja por dinero, aquí no hay filantropía. Cuando resuelve el enigma, no se termina el problema: la eficiencia del detective no puede impedir ni solucionar la corrupción generalizada. Se mueve en una ciudad tramposa donde circulan poderosos, gangsters, mujeres bellas y peligrosas; visita las mansiones californianas pero también las licorerías clandestinas, y los personajes son policías corruptos, chantajistas, dueños de casinos, jueces que tienen algo que ocultar. El contexto histórico en que surge es completamente distinto al del relato de enigma: es un momento de desorden social, de inmigración, de reconfiguración, de fenómenos de masa, de desobediencia y desconfianza hacia las instituciones. Las relaciones de poder fluctúan: un gangster inmigrante puede tener más poder que un encumbrado W.A.S.P. La violencia no sólo es explícita, sino que además el detective está involucrado, participa de y comete nuevos crímenes. El cómo lo hizo no importa, el quién es relativo, el porqué es todo: el crimen es continuidad, no ruptura, reflejo de una sociedad turbulenta y fundamentalmente violenta. En su ensayo “Lo negro del policial”, Ricardo Piglia escribía: “No son narraciones policiales clásicas, con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges), son malas novelas policiales... Los relatos de la serie negra (los thrillers como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga... En estos relatos, el detective, cuando existe, descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales”. Pero Piglia también sostiene que es también en el dinero donde se afirma la moral: “Todos están corrompidos menos Marlowe, profesional honesto que hace bien su trabajo y no se contamina. En el final de El sueño eterno de Raymond Chandler, Marlowe rechaza 15.000 dólares. En este gesto se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir que la integridad sustituye a la razón como marca del héroe? En los relatos de la serie negra, el valor ideal pasa a ser la honestidad, la decencia, la incorruptibilidad.”

POLICIAL ARGENTINO

Sergio Olguín está armando un libro a pedido, donde les solicitó a distintos autores que escribieran un relato tomando un caso policial de la realidad que haya ocurrido en la Argentina, sin importar cuándo, y que lo transformaran en ficción. Participan Juan Sasturain, Elvio Gandolfo, Juan Martini, Angélica Gorodischer, Pablo De Santis, Oscar Aguirre, Vicente Batista, Carlos Gamerro y, en su debut en el mundo de la ficción, nada menos que Enrique Sdrech. Se encontró con una sorpresa: “Yopensé que iban a tomar textos populares, famosos, pero la mayoría de los autores prefirió episodios policiales que los marcaron personalmente, pero que la gente no va a reconocer. Salvo Sasturain y Gamerro, que tomaron el caso Cattáneo y el caso Poli Armentano respectivamente, los demás prefirieron cosas casi desconocidas. Gandolfo tiene el caso de un estafador; Gorodischer y Aguirre, casos locales puntuales de Rosario que no trascendieron al ámbito nacional; Batista tomó un caso de principio de siglo... Cuando le hablás a un escritor argentino sobre lo policial, la visión que se tiene del género es de algo muy amplio, en tanto que no hay una línea determinada que unifique. No es fácil de reconocer, como el policial inglés, francés o norteamericano. Acá hay una gama temática, de tratamiento, de planteamiento del tema policial muy amplia.
¿Con qué tiene que ver esa variedad?
–Casi todos son herederos del policial norteamericano negro, donde lo que importa es el mundo que se mueve alrededor de esos casos. Los argentinos tienen una relación estrecha del caso con la sociedad donde se mueven esos personajes, no son casos de laboratorio. Lo que ha sucedido en los últimos años es que el policial ha absorbido a otros géneros. Hoy es casi imposible pensar la novela política: la única manera de pensar lo político es a través de lo policial, porque delito y política se han relacionado mucho en los últimos años. El policial también es la novela social, que podía estar en Bernardo Kordon o en los realistas de los ‘40 y los ‘50: por ahí no se ve tanto en literatura, pero sí se ve en el cine, donde para poder dar cuenta de la realidad social se va al policial como excusa. Lo político y social fueron absorbidos por el policial, y a su vez lo transformaron: es el vehículo más fácil de hacer entrar esos aspectos en la literatura, sin caer en el panfleto ni en un registro didáctico.
¿Pero hay un texto fundamental que pueda definir de alguna manera el policial argentino?
–Creo que hay un modelo, no sé si de novela policial pero sí de texto, que es Operación Masacre. Lo bueno de ser argentino es que tenés atrás, en tu tradición literaria ese libro, que te facilita muchísimo las cosas. Es un texto basado en la realidad, pero tan impresionante desde el punto de vista literario que es muy fácil tomarlo como modelo para tergiversarlo, modificarlo o lo que quieras. Es una herramienta muy grande para trabajar, tanto desde lo real como desde lo ficcional. Desde el punto de vista académico, hay una negación de lo genérico. Si hacés literatura de género, sos un escritor menor. Eso en los ‘60 y los ‘70 cambió en Argentina. Por un lado porque Borges y Bioy empezaron a trabajar con policial; por otro, porque los jóvenes de los ‘60 y ‘70 que no seguían a Borges y a Bioy, pero sí a la literatura norteamericana se abrieron al policial negro. Lo notable es el respeto que se le tiene al policial: nadie lo mira con desprecio. Hay escritores como Gandolfo, Fogwill o Piglia que lo han trabajado de manera brillante. Y es importante la labor de Andrés Rivera y Jorge Lafforgue, que hicieron antologías en Eudeba. Eso y la colección de Piglia hicieron que hoy por hoy el policial sea casi el género argentino”.

