lunes, 28 de enero de 2013

El enviado y el curandero




Los asesinatos de Charles Manson y del Tata Dios, replicadas como hologramas en el espejo del siglo

DOMINGO 11.03.2012 - EDICIÓN N ° 54

Los asesinatos de Charles Manson y del Tata Dios, replicadas como hologramas en el espejo del siglo. Sectas familiares, hippies, gauchos salvajes y matanzas apocalípticas. La cinta de Moebius, al servicio de la criminología.

Escribe Javier Sinay
 
“Exultará el justo cuando viere la venganza, y sus pies lavará en la sangre del impío” (Salmos, 58:10).
 
El Enviado los juntó en el campo, en la noche del desierto, y predicó para ellos por última vez. El sermón los estremeció: el día del Juicio Final había llegado y las fuerzas de la naturaleza pronto barrerían con todo. Un diluvio acabaría con la ciudad y una guerra civil entre hermanos transformaría los paisajes. Pero las almas de los elegidos que iniciaran el proceso vivirían una vida que sería todas las vidas juntas, morirían y renacerían. No debían, por eso, temer a sus enemigos ni detenerse ante el espectáculo dantesco que estaban llamados a provocar: en el medio del campo, en la oscuridad, el Enviado así les habló.
 
“Ya es hora de Helter Skelter”, continuó. Uno de los miembros de la Familia había sido detenido dos días atrás por la policía de Los Ángeles, acusado por el homicidio de Gary Hinman, a quien había torturado durante dos días para llevarse el dinero de una herencia. El propio Enviado, llamado Charles Manson, también había estado presente allí, y le había rebanado una oreja al tipo. Luego de matarlo habían escrito en la pared “Political pig” con su sangre: pronto habría de comenzar la guerra entre hermanos, ese Helter Skelter que los Beatles acababan de cifrar en el White Album. (A una señal, provocada por los crímenes, blancos y negros habrían de chocar en un país agobiado por los prejuicios raciales. Luego de la victoria, la secta de la Familia gobernaría los destinos de los negros, victoriosos pero desgastados en la guerra civil). “Ya es hora de Helter Skelter”, repitió Manson en el Spanh Ranch, el polvoriento campo donde se ocultaba la secta. Una docena de hippies –algunos muchachos que no querrían ir a Vietnam y varias mujeres confundidas con el Verano del Amor- lo escuchaba hipnotizada. A pesar de su mirada irreal, sabían perfectamente a qué se refería el gurú en la noche del 8 de agosto de 1969.
 
Y los enfermos lo veneraban como se venera a un santo. Quinientas personas habían montado un enorme campamento –una romería que recordaba las marchas hacia el Paraguay en una guerra que había concluido pocos meses atrás- alrededor de su “hospital”, un rancho de adobe en los contornos de la estancia del alcalde de Tandil. El curandero echaba mano a un recetario de tradiciones alejadas al saber citadino: curaba con hierbas, con ungüentos, con retazos animales, con oraciones y con plegarias. Su barba blanca caía hasta su cintura; su poncho, hasta el piso. Nombraba por igual a la Virgen María y a las deidades de la tierra. A él, que se llamaba en realidad Gerónimo Solané, lo conocían por Tata Dios, o simplemente por San Gerónimo.
 
Con ánimo de matar partieron juntos en los dos extremos del mundo, al inicio y al final del tiempo. Sólo la ventisca nocturna del campo los conoce, y luego la historia. Si un objeto que se desliza sobre una cinta de Moebius mirando hacia la derecha aparece mirando a la izquierda al dar una vuelta completa; si un hombre sufre un accidente en moto y luego sueña varias veces con la selva y con los aztecas y con el sacrificio, hasta que se da cuenta de que él es, en realidad, el prisionero que pronto morirá y de que el accidente es la alucinación; si dos caballeros cargan contra un dragón enorme, fogoso y horrible, y fallan porque no ven que el dragón es una locomotora que viene hacia ellos echando humo; si las escaleras llevan a ningún lugar más que a sí mismas y “convexo” y “cóncavo” son palabras carentes de sentido en un espacio alterado; entonces Julio Cortázar, Ray Bradbury y Maurits Cornelis Escher también son intérpretes válidos para los crímenes de Tata Dios y de Charles Manson, replicados como hologramas en el espejo del siglo.
 
