lunes, 25 de febrero de 2013
La peor bestia de todas
El segundo mayor asesino serial de la historia podría quedar en libertad en 2015
REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA
TINTA ROJA
El colombiano Luis Alfredo Garavito Cubillos es uno de los más perversos asesinos seriales del mundo. La policía sospecha que mató a más de 200 niños. Se hacía pasar por linyera, lisiado, monje o benefactor de asociaciones solidarias. Está preso y podría salir en libertad. La historia de un hombre que al matar se mató a sí mismo.
VIERNES 22.02.2013 - EDICIÓN N ° 106
Escribe Pablo Berisso
pberisso@elguardian.com.ar
El sol acariciaba las calles de una diminuta localidad de la ciudad colombiana de Tuján. Dentro del local de videojuegos, los niños concentraban toda su atención en la partida. Un pequeño de 11 años perdió su última ficha y se retiró. Su nombre, Ronald Delgado. Un pequeño muy inteligente y estudioso. Se subió a su bicicleta y, cuando iba a su casa, un hombre con muletas se le acercó, lo engatusó y se alejaron juntos. Nunca más volvió a su hogar.
Luego de caminar un buen rato, el hombre rengo –que hacía unos días había llegado a la ciudad– comenzó su macabro trabajo. Ató al niño, lo desnudó y abusó de él. Mientras tanto, lo golpeaba, pateaba e insultaba con rudeza en la cara, el estómago y las costillas. Los llantos del pequeño se perdían en la inmensidad de la desolación del lugar. Antes de irse, el hombre deslizó el filo de su cuchillo sobre la garganta del chico hasta decapitarlo. El segundo mayor asesino serial de la historia, el colombiano Luis Alfredo Garavito Cubillos, culminaba la obra macabra por la que hoy está cumpliendo una condena. Aunque para él, Ronald apenas fue uno más entre los más de 170 niños por los que la Justicia colombiana lo sigue investigando.
“La mayoría de las heridas que tenía (Ronald) eran de arma blanca con hoja delgada (un cuchillo cualquiera). Estaba muy golpeado y todas las heridas fueron vitales. El niño estaba vivo cuando se las propinaron, incluso la herida de la decapitación era vital”, relató la médica forense que realizó la autopsia, María Eugenia Botero, a la revista Gatopardo. Una descripción que se repite en cada uno de los 114 cuerpos encontrados, una fracción de los 142 que confesó “La Bestia” haber asesinado (en realidad se calcula que mató a cerca de 200), y por los que el 30 de octubre de 1999 la Justicia lo condenó a 52 años de prisión.
La infancia que le tocó vivir a Garavito no es muy diferente a la del resto de los asesinos seriales del mundo. Nació el 25 de enero de 1957 en Génova Quindío, un pequeño municipio colombiano de unos 10 mil habitantes. Es el mayor de siete hermanos. Desde pequeño se vio obligado a convivir con los reiterados maltratos de su padre, quién más de una vez arrastró de los pelos por la casa a su madre. “Me pegaban y nadie me quería”, llegó a confesar Garavito. Por su rebeldía, el padre lo echó de su casa varias veces. La última, a los 16, cuando se fue para nunca más volver.
A los 12 años fue abusado sexualmente por dos hombres, uno muy amigo de su padre, y, unos años más tarde, por un cura. Pero –asegura– jamás por su padre. Para los investigadores, los abusos habrían marcado duramente la vida de Garavito. Quizás, esa infancia tan cruda fue la que lo llevó a tomar la decisión de que sus víctimas tuvieran entre 6 y 16 años de edad.
Su vida continuó su curso. Terminó la escuela primaria en el Instituto Agrícola de Ceilán, en las cercanías del valle de Tuluá, y luego realizó algunos estudios de mercado. La Bestia Garavito, también conocido como “Alfredo Salazar”, “Bonifacio Morera Liscano”, “el loco”, “tribilín”, “Goofy”, “conflicto”, “el cura”, “el sacerdote”, intentó llevar una vida normal. Consiguió trabajo como ayudante en una caja de compensación, luego fue empleado en una cadena de almacenes, fue panadero, tuvo una heladería, administró restoranes y bares. Pero con la llegada del alcohol a su vida todo cambió. Se convirtió en alcohólico y sus explosiones de ira lo llevaban a golpear a sus compañeros y a enfrentarse con sus jefes. El resultado: buscarse la vida en la calle. Allí se despertó la bestia.
Cuando se vio dominado por el alcohol y sintió que su vida se derrumbaba, acudió en busca de ayuda profesional. Recibió un tratamiento psicológico durante cinco años en una clínica en Manizales. Pero, al poco tiempo de salir, la bestia se despertó con más fura y comenzó sus crueles matanzas.
Garavito comenzó a hacerse pasar por vendedor ambulante, monje, indigente, discapacitado y representante de fundaciones ficticias a favor de niños y ancianos. Se enfocó en niños en situación de vulnerabilidad social (pobres, de la calle, abandonados o maltratados) y en 1992 inició su carrera criminal. En apenas siete años confesó haber cometido 142 crímenes (aunque se estipula que el número asciende a 200).
Los cuerpos policiales de 11 departamentos colombianos tuvieron que ver los cuerpos de algunos de sus niños desmembrados, abusados y brutalmente golpeados. Departamentos completamente tranquilos en los que no solía pasar mucho más que alguna pelea de borrachos se encontraron ante el accionar de un macabro psicópata que, según declaró, actuaba poseído. “Sentía un impulso. Los hechos sucedían de repente. Lo hacía sin querer”, aseguró Garavito. Sostuvo ante la Justicia que no veía la forma de salirse y que cada vez que ingería licor se transformaba todo su ser. “Cada vez que yo tomaba me daba por ir a buscar a un niño, hacerle lo que a mí me hicieron y luego matarlo”, declaró.
Como todo asesino serial, actuaba siempre dentro de los mismos patrones. Frecuentaba parques infantiles, centros deportivos, terminales de transporte, mercados y barrios marginales. Buscaba niños de entre 6 y 16 años, de bajo nivel socioeconómico, pero que para él fueran agradables físicamente. Una vez ubicada su víctima, se acercaba a ella, se presentaba, le hablaba, se ganaba su confianza, les ofrecía bebidas, dinero y los invitaba a caminar hacia sitios despoblados. Llegó a ofrecerle a dos niños dos mil pesos para que le ayudaran a buscar una vaca perdida. Siempre usaba excusas tentadoras que para chicos en extrema pobreza significaban conseguir algunas monedas.
