Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Novena entrega
RESUMEN: Convencido de que ya lo buscaban las autoridades, Leo hace falsificar el pasaporte del asesinado Don Martin y se aloja en un hotel a la espera de su vuelo con destino a Panamá. Ya en Ezeiza, mientras hace tiempo para embarcar, cree ver a la bonita creativa que conoció en Las Flores del Mal. Se le pierde en la multitud y cuando se dirige a embarcar, una mano lo detiene.
Cuando empezaba a caminar hacia la escalera mecánica, una mano o una garra me tomó el hombro.
-
¿Usted es Chucho Carbajal?- - La voz venía desde lo hondo de una gruta.
Giré y me encontré con una montaña de carne humana.
Su acento era mexicano o por ahí andaba. Le respondí que no, que mi nombre era
Donato Martínez (me costó decirlo).
-Y usted, ¿quién es?- me animé a preguntarle.
- Disculpe, me confundí. Soy luchador triple A, mi
nombre es Quebrantahuesos Arango,
para servirle - Lo dijo con orgullo, como si fuera Pancho Villa—Sorry, me equivoqué.
Y siguió su camino. Realmente, metía miedo. En el Free Shop me compré un par de remeras,
una bermuda y unas alpargatas blancas con motas azules. Era las menos ridículas,
imagínense.
Ascendí al
avión con un poco de taquicardia. Me acomodé en la butaca 37, pasillo, en una
hilera de tres asientos. Dormité mientras decenas de brasileños, que estibaban
sus múltiples compras, cacareaban y cerraban ruidosamente los maleteros. Cuando
el Embraer empezó a carretear, me aferré a los apoyabrazos hasta acalambrarme
las manos. Una anciana idéntica a Ratzinger me observaba con una sonrisa blanda
y sin sentido. Era mi compañera de asiento. Ya en vuelo, el zumbido de las
turbinas y las agradables azafatas ayudaron a que olvidara que me hallaba tan
lejos de casa y tan cerca de Dios. Dormí hasta el aeropuerto de Guarulhos. En
la aproximación, me asomé a la ventanilla y me dió la sensación de que San
Pablo ocupaba la mitad del globo terráqueo. Ya en Guarulhos, debimos correr
hasta la Terminal 2 para no perder la combinación con Panamá city.
Después de siete horas y media de vuelo,
aterrizamos en el aeropuerto de Tocumén,
en Panamá. Aduana, Migraciones y afuera. Estaba atardeciendo. Lloviznaba y el
agua era tibia y pegagosa como la miel. Un calor húmedo me bañó de sudor en
menos de un minuto. Un taxista morenazo y simpático me gritó:”Bienvenido a Panamá, el país más sabrosón,
amigo…”
El aire acondicionado del taxi me resucitó. El
morenazo me contó que instalaron aire acondicionado hasta en los jardines, que
llueve permanentemente, que así de loco es el clima y que gracias a él, tienen
las mujeres guapérrimas que tienen.
El Hotel Hyatt se levanta a un costado del centro
financiero. Tomé la reserva a nombre de Donato Martínez y cuando enfilaba hacia
los ascensores, reparé que, en la gigantesca planta baja, funcionaba un casino.
Parecía un casino de Hong Kong: estaba atestado de chinos apostando.
Me duché, me maté de risa con una telenovela de
pasiones poco creíbles y cómicas, y bajé para cenar. Una mesa de buffet exhibía una colorinche y rara colección de
comidas. Me serví una carne estofada acompañada por papas verdosas. No sabía
nada mal.
Decidí pasar por el casino. Separé cien dólares,
era todo lo que jugaría. Me recibió una nube parda que olía a tabaco. Impedía
ver el espacio que ocupaba la sala. Todo el mundo fumaba. Y cuando digo todo el
mundo, digo: todos los chinos fumaban. No sabía que vivían tantos hijos de Mao
en Panamá. Y apostaban fortunas en cada vuelta de ruleta. Cuando pasé frente a
una de las mesas de Black Jack, todos los jugadores eran chinos menos un
africano cuya dentadura blanca flotaba en la negrura. Cambié por fichas mi
dinero. A codazo limpio alcancé a apostar en una de las ruletas: al 7, 13, 17 y
22. Me sirvieron un whisky (¡gratis! ¡Cuando se lo cuente a los muchachos del
barrio!) y mucho antes de que se derritieran los hielos, ya había perdido mis
cien dólares. Prendí un cigarrillo, pedí otro scotch y ví cómo una china de no
más de treinta y cinco años perdía cien mil dólares al 32. Había hecho una
torre de fichas sobre el número en el tapete y la perdió con una soltura
admirable. Paseé entre el ruido atroz de las voces, el entrechocar de las
fichas y los soniditos irritantes de las máquinas
tragamonedas. En la distracción, me sentí un hombre de mundo o algo así. Fue
entonces que escuché la voz de un botones gritando: ¡Recado para el señor Donato Martínez! Tardé en reaccionar, no estaba habituado a no
ser Leonardo Fariña. Me acerqué y me dijo que tenía una llamada telefónica. Lo
seguí hasta unas cabinas, me encerré y dije hola.
La voz cascada de una mujer me respondió, seca y
sin gracia: Lo espero mañana a las nueve
en la calle 50, esto es, desde la Shell de El Dorado, siga recto dos calles a
la derecha, hasta la casa de rejas
amarillas. Allí lo espero, no falle, Martínez.
Jamás había escuchado algo tan complicado. En un
anotador del hotel garabateé la insólita dirección. Después me enteraría que de
esa forma tan imprecisa y llena de detalles visuales, se dan los domicilios.
Terminé el whisky sentado en el lobby. Más allá de
los cristales, llovía torrencialmente y las luces de los altos rascacielos
flotaban amarillas y borrosas, como mecidas por un bolero, en lo más profundo
de la noche tropical.
CONTINUARÁ…
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