Más de treinta gauchos toman por asalto el cuartel del juzgado de Tandil en la noche del 1° de enero de 1872: se llevan las armas y se lanzan en busca de los extranjeros, a quienes saben masones corrompidos y enemigos de la religión. Con lanzas de caña tacuara rematadas en tijeras afiladas, con sables y con carabinas, y con una divisa punzó que hace de amuleto arremeten contra todo gringo a la vista, regando de sangre europea la tierra. No se olvidan, tampoco, de cortar las líneas de teléfono cuando entran a la casa de 10.050 Cielo Drive, en Beverly Hills. Sigilosos, sorprenden a Sharon Tate y a sus amigos, que charlan después de cenar. Nunca los han visto, pero intuyen que tienen algo que ver con el inquilino anterior de la casa, a quien han conocido a través de Dennis Wilson –el baterista de los Beach Boys-, y a quien quieren sacarle todo su dinero porque les dijo que les iba a grabar un disco y no cumplió. La sangre se derrama en poco tiempo y sus aullidos no sirven para nada: al peluquero Jay Sebring lo liquidan con un disparo y siete puñaladas; al guionista Wojciech Frykowski, con 51 navajazos; a su novia Abigail, con 28 puñaladas. Otra orgía se da en el almacén del francés Jean Chapar, a cinco leguas del pueblo, donde pasan a degüello bárbaramente al dueño, a su familia (con un bebé de cuatro meses) y a quienes casualmente duermen allí: son dieciocho víctimas. Sharon Tate es la última. A ella tampoco la perdonan. La hermosa actriz que ostenta un embarazo de ocho meses y medio piensa en su marido, el director de cine Roman Polanski, que filma en Londres una película de terror no tan horrible, y pide llorando que al menos le dejen tener a su hijo, pero es acuchillada por Susan Atkins y por Tex Watson. Su cuerpo panzón yace sobre la alfombra cuando escriben “Pig” en la pared, con su sangre. El gurú –que no participa de la matanza- les ha pedido que dejen algún mensaje para iniciar cuanto antes la guerra. (Al día siguiente insisten, matando al empresario Leno LaBianca y a su mujer, Rosemary: sobre el abdomen de él trazan “War” y con su sangre escribiren en las paredes “Rise” y “Death to pigs”, y “Healter Skelter” en la puerta de la heladera). Con el alba, otros diecinueve cadáveres son hallados en Tandil.
 
Sorprendidos ante la persecución de las tropas, los gauchos asesinos se entregan y cuentan de Tata Dios, que tampoco ha estado presente en los crímenes. Cinco días después, una mano anónima acaba con su vida cuando dispara varias veces al interior de la celda que ocupa. Charles Manson, en cambio, es capturado con la delación de una pandilla de motociclistas. En 2011 le concede una entrevista a la revista Vanity Fair. Como en aquellos años hippies, Manson no dialoga, sino que predica: habla del amor, de la cruz y de la ecología. Y en un momento de entusiasmo cuenta que sus compañeros latinos de la prisión de Corcoran le han enseñado a decir algo en español: “La mala hierba nunca muere”.

Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/514/el-enviado-y-el-curandero

jueves, 24 de enero de 2013

Colección El Séptimo Círculo



En febrero de 1945 nació El Séptimo Círculo, la colección dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. El primer título fue La bestia debe morir , de Nicholas Blake, en traducción de Juan Rodolfo Wilcock. La novela narraba el minucioso plan de un padre para asesinar al hombre que había atropellado y dado muerte a su hijo.

