sábado, 26 de julio de 2008

Castruccio: un Borgia en el plata


Crónicas rojas / Diez crímenes argentinos

Era un inmigrante italiano llegado a Buenos Aires a fines del 1800. Desesperado por la miseria, planeó un asesinato macabro. ¿El arma? La estricnina, un veneno letal. Su historia abre la serie en la que el escritor Alvaro Abós reconstruirá algunos de los crímenes que conmovieron al país

Una mañana de agosto de 1889, un hombre llamado Luis Castruccio se presentó en las oficinas de la Compañía de Seguros La Previsora del Hogar con la intención de cobrar una póliza. Comenzaba así un caso célebre en los anales del crimen argentino: durante muchos años, la personalidad singular del asesino Castruccio alimentó polémicas y dio origen a un debate criminológico sobre la ambigua frontera entre la locura y el crimen y sobre el más tortuoso de los delitos: el envenenamiento.

Luigi Castruccio era oriundo de Rapallo, cerca de Génova, y había llegado a Buenos Aires a sus veinte años, en 1878, mezclado con miles de inmigrantes que anhelaban "hacer la América". Era pobre de solemnidad y carecía de familia. Todo fue duro para el muchacho ligur, quien deambuló por oficios diversos: fue albañil, peón de frigorífico, sereno, corredor de comercio.

Castruccio era un hombre de pequeña talla pero de recia musculatura, muy rubio y de piel fina, con ojos claros y protuberantes. Lo distinguían su verbosidad y el énfasis con que gesticulaba. Aunque su castellano era muy malo, eso no le impedía hablar hasta por los codos. Durante algunos meses, Castruccio se trasladó a La Plata, la ciudad que en unos pocos meses surgió de nada bajo la dirección del gobernador Dardo Rocha.

La Plata, 1882: un El Dorado donde abundaba el trabajo; se construían a ritmo de vértigo las diagonales, las avenidas, los edificios públicos. Castruccio volvió a Buenos Aires con algunos ahorros y alquiló una casa en la calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre), pero pronto volvió a padecer problemas económicos. Nunca pudo abrirse camino. Los delirios de grandeza del italiano chocaban con su pobre formación.

Ciclotímico, los fracasos lo sumían en depresión y entonces incubaba ideas suicidas. En 1888 tuvo una crisis. Durante un descuido de su médico, el doctor Tomás Mackern, le robó una receta y con ella adquirió un frasco de estricnina. Estaba dispuesto a suicidarse. Llegó a redactar su testamento. Cuando Castruccio se convirtió en un asesino célebre, este documento de su puño y letra fue analizado con detalle, ya que desnudaba rasgos de su personalidad. Al escribir, mezclaba lecturas y opiniones. En el testamento, tras abundar en apocalípticas citas de Flammarion y Víctor Hugo, Castruccio describía el infierno, que no era, según él, el que prometía el Papa, ese "farsante del Vaticano", sino "el fuego central que hará más mal a los vivos que a los muertos". Castruccio legaba su fortuna -que por cierto no existía- al Hospital Italiano de Buenos Aires, que entonces se alzaba en la esquina de Caseros y Bolívar. Pero había agregado una condición: que los fondos no se destinaran a ninguna sala para mujeres. El testador era un misógino que consideraba a la mujer un "animal maligno", culpable de sus tribulaciones.

En algún momento, el futuro asesino desistió del suicidio. "En lugar de vengarme de la sociedad suprimiéndome, decidí hacerlo matando a otro", le diría a uno de los psiquiatras que estudiaron su caso.

Castruccio, cuya omnipotencia rayaba en la megalonamía, decidió solucionar sus problemas económicos mediante un crimen. Estaba seguro de que podría engañar al mundo y salir indemne.

Publicó un anuncio en la prensa pidiendo un sirviente. Así, reclutó a alguien que reunía todas las condiciones requeridas para su plan criminal. El criado era un mocetón francés llamado Alberto Bouchot Constantin, recién llegado a Buenos Aires y que no conocía a nadie en la ciudad. Esto era algo frecuente en aquella Buenos Aires en plena expansión, donde más de la mitad de sus 437.875 habitantes, incluidos los vecinos de Belgrano y Flores, pueblos recién incorporados a la urbe, eran extranjeros. Provenientes de todos los confines del mundo, hombres anónimos, algunos perseguidos, otros fracasados de mil orígenes, desembarcaban para rehacer su vida en estas orillas. La víctima del crimen perfecto que quería cometer Castruccio sería, como él mismo, un inmigrante.