Una vez cooptada la víctima, el asesino ataba a los niños, los desnudaba y manoseaba –mientras los pequeños rompían en llanto–. Los golpeaba, les pateaba el estómago, el pecho, la espalda y la cara; les rompía las manos a pisotones; les daba puñetazos en los riñones y les saltaba encima para romperles las costillas, mientras los estrangulaba.
Tras abusar sexualmente de sus pequeñas víctimas, sacaba un cuchillo y los mutilaba: amputaba dedos y manos, les sacaba ojos, cercenaba orejas, mutilaba sus genitales. Por último, les cortaba las cabezas. En muchos de los casos se descubrió que los cortes y mutilaciones los realizaba mientras los niños estaban con vida.
Hoy, pasa sus días en la cárcel de máxima seguridad de la ciudad de Valledupar. Hoy, con 56 años, se convirtió al cristianismo y dice sentir que ya pagó. “Pedí perdón a Dios y a las víctimas, y he cumplido por lo que cometí con creces”, asegura. Se describe como un “campesino humilde”, y al mismo tiempo se compara con Hitler y Borges. Según sus abogados, este macabro personaje podría ver la libertad en 2015. De los 172 casos por los que se lo investiga, 132 tienen fallo condenatorio, que sumados dan un total de 1853 años y nueve días de prisión. Pero para la Justicia local las penas no son acumulables, sino que toman la más alta. Así y todo, por las reducción de años que se le otorgan a los detenidos por estudiar y por tener un buen comportamiento, Garavito podría salir al cumplir un tercio de la condena. Los profesionales que lo analizaron aseguran que al salir volverá a matar. Por eso, con Garavito en la calle, los niños colombianos estarán en manos de Dios. O, mejor dicho, a merced de “La Bestia”.
Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/1128/la-peor-bestia-de-todas
viernes, 22 de febrero de 2013
Robledo Puch: el ángel negro
Crónicas rojas / 10 crimenes argentinos
Con apenas 20 años, consumó el espeluznante récord de once muertes en un año. Cuando fue detenido, en 1972, sorprendió al país con su cara de niño y su falta total de arrepentimiento. Hoy cumple condena en Sierra Chica
Desde Retiro hasta San Fernando, a lo largo de 15 kilómetros, se extiende una aglomeración urbana que las guías de turismo de la ciudad de Buenos Aires llaman "la ribera norte". Viven allí millones de personas, pero el lugar no es importante por los números: alberga lo mejor y lo peor de la gran ciudad. En ella se alzan las residencias más elegantes. Algunas rodeadas por enormes barriadas miserables. La ribera norte es el lugar del poder: en un predio de 14 manzanas situado en Olivos, viven los presidentes de la Argentina. Es también escenario de placeres: restaurantes, clubes, posadas del amor convocan cada noche a multitudes. Y de pasiones populares como el turf (allí tienen sus templos los burreros, en los hipódromos de Palermo y San Isidro), o el fútbol (el Estadio Monumental). La ribera norte es también la ciudad de las artes: en San Isidro, junto a las barrancas, Victoria Ocampo recibió a lo más granado de la cultura del mundo.
Fue cuna de sabios y genios, de magos y curanderos, también de caudillos y pistoleros.Y de criminales. Entre ellos, ninguno como Carlos Eduardo Robledo Puch. Su récord homicida fue breve y aun hoy, a treinta años de distancia y con mucha sangre corrida bajo los puentes, impresiona. En un año mató once personas -quizá más- y consumó decenas de asaltos. Lo hizo en supermercados, quioscos y garajes de Acassuso, Martínez, Olivos y Vicente López. No necesitó salir del barrio para pasar a la historia negra de la Argentina.
Comienza la década del 70 y Robledo Puch es un muchacho rubio, flaquito, de exuberante cabellera rizada, nacido el 22 de enero de 1952. Su padre, del que hereda los dos apellidos, es descendiente del general Martín Güemes. Es también un importante técnico de la General Motors. La madre de Robledo Puch es hija de alemanes. La familia vivió mucho tiempo en Tigre, y después en un chalet de Villa Adelina.
Robledo Puch, a quien en el colegio llamaban "leche hervida", por su carácter, o "el colorado", es un rebelde. Un violento. Es inteligente y buen lector, pero tiene lo que, eufemísticamente, se llama "problemas familiares". Por robar una moto lo mandan un tiempo a un correccional, la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, en Los Hornos, cerca de La Plata. Sus padres hicieron de todo para disciplinarlo, por ejemplo, colocarlo en diversos colegios, donde invariablemente era expulsado.
Carlos Eduardo se hace de dos amigos fieles con los que comparte la pasión por las motos y los coches. Uno se llama Jorge Ibáñez, es un rosarino dos años más chico pero con más experiencia que Robledo Puch: roba desde los diez años. El otro es Héctor Somoza, más modesto, hijo de un panadero de Villa Adelina, vecino de los Robledo Puch. Pero Ibañez y Somoza no se llevan bien. Entonces, Carlos Eduardo debe optar y se queda con Ibáñez, alias Queque.
En septiembre de 1970, Ibáñez y Robledo Puch roban la joyería de Rachmil Israel Isaac Klinger, en Olivos. Sacan 100.000 pesos. Luego asaltan un taller de caños de escape, a pocas cuadras de la joyería, de donde se llevan 110.000 pesos. En enero de 1971 entran en una casa que vende motos en San Fernando y roban una vieja Guzzi roja de los años cincuenta y una Gilera 150 más nueva, negra y roja. En un cajón, Robledo Puch descubre una máquina que lo fascina: es una pistola Ruby calibre 32.
El 15 de marzo de 1971 dos hombres dormitan a la madrugada en dos catres: son el dueño y el sereno del boliche Enamor, en Espora 3285, Olivos. Entran Ibáñez y Robledo Puch por una ventana trasera. Se llevan 350.000 pesos de la caja. Robledo Puch ve a los dos hombres dormidos y desenfunda su Ruby 32. Le pega un balazo en la cabeza a cada uno. Mueren sin despertar.