EL CORTE 

El secreto y las voces es un cruce entre Operación Masacre y Boquitas pintadas, y Carlos Gamerro es el primero en admitir esta definición. Fefe, el protagonista, quiere contar un crimen en un pueblo chico. No sabe si para una película o una novela. Para eso vuelve a Malihuel, el pueblo santafesino que visitaba cuando era chico, y consulta con todos los ciudadanos que van armando el relato como en un coro, con sus distintas voces y puntos de vista. “Una policial, me pareció”, les explica Fefe a los vecinos del pueblo. “Por ejemplo, se comete un crimen en Malihuel. Todos se conocen. Esa noche no había extraños en el pueblo. O sea, el asesino tiene que ser uno de ellos. Todos sospechan de todos. O quizás sea una conspiración, en la que todo el pueblo esté de acuerdo”.
Ese crimen que busca Fefe efectivamente se cometió. La víctima fue Darío Ezcurra, joven hijo de una encumbrada familia santafesina. El ejecutor, eljefe de policía de Malihuel, el comisario Neri. El año: 1977. Así, aunque el comisario busque el visto bueno de los ciudadanos, que se lo van dando por miedo, venganza o ignorancia, da la sensación de que ni siquiera necesita esa complicidad colectiva. Para tapar el crimen, tiene un manto mucho más abarcador y definitivo: la dictadura militar. Y Darío Ezcurra es un desaparecido.
“La línea divisoria es el Proceso”, dice Gamerro. “Policía hija de puta hubo siempre, pero allí se consolidó otra cosa. En la novela quise buscar ese corte en Neri, que es un policía corrupto, mientras que Greco, su segundo, encarna la idea de que la policía no tiene coexistencia con los criminales, sino que expropia y ejerce el monopolio del crimen. Además traté de trabajar con un doble esquema temporal: un crimen cometido en la dictadura y un relato que transcurre en la época menemista. El menemismo, no todo, pero sí una buena parte, convirtió lo que fue un régimen de excepción en régimen permanente: institucionalizar la vinculación entre represión, crimen y poder de Estado. Desde el ‘83 hasta ahora se consolidó la alianza no sólo política, sino también de negocios, entre la policía y los centros de poder político local, sobre todo en las intendencias del Gran Buenos Aires, un modelo hasta cierto punto estable. Pasó también durante el gobierno de Alfonsín, pero por ahí se veía menos por una cuestión ingenua, como si bastara con que los militares se fueran. La policía también hizo desaparecer con absolutamente todos sus medios. Gran cantidad de campos de concentración estaban en comisarías. Yo elegí un pueblo ficcional pero basado en cómo es el interior en realidad, donde no hay cuarteles, y todo está en manos de la policía. Los militares pasan la antorcha. Es lo que está sugerido cuando Neri, para chicanear a un ciudadano del pueblo, le dice que los policías pescan con anzuelo y los militares con red”.
Sergio Olguín también cree que la dictadura es un corte histórico para el policial. “Podés tener un policía héroe”, piensa, “pero estarías haciendo algo muy forzado en tanto realidad. Para el caso, como poder, se pueden escribir novelas sobre el Medioevo. La policía fue mala antes y después de la dictadura, y existían comisarios que resolvían casos. Pero la revisión de lo político en literatura argentina en los últimos años pasa, salvo excepciones, por hablar de la dictadura. No hay un avance sobre temáticas de los ‘90 como el menemismo, o entender política como políticas sexuales, por ejemplo”.

