Miguel Angel Molfino
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
10° Entrega
RESUMEN: Leo Fariña
viaja a Panamá, se aloja en el Hotel Hyatt como Donato Martínez, el escritor
asesinado, ya que existía una reserva a su nombre. Visita el casino del hotel, apuesta
y pierde cien dólares y recibe una llamada telefónica. Es una voz de mujer. Lo
cita en una curiosa dirección para el día siguiente.
Casi
no pude dormir. Era la hora cero del
desconocido intríngulis en el que me había metido. Prendí la tele, la puse en mute, fumé un cigarrillo tras otro, me
dije que estaba loco, que estaba viviendo mis últimos días en el planeta y
repasé los acontecimientos que me depositaron en esa cama en Panamá. Has recorrido un largo camino, muchacho. Supe
que necesitaba un arma.
Bajé a
desayunar a las siete. Una lluvia
infatigable resonaba afuera bajo un confuso sol húmedo. Comí unos huevos
revueltos, jugo de piña, café negro y una tostada con mermelada. Los panameños
se mostraban afables, serviciales y simpáticos. Gente linda, muy chévere. Tomé dos aspirinas, me senté
entre la lujuriosa floresta del lobby,
prendí un cigarrillo, y me puse a leer Panamá
América. Excepto la noticia del
partido que la vinotinto jugaría por
un hexagonal contra Costa Rica, el resto del periódico era nada de nada. Me
pregunté por Billy y el sarcófago sumerio. Fumé y me angustié hasta que ya
estaba sobre la hora. Pedí un taxi, mi
cita no quedaba muy lejos. Ahora, lloviznaba sin ganas. El gentil chofer me
acompañó hasta el auto cubriéndome con
un paraguas. Me acomodé empapado pero de transpiración. Le di la dirección y
arrancaron el vehículo y el aire acondicionado.
Edificios
altos de cristal y acero hincaban el cielo cenagoso. Una pequeña Miami. El
Canal facturaba de lo lindo y el lavado de dinero también, estaba a la vista.
Mucha
palmera, plantas verdes de hojas enormes y salvajes, y las mujeres modelando
sus ajustadas soleras y sus rítmicas nalgas sobre la avenida Balboa. Llegamos.
Pagué y divisé a veinte metros la casa de rejas amarillas. Cuando enfilé hacia
ella, una impresionante camioneta Lincoln negra se me apareó mientras se abría
la puerta trasera. Una voz me gritó suba.
Lo hice sin pensarlo dos veces, con el vehículo en marcha y una manota me
bajó la cabeza; mire hacia abajo, gorjeó.
El silencio era de granito. Escuchaba la respiración de varios hombres aunque
no podía discernir de cuántos. Se mezclaban los densos perfumes de las colonias
que usaban: me provocaron una débil náusea. Empecé a dejar de escuchar el
sonido del tráfico y la hendija que dejaba abierta una ventanilla, traía aires
de yodo, de sal, de mar.
La
Lincoln se movía deprisa, zigzagueante. Había cambiado el olor del viento y me
dolía la nuca por la posición que me obligaban a adoptar. Ahora el olor era intensamente
aceitoso, olor a nafta y grasa. La bocina grave y fuerte de un barco retembló
el aire. Oie, broder, dobla hacia la esclusa
13, que ahí terminamos el trip, dijo
una voz ronca y negra.
Me
bajaron con la orden de mantener la cabeza gacha pero de soslayo vi cómo unos
camioncitos Mitsubishi tiraban con cables de acero un descomunal barco cargado de containers. Era el Canal y ésa era una de las esclusas que trabajan
para arrear a los barcos mar afuera. Me empujaron y me metieron en un hall
cuyas paredes estaban repletas de fotos históricas sobre la construcción del
Canal.
Me
sentaron en una banqueta de madera, los tipos se hicieron humo y sólo quedó
uno. Tardé en reconocerlo. Era el luchador triple A que me había triturado el
hombro en Ezeiza al confundirme con otra persona. La sensación de conocer a
alguien me bañó de cierta rara alegría,
pero no podía bajar los brazos.
-
¡Quebrantahuesos! – exclamé intentando caerle bien—Qué casualidad
encontrarnos en este lugar.
La
montaña de carne me hizo el gesto de silencio,
estaba lejos de parecerse a la clásica enfermera de los consultorios. Me
dediqué a sonreír como un imbécil, quería aparentar ingenuidad o inocencia pero
sólo me salía ese gesto de lobotomizado.
Una voz
dijo: “Que pase…” Con un empujón, el grandote me hizo pasar y
quedó detrás de mí. La nueva habitación era un despacho desordenado,
polvoriento, de estanterías pobladas de antiguos biblioratos, apenas ventilada
por un ojo de buey opacado por la grasa y la mugre. El escritorio también era
una asamblea de papeles ocres y manchados, un cenicero repleto de colillas y un
pisa-papeles con la figura del Quijote servían de modestos adornos. La Walther
P38 apoyada sobre los papeles no podía ser considerada otro adorno.
Flanqueada por un tipo delgado de guayabera floreada, de un lado, y un gran
danés gris que parecía embalsamado, por el otro, una mujer menuda, pechugona, de
unos cuarenta y pico de años, con traje de hilo color damasco, me escrutaba
mientras espantaba un par de moscas de los pantanos. Estaba furiosa. Y la furia
la hacía más guapa.
-
¡Este no es Don Martin! – chilló- y usted, ¿quién es?
Relaté
a gran velocidad los acontecimientos que me llevaron a Panamá, haciendo de la
neutralidad un arte, no sea que hiriera algún hígado en el camino. Cuando le
conté que habían asesinado a una tal Antonia, ella me detuvo con un gesto, un
baño de cera le cubrió la cara y conteniendo un sollozo dijo:
-
¿Antonia? ¿Mi hermana? – El gran danés se paró en dos patas y le
lamió una mejilla.
En ese
momento entendí que ella era Benita, la desaparecida mucama de Billy Jensen.
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