El 9 de mayo de 1971, a las cuatro de la madrugada, Robledo Puch e Ibáñez se descuelgan por un tragaluz y entran en un negocio que vende repuestos de automóviles Mercedes-Benz, en Vicente López. Robledo Puch se introduce en el dormitorio donde reposan una pareja y un niño de corta edad. Robledo Puch asesina al hombre y dispara contra la mujer. Ibáñez, a pesar de que la mujer está herida, intenta violarla. Ella sobrevivirá como testigo. Antes de huir con 400.000 pesos, Robledo Puch dispara a la cuna donde llora un bebe de pocos meses que salva la vida de milagro: la bala lo roza.
La noche del 24 de mayo Robledo Puch e Ibáñez entran en un supermercado Tanti, en Olivos, y asesinan al sereno.
Hasta entonces, la policía no había ligado estos crímenes entre sí. Formaban parte de la trama del delito que palpita en una ciudad inmensa. La simultaneidad de los hechos había ganado algún espacio en los diarios: "Volvió a golpear la secta del crimen en la zona norte", rezaba un título.
Raid violento
El 13 de junio de 1971 Jorge Ibáñez entra en un garaje del barrio de Constitución, en la Capital Federal. Son las once de la noche. Sin pronunciar palabra, mata de un tiro en la cabeza al cuidador. Ibáñez elige, de entre los coches que duermen en el garaje, un Ford Fairlane y se retira tranquilamente, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad. Pasa a buscar a su amigo y comienzan a deambular por Olivos. En la Avenida del Libertador al 3800, Ibáñez ve una mujer joven que sale de un boliche.
-Traela -ordena a su compañero. Robledo cumple la orden.
Ibáñez le cede el volante a Robledo Puch, que a toda velocidad comienza a circular por la Avenida del Libertador. En el asiento trasero, Ibáñez viola a la muchacha. La dejan bajar en la ruta Panamericana. Pero mientras ella se aleja, Robledo Puch la acribilla con cinco tiros en la espalda.
Carlos Robledo Puch y Jorge Ibáñez formaban lo que se llama una "pareja delincuente". Como los asesinos norteamericanos que Truman Capote retrató en su libro A sangre fría, había entre ambos una relación de dependencia, quizá de sumisión. Ibáñez era la cabeza pensante y Robledo Puch, el ejecutor. Ibáñez mandaba y Robledo Puch obedecía.
Pocas noches después de matar a la adolescente, se toparon con otra muchacha que salía de Katoa, en Vicente López, donde el novio trabajaba de camarero. Quisieron subirla al coche. La muchacha se resistió tenazmente a la violación e Ibañez desistió. La arrojaron del coche semidesnuda y cuando ella corría al borde de la Panamericana, Robledo Puch la mató a tiros.
El 5 de agosto, Robledo Puch e Ibáñez recorrían la avenida Cabildo en un Di Tella que era del padre de Carlos. Robledo Puch tuvo un descuido y se estrellaron contra otro coche. Ibañez, que viajaba en el asiento del acompañante, murió en el acto. Robledo Puch incurrió en una conducta habitual en él: la frialdad absoluta ante la muerte. Le sacó la cédula a Ibáñez, se bajó del coche y se retiró a pie.
Algunos dudaron, luego, de que Ibáñez hubiera muerto en un tonto accidente. El fin del muchacho pudo haber sido otro. ¿Un ajuste de cuentas? ¿Había una tercera persona en el coche? Lo cierto es que la muerte de Ibáñez marcó una pausa en la carrera criminal de Robledo Puch: dejó de matar y retomó sus estudios. Su madre le regaló un Dodge GTX cupé, con llantas deportivas. Costó 3.041.000 pesos. Lo compraron en una concesionaria de Martínez. Tiempo después, cuando le preguntaron al "ángel rubio", ya preso, cuál había sido el momento más feliz de su vida, no vaciló:
-El día en que mi madre me compró el coche.
En realidad, el Dodge Polara se lo compró su madre con dinero que Carlos Eduardo le daba. ¿Cómo hacía un muchacho para tener esa plata? Es que soy un gran mecánico y arreglo motos, mamá, decía él. Le creyeron. Algunos de los robos no produjeron botín alguno, porque los serenos asaltados no custodiaban dinero, pero el del supermercado Tanti, por ejemplo, los compensó: de allí se llevaron cinco millones.
Durante aquel intervalo feliz, su padre lo llevó en varios viajes de negocios al interior. Mientras tanto, algún policía intentaba ligar el rompecabezas macabro conformado por esos crímenes dispersos que se habían sucedido desde marzo.
Muerto Ibáñez, Robledo Puch se volcó hacia su amigo Somoza, con el que comenzó a salir cada noche. El 13 de noviembre rompieron la vidriera de una armería y se llevaron un revólver Astra Cádiz calibre 32. Dos días después asaltaron el supermercado El Rincón, de Boulogne. Acribillaron al sereno y encontraron la caja vacía. Al día siguiente, Robledo Puch estrelló el Dodge Polara contra un árbol en Figueroa Alcorta y Dorrego. Entonces, durante un tiempo, los asesinos se desplazaban en colectivo.
El 17 de noviembre, Robledo Puch y Somoza entraron en una concesionaria de autos en Olivos y mataron al cuidador. El 25 de noviembre entraron en la concesionaria Puchmartí, de Martínez, en la que su madre le había comprado el Dodge. Se filtraron por el techo, redujeron al sereno y le sacaron las llaves. Robledo Puch lo mató de un tiro en la nuca.
Se llevaron un millón. Se fueron en taxi y al día siguiente compraron un Fiat 600 gris. Querían prepararlo para competición. Le duró unos pocos días. Robledo Puch manejaba como un loco y al Fitito lo arrolló un colectivo. Lo vendieron como chatarra.
Después, vino el final. Fue el 1° de febrero de 1972. Salieron a "recorrer". Robledo Puch vestía una campera de corderoy Levi's, remera a rayas, jean sin cinturón con la cintura caída. En la muñeca llevaba un Omega Speedmaster y calzaba sus Adidas blancas.