Nicholas Blake era el seudónimo que usaba el poeta Cecil Day Lewis (padre del actor Daniel Day Lewis) para escribir sus novelas policiales. Desde el volumen inicial de su catálogo, El Séptimo Círculo fue un éxito, y durante muchos años las tiradas se mantendrían alrededor de los 14.000 ejemplares. Borges contaría, sin embargo, que le había costado convencer a la editorial de las ventajas de la colección, por la ausencia de prestigio del género.



El Séptimo Círculo -cuyo título evoca el anillo del infierno que Dante reservó a los violentos- estuvo destinada desde un principio al policial clásico inglés. Sin embargo, a lo largo de sus 366 volúmenes (publicados entre 1945 y 1983; el último fue Los intimidadores , de Donald Hamilton) hay curiosas intromisiones. No sólo aparecen algunos títulos del policial negro -James Cain, Ross Macdonald, John D. Macdonald y James Hadley Chase, algunos publicados aun en los primeros años de la colección- sino también ciertos libros que trabajan en los bordes de la literatura fantástica. Entre estos están El caso de las trompetas celestiales , de Michael Burt y la magistral El maestro del juicio final , de Leo Perutz, cuyas soluciones violan las normas que Borges le exigía al género.

Entre los pocos libros de autores nacionales hay dos clásicos: Los que aman, odian (n° 31), de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas (n° 48), de Manuel Peyrou. Los otros autores cercanos son Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires), María Angélica Bosco (que desarrolló casi toda su literatura dentro del género), Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú y Roger Pla. Estos tres últimos firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que todavía provocaba el policial.


Se suele oponer El Séptimo Círculo a la novela negra. Pero el verdadero enemigo conceptual para Borges y Bioy no era el policial norteamericano, sino el francés. Por ese entonces la editorial Tor publicaba en ediciones económicas de portadas y páginas amarillas títulos de los autores de habla francesa Gastón Leroux, Maurice Leblanc y Georges Simenon (al que Borges tampoco valoraba), junto con otros autores como Edgar Wallace y S. S. Van Dine (a quien Borges detestaba especialmente). La colección de Tor -tapas chillonas, traducciones a menudo deficientes- no era la estrategia más adecuada para la revalorización que pretendían Borges y Bioy.



Desde los años treinta, Borges venía publicando notas sobre el género. Pero El Séptimo Círculo estaba lejos de ser la puesta en práctica de los criterios expresados en aquellas notas. Se sabe que Borges prefería el cuento a la novela. ("Toda novela policial que no es un mero caos consta de un problema simplísimo, cuya perfecta exposición oral cabe en cinco minutos, pero que el novelista -perversamente- demora hasta que pasan trescientas páginas.") Pero la lucha por el dominio de una estética u otra dentro del género policial se daba sólo en el campo de la novela. ¿Qué posibilidades de triunfar hubiera tenido una colección que sólo incluyera cuentos? Para eso estaban las antologías -de las que también se ocuparon Borges y Bioy-, no las colecciones.

Los 366 volúmenes de El Séptimo Círculo dejaron afuera los relatos favoritos de Borges: los de Gilbert K. Chesterton. Esta ausencia se debió seguramente a problemas de derechos. Borges reparó la omisión en su Biblioteca Personal (allí apareció una selección de relatos del padre Brown: La cruz azul y otros cuentos ).


En el caso de los primeros 120 volúmenes, Borges y Bioy Casares participaron activamente en la selección de los títulos. Luego, a mediados de los años sesenta, el editor Carlos V. Frías se hizo cargo de la colección. En los últimos años, las ilustraciones de José Bonomi desaparecieron y así se borró también el espíritu de la serie. Los diseños geométricos de Bonomi representaban muy bien la estética de la novela-problema. Muchos años después, al recordar la colección, Bioy Casares atribuyó al diseño de portada y al emblema de El Séptimo Círculo -un caballo de ajedrez- buena parte del éxito.



