(Del Blog de Mercedes Giuffré)
Es sabido que, más allá de sus antecedentes literarios, la narrativa policial se inicia oficialmente en el siglo XIX con tres cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe (1808-1849): Los crímenes de la Rue Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada.
Tal afirmación tiene que ver con la conciencia de su autor acerca de los elementos indispensables en este tipo de obra: el crimen, el investigador y la investigación.
Las historias mencionadas se ambientan en París, llegan al público francés traducidas por Charles Baudelaire, y a partir de ellas surge una escuela policial gala (que corre paralela a la de lengua inglesa y tiene con ésta encuentros y desacuerdos).
No debe verse como fruto de la casualidad el hecho de que Poe situara sus relatos en la capital francesa, pues allí había vivido y trabajado François Vidocq (1775- 1857), quien aparece en el dibujo de arriba: desertor, aventurero, espía y jefe de la Sureté, que utilizaba en sus pesquisas métodos que luego adoptarían los detectives de papel, aunque no sólo practicaba la deducción sino también el arte del disfraz, y poseía una red de informantes en el mundo del hampa. Vidocq había publicado sus memorias entre 1828 y 1829, dejando su impronta en la literatura posterior (de hecho, Balzac las tomó como referencia para la creación de su Vautrin).
El público francés estaba más que preparado, entonces, para recibir al caballero Auguste Dupin de los cuentos de Poe. Se había popularizado en su país la novela por entregas o “folletín”, que pronto cultivaría uno de los autores más emblemáticos de la nueva escuela: Emile Gaboriau (por algún extraño motivo, su nombre de pila aparece en las fuentes consultadas sin la tilde correspondiente).
Gaboriau creó al personaje de Lecoq (de grafía similar a Vidocq), quien, a causa de la mala fama que se había ganado la policía, debía ocultar continuamente su profesión. Con él, la novela se inmiscuye en cuestiones judiciales: explora el tema de la injusticia y la necesidad de reformar los códigos y leyes. O sea que, mediante la ficción, el autor aborda aspectos de la realidad tangible y cuestiona a la sociedad. Y aunque el investigador, frío y metódico, utiliza el razonamiento deductivo, en más de una ocasión influye el azar en la resolución de los misterios.
En Argentina, uno de los discípulos de Gaboriau fue el abogado Luis V. Varela, quien publicó bajo el pseudónimo de Raúl Waleis las dos primeras novelas policiales escritas en lengua castellana: La huella del crimen y Clemencia (ambas de 1877).
Por otro lado, en la primera novela protagonizada por el célebre Sherlock Holmes (Un estudio en escarlata, de 1887, diez años después), el escocés sir Arthur Conan Doyle pone en boca de su detective algunas palabras desdeñosas hacia el colega francés, Lecoq, reconociendo en definitiva haber leído a Gaboriau. En parte, lo hace apelando a la clásica rivalidad entre ambos países -y ahora, entre ambas “escuelas”-, pero también queriendo tomar distancia del carácter folletinesco, pues si bien Doyle publica originalmente por entregas, en la Strand Magazine, es claro que en sus obras el manejo de la intriga alcanza otros ribetes. Al igual que Vidocq y Lecoq, no obstante, Holmes echa mano del disfraz para vigilar a los sospechosos y en más de una ocasión arriesga la vida (por ejemplo, durante el episodio de su falsa muerte en la trifulca con el malvado Moriarty).
La escuela francesa le devolverá al sabueso inglés su gentileza literaria mediante la pluma de Maurice Leblanc (cf. Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes).
Por eso, cuando hablamos de policial clásico y, generalmente, pensamos en las “reglas” de Van Dine o en las obras de Chesterton, Dorothy Sayers, Agatha Christie y el conocido “Detection Club”, es necesario que recordemos también a los primeros autores franceses quienes, como Emile Gaboriau, entendieron la novela policial al modo de un atrapante folletín, a la vez entretenido, plagado de acción y fuente de conciencia para el lector acerca de las injusticias del sistema en que vivía, valiéndose de personajes versátiles, propensos al camuflaje y andariegos. No sólo cerebrales.
© Mercedes Giuffré
12 de julio de 2011.
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