lunes, 17 de junio de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/9

Miguel Angel Molfino

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Novena entrega


RESUMEN:  Convencido de que ya lo buscaban las autoridades, Leo hace falsificar el pasaporte del asesinado Don Martin y se aloja en un hotel a la espera de su vuelo con destino a Panamá. Ya en Ezeiza, mientras hace tiempo para embarcar, cree ver a la bonita creativa que conoció en Las Flores del Mal. Se le pierde en la multitud y cuando se dirige a embarcar, una mano lo detiene.



Cuando empezaba a caminar hacia la escalera mecánica, una mano o una garra me tomó el hombro.
-      ¿Usted es Chucho Carbajal?- - La voz venía desde lo hondo de una gruta.
Giré y me encontré con una montaña de carne humana. Su acento era mexicano o por ahí andaba. Le respondí que no, que mi nombre era Donato Martínez (me costó decirlo).
-Y usted, ¿quién es?- me animé a preguntarle.
- Disculpe, me confundí. Soy luchador triple A, mi nombre es Quebrantahuesos Arango, para servirle - Lo dijo con orgullo, como si fuera Pancho Villa—Sorry, me equivoqué.
Y siguió su camino. Realmente, metía miedo. En el Free Shop me compré un par de remeras, una bermuda y unas alpargatas blancas con motas azules. Era las menos ridículas, imagínense.
 Ascendí al avión con un poco de taquicardia. Me acomodé en la butaca 37, pasillo, en una hilera de tres asientos. Dormité mientras decenas de brasileños, que estibaban sus múltiples compras, cacareaban y cerraban ruidosamente los maleteros. Cuando el Embraer empezó a carretear, me aferré a los apoyabrazos hasta acalambrarme las manos. Una anciana idéntica a Ratzinger me observaba con una sonrisa blanda y sin sentido. Era mi compañera de asiento. Ya en vuelo, el zumbido de las turbinas y las agradables azafatas ayudaron a que olvidara que me hallaba tan lejos de casa y tan cerca de Dios. Dormí hasta el aeropuerto de Guarulhos. En la aproximación, me asomé a la ventanilla y me dió la sensación de que San Pablo ocupaba la mitad del globo terráqueo. Ya en Guarulhos, debimos correr hasta la Terminal 2 para no perder la combinación con Panamá city.
Después de siete horas y media de vuelo, aterrizamos en el  aeropuerto de Tocumén, en Panamá. Aduana, Migraciones y afuera. Estaba atardeciendo. Lloviznaba y el agua era tibia y pegagosa como la miel. Un calor húmedo me bañó de sudor en menos de un minuto. Un taxista morenazo y simpático me gritó:”Bienvenido a Panamá, el país más sabrosón, amigo…”
El aire acondicionado del taxi me resucitó. El morenazo me contó que instalaron aire acondicionado hasta en los jardines, que llueve permanentemente, que así de loco es el clima y que gracias a él, tienen las mujeres guapérrimas que tienen.
El Hotel Hyatt se levanta a un costado del centro financiero. Tomé la reserva a nombre de Donato Martínez y cuando enfilaba hacia los ascensores, reparé que, en la gigantesca planta baja, funcionaba un casino. Parecía un casino de Hong Kong: estaba atestado de chinos apostando.
Me duché, me maté de risa con una telenovela de pasiones poco creíbles y cómicas, y bajé para cenar. Una mesa de buffet  exhibía una colorinche y rara colección de comidas. Me serví una carne estofada acompañada por papas verdosas. No sabía nada mal.
Decidí pasar por el casino. Separé cien dólares, era todo lo que jugaría. Me recibió una nube parda que olía a tabaco. Impedía ver el espacio que ocupaba la sala. Todo el mundo fumaba. Y cuando digo todo el mundo, digo: todos los chinos fumaban. No sabía que vivían tantos hijos de Mao en Panamá. Y apostaban fortunas en cada vuelta de ruleta. Cuando pasé frente a una de las mesas de Black Jack, todos los jugadores eran chinos menos un africano cuya dentadura blanca flotaba en la negrura. Cambié por fichas mi dinero. A codazo limpio alcancé a apostar en una de las ruletas: al 7, 13, 17 y 22. Me sirvieron un whisky (¡gratis! ¡Cuando se lo cuente a los muchachos del barrio!) y mucho antes de que se derritieran los hielos, ya había perdido mis cien dólares. Prendí un cigarrillo, pedí otro scotch y ví cómo una china de no más de treinta y cinco años perdía cien mil dólares al 32. Había hecho una torre de fichas sobre el número en el tapete y la perdió con una soltura admirable. Paseé entre el ruido atroz de las voces, el entrechocar de las fichas y los soniditos irritantes de las máquinas tragamonedas. En la distracción, me sentí un hombre de mundo o algo así. Fue entonces que escuché la voz de un botones gritando: ¡Recado para el señor Donato Martínez!  Tardé en reaccionar, no estaba habituado a no ser Leonardo Fariña. Me acerqué y me dijo que tenía una llamada telefónica. Lo seguí hasta unas cabinas, me encerré y dije hola.
La voz cascada de una mujer me respondió, seca y sin gracia: Lo espero mañana a las nueve en la calle 50, esto es, desde la Shell de El Dorado, siga recto dos calles a la derecha,  hasta la casa de rejas amarillas. Allí lo espero, no falle, Martínez.
Jamás había escuchado algo tan complicado. En un anotador del hotel garabateé la insólita dirección. Después me enteraría que de esa forma tan imprecisa y llena de detalles visuales, se dan los domicilios.
Terminé el whisky sentado en el lobby. Más allá de los cristales, llovía torrencialmente y las luces de los altos rascacielos flotaban amarillas y borrosas, como mecidas por un bolero, en lo más profundo de la noche tropical.


CONTINUARÁ…

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