Miguel
Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
ULTIMA ENTREGA (Nro.
26)
RESUMEN: Leo Fariña y Billy Jensen huyen del rancho de
El Chapo. Llegan a una carretera y un
lugareño los lleva en su camioneta hasta Pericos, un pueblito cercano a
Culiacán, la capital del Estado de Sinaloa. Desde esa ciudad, Leo y Billy
planean huir del país.
Debo decir que Billy Jensen estaba de un humor de
perros. Sentados en la banqueta de la oficina de la Western Union, me apuntaba
con su barbilla de tal modo que casi me hacía sentir culpable de todo lo que le
pasaba. Aguardaba una remesa de dinero que había pedido a uno de sus bancos. De
pronto, lo llamaron: ¡Pedro Gómez Liston!
Era uno más de sus nombres falsos. Entramos, nos hicieron pasar a una
pequeña y calurosa habitación, y abrieron la saca de la que salieron doscientos
mil dólares. El tipo que nos atendía parecía un autómata. Me sorprendió que no
le exigiera a Billy alguna documentación pero Billy separó cinco mil dólares y
eso fue todo. El tipo se metió los billetes en todos los bolsillos del largo
sacón con flecos que traía, nos dio la mano y se marchó con trancos apurados.
El poder de Billy Jensen parecía no tener horizonte. Tenía cuentas millonarias
en pequeños bancos y creo que hasta una muy importante en el JP Morgan. Era
escurridizo como una lagartija, sabía muy bien cómo manejarse en el gran fraude
y en el lavado de dinero. Un prócer del delito.
Cuando llegamos a comer a El Regio de Pericos, Billy ya vestía una camisa color mostaza, un
saco azul y pantalones verdosos. Yo preferí unos Levi’s, camisa a cuadros y una
campera de cuero liviano. Botas y sombrero, por supuesto. En composé con el
ambiente general norteño. En el hotel, dejé el M-19 y cargaba en mi espalda la
bonita Strizh rusa. Súbitamente, todo
empezó a acelerarse. Volamos a Culiacán en un Cessna 682 cuando aún estábamos
digiriendo el cabrito enchilado del almuerzo. Adiós a mis armas: las tuve que
abandonar en el hotel. Una ruta de narcos nos hizo aterrizar sin novedad en
Culiacán.
Mientras Billy se dedicaba a hablar incesantemente
por teléfono en las cabinas, compré El Sol de Sinaloa para ver qué contaban las
noticias del ataque a la finca del Chapo. Largué una carcajada después de
hojear hasta la última hoja: No había una sola letra escrita sobre el hecho,
incluso, la sección policiales no existía. Prendí un cigarrillo y me encaminé a
un barcito del aeropuerto. Pedí un tequila y así como vino así me lo tragué.
Todavía me era difícil aceptar que ese mundo de crimen existiera como una
realidad paralela. Y como una verdad incontestable para quienes la habitaban. Pero
era tan innegable como el planeta Júpiter. ¿Por qué yo no salía corriendo a
denunciar a las autoridades? Más que loco tendría que estar. Si yo fui testigo de
cómo nos recibieron en Toluca una agrupación militar mexicana. ¿Quería aparecer
colgando y decapitado de un puente?
Pedí otro tequila, esta vez doble. El mexicano de
la barra me sonrió y comentó: ¡Híjole!
Mire que el tequila no es granadina! Es cosa mía, amigo, cóbrese de aquí.
El barman tomó mi dinero y murmuró: Ni
modo…
Tomaba mi tequila sobre mi taburete cuando se
acercó Billy.
-
Escuchame, nene, esperame aquí, en el
aeropuerto, yo vuelvo en una hora y seguimos…¿Tenés algo de plata?
-
Sí, no creo que en una hora me gaste
600 dólares…
-
Bien, bien, ya vuelvo.
No quería calcular cuántos dólares había perdido en
el camino. Aproveché el momento para romper el viejo y vencido cheque del banco
panameño que me diera Billy, no sé en
qué vida anterior.