YUTA YUTA YUTA 

En su novela El espía del tiempo, Marcelo Figueras intentó componer a un policía héroe. Van Upp tiene algo del arquetipo “deductivo” a la Conan Doyle o Dupin, sobre todo con su gusto aristocrático por las citas shakespereanas. Pero también rompe reglas éticas y se ensucia las manos, como el Marlowe de Chandler. Es un híbrido. La composición desde lo formal, que cruzó ambos arquetipos, no fue lo que le complicó la vida. Lo que le resultó imposible fue ubicar un personaje así en Argentina. Por eso tuvo que inventar un país, Trinidad, donde a Van Upp le encargan que averigüe quién está asesinando a los Pretorianos, una evidente referencia a la junta militar de la última dictadura. “Es muy forzado hacer un héroe policía argentino, casi no es posible. Para mí, era insostenible un policía que investigara crímenes de dictadores buscando la verdad. La realidad argentina no te deja muchas opciones: un policía que busque la verdad no es creíble. El policía tiene que ser sucio, pegado al realismo social o light, tipo Suar, que no es verosímil”.
Carlos Gamerro intentó, al principio, contar El secreto y las voces desde el punto de vista del comisario. No pudo. Escribió un “mamarracho” de cincuenta páginas que rápidamente descartó. “Es muy difícil: por un lado tenés que recabar todo el conocimiento, cómo funciona la policía, cómo es el ambiente, cómo hablan entre ellos, y también hay una cuestión de empatía. Después me dije: ‘Me pongo un año a investigar, a hablar con canas, y lo consigo’. Pero la verdad es que no tengo ganas de pasarme unaño entre canas. Además, siempre iba a estar juzgando. Neri está juzgado porque está visto desde afuera: no podés ver desde el personaje y juzgarlo, porque uno no se juzga a sí mismo. La primera versión era un desastre bien pensante con el comisario hablando en primera persona como un progre. Para mí, el único punto de vista posible fue el de alguien que viene de afuera”. Como Walsh en Operación Masacre.
¿Qué tipo de policía protagoniza una ficción argentina, entonces? ¿Es lícito que existan productos tan estilizados como “099 Central” o el programa puede entenderse como una negación para nada inocente de la realidad? Sergio Olguín sostiene que el programa vale. “Lo bueno que tiene es que es tan glamoroso que está bien. Si no, ¿cómo se hace una serie sobre un grupo especial de tareas? Tenés dos posibilidades: hacer algo más costumbrista, donde el espectador los estaría puteando todo el tiempo, o directamente no referenciar la realidad. “099 Central” es tan exagerado que si lo vemos a Facundo Arana volar sobre la ciudad estaría bien, porque no es policial, es ciencia ficción. Sería ridículo que fuera costumbrista. Se fueron al carajo: son lindos, son limpios, las oficinas son hermosas, las policías son Nancy Duplaá y Carolina Peleritti, te da ganas de trabajar ahí con ellos. Pero no hay un solo punto donde puedas relacionarlo con la realidad, entonces no te enojás. No parecen canas, no actúan como canas, no son canas. Es como si transcurriera en Ciudad Gótica”.
A Carlos Gamerro, sin embargo, sí le molesta. “Yo escribo también guiones para cine. Cuando me toque un policial, de entrada los puntos de partida básicos para mí tienen que ser las agencias de seguridad que te secuestran, los chorros que salen a robar de las penitenciarías o las comisarías, la banda mixta... como La virgen de los sicarios. En la película Barbet Schroeder bajó la intensidad de la novela, no por una cuestión ideológica sino por una clara comprensión de verosímil de cada género. La novela es una bestialidad. Eso es específicamente colombiano, acá no hay sicarios que andan matando en moto. No es mejor, es distinto, y además tenemos otros productos nacionales. Acá no encontrás ni una película ni una novela así: se piensa que trabajar el género es tomar la misma estructura de personajes, de conflictos, de buenos y malos de las películas norteamericanas, pero con mate y choripán. Me incluyo. En mi primera novela, Las islas, hay