Castruccio ganó la voluntad del criado dándole un trato cordial e íntimo. Lo hizo comer en su mesa y le instaló una cama en su propio dormitorio. Cuando la relación entre amo y sirviente se consolidó, no le fue difícil a Castruccio convencer al francés de que contratara una póliza de seguro. En la solicitud, Bouchot se presentó como cuñado de Castruccio.

Su plan inicial era matar a Bouchot asfixiándolo con cloroformo. Cada noche, Castruccio embebía un trapo en cloroformo y lo aplicaba suavemente en la cara del hombre que dormía. Pero no conseguía que su víctima "se durmiera" para siempre. Bouchot se agitaba. En una oportunidad, abrió los ojos de pronto y, a su lado, vio a su patrono, inclinado sobre él. El francés pasaba el día somnoliento. Los vecinos del barrio de Montserrat le preguntaban sobre su estado, y Bouchot, confusamente, explicaba que no podía dormir.

El veneno

Entonces Castruccio decidió envenenar a Bouchot. El uso del veneno como arma homicida se asocia a la astucia y la paciencia. La historia recuerda a Agripina, que envenenó a su esposo, el emperador Claudio, para beneficiar a su hijo Nerón, quien de todas maneras también la hizo envenenar; a Locusta, a Catalina de Medici y sobre todo a los Borgia, una familia que recurría a la cantarella (veneno) para eliminar a todo tipo de enemigos: así, Rodrigo Borgia llegó a ser papa con el nombre de Alejandro VI. Su hijo César -admirado por Maquiavelo- y su hija Lucrecia fueron otros miembros de lo que el historiador policial argentino Andrés I. Flores llama la "secta de los envenadores" y caracteriza como el terror de los policías, pues el veneno no deja huella.

Castruccio se decidió por la estricnina, la nuez vómica originaria de la India, una sustancia que, por ser insípida, puede incluso ser diluida en agua. Se la administró a Bouchot en las comidas, de manera gradual. Durante varios días, Castruccio vertió pequeñas dosis del veneno en la comida del francés.

Atacado por el cloroformo y por la estricnina, el criado desfallecía. Durante el proceso, Castruccio admitió que había planeado fríamente asesinar a su mucamo, pero intentó atenuar su conducta.

-¿Por qué le daba cloroformo? -le preguntaba el fiscal a Castruccio.

-Porque quería ahorrarle sufrimientos. Quise que muriera durmiendo. Para que no sufriera.

Esta tesis fue destruida por el fiscal, quien demostró que el asesino había sometido a su víctima a un auténtico martirio. La agonía de Bouchot, atacado por fuertes espasmos de estómago, resultó atroz.

Castruccio, astuto en la simulación, fingía preocuparse por la salud de su sirviente. Lo llevó a la guardia de un hospital. Cuando los dolores se hicieron intolerables, Castruccio llamó a un médico, quien concurrió a atender a Bouchot a domicilio. Le diagnosticó una gastritis. Todos los medicamentos que le eran prescriptos, Castruccio los compraba religiosamente. ¿Se los administraba a la víctima? Nunca se aclaró.

Cuando Alberto Bouchot Castel murió, un médico firmó la certificación de la muerte con el diagnóstico de "congestión cerebral". Su patrono se hizo cargo de las exequias y acompañó, compungido, el pequeño cortejo, integrado por unos pocos vecinos, que llevó el féretro al cementerio de la Chacarita.

Castruccio esperó unos días. Seguro de que había cometido el crimen perfecto y nadie sospecharía de él, se dirigió confiado a la compañía de seguros y llenó todos los papeles para cobrar la póliza.