Entraron en la ferretería Masseiro Hermanos, de Carupá. Como siempre, remataron de un tiro al vigilador. Luego intentaron abrir con las llaves la caja de caudales. Comenzaron a violentarla con un soplete. Somoza trabajaba y Robledo Puch vigilaba. Tras sopletear varias horas, Somoza hizo una pausa y se acercó a su compañero. Lo abrazó desde atrás, en un gesto amistoso. Robledo Puch se sobresaltó. Se dio vuelta y lo mató de un balazo. Después le quemó la cara con el mismo soplete. Robledo Puch terminó de abrir el cofre, recogió el botín y se fue. Con tanto apuro que dejó la cédula en el bolsillo de Somoza.
La policía identificó el cadáver de Somoza. Tenía un tiro en el corazón y la cara horriblemente quemada con fuego. Una comisión fue a la casa de Somoza. Una señora les dijo:
-¿Mi hijo? Ahora no está. Anda siempre con su amigo, Carlos.
-¿Qué Carlos?
-Carlos Robledo. Le dicen "el colorado".
Ella les dio las señas de la familia Robledo Puch: Las Acacias al 200, Villa Adelina.
Un coche de la subcomisaría Balnearios llegó a las cuatro de la tarde a ese chalet. Era el 3 de febrero de 1972. Apenas habían parado cuando apareció un chico en una motito.
-¿A quién esperan, señor? -preguntó Robledo Puch, desentendido.
-Pibe, ¿vos conocés a un tal Somoza?
-¿Somoza? No, ¿quién es?
-Debe ser un amigo tuyo, porque tenía tu cédula en el bolsillo.
La policía registró el chalet de los Robledo Puch y, escondido en un rincón del piano, encontró el dinero de los robos, así como dos revólveres calibre 32 y cinco calibre 22.
Lo subieron al coche y lo llevaron a la comisaría. Carlos Eduardo Robledo Puch al principio negó. Pero enseguida confesó todo, haciendo gala de una memoria excepcional. Recordaba cada detalle y le reveló a la policía algunos robos que ni siquiera estaban registrados.
Sin arrepentimiento
Sus confesiones llenaron durante meses la crónica policial. Lo bautizaron "El ángel negro", "El tuerca maldito", "Cara de ángel", "El muñeco maldito" o "El Chacal". Pero pronto la descripción de tantos crímenes dejó paso a otro deporte: interpretar a aquel monstruo que la sociedad había engendrado. Para algunos, fue el representante de una clase social parasitaria. Para otros, el exponente de una juventud destruida por anteriores generaciones. Uno de los psiquiatras que lo revisaron recordó que "ahora es un psicópata, hace unos años fue un chico asustadizo". Lo más sorprendente eran las explicaciones que el propio Robledo Puch daba. "Un pibe de veinte años no puede estar sin guita y sin coche." ¿Cinismo? ¿Provocación? ¿O la cruda explicación de un mundo de infinita miseria?
"Tenía 20 años, era aparentemente un chico común, perteneciente a una familia de clase media", lo describió el juez Víctor Sasson. No mostraba el aspecto de un criminal convencional. Una revista semanal lo interpretó a la luz del psicoanálisis: Robledo Puch, decía Panorama, "es visto como el Mal con aspecto de Bien y al horror real de los crímenes se suma el de la fantasía." Crónica explotó a fondo esa dualidad: "Es niño bien, tiene 20 años, carita de ángel, frío, feroz y cínico".
La saga del "ángel rubio" tuvo una impensada continuación: el 7 de julio de 1972, el entonces acusado en espera de juicio estaba recluido en una dependencia especial del Penal de Olmos, cerca de La Plata. Esa noche, en compañía de otro detenido, se fugó saltando por los techos. Estuvo en libertad durante 64 horas. Lo detuvieron mientras deambulaba por las calles de Olivos, el escenario de sus crímenes.
-¿Robledo Puch?
-Sí, soy yo.
-Párese, está detenido.
-No tiren.
Para Osvaldo Soriano, que escribió una crónica sobre él, "Robledo Puch desnuda la apetencia exitista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos de éxito".
Otro escritor, Osvaldo Aguirre, señala que Robledo Puch permanece en la memoria colectiva no sólo por la desmesura de sus crímenes, sino porque jamás se arrepintió ni pidió perdón. Por el contrario, en las numerosas entrevistas que concedió en estos treinta años en la cárcel de Sierra Chica, donde ocupa una celda del pabellón de homosexuales, reivindicó sus actos.
El paso del tiempo embellece el delito, aun el más sórdido. Así nacen los mitos criminales. Pero Carlos Eduardo Robledo Puch ha mantenido su odio incólume. No hay mito Robledo Puch. El horror continúa. "Mató a personas comunes sin ninguna razón y sin dar la menor posibilidad de defensa. Cualquiera pudo ser su vícitima: por eso fue la esencia del enemigo público." Y lo sigue siendo.
Por Alvaro Abos
* Alvaro Abós ha publicado más de veinte libros. Entre ellos, sus resonantes biografías de Natalio Botana, Macedonio Fernández y Xul Solar, que le valieron en 2004 el Premio Konex. Al pie de la letra, su guía literaria de Buenos Aires, traducida ya a varias lenguas, fue llevada a la televisión por Canal (á). Colabora en El País (Madrid) y en La Nacion. Sus últimos títulos son La baraja trece (relatos) y Cinco balas para Augusto Vandor (novela).
Fuentes: Artistas, locos y criminales, de Osvaldo Soriano; Enemigos públicos, de Osvaldo Aguirre; Crímenes argentinos, de Rolando Barbano y otros.
Ultima entrega: La desaparición de la Dra. Giubileo
http://www.lanacion.com.ar/
lunes, 18 de febrero de 2013
Plata quemada
REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA
TINTA ROJA
Plata quemada
El asesinato del ingeniero bioquímico Diego Becerra dejó al descubierto la desmedida ambición criminal de una banda de poca monta. Lo prendieron fuego vivo para robarle dinero, comieron asado y fueron a bailar.
SÁBADO 18.02.2012 - EDICIÓN N ° 52
Escribe Nacho Ramírez
El ingeniero bioquímico Diego Iván Becerra tenía lo que podía llamarse una vida feliz. Iba a casarse con su novia y pensaba pagar la fiesta con una indemnización que había cobrado. Había conseguido trabajo en una empresa que explotaba un yacimiento de bentonita y los fines de semana viajaba a Malargüe, Mendoza, para visitar a su familia y a su futura mujer. Tenía 28 años y vivía en Neuquén. Lo último que se supo de él es que el sábado 20 de octubre de 2007 salió de la casa que alquilaba en el barrio Don Bosco y nunca volvió.