una escena donde el patrullero viene a buscar al protagonista y yo escribo que se da cuenta porque ve por la ventana los destellos de luz azul y roja. Un día miro por la ventana y veo que la luz de un patrullero es sólo azul, nada más. Azul y roja es en las películas. Cuando escribís ficción lo primero que funciona es la ficción que viste y leíste, mucho más que tu percepción cotidiana. Tengo la cabeza tan comida que vi la luz del patrullero yanqui. Yo no soy optimista, no creo que la literatura tenga que cambiar la realidad, pero por lo menos que no tenga esta doble conciencia tan esquizofrénica, de que nuestra percepción cotidiana de la realidad nos diga algo evidente y después el reflejo en la TV o la literatura sea el negativo. En la realidad, cuando un tipo no acude a la policía nos parece lógico. En ficción tenemos que explicarlo, pero porque tenemos en la cabeza el modelo de género sobre todo norteamericano. Por ejemplo, sería absurdo escribir acá una novela sobre asesinos seriales. Como poder, se puede. También se pueden escribir novelas de caballería. ¿Pero cuál es tu imaginario si elegís un asesino serial, cuando acá la policía vuela embajadas?”.
¿Por qué la televisión, entonces, mantiene un modelo tan lejano a la percepción cotidiana? “Lo primero que piensan en cine y TV”, dice Gamerro, “no es lo ideológico o lo oportunista: piensan si va a dar guita o no. Y tienen la idea de que es chocante reflejar la realidad de manera tan cruda. O que es un bajón, y la gente no tiene ganas de ver eso. O si le das un tratamiento paródico, que la gente no tiene ganas de reírse. Yo creo que es subestimar: una comedia que trabaje la paranoia de la inseguridad a mí me encantaría. Pero por ahí tienen razón, las series deSuar tienen buen rating. Yo me resisto a creer que sea así. En literatura, la falta de ese tipo de relatos tiene que ver con una cuestión quisquillosa, medio mantequita. Hasta cierto punto la cuestión genérica tiene mucho que ver con lo popular o lo masivo. En el caso del policial no es lo mismo, pero anda por ahí. Y las marcas de género son más fuertes en cine o en televisión. En literatura va estar el juego highbrow más intelectual de lo genérico: lo genérico sin más, difícil que aparezca. El área más fértil para trabajarlo es cine o televisión”.
Y allí, en el cine, está ese mediocre aprendiz de cerrajero de pueblo chico, el Zapa, que termina en la Policía Bonaerense después de un “trabajo” (abrir una caja fuerte) que salió mal. No termina detenido por la Bonaerense: termina formando parte de la fuerza. Para limpiar su prontuario, un pariente policía lo manda a una comisaría de La Matanza, donde ahora lo llaman aspirante Enrique Orlando Mendoza y asistirá tanto a festejos navideños como a fusilamientos arbitrarios. El bonaerense, la película de Pablo Trapero, es un film costumbrista que expone el oficio de un policía de La Matanza. Trapero lo hace con mesura y sobriedad. Con tranquilidad marca que un policía de la Bonaerense tiene problemas para cobrar su sueldo, pero también que mata por la espalda. A la película la vieron más de 180.000 espectadores.
“Creo que lo interesante que marca el cine y que va a aportar a lo literario”, dice Olguín, “es la utilización del lenguaje y la forma de mirar las cosas que se puede aplicar al género policial. Las películas de Caetano o el cine y TV suburbana aportan a la literatura una forma de ver y de trabajar el lenguaje distinta. Para una literatura argentina acostumbrada a la corrección lingüística y temática, es preferible copiar a los personajes de Caetano que a los de César Aira. Lamentablemente se sigue copiando a Aira, pero es cuestión de años. Los pibes que ven esas películas ahora escribirán otra cosa. Y ahí se ve el cruce otra vez.
El bonaerense es netamente social, podría ser la vida de un panadero mostrando su oficio. El tema de las traiciones, en fin, la trama, no está adelante, no importa. Lo policial se utiliza como excusa para meter otro género. Es un vehículo”.

