Por Mercedes Rosende
Se rehúsa a salir del sueño a abandonar la laxitud de la cama a dejar la bruma tibia se niega pero el sonido insiste persiste el ruido machaca cerebro barullo taladra cráneo perfora córtex explota mierda no tiene más remedio que abrir los ojos carajo furiosa los abre escucha fuerte el taconeo penetrante golpeteo estridente persistente los tacos de la mujer del 4o B justo justo arriba de su cabeza.
No hay opción, tendrá que matarla.
La mujer del 4o B sale del edificio en Avenida de Mayo, Leonilda la ve venir y se pone los lentes oscuros, abandona las sombras, camina detrás del tapado rojo que taconea sobre el pavimento. Pasa entre personas apuradas sin perderla de vista, toca la pistola, reconoce la forma familiar.
La gente se vuelve multitud, llega a Plaza de Mayo.
El gentío espera el discurso con que se abrirá la ceremonia, se aprieta en torno al estrado bajo un pálido sol de octubre. Leonilda intenta adelantar un paso sin perder de vista la espalda roja. La muchedumbre converge al festejo, marea sometida a fuerza centrípeta.
Los parlantes escupen ruidos.
(uno, dos, tres, probando)
Leonilda avanza con los codos, con las caderas empuja, queda detrás del saco rojo. Sonríe: en un mundo de multitudes, dar muerte a un solo ser humano tiene algo de artesanal.
(empiezan los acordes de la marcha)
Tiene la mano enguantada en el bolsillo, tiene la pistola con silenciador aferrada, tiene el dedo en el gatillo y un impulso de apretarlo difícil de controlar.
Agitan banderas, gritan consignas.
(estribillo de la marcha)
Mira alrededor, la mano izquierda entreabre su abrigo, asoma el caño, mantiene el equilibrio. Calcula, se demora, mira el tapado rojo.
Apunta.
(explota el final de la marcha, petardos: apoteosis)
El disparo estalla seco, como envuelto en un trapo, se pierde entre los gritos, la muchedumbre se comprime, el cuerpo de la mujer tarda en caer.
La turba vocifera. Una voz ordena:
Atrás, atrás. Alguien se desmayó.
Unos gritan, otros sacan sus teléfonos y llaman a la policía o a la ambulancia o a sus números gratis.
Leonilda recula, se aleja, camina Avenida de Mayo hasta el Palacio Vera. Se detiene a la entrada, saca la llave, mira al portero y a su vecina de al lado, la del 3o A.
La mujer desvía la vista.
Leonilda sube al ascensor, los oye hablar pero no los escucha.
Estuvo la policía.
¿Otra vez? ¿Por el tipo del 3o C?
Es que no aparece.
Qué raro.
Y Leonilda, ¿no estaba en cura de sueño?
Sí, duerme todo el día. Luis, ¿me ayuda a colgar los cuadros?
El ascensor y Leonilda se pierden en la barriga del edificio.
Llega, se acuesta. Duerme.
Se rehúsa a salir del sueño a abandonar la laxitud de la cama la bruma tibia se niega pero el sonido insiste persiste el ruido machaca cerebro barullo taladra cráneo perfora córtex y explota mierda no tiene más remedio que abrir los ojos furiosa los abre escucha fuerte el martillo penetrante golpeteo estridente de la vecina del 3o A justo justo al lado de su cabeza.
No hay opción, tendrá que matarla.
La escritora uruguaya Mercedes Rosende, como ganadora del concurso "Se me hace cuento Buenos Aires", organizado por BAN! - Buenos Aires Negra, asistirá a la Semana Negra de Gijón.
jueves, 30 de enero de 2014
jueves, 9 de enero de 2014
Sherlock Holmes, o la construcción de un personaje
(Del Blog de Mercedes Giuffré)
Todos hemos escuchado hablar (o leído) acerca de este personaje de ficción. Arthur Conan Doyle, su creador, transitó un largo proceso de lecturas, observaciones y vivencias, antes de plasmarlo en el papel. Proceso que me propongo reconstruir hoy, modestamente, en este breve espacio: la gestación del más famoso detective de la literatura.
