Por Rodolfo Walsh
El comienzo de la literatura policial suele situarse, con acuerdo casi unánime, en los cinco relatos del género que entre 1840 y 1845 escribió Edgar Allan Poe. Sin embargo es posible demostrar que la totalidad de los elementos esenciales de la ficción policíaca se hallan dispersos en la literatura de épocas anteriores, y que en algún caso aislado ese tipo de narración cristalizó en forma perfecta antes de Poe. "El arte de atormentarse a sí mismo", dice Dorothy Sayers, "es antiguo y tiene una larga y honorable tradición literaria".
Los primeros relatos policiales bien caracterizados son bíblicos. Aparecen en el Libro de Daniel (capítulos XIII y XIV). En uno de ellos, Daniel prueba la inocencia de Susana, acusada de adulterio por los ancianos, interrogándolos separadamente y haciéndolos incurrir en contradicción. En el otro, demuestra que los sacerdotes del templo de Bel roban de noche las ofrendas dejadas ante el ídolo. Para ello cubre de cenizas el piso del templo, y a la mañana siguiente aparecen las huellas de los culpables. En verdad, Daniel es el primer "detective" de la historia, y tiene muchos puntos de contacto con los modernos héroes de la no vela policial. Como ellos, es capaz de salir airoso de situaciones que serían fatales para el común de los hombres: el horno encendido, el foso de los leones. Como ellos, descifra escrituras enigmáticas, "declara sueños, desata preguntas, suelta dudas". Y en los episodios que hemos mencionado quedan establecidos, por obra suya, tres elementos muy importantes de la novela policial: la confrontación de testigos, la clásica trampa para descubrir al delincuente y la interpretación de indicios materiales.
No son éstos los únicos antecedentes que nos ha dejado la antigüedad. La fingida locura de Ulises desenmascarada por Palamedes; Aquiles disfrazado entre las mujeres de Sciros y el expediente que sirvió para descubrirlo; la historia del rey Rampsinitos, que refiere Herodoto y que modernamente retomó Theodore Dreiser; y por fin algunas fábulas esopianas constituyen el aporte de los griegos. Entre los romanos, Virgilio se anticipó a Conan Doyle en el libro VIII de la Eneida. El villano es Caco, mitad hombre, mitad bestia, que habita una cueva en cuyo piso humea la sangre de las recientes matanzas, y en cuyas puertas insolentes cuelgan pálidos rostros de hombres, manchados de sangre. El héroe es Hércules, a quien el inveterado ladrón roba cuatro vacas y cuatro toros, tirándolos de la cola para que sus huellas parezcan alejarse de la cueva. Veinte siglos más tarde el tema reaparece en uno de los cuentos donde interviene Sherlock Holmes: The White Priory Murders. De Cicerón merecen citarse algunos pasajes del tratado De Divinatione, y sobre todo su discurso Pro Sexto Roscio, antecedente perfecto e inimitable de la novela que podríamos llamar "judicial" porque su acción se desarrolla en los estrados judiciales y gira en torno a los esfuerzos de un abogado criminalista por salvar a un inocente acusado de un crimen. La fórmula cui bono?, tema permanente de esa pieza oratoria, es uno de los ejes en torno a los cuales se mueven las ficciones detectivescas contemporáneas.
Al eclipse de las letras y la artes que sucedió a la disolución del Imperio Romano no pudo escapar ciertamente un género que se hallaba apenas en embrión. Volvemos a encontrarlo, más o menos disimulado, en episodios de la Gesta Romanorum, de los fabliaux y el Roman de Renart, del Conde Lucanor, de los Canterbury Tales, del Decamerón, de Las Mil y Una Noches y, por fin, del Zadig.
Historiadores de la literatura policial, franceses como Fosca, ingleses como D. Sayers, lanzan un sus piro de alivio cuando después de efectuar la travesía anterior, salteando algunas etapas intermedias, arriban a ese pequeño islote de la ficción policial que es el Zadig. En efecto, allí parece encontrarse, ya bien avanzada la época moderna, el primer eslabón de la cadena que conduce sin tropiezos a Godwin, a Hawthorne, a Poe, a Dickens, a Collins, a los contemporáneos.