El Buenos Aires en el que se estaba desarrollando esta comedia sórdida era una ciudad en pleno cambio. Por iniciativa del intendente, Torcuato de Alvear, la Avenida de Mayo estaba en construcción. Grandes edificios, hospitales, galerías, palacios, levantaban sus muros de un día para otro. La Argentina había culminado el ciclo de las guerras civiles. Buenos Aires vivía cambios vertiginosos. De la gran aldea se convertía en urbe cosmopolita. Los porteños tenían con qué entretenerse: había veinte teatros y todavía era popular el circo, donde reinaban los Podestá, que año tras año reestrenaban el Juan Moreira. La estrella del momento era un payaso inglés, Frank Brown, que se había asentado en el país y competía con la otra atracción del momento: el asombroso mago Mister Mertelak, "el rey del fuego". Se publicaban en Buenos Aires 24 diarios, que pronto iban a escribir con profusión sobre el caso Castruccio.

El inspector de la Previsora del Hogar encargado de dictaminar sobre la póliza no encontró nada raro en los documentos, pero discretamente indagó en los detalles de la muerte de Bouchot. Pronto sus averiguaciones dieron fruto: el muerto, según aseveraban los vecinos, no era pariente de Castruccio -como éste había declarado al tramitar la póliza-, sino su sirviente. Por otra parte, su muerte había sido súbita, aunque precedida por acontecimientos extraños. De la noche a la mañana, el francés había sido doblegado por terribles dolores y su vida se había apagado inexplicablemente.

Contradicciones El pago de la póliza se demoró. Castruccio concurría impaciente a la sede de la compañía. Pero ésta había dado aviso a la policía. El jefe de Investigaciones era el comisario Wright, quien allanó la casa de Castruccio. Los interrogatorios resultaron fatales para el italiano, a quien su verbosidad hizo incurrir en contradicciones. El juez de instrucción ordenó la exhumación del cadáver. El detenido fue obligado a presenciar la exhumación, trance que soportó con frialdad. Una crónica periodística describe así la escena: "Castruccio pronunció frases de condolencia para la víctima y llegó a estrecharle la mano, para inspirar a los presentes la convicción de su inocencia".

La autopsia reveló que Bouchot había muerto envenenado. Por otra parte, el homicida había dejado diversas huellas de su delito. En la mesa de luz del asesino se encontró una libreta en la que Castruccio había llevado un diario del crimen con anotaciones en clave. Uno de los apuntes decía: "C. la E. el 4".

En otra enigmática anotación, se leía: "E. el ABC el 18". No tardó la policía en descifrar esas frases: "Comprada la estricnina el 4 de abril", "Envenenado el Augusto Bouchot Constantin el 18 de abril".

Castruccio confesó. Ensayó, sin embargo, algunas líneas de defensa. Adujo, por ejemplo, que no debía ser castigado porque su víctima era un extranjero.

-¿Usted comprende lo que ha hecho? -le preguntó el fiscal.

-Sí.

-¿Sabe lo que es un homicidio?

-Sí, pero yo no he hecho nada malo. Nunca maté a un argentino.

También alegaba que su víctima no había sufrido.

-Mi crimen, señor juez, fue suave, meditado, científico.

El juez Carlos Miguel Pérez dictó sentencia con prontitud. Conforme al Código Penal vigente desde 1885, Luis Castruccio fue declarado culpable de homicidio simple, agravado por premeditación. Se lo condenó a la pena capital. La ejecución, por fusilamiento, debía llevarse a cabo al alba en la Penitenciaría Nacional, el inmenso penal de muros amarillos que desde 1877 albergaba a dos mil presos en los predios que hoy ocupa la plaza Las Heras, en la intersección de esa avenida con Salguero y con Coronel Díaz.

El crimen de Castruccio había horrorizado a la sociedad. La mayoría de la población recibió con satisfacción la condena. Sin embargo, la pena de muerte ya era entonces cuestionada. Cada ejecución levantaba un mar de protestas. Entidades caritativas y las muy activas damas de la Sociedad de Beneficencia consideraban la pena de muerte un crimen legal. Por otra parte, algunos se aferraban a los argumentos del abogado defensor de Castruccio, que había alegado la enfermedad mental del acusado. ¿Era el homicida un loco? En ese caso, ¿podía ser considerado responsable de sus actos? El Estado, afirmaban los defensores del indulto, no podía sacrificar a un enfermo. Castruccio debía ser recluido para su curación en un hospital de alienados. Pero, por entonces, tal cosa no existía. Los locos permanecían recluidos junto a los criminales en las cárceles comunes.