En la casa de sus padres esperaron su llamado. Era el Día de la Madre y era imposible que Diego no hubiese dado señales de vida. Al otro día hicieron la denuncia. Y la familia recibió otra mala noticia: a la misteriosa desaparición de Diego, se sumó un hallazgo que no daba esperanzas de encontrarlo con vida. Por la madrugada, un policía que hacía servicio adicional alerta que un Fiat Uno blanco se prendía fuego en un canal de riego, a unos 400 metros del hipódromo neuquino.
Las pericias demostraron que el incendio se habría originado en el asiento delantero del vehículo de la víctima. El cuerpo del joven seguía sin aparecer. Se lo había tragado la tierra. Cinco días después llegó el peor de los finales. El 26 de octubre se encontró su cuerpo. Estaba a metros del kilómetro 25 de la ruta 151, cerca del ingreso al yacimiento petrolero Lindero Atravesado. Lo habían encontrado después de 20 allanamientos.
El cadáver quemado estaba semienterrado a 40 centímetros de profundidad en un pozo a medio tapar en un campo de arbustos, jarillas y una gran meseta. Según los forenses, fue brutalmente golpeado, torturado y ahorcado con un cable el mismo día que desapareció. La autopsia realizada por el reconocido forense Carlos Losada, jefe del gabinete Forense del Poder Judicial, concluyó que los asesinos se ensañaron con la víctima. “El asesinato fue brutal y sin misericordia, lo cometieron criminales torpes que tuvieron la oportunidad de retroceder y dejarlo con vida, pero no lo hicieron”, sentenció el forense.
La víctima feneció por asfixia mecánica y dos violentos ataques de estrangulamiento. Los últimos momentos de Diego fueron sangrientos y temibles: con los pies y manos atados con alambre fue calcinado vivo en pleno momento de agonía. Imaginar su muerte era lo más parecido al horror: una clara radiografía de sus verdugos y de la lucha desesperada de Diego para evitar, en vano, su inminente muerte. Su cara estaba desfigurada. Tenía quemaduras en todo su cuerpo, sobre todo en los dedos y en los pies. Los forenses creen que para evitar su identificación lo prendieron fuego vivo.
La investigación logró determinar que los matadores tenían un plan rústico y burdo: robarle la tarjeta de débito para sacarle los cuatro mil dólares que la víctima tenía por haber sido indemnizado en su anterior empleo. Era el dinero que iba a usar para la fiesta de casamiento y la luna de miel.
Los detectives detuvieron a Lino Manuel Rodríguez, de 21 años, y Nicolás Saso, de 18, que fueron los desprolijos y despiadados asesinos. La noche del crimen, antes y después del ataque de furia homicida, los chacales neuquinos pasaron por la casa de un joven para organizar una cena. Los malandras dejaron la casa para ir a comprar supuestamente carne. El asesinato estaba planeado burdamente. Luego del macabro homicidio los malhechores actuaron con sangre fría, como si no hubiese pasado nada: comieron asado en un boliche y se fueron a dormir cometiendo la torpeza de dejar un bolso con elementos personales de la víctima.
Antes de matar, contactaron a personas para hacer desaparecer el cuerpo a cambio de un porcentaje del botín como hicieron los asesinos de la película Pulp Fiction, de Tarantino. En una escena de ese film de culto, unos killers llaman a un tipo pesado que les ayuda a deshacerse de un cuerpo y a limpiar la sangrienta escena del crimen. Pero los pistoleros de Neuquén no tenían esa logística. Cometieron errores. Uno de ellos fue usar el celular de la víctima, y vendieron el estéreo a un precio menor a 400 pesos. También le pidieron una pala a un vecino que declaró tiempo después. La herramienta había sido encontrada en el Fiat Uno quemado.
Según los jueces de la Primera Cámara en lo Criminal de Neuquén, al dictar la sentencia condenatoria de 2008, quedó acreditado que Rodríguez fue hasta la casa de Becerra acompañado por David Chávez. Sabían que Becerra había cobrado una indemnización porque eran compañeros de trabajo. Los homicidas le exigieron la tarjeta de débito y lo agarraron del cuello. Becerra tomó un cuchillo y le cortó la cara a Rodríguez. Chávez lo desarmó, Rodríguez siguió apretándole el cuello a la víctima hasta que se desvaneció.
Luego de inmovilizarlo lo subieron al coche de la víctima hasta el descampado de la Planicie Banderita: Becerra seguía vivo. Cavaron un pozo, tiraron a Becerra, tiraron nafta y prendieron un fósforo. Después lo enterraron a medias. Los jueces del caso concluyeron que Rodríguez estranguló a la víctima hasta dejarla en estado de agonía para luego rociarla con nafta.
Rodríguez fue condenado en diciembre de 2008 a prisión perpetua, al encontrarlo culpable de homicidio con alevosía en concurso real con robo simple agravado, calificación prevista en el artículo 80 inciso 2 del Código Penal.
Saso se quebró y confesó en los alegatos. Igualmente fue condenado a 15 años de prisión por ser partícipe secundario del hecho. El tercer joven, Chávez, fue juzgado en un segundo juicio: fue declarado penalmente responsable del delito de homicidio doblemente calificado por alevosía y criminis causa, en calidad de partícipe necesario. Saso reconoció claramente ante el tribunal que Chávez también participó antes y después del homicidio.
La familia de Diego Becerra, desolada, espera que la Justicia revea en casación el fallo que no condenó a Chávez, por entonces menor de edad. La querella solicitó cadena perpetua y aunque la Justicia lo encontró responsable de haber participado en el asesinato, no se aplicó penas pese a que quedó demostrado en el expediente su activa participación en el atroz crimen del ingeniero.
“Tuvo una participación protagónica no sólo en el ocultamiento posterior, sino en la coautoría del homicidio”, sostuvo el abogado de la querella, Marcelo Hertzriken Velasco al inicio del juicio. Para la familia de Becerra, Chávez merecía un castigo mayor, teniendo en cuenta la crueldad y la ferocidad de las acciones perpetradas por los chacales de Neuquén que luego de matar comieron asado y bailaron a sangre fría. Como si nada.
Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/470/plata-quemada
viernes, 15 de febrero de 2013
Triste,solitario y final
Por Osvaldo Soriano
La historia comienza cuando Stan Laurel (el actor cómico de la famoso serie del Gordo y el Flaco)acude al detective Philip Marlowe (el personaje creado por el escritor Raymond Chandler),también en el ocaso de su esplendor,para que averigüe porque ya nadie lo llama para trabajar.
Parodiando al conocido y esquemático cine norteamericano,la narración origina acontecimientos en los que el propio Soriano aparece como personaje para volverse cómplice de Marlowe y enfrentar así a las figuras más detestables.
"Tenía la obsesión de Laurel y Hardy desde mi infancia .Y desde que descubrí a Chandler estaba fascinado con Philip Marlowe. Pero hizo falta que un gato me diera la idea de la novela:el único capaz de investigar la historia del Gordo y el Flaco era un detective profesional como Marlowe. Me metí como personaje para divertirme:pensaba sacarme ,pero cuando la di a leer a los amigos y vi que funcionaba,lo fui dejando para más adelante, y un día la terminé.Tenia treinta años,era el año 1973" OSVALDO SORIANO
La historia comienza cuando Stan Laurel (el actor cómico de la famoso serie del Gordo y el Flaco)acude al detective Philip Marlowe (el personaje creado por el escritor Raymond Chandler),también en el ocaso de su esplendor,para que averigüe porque ya nadie lo llama para trabajar.
Parodiando al conocido y esquemático cine norteamericano,la narración origina acontecimientos en los que el propio Soriano aparece como personaje para volverse cómplice de Marlowe y enfrentar así a las figuras más detestables.
"Tenía la obsesión de Laurel y Hardy desde mi infancia .Y desde que descubrí a Chandler estaba fascinado con Philip Marlowe. Pero hizo falta que un gato me diera la idea de la novela:el único capaz de investigar la historia del Gordo y el Flaco era un detective profesional como Marlowe. Me metí como personaje para divertirme:pensaba sacarme ,pero cuando la di a leer a los amigos y vi que funcionaba,lo fui dejando para más adelante, y un día la terminé.Tenia treinta años,era el año 1973" OSVALDO SORIANO
lunes, 11 de febrero de 2013
El placer de matar
Alyssa Bustamante (18) estranguló y acuchilló a una nena de 9 en los Estados Unidos
La semana pasada, un juez de Cole County la condenó a cadena
perpetua. Sólo cuando tenga 45 años podrá pedir por su libertad
condicional. “Yo pienso, en cambio, que debería salir de la cárcel el
mismo día que mi hija salga de la tumba”, dijo, en una rueda de prensa,
la madre de su vecinita. Pero Alyssa, que a su manera es también una
soñadora americana, sabe que afuera la esperan todavía muchas cosas por
probar.
http://elguardian.com.ar/nota/revista/471/el-placer-de-matar
Revista El Guardian > Tinta Roja
Tinta roja
“Acabo de matar a alguien, es increíble”, escribió en su diario íntimo Alyssa Bustamante, la muchacha de 18 años que estranguló y acuchilló a una nena de 9 en los Estados Unidos. El recuerdo del Petiso Orejudo.
Escribe Javier Sinay
“I’ am the future of cute!”,
proclama desde su remera Alyssa Bustamante. Hello Kitty, bajo sus
urgentes ojos verdes. Un flashazo en plano picado, la típica autofoto y
listo: Alyssa, la adolescente atormentada de Saint Martins (un suburbio
de Jefferson City, en un estado perdido del polvoriento medio oeste
americano) ya tiene una imagen nueva para su perfil de Facebook. A los
15 años, Alyssa es más niña que mujer. Todavía se divierte con sus
hermanitos –y en especial con los mellizos, con quienes grabó unos
videos en los que los sometió a una sesión de voltaje con el alambre
electrificado del patio trasero– y a veces juega, incluso, con su
vecinita Elizabeth, de 9. A Alyssa le gusta pintarse las uñas de varios
colores y aparte de su remera de Hello Kitty tiene una de El extraño mundo de Jack
con la que se siente cómoda. Es una emo decidida y piensa que Tim
Burton, el director, se la llevaría a Hollywood si la viera. O volvería a
filmar su última película, Alicia en el país de las maravillas,
y ahora sería “Alyssa” en vez de “Alicia”. Pero Tim Burton está lejos
de Saint Martin, lejos del medio oeste y lejos de sus blancos
empobrecidos –white trash, que les dicen.
Un día, Alyssa convence a su vecinita
Elizabeth para ir a jugar al bosque. Es el otoño de 2009. Las ojas caen,
cubren con un manto dorado la tierra y envuelven el hoyo que la
teenager cavó una semana atrás –y que no es el primero: a Alyssa le
gusta cavar tumbas. La niña Elizabeth se adentra en el bosque encantado
sin darse cuenta de que, esta vez, los ojos verdes de Alyssa están
rojos, como si el flashazo de Facebook no acabara. Y no están rojos por
el llanto de una madre que se fue hace tiempo y que nunca volvió, o por
el de un padre que pasó varios años tras las rejas; ni están rojos por
la propia depresión, a sabiendas de que una vida de mierda siempre será
una vida de mierda y de que bien vale la pena acabar con ella cuanto
antes, incluso a los 13 años, cortándose las venas mientras los vecinos
salen a festejar el Labor Day.
Nada de eso: el Prozac barrió con toda esa
basura. Se la llevó con la ayuda de un diario íntimo que sirve para la
catarsis. Esta vez, los ojos pícaros de Alyssa brillan rojos porque
quiere probar algo nuevo. Entre sus ropas lleva un cuchillo. Una vez
escuchó una canción –un MP3 de alguna de esas bandas que ahora le
gustan– que decía que el primer crimen era como el primer amor. Y en su
perfil de YouTube puso, entre sus hobbies, “matar gente”. Los labios de
Alyssa se secan: lo nuevo está cerca, cada vez más cerca, y el ardor
interno es incontenible. A fin de cuentas, tiene 15 años. Si no prueba
ahora, ¿cuándo?