Aunque esos 120 primeros números son los más alabados -y a menudo en las librerías de viejo los venden un poco más caros que los siguientes- ,no hay que desmerecer el resto de la colección. Los criterios para elegir el material fueron cada vez más amplios en cuanto a temática, pero se mantuvo la exigencia de calidad. A la etapa final -a pesar de las tristes portadas y la traducción ilegible- se deben sorpresas y descubrimientos como Kyril Bofiglioli, autor de dos de las más extrañas, hilarantes y amorales novelas que puedan concebirse: No me apuntes con eso y Detrás, con un revólver .

Adivinamos que las caóticas peripecias criminales y sexuales de su protagonista, Charles Mordecai - marchand y ladrón de cuadros tan sibarita como Tom Ripley y Hannibal Lecter- no hubieran formado parte de las preferencias de Borges.


En su inteligente y definitiva colección de ensayos sobre narrativa policial Asesinos de papel (Colihue 1996), que resume más de veinte años de trabajo sobre el género, Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera hacen una detallada investigación sobre la colección, que incluye entrevistas a los directores, al ilustrador Bonomi y al editor Frías. Entre otras opiniones, recogen los títulos favoritos de Bioy Casares, Bonomi y Borges.


Bioy Casares: La torre y la muerte (n °3), de Michael Innes.(Decía Bioy: "Luego supimos que Innes muy probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a esta ciudad"). En sus Memorias (Tusquets, 1994), Bioy agrega otras novelas de su preferencia: Mi propio asesino (n° 10), de Richard Hull y La larga busca del señor Lamousset (n° 41), de Lynn Broke.


José Bonomi: Los anteojos negros (n° 2), de John Dickson Carr.


Borges: El señor Byculla , de Erik Linklater; El señor Digweed y el señor Lamb (n° 12) y Los Rojos Redmayne (n° 42), de Eden Phillpotts; La torre y la muerte (n° 3), de Michael Innes; La piedra lunar (n° 23) y La dama de blanco (n° 30), de Wilkie Collins; La bestia debe morir (n° 1), de Nicholas Blake; El hombre hueco (n° 40) de John Dickson Carr y Extraña confesión (n° 9), de Anton Chejov.



Antes de que surgiera la idea de El Séptimo Círculo, Borges y Bioy propusieron a la editorial Emecé una colección que llevaría por título Sumas. Escribe Bioy en sus Memorias : "Nuestro propósito era deparar al lector deslumbrantes revelaciones, convencerlo de que autores considerados pilares de la cultura pueden ser también curiosamente originales y amenísimos". Pero el proyecto que avanzó no fue esa popularización de lo consagrado sino, al revés, la consagración de un género popular y menospreciado.

Por Pablo De Santis

Para LA NACION - Buenos Aires domingo 13 de abril de 2003

Fuente:

http://oyeborges.blogspot.com.ar/2010/05/coleccion-el-septimo-circulo.html




lunes, 21 de enero de 2013

No habrá ninguno igual


REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA


Injustamente olvidado, desconocido por las nuevas generaciones, Emilio Petcoff fue un maestro del periodismo. Aficionado a la ginebra y a la noche, contó el mundo del hampa como pocos. Crímenes, misterio y poesía. 

DOMINGO 11.03.2012 - EDICIÓN N ° 56


Escribe Rodolfo Palacios

El viejo decía que tenía una enfermedad incurable. Una enfermedad que terminaría por hundirlo.

–La sed.