Hijo de un dibujante que cubría para el Ilustrated Times los juicios a criminales en los tribunales de Edimburgo, el joven Conan Doyle se aficionó a los misterios en la adolescencia. Cuentan sus biógrafos que durante unas vacaciones de Navidad que pasó con un tío residente en la capital inglesa (en 1874), se dedicó a vagar por la ciudad y visitar sitios tales como la Torre de Londres con su colección de armas e instrumentos de tortura; el teatro Lyceum, donde lo fascinó una puesta de “Hamlet” por sus múltiples asesinatos (según contó a su madre en una carta), y sobre todo, el museo de cera de Madame Tussaud, que por entonces se encontraba en un local del Baker Street Bazaar (sito en la calle del mismo nombre, que luego sería morada del célebre investigador).
Acabados sus estudios secundarios en el colegio de Stonyhurst de los padres jesuitas, Doyle fue enviado al Tirol austríaco para formarse en química y matemática antes de ingresar a la Universidad de Edimburgo. Allí, en el continente, alternó sus lecturas científicas con los textos de esparcimiento que le enviaba su tutor, el doctor Bryan Charles Waller. Libros entre los que destacaban las obras de Edgar Allan Poe. En éstas, especialmente en los tres cuentos protagonizados por el caballero Auguste Dupin (considerados por la crítica como los iniciadores del género policial), encontró el joven una fuente de inspiración. Tanta, que años después llegó a declarar que consideraba al norteamericano uno de los más grandes autores de todos los tiempos.
Lo que deslumbró a Doyle, en particular, fue la aplicación de la lógica y la observación meticulosa impresa en esas historias.
Sin embargo, ya radicado en Edimburgo como estudiante de Medicina, le comentó a uno de sus compañeros, George Hamilton, que las historias de Dupin eran demasiado exquisitas: “caviar, para el público general”. Y se propuso, según contó después su colega: “escribir ese tipo de literatura siguiendo las pautas establecidas por Poe, pero con una forma más sencilla y al alcance de la gente corriente”.
Por aquel entonces, un profesor de la Universidad llamó su atención: el doctor Joseph Bell, quien colaboraba como forense para la policía y en varias ocasiones había resuelto misterios que superaban a los investigadores. Al igual que lo haría Holmes, Bell partía de la observación y poseía una notable capacidad para la deducción. Doyle se convirtió en uno de sus más apreciados discípulos. Tiempo después, el periodismo vinculó al profesor con el personaje de ficción, hecho que a Bell no pareció complacerlo (no obstante accedió a prologar una reedición del Estudio en Escarlata, primera novela de Doyle –y de Holmes).
Después de su formación en Medicina, varios viajes (uno al África) y demás aventuras, Doyle se radicó como oftalmólogo en Londres, en la calle Baker Street, precisamente, donde en su temprana juventud lo habían fascinado las figuras de cera de Madame Toussaud. La clientela resultó ser escasa, por lo que le sobraba tiempo para escribir y leer, entre otras cosas, las traducciones al inglés de las novelas por entregas del escritor francés Émile Gaboriau, creador del detective Lecocq (ver mi entrada anterior, ¡No olvidemos a los franceses!), hecho que él mismo registró en su cuaderno de notas.
De Gaboriau tomó la estructura bipartita de los relatos, que se ve claramente en el Estudio en Escarlata. Una primera parte destinada a la investigación del hecho criminal y la captura de los asesinos, y luego una segunda parte que se remonta al pasado y explica la trastienda del asesinato, las razones ocultas.
Mezcla de influencias, lecturas, vivencias y observaciones, la figura de Sherlock Holmes vio la luz en 1887, y desde entonces no ha cesado de encantar a los lectores.
Quién esté interesado en éstos y otros aspectos del autor y su personaje, puede encontrar útil el libro de Peter Costello que se menciona en la sección de Libros Recomendados.
© Mercedes Giuffré
9 de septiembre de 2011.
Todos hemos escuchado hablar (o leído) acerca de este personaje de ficción. Arthur Conan Doyle, su creador, transitó un largo proceso de lecturas, observaciones y vivencias, antes de plasmarlo en el papel. Proceso que me propongo reconstruir hoy, modestamente, en este breve espacio: la gestación del más famoso detective de la literatura.
