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TINTA ROJA
John Wayne Gacy parecía un gordito ejemplar. Vecino bondadoso, padre comprensivo, marido fiel y compañero solidario que hacía reír a los niños enfermos. Pero todo era una farsa: en el fondo, era un asesino serial incurable.
Escribe Pablo Berisso
Un hombre trabajador”, “una persona intachable”, “un excelente compañero” son algunas frases con las que sus amigos describían a John Wayne Gacy. Las mismas palabras con las que cualquiera de nosotros describe a un vecino ejemplar. Su bondad lo llevó a ser elegido “el hombre del año” de Chicago. Un hombre solidario, tanto que los fines de semana se disfrazaba de payaso para llevarles alegría a los chicos internados en el hospital local. Pero nadie imaginó que ese individuo obeso y simpático escondía detrás del maquillaje a un ser macabro que pasó a ser reconocido mundialmente como Pogo, el Payaso Asesino.
Gacy nació en Chicago en 1942 y creció en el seno de una familia irlandesa. Su padre era alcohólico e irritable y acostumbraba a agredir verbalmente a su esposa e hijos, al punto de que una tarde, al volver de un día de pesca, azotó al niño tras acusarlo de ser el responsable de no haber conseguido pescar nada.
De niño repartía diarios luego de cada jornada escolar. A los 11 años, mientras jugaba con unos palos, sufrió un golpe en la cabeza que le causó un coágulo que no fue descubierto hasta que cumplió los 16 y que durante esos años le produjo desmayos. Su afán era agradarle a su padre, pero nunca lo logró. Poco después comenzó a sufrir ataques cardíacos y dolores en la espalda, científicamente inexplicables, que lo acompañarían el resto de su vida.
En 1964 conoció a Marlyn Myers, hija del dueño de franquicias de Kentucky Fried Chicken. Del fruto de ese matrimonio nacieron dos hijos y Gacy devino en un próspero hombre de negocios. Vivía abocado al trabajo y los servicios comunitarios. Los traumas de su infancia parecían superados hasta que una denuncia de abuso lo puso en jaque.
Cuatro años después de su casamiento, el joven Mark Miller lo acusó de haberlo violado. La denuncia se agravó cuando el mismo joven, cuatro meses después, lo acusó de haberlo mandado a golpear. El agresor fue detenido y declaró que Gacy lo contrató para “darle una paliza a Miller”. El tribunal de Ohio lo declaró culpable por cargos de sodomía y lo condenó a 10 años de prisión. La sentencia potenció los rumores de homosexualidad de Gacy y desembocó en la separación de la pareja. Extrañamente, al año y medio fue indultado por buen comportamiento. Para el juez, John se había transformado en otra persona. Lo que no imaginó es que ese nuevo hombre era mucho peor.
Una vez en libertad y gracias a la ayuda de sus hermanas, John compró una casa en los suburbios de Chicago. Se casó con Carole Hoff, una mujer divorciada y con dos hijos chicos. La nueva esposa conocía el pasado de Gacy y confiaba en su recuperación. El gordo volvió a los negocios y logró popularidad entre sus vecinos gracias a las fiestas temáticas que hacía (de vaqueros y hawaianas). Fue vocal del partido demócrata local, donde se fotografió con la mujer que se convertiría en la primera dama estadounidense, Rosalynn Smith Carter, quien le dedicó la foto de puño y letra: “Para John Gacy los mejores deseos”. Los fines de semana, maquillado y vestido de payaso, recorría los hospitales y hacía reír a los niños enfermos. Se hacía llama Pogo.
De a poco, el carácter de Gacy comenzó a mutar. Las discusiones en el hogar se incrementaron y ya no deseaba a su mujer. Ella se preocupó cuando descubrió revistas pornográficas gay. Gacy le confesó que prefería a los hombres y que por eso se rodeaba de jovencitos. Se separaron.
Poco después, la madre de Robert Piest (15) denunció la desaparición de su hijo. El caso cayó en manos del teniente Kozenczak del Departamento de Policía de Des Plaines. Entre las cosas de la víctima, el agente encontró un papel con el teléfono de Gacy y lo llamó. El sospechoso se presentó en la comisaría al día siguiente. Para entonces, el teniente tenía los antecedentes del payaso del pueblo, sentenciado e indultado por abusar de un menor. Gacy negó cualquier relación con Piest, pero la policía quiso allanar su casa. Los vecinos no aguantaban el fuerte hedor que había en el jardín de Gacy. Al llegar a la casa, los oficiales siguieron el olor hasta el sótano. Allí encontraron tres cuerpos y un arsenal de herramientas de tortura.
El amado payaso de los niños enfermos fue arrestado y a los pocos días confesó 33 crímenes y entregó un plano en el que indicaba en qué parte del jardín de su casa estaban enterrados los cadáveres. Sus víctimas eran hombres y niños de entre 7 y 26 años.
Una de las pocas víctimas que pudo atestiguar en contra del asesino serial fue Jeffrey Rignall. La madrugada del 22 de mayo de 1978, Gacy recorría las calles y a lo lejos vio a un joven. El frío del invierno azotaba. John detuvo el auto e invitó a Rignall a llevarlo. El muchacho aceptó y subió al auto sin imaginar lo que le esperaba. Gacy se abalanzó sobre la víctima y le cubrió las fosas nasales con un pañuelo impregnado en cloroformo. Rignall quedó inconsciente y al despertar se encontró desnudo, atado a la pared de un sótano y con el secuestrador parado frente suyo, sin ropas y exhibiendo una mesa llena de aparatos sexuales y de tortura.
Gacy se pasó toda la noche mostrándole a Rignall, en sus propias carnes, el dolor que podían producir sus herramientas, el mismo método que había utilizado con todas sus víctimas. A la mañana siguiente, el joven torturado despertó bajo una estatua del Lincoln Park de Chicago, vestido, lleno de heridas y con el hígado dañado por el cloroformo. Traumatizado, pero vivo. Rignall tuvo la suerte de ser una de las pocas víctimas que escaparon a la muerte. Cometió un asesinato cada dos meses. A algunas de sus víctimas las metía en la bañera, les tapaba la cabeza con una bolsa y las revivía para seguir torturándolas.
El macabro caso de Gacy inspiró películas como It (basada en la novela de Stephen King) y Gacy, el payaso asesino.
Durante el juicio, Gacy aseguró que existían cuatro John: el contratista, el payaso, el vecino y el asesino, y respondía con las palabras de uno y de otro. Pero su alegato de insanidad no funcionó. John confesó que antes de enterrarlos guardaba los cadáveres debajo de su cama o en el ático. Fue condenado a la pena de muerte.
En la cárcel dedicó su tiempo a pintar, principalmente imágenes de payasos, y sus obras han llegado a venderse hasta 300 mil dólares. Uno de los compradores fue el cineasta John Waters, que colgó la pintura en la habitación de huéspedes de su casa, para que “las visitas no se queden demasiado tiempo”.
El 10 de mayo de 1994, el impredecible John Wayne Gacy recibió la inyección letal. Sus últimas palabras fueron a uno de los guardias que lo acompañaba. Lo miró fijo, con frialdad, y disparó: “Bésame el culo”.
http://elguardian.com.ar/nota/revista/495/el-payaso-maldito
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