Lo decía con dramatismo, pero remataba la frase a carcajadas. Y bebía ginebra y fumaba y escribía noche y día; más de noche que de día. Culto, autodidacta, periodista de raza, escritor compulsivo, lector minucioso, tipo con cafetín y calle, el búlgaro Emilio Petcoff era capaz de escribir sobre literatura rusa, ajedrez, del ejército alemán, de los tulipanes, de extraterrestres, de los oficinistas hastiados, de los tangueros, las prostitutas, las vedettes que en la temporada de verano en Mar del Plata asomaban firmes y sensuales, de política. En la sección Policiales brilló como ninguno. Murió en 1994. Injustamente, muy pocos lo recuerdan.
Intuitivo, podía descubrir si un asesino mentía o si un cana quería empaquetarlo. Una vez apostó por la inocencia de un marinero yugoslavo acusado de haber matado a una puta en Quequén y no se equivocó. Vivía de noche y se codeaba con los rufianes, pistoleros y malandras del hampa porteña. Ellos le daban la data precisa. A veces dormía en mugrientas pensiones de Barracas y cuando comía salteado se quedaba hasta las cuatro de la madrugada escribiendo en la redacción de Clarín, inventando cuentos para presentar en concursos literarios. No quería la consagración: quería llenar la olla.

Emilio se entregó de cuerpo y alma al primer mandamiento de Roberto Arlt, eso de que cuando se escribe hay que golpear con un cross a la mandíbula y se debe escribir como un loco y en cualquier parte: sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. A Emilio, como a Roberto, Dios o el Diablo se juntaban para dictarle al oído todo tipo de palabras. Dios le pedía que escribiera de los hambrientos que vivían como animales al borde del Riachuelo. El Diablo, en cambio, le pedía sangre. Crímenes aberrantes, misteriosas desapariciones. Una vez, le dictó un comienzo memorable, quizás el mejor comienzo que haya tenido una crónica policial. Con sus dedos largos tecleando la Olivetti, el vaso de ginebra al costado, el pucho moribundo en la boca, el gran Petcoff escribió sobre un descuartizamiento en Caseros:

“Para que un hombre pierda la cabeza, existen variados y probados procedimientos entre los cuales pueden mencionarse la guillotina, la cimitarra o las mujeres, no necesariamente en ese orden. Pero el señor N.N. cuya fragmentación anatómica apareció en un basural cercano al Golfo Club de Caseros parece haberse empeñado en destruir el axioma según el cual un ser humano no puede estar en dos lados al mismo tiempo: no solamente fue hallado en estado de acefalía, sino desprovisto de sectores corporales generalmente considerados útiles”. La nota, titulada “Un rompecabezas”, fue publicada por Clarín en 1980. A Emilio le gustaba jugar al detective. En una época en la que sólo los elegidos firmaban las notas, él prefirió hacerlo con un seudónimo: Fermín Rivas, un sabueso apasionado que tenía la bohemia de un malandra, la melancolía de un poeta y la certeza de un forense.

Petcoff pertenecía a esa especie de periodistas que está en extinción. Tipos que podían convertir un cable en un notón o escribir un tratado de cualquier tema. Tipos que pueden contarse con los dedos de la mano: el alemán Jorge Göttling (“escriban con pasión, carajo”, solía decir); Oscar Cardoso, Juan de Biase, Hermenegildo Sábat, Enrique Sdrech y otros que honran este oficio.

Emilio tuvo dos hijos que siguen sus pasos: Graciela y Emilio. “Emilio contaba historias y esa debe ser la esencia del periodismo”, dice Graciela. Su padre tuvo discípulos talentosos. Uno de ellos es Jorge Fernández Díaz, autor –entre otros libros– de Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán, que reúne casos policiales a modo de folletín. “El primer cuento se lo llevé a Emilio a su casa, y estuvimos tomando un vino barato y hablando de policiales”, recuerda Fernández Díaz, quien en 2007 escribió una columna memorable en La Nación en la que homenajeaba a su maestro en el Día del Periodista: “En una profesión donde todos somos expertos en generalidades y formamos un vasto océano de diez centímetros de profundidad, Emilio resultaba exótico y admirable. No se lo recuerda mucho, pero fue uno de los grandes periodistas argentinos de todos los tiempos”.

