Revista El Guardian > Tinta Roja
Tinta roja
“Acabo de matar a alguien, es increíble”, escribió en su diario íntimo Alyssa Bustamante, la muchacha de 18 años que estranguló y acuchilló a una nena de 9 en los Estados Unidos. El recuerdo del Petiso Orejudo.
Escribe Javier Sinay
“I’ am the future of cute!”,
proclama desde su remera Alyssa Bustamante. Hello Kitty, bajo sus
urgentes ojos verdes. Un flashazo en plano picado, la típica autofoto y
listo: Alyssa, la adolescente atormentada de Saint Martins (un suburbio
de Jefferson City, en un estado perdido del polvoriento medio oeste
americano) ya tiene una imagen nueva para su perfil de Facebook. A los
15 años, Alyssa es más niña que mujer. Todavía se divierte con sus
hermanitos –y en especial con los mellizos, con quienes grabó unos
videos en los que los sometió a una sesión de voltaje con el alambre
electrificado del patio trasero– y a veces juega, incluso, con su
vecinita Elizabeth, de 9. A Alyssa le gusta pintarse las uñas de varios
colores y aparte de su remera de Hello Kitty tiene una de El extraño mundo de Jack
con la que se siente cómoda. Es una emo decidida y piensa que Tim
Burton, el director, se la llevaría a Hollywood si la viera. O volvería a
filmar su última película, Alicia en el país de las maravillas,
y ahora sería “Alyssa” en vez de “Alicia”. Pero Tim Burton está lejos
de Saint Martin, lejos del medio oeste y lejos de sus blancos
empobrecidos –white trash, que les dicen.
Un día, Alyssa convence a su vecinita
Elizabeth para ir a jugar al bosque. Es el otoño de 2009. Las ojas caen,
cubren con un manto dorado la tierra y envuelven el hoyo que la
teenager cavó una semana atrás –y que no es el primero: a Alyssa le
gusta cavar tumbas. La niña Elizabeth se adentra en el bosque encantado
sin darse cuenta de que, esta vez, los ojos verdes de Alyssa están
rojos, como si el flashazo de Facebook no acabara. Y no están rojos por
el llanto de una madre que se fue hace tiempo y que nunca volvió, o por
el de un padre que pasó varios años tras las rejas; ni están rojos por
la propia depresión, a sabiendas de que una vida de mierda siempre será
una vida de mierda y de que bien vale la pena acabar con ella cuanto
antes, incluso a los 13 años, cortándose las venas mientras los vecinos
salen a festejar el Labor Day.
Nada de eso: el Prozac barrió con toda esa
basura. Se la llevó con la ayuda de un diario íntimo que sirve para la
catarsis. Esta vez, los ojos pícaros de Alyssa brillan rojos porque
quiere probar algo nuevo. Entre sus ropas lleva un cuchillo. Una vez
escuchó una canción –un MP3 de alguna de esas bandas que ahora le
gustan– que decía que el primer crimen era como el primer amor. Y en su
perfil de YouTube puso, entre sus hobbies, “matar gente”. Los labios de
Alyssa se secan: lo nuevo está cerca, cada vez más cerca, y el ardor
interno es incontenible. A fin de cuentas, tiene 15 años. Si no prueba
ahora, ¿cuándo?
Un siglo atrás no había Facebook, ni YouTube,
ni autofotos, pero otro quinceañero excitado recorría el mismo camino
que Alyssa: quería explorar el mundo y explorarse a sí mismo. Y cuando
exploró, quiso más. Y más, y más. Luego se hizo famoso y dijeron que era
un idiota mental. Que, en tanto alienado, no podía contener sus
impulsos, que ni siquiera era dueño de su coraje. Que sus orejas aladas
lo habían hecho malo, mucho más que el vínculo enfermo que guardaba con
su padre alcohólico. Que era un petiso feo, y que aparte de feo era
orejudo, y que su nombre era una cifra maldita que estaba condenada al
olvido. Que Cayetano Santos Godino, el maligno, viviría en la oscura
gloria y en la inquietante inmortalidad de los ángeles caídos bajo el
alias de Petiso Orejudo.
En 1915 un repórter del diario La Patria degli Italiani lo
entrevistó en la cárcel. Al Orejudo le adjudicaban 11 víctimas; cuatro
de ellas, fatales (convenientemente estranguladas; a veces, abusadas):
todas eran infantiles. El repórter le preguntó qué sentía cuando
estrangulaba. “No sé… me gusta”, respondió el otro, balbuceando.
“Además, me da todo un temblor por el cuerpo que me sacude, siento ganas
de morder.”
¿Mataba por placer el quinceañero Orejudo?
Muy pocos homicidas en la historia argentina han recibido este agravante
en sus penas, y él pudo haber sido uno de ellos, aunque la figura legal
todavía no existía. El otro, Martín Ríos –más conocido como el Tirador
de Belgrano–, también fue acusado de matar por placer, aunque finalmente
se retiró la figura de su expediente, pues fue declarado inimputable en
una causa que todavía no está cerrada. Ríos, también un joven
balbuceante, había abierto fuego con su pistola en la avenida Cabildo,
en un día soleado del año 2006, hiriendo a seis personas y matando a
Alfredo Marcenac, que pasaba por ahí. En 1821, el Código Penal refería a
los crímenes cometidos por “impulso de perversidad brutal”, pero su
definición nunca quedó del todo clara y algunos jueces preferían hablar
de homicidios sin causa. En 1967 esa figura desapareció y se impuso la
de “matar por placer”.
Como las hamburguesas, como los moteles de la Ruta 66, como el Labor Day
y el Facebook, Alyssa Bustamante es también un producto plebeyo de la
cultura americana, una asesina por naturaleza cuyo único rédito es una
fama inútil que en el siglo XXI corre más rápido en la social-media que en la mass-media. Y tan yanqui es Alyssa que para entender cabalmente la confesión de su crimen vale leerla en su lengua original: “I
just fucking killed someone”, escribió en su diario íntimo después de
estrangular y apuñalar varias veces a su vecinita en el ocaso de un
bosque silencioso. “It was ahmazing. As soon as you get over
the ‘ohmygawd I can’t do this’ feeling, it’s pretty enjoyable. I’m kinda
nervous and shaky though right now. Kay, I gotta go to church now… LOL!”.
El FBI –otro botón ciento por ciento
americano– llegó a Saint Martin a poco de la desaparición de la niña
Elizabeth, junto con la Highway Patrol. El suburbio se llenó de
fisgones: eran tipos desapasionados, metódicos, adultos. Pero Alyssa,
que brillaba con luz teenager, fue descubierta cuando, con sus
rastrillajes técnicos, dieron con su diario mal escondido y con el
cadáver semienterrado de la niña. La pequeña comunidad de bebedores
empobrecidos se perturbó con el horrible descubrimiento al tiempo que
Alyssa aceptaba su destino y se perdía lejos, muy lejos, tras los
barrotes. “No puedo hablar con nadie, junto bronca y cuando explote…
alguien va a morir”, había escrito algunos días atrás, ante el colapso
de su celular.
http://elguardian.com.ar/nota/revista/471/el-placer-de-matar
No hay comentarios:
Publicar un comentario