REFORMULAR EL GÉNERO 

¿A alguien le importa si Ulises Parodi, el abogado mediático que cae preso en “Tumberos”, es culpable de algo? ¿Alguien se engancha con la serie de Adrián Caetano para descubrir si está encarcelado injustamente o para confirmar que en realidad mató a la chica? ¿Alguien se acuerda de la chica asesinada? Algún espectador interesado habrá, seguramente. Pero la gran mayoría que ve “Tumberos” quizás esté más interesada en asomarse a la cárcel y le preocupen mucho más las maldades de Willy (Carlos Belloso) o ver cómo hace para sobrevivir Parodi (Germán Palacios) en ese ambiente violento que saber la verdad. Es un hallazgo que el otro ilustre preso, Isidro Parodi, comparta apellido con Ulises. Porque demuestra que un preso puede tener el mismo apellido, pero ya no se sentará a resolver enigmas: tiene que escapar de Willy y su cuchillo, no puede atender a inoportunos inquisidores. La cárcel es otra, y el enigma, la provisional resolución que llegará o no en el último capítulo, es apenas un hilo conductor, una excusa para el relato. “Si hay una reformulación del género en los ‘90”, dice Sergio Olguín, “tiene que ver con el desinterés cada vez mayor por lo enigmático. Si bien el policial negro norteamericano nunca planteaba como central el tema del enigma, había siempre un suspenso alrededor de la resolución. Ahora tiene más que ver con el tratamiento de lo social: no interesa casi la trama sino el contexto donde se mueve el crimen. Hay desinterés por el delito como disparador. Como en Plata quemada: lo que más importaba era la supervivencia o la muerte de los personajes, no el robo ni cómo o por qué lo habían cometido”.
El enigma está descartado, entonces. ¿Sirve el modelo de la novela negra? Para Gamerro, depende. Según Piglia, el detective de la novelanegra tenía un valor: era incorruptible. Pensar en alguien que no pueda comprarse con dinero, en contraste con la realidad, es un chiste. “El tema es cómo trabajar la novela negra”, dice. “El único modelo que podría aplicarse acá es el de Jim Thompson con 1280 almas. Desde el vamos la principal organización criminal es la policía. Una tradición como la de Chandler, que dice que hay policías corruptos, ya no sirve, porque para que algo se corrompa alguna vez debió ser bueno. El punto de partida es que la policía es una organización mafiosa dedicada al crimen en la que puede haber un policía honesto. La fórmula hay que darla vuelta y partir de una redefinición del género. Hay que ver cuáles son los parámetros del género en la Argentina y empezar a hacer ficción desde ahí, ya sea literaria, televisiva o cinematográfica. Por otra parte, hay elementos en nuestra propia tradición. En su ensayo Nuestro pobre individualismo, Borges cuenta una historia típica de las películas norteamericanas que acá sería impensable: la del periodista que se hace amigo de un delincuente para entregarlo a la policía. Para los norteamericanos eso puede ser un accionar correcto, pero para nosotros ese individuo es un incomprensible canalla. Eso lo decía Borges en los años 40. En ese sentido es muy interesante la evolución de Walsh desde Variaciones en Rojo a Operación Masacre. Todas las novelas, cuentos, series deberían arrancar de Operación Masacre, Sérpico o Jim Thompson. El género tiende a exagerar y estilizar la realidad: no puede ser contrafáctico. Supongamos que en la realidad la policía estuviera involucrada en el 70 por ciento de los crímenes. El género tiene que llevar eso al 99 por ciento, no al 9 por ciento. No podés ir para atrás. El género en Argentina tendría que singularizar, buscar cuáles son sus características propias. Tiene que haber cambios estructurales, no basta cambiar los donuts por la pizza. Acá pasa lo de L.A. Confidential de James Ellroy, donde la policía mata a los mafiosos para monopolizar la mafia. El enigma no funciona porque de entrada se sabe quién cometió el crimen, lo que a veces no se sabe es quién es la víctima”.
Pero, ¿cómo hace la ficción para dar cuenta de una realidad donde la situación más sórdida que se le ocurra al autor puede resultar, por contraste, una pavada? ¿Cómo escribir un cuento policial cruel si efectivos de la Policía Federal mataron de verdad a un pibe cuando lo obligaron a cruzar a nado las aguas mugrientas del Riachuelo? Carlos Gamerro tiene posición tomada: “Es una tarea colectiva de escritores y guionistas. Hay que convertir esa escena tan espantosa en el punto de partida. Tendría que estar en cada película, cada serie, cada novela o cuento donde esté la policía. Cuando el divorcio entre realidad y ficción es tan grande, cuando tenés una tira diaria que no pone en relieve que la policía es una organización criminal... dejar de lado eso es inmoral desde la moralidad de la ficción. Porque la ficción no necesita ser realista, pero si no lo es, es porque necesita exagerar o resaltar elementos de la realidad, no porque los oculta o niega. La ficción policial televisiva que tenemos, y en gran medida la cinematográfica, es esencialmente contrafáctica”.
Marcelo Figueras no sabe si el policial es el género que mejor puede dar cuenta de la realidad. “A veces”, dice, “me tienta el gótico”. Lo que sabe es que es inescapable. Hace poco trató de explicarle la interna del Partido Justicialista