Amílcar Romero también recuerda a Petcoff con nostalgia. Lo define como un cronista de Indias. “Una vez me dijo para la memoria que la gran diferencia entre el periodista y el policía es que el primero pregunta en libertad. Volví a verlo en 1984, un amanecer tenebroso, cuando me sacó del hotelucho la voracidad de las chinches. Tenía el torso hecho un estropicio porque había tenido que dormir vestido debido  al frío y lo magro en materia logística de la casa comercial en cuestión. No había amanecido y lo único abierto era uno de esos bolichones tan típicos de las estaciones terminales. ¿Quién estaba adentro, las solapas levantadas de un sobretodo de tweed que había sobrevivido a las Guerras Médicas, frente a un farol de ginebra pura que producía cirrosis de sólo mirarlo? Él”.

El genial Emilio publicó pocos libros. incluso decenas de sus manuscritos se perdieron en el tiempo y son inhallables, como los misterios que trataba de desentrañar su alter ego Fermín Rivas. En los años 50 publicó dos novelitas policiales para la colección Rastros: El lobisón y La torre de los suicidas. En ésta última, al referirse a un asesino, escribió: “Jamás olvidaré la sonrisa ensoberbecida, la locura sádica que iluminaba sus ojos al acercarse al animal. Lo veo inclinarse lentamente, asir a Micky con ambas manos hasta levantarlo a la altura de sus rodillas, y apretar despiadadamente la garganta. Mientras los estertores conmovían al frágil cuerpo y aquellos ojos –ojos terroríficos de gato– se proyectaban como dos vidrios llameantes fuera de sus cuencas. Tony reía.

Recuerdo esa risa cascada, irregular, como el viento azotando una montaña, y que al infortunado Micky debe haber acompañado hasta el cielo gatuno”.

De Petcoff hay cientos de anécdotas y leyendas. Una vez escribió un artículo que indignó a uno de los involucrados. La cuestión es que el tipo se presentó con un chumbo en la redacción de Crónica. Subió las escaleras y se paró frente a Petcoff, que escribía como un loco con un vaso de ginebra al costado y el pucho en la boca. El tipo apoyó el chumbo en el escritorio pero Petcoff siguió perdido en las teclas y en una pila de papeles. El tipo esperaba una reacción. Petcoff levantó la vista, sin dejar de teclear, sin sacarse el pucho de la boca, y lo miró con indiferencia. Fue suficiente como para que el tipo olvidara la amenaza y se fuera cabizbajo, en un silencio escandaloso. Emilio siguió escribiendo como si nada.

Fuente: http://elguardian.com.ar/nota/revista/515/no-habra-ninguno-igual


viernes, 18 de enero de 2013

“El relato policial dice mucho sobre la organización social que lo produce”


Sociedad|Martes, 15 de enero de 2013

Entrevista A Lila Caimari, historiadora e investigadora del Conicet

La relación que teje el periodismo con la policía, en los primeros años del siglo pasado, es clave para la construcción de discursos sobre el delito que, con variantes, persisten hasta hoy, sostiene la entrevistada.