Llegó el día de la ejecución. Era el 22 de enero de 1890. Sólo un hombre podía salvar al reo, mediante el indulto: el presidente de la República. ¿Lo haría? Ocupaba el sillón de Rivadavia el doctor Miguel Juárez Celman, político cordobés que había llegado al poder con el beneplácito del hombre fuerte del país, el general Julio Argentino Roca, que había sido presidente. Juárez Celman era su cuñado.

Los cabildeos se sucedían. Junto a Juárez Celman, de 46 años, quien había interrumpido las vacaciones en su estancia de Córdoba para estudiar el caso, actuaba un consejero áulico de gran influencia sobre el mandatario: Ramón Cárcano, que sería luego gobernador de Córdoba.

El día señalado

Así transcurrieron las horas de aquel 21 de enero de 1890, una jornada bochornosa. Asomaron las primeras luces del 22 sobre el patio de la Penitenciaría que daba a la esquina de Las Heras y Salguero, donde se realizaban las ejecuciones. Formó el piquete, integrado por soldados del Regimiento I de Infantería. Un sacerdote acudió a la celda del condenado. Este lloraba, reía, gritaba. Su monólogo era incoherente. A las cinco de la mañana, se abrieron las puertas de la celda y comenzó el cortejo hacia el patio de la muerte. El penal estaba lleno de gente: periodistas, funcionarios judiciales, invitados especiales. El cura musitaba el Oficio de Difuntos. A Castruccio, engrillado, dos guardias lo llevaban a la rastra.

-Ni siquiera me dejaron ponerme una camisa limpia -le oyeron quejarse.

Así recorrieron los últimos metros. A su alrededor, resonaba un coro estruendoso: los presos golpeaban sus cacharros contra las rejas. Las ventanas de las celdas que daban al patio estaban colmadas de rostros lívidos en la madrugada estival. Castruccio gritaba:

-¡Esto es una tortura inhumana! ¡Quiero que me maten rápido, con electricidad!

En la calle, sobre la avenida Las Heras, una multitud de madrugadores aguardaba en la vereda. Querían escuchar la descarga del piquete de ejecución. Cuando entró un carro por el portón principal, se levantó un murmullo de comentarios: ahí va el ataúd de pino en el que se llevarán el cuerpo, dijeron algunos. Al reo le vendaron los ojos. Comenzaron a atarlo a una silla, frente al pelotón.

Sobre los adoquines de la avenida Las Heras se escuchó el galope de los caballos. Un coche se detuvo a la entrada de la cárcel. Bajó un funcionario a la carrera. Venía de la Casa de Gobierno. El presidente había firmado el indulto. ¿Por qué había demorado esa decisión hasta el último momento? La única explicación es que el presidente dudó mucho sobre la medida. Juárez Celman atravesaba un mal momento político. Una gravísima crisis financiera, descripta por Julián Martel en su novela La bolsa -que publicaba La Nacion en folletín-, asolaba al país. Juárez Celman y sus ministros soportaban denuncias de corrupción. Un nuevo movimiento político, la Unión Cívica, fundada por Leandro N. Alem, un audaz dirigente de largas barbas y verbo inflamado, lanzaba furibundas críticas contra el régimen. En realidad, los días de Juárez Celman estaban contados. Menos de seis meses después, en julio de aquel 1890, sería derrocado por un movimiento cívico-militar y reemplazado por el vicepresidente, Carlos Pellegrini.

"Clemencia"
¿Por qué Juárez Celman indultó a Castruccio? Por supuesto, en aquellos tiempos no existían las encuestas. El ánimo de los porteños ante el crimen de Castruccio sólo puede intuirse registrando algunos testimonios y la prensa de la época. Pero no es exagerado concluir que el presidente, quizás intuyendo su próxima caída, no quiso despedirse manchándose con la sangre de un reo. Por otra parte, un hecho diplomático vino en auxilio del condenado.

El texto del decreto presidencial da una pista. Allí se afirma que, para el día siguiente, se aguardaba la visita de Deodoro da Fonseca, recién elegido presidente de la flamante República de los Estados Unidos del Brasil. Juárez Celman quería brindar una gran recepción al mandatario amigo, el primero tras la abolición del Imperio. "Antes de hacer preceder esas celebraciones -argumentaba el decreto de indulto- por una ejecución sangrienta, aunque justa, es preferible que sean anticipadas por un acto de clemencia", decía Juárez Celman. El ministro de Justicia, Filemón Posse, que redactó el decreto y también lo firmó, habría discutido acaloradamente durante toda la noche del 21 al 22 de enero con Juárez Celman, sosteniendo que la gracia para el monstruoso asesino terminaría de hundir el prestigio de un gobierno ya acosado por la opinión pública.