Sin embargo, hay dos relatos anteriores al Zadig que pueden figurar con honra en la historia de la literatura policial. El primero procede del Popol Vuh, escrito hacia 1550 en idioma quiché y caracteres latinos, por autor anónimo, sobre la base de antiguas tradiciones o de un texto anterior, desaparecido. Fue transcripto y traducido a comienzos del siglo XVIII por Fray Francisco Jiménez, y la historia que nos ocupa figura en el capítulo VII de la primera parte, según la división efectuada por Brasseur. Merece ser recordada: el gigante Zipacná se baña a la orilla de un río cuando ve pasar a cuatrocientos guerreros que llevan un gran tronco. Les ofrece ayuda y carga el tronco sobre sus espaldas. Celosos de su fuerza, los cuatro cientos guerreros deciden matarlo. Le piden que cave un pozo y que cuando sea suficientemente hondo les avise. Desconfiado, Zipacná abre una excavación lateral y se guarece en ella antes de dar la señal convenida. No bien lo hace, los cuatrocientos lanzan el tronco al fondo del pozo y oyen un grito. "Está muerto", dicen. "Mañana las hormigas traerán sus restos a la superficie." Zipacná, seguro en su refugio, los oye. Se corta las uñas, se corta los cabellos, y las hormigas los llevan a la superficie. Los cuatrocientos celebran su muerte, se embriagan y duermen. El gigante sale de su escondite y los aniquila... Este Matías Pascal rudimentario y vengativo no revela menor astucia que algunos de sus sucesores contemporáneos.
El segundo de los relatos a que hemos aludido proviene del Quijote, más precisamente del capítulo XLV de la segunda parte. Es la memorable aventura del viejo del báculo. Ante Sancho Panza, gobernador de la ínsula, comparecen dos ancianos. Uno dice haber prestado al otro diez escudos de oro. El otro, el portador del báculo, niega haberlos recibido, y en todo caso está dispuesto a jurar que los ha devuelto. Dispónelo así el gobernador, "y el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se lo tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho." Pronunciado el juramento, se resigna el acreedor a la pérdida, atribuyéndola a olvido suyo, y se marcha el deudor con su báculo. Sancho Panza medita unos instantes, luego hace llamar nuevamente al viejo del báculo, se lo pide y lo entrega al otro, diciéndole:
"—Andad con Dios, que ya vais pagado.
"— ¿Yo, señor? —respondió el viejo—, ¿pues vale esta cañaheja diez escudos de oro?
"—Sí —dijo el gobernador—, o si no, yo soy el mayor porro del mundo...
"Y mandó que allí delante de todos se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón de ella hallaron diez escudos en oro... Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que, de haber le visto dar, el viejo que juraba a su contrario aquel báculo en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro de él estaba la paga de lo que pedía...".
Conviene retener algunos pasajes de esta historia, singularmente aquel que dice: "Visto lo cual Sancho... inclinó la cabeza sobre el pecho, y poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices es tuvo como pensativo un pequeño espacio y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo...". Este es un instante casi mágico en la historia de la novela policial, porque el labriego de la Mancha está anunciando con tres siglos de anticipación al más grande de los "detectives", no sólo en sus deducciones, sino casi en sus mismos gestos. Veamos, en efecto, una de las tantas descripciones que de los momentos de reflexión de Sherlock Holmes nos hace Conan Doyle: "Sherlock Holmes estuvo silencioso unos minutos, con las yemas de los dedos juntas y la mirada clavada en el cielo raso... ".
Otra coincidencia: es sabido que a menudo Holmes no formula directamente la solución de un enigma, sino por medio de una proposición elíptica y oscura que sólo adquiere su sentido cuando él mismo la aclara. Ese tipo de declaraciones paradójicas ha sido bautizado con el nombre de sherlockismo. Pero, ¿qué otra cosa que un sherlockismo —el más brillante de los sherlockismos— son esas palabras de Sancho al entregar el báculo al acreedor: "Andad con Dios, que ya vais pagado"?
En cuando al resorte fundamental de la historia del báculo —su argumento— no es difícil advertir que es esencialmente idéntico al de un cuento que hasta ahora se ha considerado como uno de los sillares de la moderna novela policial: The Purloined Letter. Como en la obra de Poe, la historia del báculo gira en torno a un objeto robado. Como en la obra de Poe, ese objeto está oculto en el lugar más evidente.
Principio que podría servir de moraleja a quienes han tratado de hallar en Voltaire al precursor inmediato de la novela policial.
Fuente: Walsh, Rodolfo (1987): Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, Buenos Aires, Puntosur, págs. 163-168.
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