Odié la espalda de Jensen mientras se alejaba, odié
todo su mundo, sus mentiras, recordé que podría haberme avisado sobre todo el
peligro que caería sobre mi pobre humanidad. Retomé la lectura de El Sol de
Sinaloa en una cómoda butaca de cuero. Allí me avivé de los rondines de los
soldados del ejército. Camuflados, las caras pintadas, las miradas como dientes
y el silencio militar presagiante.
Yo quería estar en casa y si fuera posible
engripado, para que mamá me sirviera una sopa calentita y que la cuchara no sea
un proyectil 7.62. Me dormí como abrazado a un osito de peluche.
Un golpe en el hombro me despertó. De un salto me
puse de pie, sin saber en qué mundo estaba. Era Jensen y traía una gran maleta
y un portafolio metálico. Pero era un Billy Jensen casi desconocido. Se habían
teñido de castaño sus pocos cabellos rubios y un discreto bigote oscuro le daba
un toque de seriedad. Me sonrió abriendo los brazos, como exhibiendo su nueva
pinta. El traje Príncipe de Gales lo hacía gallardo y aún más aristocrático.
Yo sonreí sin ganas. Me preguntaba que significaba
este nuevo disfraz. Hacia dónde nos llevaría, en qué playa nos hallarían
muertos, estaba hastiado, con las bolas por el suelo. Y se lo dije:
-
La concha de tu hermana, Jensen, quiero
bajar de esta locura, por favor, esto ya dejó de ser gracioso…- tuve que
carraspear, casi me ahogué.
-
Sentate, dijo. Y nos sentamos.
-
Ya todo terminó, mi querido Leo, aquí
nos separamos…
Sentí que mi cara era de plastilina por la cantidad
de gestos que hice en menos de un minuto. Me saltaron lágrimas, pero de alegría
y de bronca; sonreía como un estúpido, me sentía pájaro, nube, mariposa, polen,
y escuché que le dije: Gracias, Billy…
Jensen me abrazó y me dijo: Te quiero, muchacho y gracias…
Me desprendí de su abrazo y le respondí: Y yo a vos te odio, pedazo de hijo de perra,
de pedo que estoy vivo y…
La mano de Billy Jensen me tapó la boca. Me pidió
que lo siguiera hasta el baño, un inmundo baño de aeropuerto. Nos metimos en un
privado. Jensen abrió el maletín metálico. Los fajos de dólares encandilaban,
nuevitos, esmeraldas de papel.
-
Son tuyos, los merecés, Leo, te lo
ganaste a lo James Bond.
-
¿Cuánto es esto? –balbuceé hipnotizado
ante El Gran Dios Norteamericano..
-
Sesenta mil dólares, todos tuyos.
-
Pero…
-
Shh! Aquí tenés un pasaporte diplomático y un
salvoconducto como consejero de la ONU en Asuntos Hemisféricos. Hasta llegar a
Argentina te vas a llamar Robert Assadourián…No te pueden revisar ni una muela
cariada.
-
¿A qué hemisferio me dedico yo, por si
me preguntan?
-
Elegí el que más te guste…Hablá de la
tundra, del Mar Muerto, qué se yo, arreglátelas. ¡Ah! Y tomá.
La mano de Billy sostenía una American Express
Centurion, la negra, la de gastos ilimitados, pero a mi nombre verdadero.
-
No, está bien ya, Billy, yo creo que
todavía tengo en uso una del Credicoop.
Me miró como diciéndome vos siempre el mismo boludo.
-
Acompañame – me dijo. Parecía
emocionado pero siempre fue un gran embustero.- Voy a embarcar, mi vuelo sale
dentro de un rato, no te puedo decir hacia dónde voy porque hoy desaparezco
para el mundo por siempre jamás.
Al colocar el primer pie en la escalera mecánica
que lo llevaría al embarque, giró y me dijo mientras ascendía:
-
Esto es como si me estuviera llevando
la Muerte…
Hice un
silencio.
-
Salúdamela de mi parte – le dije, le di
la espalda y me dolió el corazón.
THE END
.
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