La historia del envenenador no termina allí. Conmutada la ejecución por reclusión perpetua, Castruccio se dispuso a pasar la vida en la cárcel. Pero la discusión sobre su caso siguió en ámbitos forenses. En 1907, un joven y brillante jurista, psiquiatra, escritor, editor y político llamado José Ingenieros, doctorado en medicina con una tesis consagratoria titulada La simulación de la locura, premiada con Medalla de Oro -y que por cierto dedicó al portero de la Facultad de Medicina-, recibió el encargo de fundar el Instituto de Criminología. Funcionaba en la misma Penitenciaría. Ingenieros estudió a fondo el caso Castruccio, que consideraba un enigma. Por entonces, este asesino llevaba casi veinte años preso, e Ingenieros confesaba que la memoria del personaje era para él un mito. Se preguntaba: "Castruccio, que salvó su vida por loco, ¿fue un simulador?" Pero el caso Castruccio no era para Ingenieros y otros pioneros de la criminología un mero tema de estudio. Admitir que un enfermo mental fuera inimputable penalmente costó muchas batallas a la incipiente psiquiatría argentina.

Ingenieros, el alienista (así se llamaba entonces a los psiquiatras), ataviado con una bata blanca que le llegaba a los tobillos, mantuvo muchas entrevistas con Castruccio, tanto en su gabinete del Instituto como en la celda del asesino. Sobre la personalidad de éste, Ingenieros escribió un exhaustivo estudio. No fue el único fascinado por el caso Castruccio. Luis María Drago le dedicó un capítulo de su libro Hombres de presa. Por entonces estaban en auge las teorías del psiquiatra italiano Cesare Lombroso, para quien la constitución física de los delincuentes influía en sus comportamientos criminales. Para los lombrosianos, Castruccio era considerado un criminal nato: las protuberancias de su frente, que él atribuía a una caída infantil, revelaban, según las doctrinas del psiquiatra italiano, su predisposición al delito. Lombroso definía a estos hombres como "mattoides". Para Ingenieros, Castruccio era un "amoral mental congénito, un degenerado probablemente hereditario". Sin embargo, siguió tratándolo, en lucha contra la locura del homicida, para salvarlo como hombre.

Un pacífico lector

Castruccio fue un preso pacífico. Durante su larga residencia en prisión leyó desordenadamente. Era un auténtico grafómano, y desde su celda enviaba a los jueces todo tipo de recursos, instancias, apelaciones y pedidos de gracia que él mismo redactaba. En ellos solicitaba la anulación del proceso, clemencia o reducción de la pena. También inventó un aparato para reproducir la voz humana, una especie de grabador avant-la-lettre, cuyos planos conservó Ingenieros en sus archivos.

Se convirtió en uno de los presos más célebres de la Penitenciaría, sólo superado en popularidad por el horroroso asesino Pagano, quien a su vez había creado un teatro de la crueldad con ratas amaestradas que representaban un cónclave de obispos. Pagano era la "vedette" de la Penitenciaría, lugar visitado por el público local y extranjero, ya que en su momento fue una de las cárceles más renombradas del mundo. Los curiosos querían ver a Pagano. Pero luego le seguía Castruccio en popularidad. En un brote agresivo, Pagano atacó a sus guardias matando a varios, hasta que fue ultimado.

En 1908 fue fundado el Hospicio de las Mercedes, el primer manicomio judicial. Castruccio fue trasladado al hospicio y allí terminó sus días. Con finalidades terapéuticas, los médicos publicaban un boletín donde los internos escribían poemas y cuentos. Uno de ellos era de Luis Castruccio, el envenenador que se creía genio. Se titulaba La misericordia del veneno.

Por Alvaro Abos

Luis Castruccio

Perfil del homicida


Lugar de nacimiento: Rapallo, Italia

Rasgos físicos: rubio, ojos claros

Personalidad: ciclotímico, depresivo, megalomano

Su víctima: Alberto Bouchot Castel

Arma homicida: veneno

Próxima entrega: El petiso orejudo

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