Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE
MI PARTE
Entrega N° 25
RESUMEN: Un sorpresivo ataque a sangre y fuego del
ejército mexicano produce un inenarrable combate en la finca del Chapo Guzmán.
La ofensiva se cobra un tendal de víctimas fatales, entre ellas Tony y
Quebrantahuesos. El señor Baygón es apresado y el Chapo se fuga con varios
secuaces. En la confusión, Leo Fariña alcanza a escabullirse y se oculta en un
galpón poblado de containers. Es atacado por una víbora cascabel y lo salva un
malherido Billy Jensen.
Luego de que Billy aplastara con una piedra a la
serpiente, escuchamos pasos muy próximos
a nuestro escondite. Se oían ruidos del choque de un arma con el correaje de
cuero.
-
Pa´qué buscarle más si ya nos chingamos
a todos…- murmuró el soldado y se retiró lentamente del lugar. Alivio total.
A medida que pasaban las horas y caían las sombras,
se escuchaba que los vehículos militares se retiraban de la hacienda. Después
supimos que sólo dejaron retenes en la entrada. Un humo negro y pestilente se
alzaba lejos de nuestra vista y detrás de la mansión. Eran una pira en la que
estaban quemando los cadáveres. Un Auschwitz versión ejército mexicano.
Billy
dormitaba en posición fetal y sobre el suelo pelado. Su herida había dejado de
sangrar; mi cuerpo experimentaba un cansancio brutal, como si me hubiera tocado
acomodar los planetas en su sitio estelar para darle una mano a Dios.
La noche avanzaba fría. Si no hacía algo nos
congelaríamos. Me levanté sigiloso y empecé a buscar un milagro. Pisando bosta
de caballo vieja me encontré con una parva de heno y más allá, un par de mantas
sucias, comidas por las ratas, y una bolsa de arpillera vacía y llena de hongos
parásitos. Renuncié al asco. Desperté a Billy y lo ayudé a arrastrarse hasta
meterlo en la bolsa de arpillera y cubrirlo de heno. En su duermevela murmuró gracias. Yo me tapé con las dos mantas
inmundas y me introduje en el heno hasta la cintura. Afuera, los ruidos habían
cesado. Y me fui durmiendo entre los aullidos lejanos de los coyotes y los
chillidos de una rata canguro, un roedor saltarín que andaba por ahí.
Me desperté aterido, en posición fetal y con las
ingles doloridas. El heno estaba helado y salí sacudiéndome los trapos
inmundos. Olía a a gliptodonte. Apestaba. Desperté a Billy Jensen. Su educada
sonrisa me dio los buenos días y lo ayudé a quitarse la bolsa de arpillera.
Parecíamos dos espantapájaros tal era la cantidad de heno que nos colgaba de la
ropa. La luz del alba iba repintando las sombras del tinglado. Abracé a Jensen
de pura alegría: estar vivo, vivir, era una gran cosa. Lejos del tinglado, el olor
a muerte quemada que expandía la pira aún humeante, ya atraía a los primeros
buitres. A Jensen le dolía su flanco herido pero no era nada de cuidado. Le
propuse entonces tratar de huir eludiendo el portón de entrada de la hacienda.
Imaginé que hacia el sudeste y partiendo en dos el desierto, una carretera nos estaba
esperando.
Me conseguí sendos sombreros (el sol, en poco
tiempo más, derretiría la tierra) y le obligué a Billy a que se calzara un par
de botas. Su aspecto era delirante: llevaba un desgarrado pijama de seda rosa manchado
de sangre y sus huesudos pies al aire. Con un sombrero gris y botas vaqueras se
puso en marcha abriendo camino. Yo cargaba un M-19 y una pistola Strizh rusa, 9 mm. con 30 plomos en
bodega. Nunca había visto una excepto en la revista Guns, y era una belleza. Su anterior dueño tachonó de rubíes la
culata. Una paquetería.
Caminamos sin sobresaltos aunque el agua era
escasa. Cada tanto una aguada mezquina nos convidaba su líquido barroso.
Habíamos decidido dejar de lado el ítem hambre
y reemplazarlo por la frase sigamos
que ya llegamos. No era fácil, si bien el día era nublado, la resolana
bajaba como una lluvia de luz incandescente. Avistamos la carretera que había
imaginado poco antes de que se escondiera el sol. Billy Jensen cayó de rodillas
y lloró mirando al cielo. Estaba al borde de sus fuerzas. Lo arrastré hasta el
borde del pavimento. Me miraba con la dicha de quien acaba de recibir un
Lamborghini de regalo. Yo me desparramé entre los pastos y un segundo después,
me levanté poniendo en marcha mi sistema de alarma temprana. O sea, paré la
oreja. Las armas, es cierto, me daban una pinta muy heavy: las dejé sobre el pasto y me puse rodilla en tierra.
El calor había cedido, Billy dormitaba y metros más
allá del pavimento, un coyote altivo, con las orejas paradas, me escrutaba
inmóvil. Pensé en el sabor de la carne del coyote, el hambre es mal consejero.
Pareció leerme la mente, pegó un brinco, giró y se marchó al trote volteando su
cabeza y echándome miradas de reproche.
La vieja camioneta Pontiac se detuvo cuando nos vio
dormidos junto a la ruta. La noche estaba llegando entre fulgores rojos y
negros, estaba fresco y como me tomó de sorpresa el pistoneo del motor, empuñé
la Strizh y encañoné al pobre tipo
que la conducía. Pude distinguir que la pick up había sido roja alguna vez y
que el hombre había sido joven no muchos años atrás. Me miraba con los brazos
en alto, sonriendo como un Papa, mestizo y bajo. Usaba un sombrero grande de
paja, Cuando distinguió en la penumbra a Billy, lanzó una carcajadita educada. ¡Pijama!, exclamó. Yo también me reí con
ganas y guardé el arma en mi cintura.
Billy le explicó que habíamos sido atacados por una
patrulla del ejército mientras dormíamos. De allí el pijama, adujo y me miró
como jactándose de su ingenio. El ejército, en todo el norte mexicano, era más
temido que los Carteles de la droga. Los atropellos, asesinatos y
desapariciones de lugareños ponía a los militares en lo más alto de la pirámide
carnívora.
Sin pensarlo más, el paisano nos acostó en el piso
de la caja de la Pontiac, nos tapó con dos lonas y me pasó el M-19 y la
pistola. Nos sacaría de Badiraguato y nos alojaría en Pericos, su pueblito. Y
de allí, a Culiacán, capital de Sinaloa. Cuando arrancó la camioneta, un
helicóptero nos sobrevoló y se hundió en el horizonte.
¡Me llamo
Mónico Mejía Arenas y yo solito me chingo a esos militares hijos de la
chingada! ¡Viva Sinaloa, cabrones!–escuchamos
que gritó nuestro chofer y tras cartón, abrió fuego con un arma corta. Mónico
Mejía Arenas se puso a cantar, a los gritos y nos relajó de tanta tensión,
mientras la marejada de la noche nos cubría por completo. Cantaba:
“La gente de
Sinaloa/anota su primer gol/a la nueva presidencia/y al señor Vicente Fox/ no
se les dio a los gringos/ hacerle la extradición/ la fuga estaba planeada / sin
riesgo de fracasar./ Así trabajan los grandes/ como el Chapito Guzmán…”
El viento se fue llenando de disparos pero ya eran
los truenos. La tormenta estaba sobre nosotros. Iba a llover. Y Mónico seguía
cantándole el narcorrido al Chapo, su patrono protector.