Fuente;http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-456-2002-11-09.html

martes, 4 de septiembre de 2012

Policiales / 2

En la segunda parte de Policiales, Juan Martini responde la pregunta que había quedado suspendida sobre la literatura policial en Argentina y completa el recorrido histórico del género.

Por Juan Martini.


En 1986, hace 25 años, Jorge B. Rivera publicó en Eudeba El relato policial en la Argentina, una antología crítica centrada en las tendencias que en aquellos años Rivera reconocía en los cuentos y autores seleccionados: Walsh, Pérez Zelaschi, Goligorski, Martini, Manzur, Gandolfo y Saccomanno. Mirada desde hoy se advierten algunas ausencias. Para mencionar sólo la más evidente: La loca y el relato del crimen de Ricardo Piglia, que había ganado un concurso de cuentos policiales en 1975 y que el autor se negó a reeditar en esa antología. Pero más allá de esta y de un par de otras incógnitas la selección de Rivera es una lectura del estado y de la influencia del género en la literatura que va de los años ’50 a los ’80. La edición incluía una encuesta y la última pregunta era: ¿Cree que es posible una narrativa policial argentina? Mi respuesta a esa pregunta me valió durante años el reproche de otro especialista: Jorge Lafforgue, autor junto con Rivera del ensayo central Asesinos de papel. Dije, en 1986: Pienso que el paso de algunos autores argentinos por la literatura policial no es más que episódico o experimental.


En 1993, apenas 7 años después de aquella antología, Lafforgue, que entonces dirigía una colección de policiales argentinos, La Muerte y la Brújula, publicó una nueva antología preparada ahora por Piglia: Arlt, Borges, Cortázar y otros, Las fieras (Clarín/Aguilar). El criterio de Piglia fue también el de la incidencia o impacto del género en escritores que no eran autores de policiales. De la selección de Rivera sólo reapareció en la de Piglia el siempre alternativo y notable Elvio Gandolfo, y junto a Bioy, Di Benedetto o Conti incluyó a Miguel Briante.

Ninguno de los autores presentes en esas antologías fue o es autor sólo de novelas y cuentos policiales. La aparición de Manual de perdedores de Juan Sasturain y de Siroco de Vicente Battista en 1985 postergó una década la influencia de escritores que, matiz más o menos, sí han permanecido en el género.

La novela negra argentina apareció en los años ’70 con Triste, solitario y final de Soriano (1973), El agua en los pulmones de Martini (1973), Noches sin lunas ni soles de Rubén Tizziani (1975), La mala guita de Leonardo Moledo (1976) y Últimos días de la víctima de Feinmann (1978) entre otros. Ninguno de ellos, tampoco, ha permanecido exclusivamente en el género.

Borges y Bioy dirigieron El Séptimo Círculo entre 1945 y 1955 o 1956. Después la serie recayó en manos de un editor de Emecé. La colección en aquellos años parece una celebración de Nicholas Blake (pseudónimo del poeta inglés Cecil Day-Lewis, padre también del actor Daniel Day-Lewis), James Cain o John Dickson Carr con lujos como la publicación de las oceánicas La piedra lunar y La dama de blanco de Wilkie Collins. Y más allá de discutir si Borges y Bioy la dirigieron hasta el número 120 o hasta el 139 (a este punto llega la falta de documentación sobre una colección fundamental) uno piensa que la inclusión de una novela de María Angélica Bosco (La muerte baja en el ascensor, N° 123) fue obra de ellos. También la publicación del rioplatense Enrique Amorim y, es claro, la primera edición de Los que aman odian que Bioy y Silvina Ocampo escribieron, según quiere la leyenda, en el Viejo Hotel Ostende. Manuel Peyrou redondea un brevísimo listado de escritores locales.