Por Leonardo Castillo



Analizar cómo una sociedad construye los relatos sobre la delincuencia en un período determinado es el tema de investigación que abordó la historiadora Lila Caimari en tres libros de su autoría: Apenas un delincuente, La ciudad y el crimen y Mientras la ciudad duerme, su último trabajo, en el que indaga sobre las relaciones que traban los periodistas y policías en los años ’30, y que resultarán determinantes para las versiones sobre “los bajos fondos” que comenzarán a difundirse en la prensa comercial de esos años. Es la época en la que aparecen los pistoleros motorizados, los matones al servicio de los políticos parroquiales y cuando las “fuerzas del orden” establecen la noción territorial que separa a la Capital del conurbano. “Es un tiempo de fuerte conflictividad social y política, y los sumarios policiales comienzan a ser redactados con una jerga eufemística que opera como un fuerte legitimador del comportamiento represivo de la institución”, explica esta académica nacida en Río Negro y graduada en la Universidad de La Plata, doctorada en el Instituto de Estudios Políticos de París e investigadora del Conicet, que además se desempeña como docente de Posgrado en la Universidad de San Andrés. “El trabajo de la policía dice mucho sobre una organización social”, señala Caimari.
–En Mientras la ciudad duerme, analiza la evolución del delito y cómo lo refleja el relato policial y el periodístico en los años ’30. ¿Por qué le interesó ese período?
–Es un recorte que se impuso de forma prácticamente inesperada. Venía de investigar durante años una serie de problemas referidos a la cuestión criminal y el surgimiento de las teorías positivistas vinculadas con su tratamiento, sobre todo en el tema carcelario y penal. Me interesaba cómo ese tema era tratado por el periodismo comercial que emergía a finales del siglo XIX y principios del XX. Es en ese período que surge la problemática del inmigrante como un sujeto “peligroso” en el marco de crecientes núcleos urbanos. Es el tiempo del lombrosianismo y de concepciones similares que buscan en la historia personal del delincuente las razones que lo llevaban a quebrantar la ley. Analizando las incipientes secciones policiales de los diarios de la época, se encontraba mucho material que permitía un abordaje a esta problemática, aunque se hiciera desde una perspectiva folletinesca. Con eso, trabajé sobre el entrecruzamiento que se daba entre el delito, la ciencia y el relato de la prensa escrita. Ese fue el tópico que abordé en Apenas un delincuente, un libro mío que se publicó en 2004. Pero lo que empecé a notar cuando estaba terminando ese proyecto fue que en los años ’20 se produce un cambio en lo que es la figura dominante del delincuente que se representa en el imaginario colectivo. Aparece el pistolero motorizado, en desmedro del punga marginal de los suburbios. Ahí noté que había un proceso interesante que podía mostrar cómo se iban gestando cambios en la policía y en el trabajo de los periodistas que cubrían la información de los sucesos policiales. Y eso es lo que intenté reflejar en Mientras la ciudad duerme.
–¿Cómo cambia en esos años el relato de la prensa escrita en relación con el delito?
–En el relato de los medios aparece la noción de una ciudad de Buenos Aires como desbordada, invadida por gente que llegó de otros lugares y carece de una ocupación laboral estable. Se percibe la construcción de una alteridad social, algo de lo que hay que cuidarse. Paralelamente, en los ’30, hay una convergencia muy fuerte de fenómenos políticos y sociales que se tiñen de prácticas violentas. Es algo que está relacionado con la resistencia al golpe de José Félix Uriburu y los levantamientos radicales. Por otro lado, se registra un fuerte incremento de la violencia estatal. Hay persecuciones y ejecuciones que tienen como blanco a comunistas y anarquistas expropiadores. Este repertorio de la violencia se va ensanchando también hacia la política parroquial, donde aparecen personajes armados, guardaespaldas, matones, en fin, pistoleros regenteados por los caudillos locales. Ruggierito, un puntero al servicio del intendente de Avellaneda Alberto Barceló, es una figura emblemática de aquellos tiempos de política brava. Son las cuestiones que la prensa comienza a reflejar en las crónicas policiales, que ganan cada vez más espacio en las páginas de los diarios.
–¿La cobertura de los hechos policiales comienza a volverse sensacionalista?