Un siglo atrás no había Facebook, ni YouTube,
ni autofotos, pero otro quinceañero excitado recorría el mismo camino
que Alyssa: quería explorar el mundo y explorarse a sí mismo. Y cuando
exploró, quiso más. Y más, y más. Luego se hizo famoso y dijeron que era
un idiota mental. Que, en tanto alienado, no podía contener sus
impulsos, que ni siquiera era dueño de su coraje. Que sus orejas aladas
lo habían hecho malo, mucho más que el vínculo enfermo que guardaba con
su padre alcohólico. Que era un petiso feo, y que aparte de feo era
orejudo, y que su nombre era una cifra maldita que estaba condenada al
olvido. Que Cayetano Santos Godino, el maligno, viviría en la oscura
gloria y en la inquietante inmortalidad de los ángeles caídos bajo el
alias de Petiso Orejudo.
En 1915 un repórter del diario La Patria degli Italiani lo
entrevistó en la cárcel. Al Orejudo le adjudicaban 11 víctimas; cuatro
de ellas, fatales (convenientemente estranguladas; a veces, abusadas):
todas eran infantiles. El repórter le preguntó qué sentía cuando
estrangulaba. “No sé… me gusta”, respondió el otro, balbuceando.
“Además, me da todo un temblor por el cuerpo que me sacude, siento ganas
de morder.”
¿Mataba por placer el quinceañero Orejudo?
Muy pocos homicidas en la historia argentina han recibido este agravante
en sus penas, y él pudo haber sido uno de ellos, aunque la figura legal
todavía no existía. El otro, Martín Ríos –más conocido como el Tirador
de Belgrano–, también fue acusado de matar por placer, aunque finalmente
se retiró la figura de su expediente, pues fue declarado inimputable en
una causa que todavía no está cerrada. Ríos, también un joven
balbuceante, había abierto fuego con su pistola en la avenida Cabildo,
en un día soleado del año 2006, hiriendo a seis personas y matando a
Alfredo Marcenac, que pasaba por ahí. En 1821, el Código Penal refería a
los crímenes cometidos por “impulso de perversidad brutal”, pero su
definición nunca quedó del todo clara y algunos jueces preferían hablar
de homicidios sin causa. En 1967 esa figura desapareció y se impuso la
de “matar por placer”.
Como las hamburguesas, como los moteles de la Ruta 66, como el Labor Day
y el Facebook, Alyssa Bustamante es también un producto plebeyo de la
cultura americana, una asesina por naturaleza cuyo único rédito es una
fama inútil que en el siglo XXI corre más rápido en la social-media que en la mass-media. Y tan yanqui es Alyssa que para entender cabalmente la confesión de su crimen vale leerla en su lengua original: “I
just fucking killed someone”, escribió en su diario íntimo después de
estrangular y apuñalar varias veces a su vecinita en el ocaso de un
bosque silencioso. “It was ahmazing. As soon as you get over
the ‘ohmygawd I can’t do this’ feeling, it’s pretty enjoyable. I’m kinda
nervous and shaky though right now. Kay, I gotta go to church now… LOL!”.
El FBI –otro botón ciento por ciento
americano– llegó a Saint Martin a poco de la desaparición de la niña
Elizabeth, junto con la Highway Patrol. El suburbio se llenó de
fisgones: eran tipos desapasionados, metódicos, adultos. Pero Alyssa,
que brillaba con luz teenager, fue descubierta cuando, con sus
rastrillajes técnicos, dieron con su diario mal escondido y con el
cadáver semienterrado de la niña. La pequeña comunidad de bebedores
empobrecidos se perturbó con el horrible descubrimiento al tiempo que
Alyssa aceptaba su destino y se perdía lejos, muy lejos, tras los
barrotes. “No puedo hablar con nadie, junto bronca y cuando explote…
alguien va a morir”, había escrito algunos días atrás, ante el colapso
de su celular.
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viernes, 8 de febrero de 2013
Adiós,muñeca
Philip Marlowe recibe el encargo d encontrar a la novia de un matón recién salido de la cárcel.Parece un caso de rutina,pero las cosas nunca son tan simples cuando una mujer joven se casa con un anciano millonario...Éste es el comienzo de un apasionante juego a dos bandos,en el que Marlowe deberá abrirse paso a través de muerte violentas y policias corruptos en los bajos fondos de Los Ángeles.En el camino se tropezará con una con una serie de personajes inolvidables:el gigante Malloy,la señora Grayle,el doctor Sonderborg y por fin la bella antagonista,Velma Valento,tejedora en la sombra de los infortunios.
Considerada por el propio Chandler como su mejor novela,Adiós;muñeca fue llevada al cine con Robert Mitchum en el papel del célebre detective.
Esta nueva edición permite a los lectores reencontrarse con una clásico absoluto del género policial y aún de la literatura del siglo XX.
lunes, 4 de febrero de 2013
El payaso maldito
REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA
TINTA ROJA
John Wayne Gacy parecía un gordito ejemplar. Vecino bondadoso, padre comprensivo, marido fiel y compañero solidario que hacía reír a los niños enfermos. Pero todo era una farsa: en el fondo, era un asesino serial incurable.
Escribe Pablo Berisso
Un hombre trabajador”, “una persona intachable”, “un excelente compañero” son algunas frases con las que sus amigos describían a John Wayne Gacy. Las mismas palabras con las que cualquiera de nosotros describe a un vecino ejemplar. Su bondad lo llevó a ser elegido “el hombre del año” de Chicago. Un hombre solidario, tanto que los fines de semana se disfrazaba de payaso para llevarles alegría a los chicos internados en el hospital local. Pero nadie imaginó que ese individuo obeso y simpático escondía detrás del maquillaje a un ser macabro que pasó a ser reconocido mundialmente como Pogo, el Payaso Asesino.
Gacy nació en Chicago en 1942 y creció en el seno de una familia irlandesa. Su padre era alcohólico e irritable y acostumbraba a agredir verbalmente a su esposa e hijos, al punto de que una tarde, al volver de un día de pesca, azotó al niño tras acusarlo de ser el responsable de no haber conseguido pescar nada.
De niño repartía diarios luego de cada jornada escolar. A los 11 años, mientras jugaba con unos palos, sufrió un golpe en la cabeza que le causó un coágulo que no fue descubierto hasta que cumplió los 16 y que durante esos años le produjo desmayos. Su afán era agradarle a su padre, pero nunca lo logró. Poco después comenzó a sufrir ataques cardíacos y dolores en la espalda, científicamente inexplicables, que lo acompañarían el resto de su vida.