Hijo de un dibujante que cubría para el Ilustrated Times los juicios a criminales en los tribunales de Edimburgo, el joven Conan Doyle se aficionó a los misterios en la adolescencia. Cuentan sus biógrafos que durante unas vacaciones de Navidad que pasó con un tío residente en la capital inglesa (en 1874), se dedicó a vagar por la ciudad y visitar sitios tales como la Torre de Londres con su colección de armas e instrumentos de tortura; el teatro Lyceum, donde lo fascinó una puesta de “Hamlet” por sus múltiples asesinatos (según contó a su madre en una carta), y sobre todo, el museo de cera de Madame Tussaud, que por entonces se encontraba en un local del Baker Street Bazaar (sito en la calle del mismo nombre, que luego sería morada del célebre investigador).
Acabados sus estudios secundarios en el colegio de Stonyhurst de los padres jesuitas, Doyle fue enviado al Tirol austríaco para formarse en química y matemática antes de ingresar a la Universidad de Edimburgo. Allí, en el continente, alternó sus lecturas científicas con los textos de esparcimiento que le enviaba su tutor, el doctor Bryan Charles Waller. Libros entre los que destacaban las obras de Edgar Allan Poe. En éstas, especialmente en los tres cuentos protagonizados por el caballero Auguste Dupin (considerados por la crítica como los iniciadores del género policial), encontró el joven una fuente de inspiración. Tanta, que años después llegó a declarar que consideraba al norteamericano uno de los más grandes autores de todos los tiempos.
Lo que deslumbró a Doyle, en particular, fue la aplicación de la lógica y la observación meticulosa impresa en esas historias.
Sin embargo, ya radicado en Edimburgo como estudiante de Medicina, le comentó a uno de sus compañeros, George Hamilton, que las historias de Dupin eran demasiado exquisitas: “caviar, para el público general”. Y se propuso, según contó después su colega: “escribir ese tipo de literatura siguiendo las pautas establecidas por Poe, pero con una forma más sencilla y al alcance de la gente corriente”.
Por aquel entonces, un profesor de la Universidad llamó su atención: el doctor Joseph Bell, quien colaboraba como forense para la policía y en varias ocasiones había resuelto misterios que superaban a los investigadores. Al igual que lo haría Holmes, Bell partía de la observación y poseía una notable capacidad para la deducción. Doyle se convirtió en uno de sus más apreciados discípulos. Tiempo después, el periodismo vinculó al profesor con el personaje de ficción, hecho que a Bell no pareció complacerlo (no obstante accedió a prologar una reedición del Estudio en Escarlata, primera novela de Doyle –y de Holmes).
Después de su formación en Medicina, varios viajes (uno al África) y demás aventuras, Doyle se radicó como oftalmólogo en Londres, en la calle Baker Street, precisamente, donde en su temprana juventud lo habían fascinado las figuras de cera de Madame Toussaud. La clientela resultó ser escasa, por lo que le sobraba tiempo para escribir y leer, entre otras cosas, las traducciones al inglés de las novelas por entregas del escritor francés Émile Gaboriau, creador del detective Lecocq (ver mi entrada anterior, ¡No olvidemos a los franceses!), hecho que él mismo registró en su cuaderno de notas.
De Gaboriau tomó la estructura bipartita de los relatos, que se ve claramente en el Estudio en Escarlata. Una primera parte destinada a la investigación del hecho criminal y la captura de los asesinos, y luego una segunda parte que se remonta al pasado y explica la trastienda del asesinato, las razones ocultas.
Mezcla de influencias, lecturas, vivencias y observaciones, la figura de Sherlock Holmes vio la luz en 1887, y desde entonces no ha cesado de encantar a los lectores.
Quién esté interesado en éstos y otros aspectos del autor y su personaje, puede encontrar útil el libro de Peter Costello que se menciona en la sección de Libros Recomendados.
© Mercedes Giuffré
9 de septiembre de 2011.
sábado, 4 de enero de 2014
Colección Código Negro
Títulos de la Colección Código Negro
"Noches sin lunas ni soles" Rubén Tizziani (Argentina)
"El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez" Raúl Argemí (Argentina)
"Que en vez de infierno encuentres gloria"Lorenzo Lunar (Cuba)
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