La Muerte y la Brújula, dirigida en los ’90 por Lafforgue, no llegó a los 10 títulos: imaginada sobre todo para kioscos dada la participación del diario Clarín nadie imaginó que si algo no controlaría Clarín para estos libros serían los kioscos, y el esfuerzo representó un fracaso comercial. En esta colección Lafforgue publicó libros de Walsh, Feinmann, Sinay, Manzur, Sasturain y un volumen de cuentos inéditos hasta entonces de Arlt: El crimen casi perfecto.


Entre las colecciones que no superaron los primeros títulos también cumplió una función de relieve la Serie Negra que dirigió Piglia para la editorial Tiempo Contemporáneo en los primeros años ’70 al habilitar el género para una generación de escritores que apenas habían publicado sus primeros libros.

Desde hace un par de años una nueva colección dirigida por Sasturain va sumando también sólo autores argentinos: es Negro Absoluto y en ella participan el siempre presente Gandolfo, Osvaldo Aguirre, Leandro Oyola, Juan Terranova y otros. El porvenir es todavía incierto.

Las colecciones Rastros, El Séptimo Círculo, Serie Novela Negra (Bruguera), y Club del Misterio, en la Argentina y en España, cumplieron con su periodicidad. El Séptimo Círculo y el Club del Misterio mezclaron las dos corrientes más fuertes del policial: el enigma y la serie negra. En casi todas se dio albergue a escritores locales, pero su presencia terminó siendo testimonial: los escritores en lengua castellana leen policiales, a veces se dejan tentar por el género y escriben alguna novela o relato, pero no se quedan ahí. Utilizan el género, mejor, para conseguir una de las claves de toda novela, policial o no: el tejido de la tensión necesaria, o suspenso, que la narración siempre requiere y que Patricia Highsmith ha descrito tan justamente en su libro Suspense.

Quizás las colecciones de literatura policial cumplan esa función: iluminar las posibilidades del género para contar la cara casi siempre oculta de la corrupción y el asesinato o para ilustrar sobre la condición policial de las sociedades en que vivimos: correlatos novelescos del perfil siempre sucio de la legalidad cuando la legalidad es un instrumento para justificar lo injustificable.

Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia y Juan José Saer, para no ir más lejos, han pasado una y otra vez por el policial y no han publicado en colecciones de género. Así lo han hecho desde hace mucho en el mundo Ross McDonald, Donald Westlake, Manuel Vázquez Montalbán, Henning Mankell, Leonardo Sciascia, Ruth Rendell o Andrea Camilleri.

Hoy ya no existen en Argentina colecciones de impacto como la mayoría de las señaladas. Y con ellas ha desaparecido la posibilidad de abordar el policial con perspectivas históricas y de leer lo que se produce en otros países.

El uso de las propiedades del género es útil para contar todas las historias y se ha extendido más allá de las fronteras literarias: hoy gobierna casi todos los relatos del cine estadounidense y de la televisión, del comic y del periodismo: una crónica de hechos reales, una historia de amor, otra de super héroes y otra de aventuras médicas, todas, responden muchas veces a una lógica interna que tiene que ver con la construcción del relato que hace el policial.

Fuente: Eterna Cadencia
http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2011/12326



Policiales /1


A partir de la novela 1280 almas, Juan Martini –que dirigió la Serie Novela Negra de la editorial Bruguera entre 1976 y 1983– se pregunta por el lugar del género policial en la Argentina.

Por Juan Martini.


Hace unos días hablábamos con Silvia Hopenhayn de 1280 almas de Jim Thompson para un programa de canal (á). La relectura de la novela me sacudió recuerdos y algunas preguntas sobre el policial.

Jim Thompson, hijo de una india cherokee y de un sheriff corrupto que lo abandonó a los dos años nació en Oklahoma en 1906 y murió en California en 1977. Tuvo infinidad de pequeñísimos trabajos con los que se fue ganando una vida magra. Se casó a los 25 años y fue padre de tantos hijos que su mujer lo obligó a hacerse una vasectomía. A los 27 empezó a leer a Marx, entre 1936 y 1938 militó en el Partido Comunista y a partir de 1951 fue perseguido por el senador Joseph McCarty. En 1956 se mudó de Nueva York a Los Angeles. Tuberculoso, alcohólico, infiel y desordenado, sin embargo su mujer se negó siempre a divorciarse. Publicó relatos y novelas pero su nombre comenzaría a afianzarse cuando viajó a París, en 1970, y la Serie Negra de la editorial Gallimard, dirigida por el legendario Marcel Duhamel, festejó su N° 1.000 con 1280 almas, una de las mejores novelas de Thompson publicada en 1964.