En 1964 conoció a Marlyn Myers, hija del dueño de franquicias de Kentucky Fried Chicken. Del fruto de ese matrimonio nacieron dos hijos y Gacy devino en un próspero hombre de negocios. Vivía abocado al trabajo y los servicios comunitarios. Los traumas de su infancia parecían superados hasta que una denuncia de abuso lo puso en jaque.
Cuatro años después de su casamiento, el joven Mark Miller lo acusó de haberlo violado. La denuncia se agravó cuando el mismo joven, cuatro meses después, lo acusó de haberlo mandado a golpear. El agresor fue detenido y declaró que Gacy lo contrató para “darle una paliza a Miller”. El tribunal de Ohio lo declaró culpable por cargos de sodomía y lo condenó a 10 años de prisión. La sentencia potenció los rumores de homosexualidad de Gacy y desembocó en la separación de la pareja. Extrañamente, al año y medio fue indultado por buen comportamiento. Para el juez, John se había transformado en otra persona. Lo que no imaginó es que ese nuevo hombre era mucho peor.
Una vez en libertad y gracias a la ayuda de sus hermanas, John compró una casa en los suburbios de Chicago. Se casó con Carole Hoff, una mujer divorciada y con dos hijos chicos. La nueva esposa conocía el pasado de Gacy y confiaba en su recuperación. El gordo volvió a los negocios y logró popularidad entre sus vecinos gracias a las fiestas temáticas que hacía (de vaqueros y hawaianas). Fue vocal del partido demócrata local, donde se fotografió con la mujer que se convertiría en la primera dama estadounidense, Rosalynn Smith Carter, quien le dedicó la foto de puño y letra: “Para John Gacy los mejores deseos”. Los fines de semana, maquillado y vestido de payaso, recorría los hospitales y hacía reír a los niños enfermos. Se hacía llama Pogo.
De a poco, el carácter de Gacy comenzó a mutar. Las discusiones en el hogar se incrementaron y ya no deseaba a su mujer. Ella se preocupó cuando descubrió revistas pornográficas gay. Gacy le confesó que prefería a los hombres y que por eso se rodeaba de jovencitos. Se separaron.
Poco después, la madre de Robert Piest (15) denunció la desaparición de su hijo. El caso cayó en manos del teniente Kozenczak del Departamento de Policía de Des Plaines. Entre las cosas de la víctima, el agente encontró un papel con el teléfono de Gacy y lo llamó. El sospechoso se presentó en la comisaría al día siguiente. Para entonces, el teniente tenía los antecedentes del payaso del pueblo, sentenciado e indultado por abusar de un menor. Gacy negó cualquier relación con Piest, pero la policía quiso allanar su casa. Los vecinos no aguantaban el fuerte hedor que había en el jardín de Gacy. Al llegar a la casa, los oficiales siguieron el olor hasta el sótano. Allí encontraron tres cuerpos y un arsenal de herramientas de tortura.
El amado payaso de los niños enfermos fue arrestado y a los pocos días confesó 33 crímenes y entregó un plano en el que indicaba en qué parte del jardín de su casa estaban enterrados los cadáveres. Sus víctimas eran hombres y niños de entre 7 y 26 años.
Una de las pocas víctimas que pudo atestiguar en contra del asesino serial fue Jeffrey Rignall. La madrugada del 22 de mayo de 1978, Gacy recorría las calles y a lo lejos vio a un joven. El frío del invierno azotaba. John detuvo el auto e invitó a Rignall a llevarlo. El muchacho aceptó y subió al auto sin imaginar lo que le esperaba. Gacy se abalanzó sobre la víctima y le cubrió las fosas nasales con un pañuelo impregnado en cloroformo. Rignall quedó inconsciente y al despertar se encontró desnudo, atado a la pared de un sótano y con el secuestrador parado frente suyo, sin ropas y exhibiendo una mesa llena de aparatos sexuales y de tortura.
Gacy se pasó toda la noche mostrándole a Rignall, en sus propias carnes, el dolor que podían producir sus herramientas, el mismo método que había utilizado con todas sus víctimas. A la mañana siguiente, el joven torturado despertó bajo una estatua del Lincoln Park de Chicago, vestido, lleno de heridas y con el hígado dañado por el cloroformo. Traumatizado, pero vivo. Rignall tuvo la suerte de ser una de las pocas víctimas que escaparon a la muerte. Cometió un asesinato cada dos meses. A algunas de sus víctimas las metía en la bañera, les tapaba la cabeza con una bolsa y las revivía para seguir torturándolas.
El macabro caso de Gacy inspiró películas como It (basada en la novela de Stephen King) y Gacy, el payaso asesino.
Durante el juicio, Gacy aseguró que existían cuatro John: el contratista, el payaso, el vecino y el asesino, y respondía con las palabras de uno y de otro. Pero su alegato de insanidad no funcionó. John confesó que antes de enterrarlos guardaba los cadáveres debajo de su cama o en el ático. Fue condenado a la pena de muerte.
En la cárcel dedicó su tiempo a pintar, principalmente imágenes de payasos, y sus obras han llegado a venderse hasta 300 mil dólares. Uno de los compradores fue el cineasta John Waters, que colgó la pintura en la habitación de huéspedes de su casa, para que “las visitas no se queden demasiado tiempo”.
El 10 de mayo de 1994, el impredecible John Wayne Gacy recibió la inyección letal. Sus últimas palabras fueron a uno de los guardias que lo acompañaba. Lo miró fijo, con frialdad, y disparó: “Bésame el culo”.
http://elguardian.com.ar/nota/revista/495/el-payaso-maldito
viernes, 1 de febrero de 2013
¿Por qué el nombre de Séptimo Círculo?
En la Divina Comedia de Dante Aligheri, una serie de personajes están condenados en el Séptimo Círculo del Infierno, vigilados y torturados por el Minotauro
El séptimo circulo se divide a su vez en tres recintos: en el primero: los violentos; en el segundo: los violentos contra sí mismos; los suicidas; los disipadores; en el tercero: los violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra la sociedad (asesinos)
De esta colección hay tres ediciones: la de Emecé, la de Alianza-Emecé y una más reciente del diario La Nación de Buenos Aires, Argentina, compuesta de 8 libros.
Fuente:http://oyeborges.blogspot.com.ar/2010/05/coleccion-el-septimo-circulo.html
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