Duhamel no sólo consagró en Francia y en Europa a escritores como Jim Thompson, Horace McCoy y Chester Himes: selló con el nombre de su colección, Série Noire, a un género propio del siglo XX, el policial que Dashiell Hammett había inaugurado en la revista Black Mask con su novela Cosecha roja (1929) y que hasta el momento en que Duhamel inició la colección de policiales de Gallimard en 1944 se había llamado Hard boiled.

Nick Corey es el sheriff de Potts County, un pueblito de 1280 almas (no se cuentan negros) que elige siempre a su funcional jefe de policía, un hombre como Nick, que se hace el estúpido y que nunca ve lo que debería ver. De esta manera el pueblo vive en paz: los delincuentes son los negros, los blancos tienen su prostíbulo y sus negocios, y las blancas hacen el trabajo de todo el mundo empezando por el de sus maridos, que si no las muelen a palos. Pero Nick Corey no es un tarado. Lo parece, y habla como tal, pero su inteligencia es poderosa y su propia corrupción (como la del padre de Jim Thompson) lo lleva a recaudar coimas, golpear a inocentes y a matar a quienes lo molestan.

Una de las novedades que introduce aquí Thompson es que el delincuente ya no es alguien buscado por un detective capaz de descubrir cualquier misterio, ni un marginal de un sistema clasista y excluyente: el criminal, en 1280 almas, es el jefe de policía, quien cuenta además la historia en primera persona. En esta novela Thompson no se privó de nada, ni siquiera de situar la acción en 1905 y declararse a favor de la caída del zarismo.


Antes de su traducción al castellano ya el libro figuraba en España entre las diez mejores novelas policiales del género. Su aparición en 1980 en la Serie Novela Negra de la editorial Bruguera (Barcelona) ratificó con holgura tanta consideración.

La dirección de esta colección fue el primer trabajo con continuidad que tuve en Barcelona a partir de 1976. Publiqué, hasta que en 1983 me fui de la editorial, 82 novelas y escribí los prólogos de las primeras 50. Me di el gusto de editar todos los libros de Hammett y de Raymond Chandler, y lo mejor de la novela negra hasta ese momento, empezando por Ross Macdonald, pasando por Chester Himes, David Goodis y Horace McCoy, y terminando por Maj Sjöwall y Per Wahlöö, un matrimonio sueco que escribe en colaboración.

Entre los autores en lengua castellana estuvieron Osvaldo Soriano, Mario Lacruz y Juan Madrid entre otros. Entre los traductores argentinos se puede recordar a J.R. Wilcock, Homero Alsina Thevenet y Marcelo Cohen.

Jim Thompson murió convencido de que su obra sería reconocida por la posteridad, esa rareza con la que ya pocos escritores sueñan. Pero Thompson no se equivocó. Allí están sus novelas. Y también las películas que se hicieron sobre ellas y los guiones que escribió. Comenzó trabajando en 1955 para Stanley Kubrick (Casta de malditos y La patrulla infernal). La idea original de la serie de TV Ironside le pertenece. Y sus novelas The Getaway (La huida) dirigida por Sam Peckinpah, The Grifters (Los tramposos) dirigida por Stephen Frears, y una rara adaptación francesa de 1280 almas realizada por Bertrand Tavernier (Coup de torchon o Más allá de la justicia) que sitúa con solvencia las cosas en una colonia francesa en África y en el año 1938.

Una colección de género como la Série Noire permite recuperar la tradición, explorar los desarrollos en otros países, incluir autores del país y crear trabajo para traductores y otros colaboradores. En la Argentina, hasta los años ’60, existieron dos colecciones de género relevantes: Rastros (Acme Agency) y El Séptimo Círculo (Emecé), dirigida por Borges y Bioy Casares.

¿Es posible hoy pensar en una literatura policial argentina sin colecciones de género que la sostengan?

Fuente Eterna Cadencia
http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2011/12094