–En realidad, la explotación del hecho policial por parte de la prensa es un fenómeno propio del periodismo comercial. Existió siempre. Hoy se critica que los medios les den tanta difusión a los delitos, pero en rigor, las cosas nunca fueron muy distintas. Es un fenómeno que se verifica no sólo en Buenos Aires, es algo común a las grandes urbes. Las historias y crónicas sobre el crimen se venden bien, y esto es algo que también pasaba en los años ’30.
–¿En esos años el delito comienza a ser entendido como una forma de ascender socialmente?
–La aparición de armas más sofisticadas, livianas y automáticas, juntamente con la irrupción del automóvil permiten la realización de golpes cada vez más espectaculares. El delito cambia, se pasa del punga al asaltante que actúa en banda. Emerge el pistolero motorizado. Son los tiempos de personajes emblemáticos como el Pibe Cabeza. Los asaltos se vuelven espectaculares y planificados. Es un proceso que pudo haber determinado que algunos sujetos pasaran del delito de poca monta a los grandes atracos. Desde ese punto de vista, se puede decir que hay en el delito una búsqueda de ascenso social, que además está reflejado en el cine de la época, sobre todo en las producciones de Hollywood.
–En este último libro, usted cuenta cómo en esos años se empieza a marcar también la oposición entre la Capital Federal y el Gran Buenos Aires en términos territoriales y culturales. ¿Por qué se produce ese fenómeno?
–Esa oposición entre ambos territorios está hoy muy naturalizada, pero no siempre existió y se inició como construcción en ese período. Tiene que ver con los cambios urbanos que se producen, fundamentalmente por la inmigración que proviene desde el interior del país, alentada por un proceso incipiente de industrialización, que luego, en la segunda mitad de los ’40, con el peronismo, va a cobrar mucha más fuerza. Pero la división entre la ciudad y el conurbano está originada en algo más concreto, y es un cambio en las prácticas policiales sobre el territorio que vigila. Recién en los ’30, la Policía de la Capital (el antecedente de la Federal) diseña un organigrama que le permite administrar su área de intervención. Se fijan límites, y lo que viene de afuera de la General Paz es concebido como un problema, algo que se debe vigilar, mantener a raya. En definitiva, este accionar de la policía termina filtrándose hacia el trabajo de los periodistas, que también comienzan a percibir el conurbano como algo externo.
–¿Y cómo se inserta aquí la figura del pistolero?
–Es una figura que termina siendo muy funcional a todo este proceso. Los pistoleros comienzan a ser descriptos como personajes que vienen desde afuera a la ciudad, desde los suburbios, y llegan para delinquir. En las crónicas comienza a subyacer la idea de que Buenos Aires es un sitio rodeado de zonas de baja legalidad. El conurbano es descripto en la prensa como una zona de anomia, de baja estatalidad, donde los efectivos de la policía bonaerense no responden a los mandos de La Plata sino a las lógicas de caja que imponen los caudillos locales, sobre todo en la zona de Avellaneda, Lanús y en la zona Norte. Son lugares cercanos a la Capital donde se instalan industrias y se registra un alto grado de conflictividad social, pero también se desarrollan circuitos del ocio, vinculados con la prostitución y el juego clandestino, que son muy concurridos por los porteños.
–¿Cambia entonces la noción territorial de los “bajos fondos”?
–Efectivamente, hasta entonces, el circuito de marginalidad ociosa se encontraba en el puerto de la ciudad. Pero a partir de los ’30, se corre hacia el conurbano. Es un proceso real, pero que también se va construyendo en la medida que la policía de la Capital comienza a mostrarse como más eficiente, profesional, en comparación con la ineficiencia de sus colegas bonaerenses. Y ésa es una construcción exitosa, que persiste hasta nuestros días, sobre todo por las grandes deficiencias históricas que siempre exhibió la Policía de la Provincia para organizarse y controlar su jurisdicción. La noción de la profesionalidad de la Federal se origina en ese período y es lo que intenté reflejar.
–¿La figura del vigilante de la esquina, como un agente estatal paternalista y amigo de los vecinos del barrio, también es algo que se origina en esa época?
–Es una figura asociada al crecimiento de los barrios porteños y al despliegue policial. Es un personaje despolitizado, horizontal, que se encontraba en permanente contacto con los vecinos, pero que ejercía una fuerte presencia territorial, al punto de conocer todo lo que pasaba en el barrio. Son tiempos de torturas, persecución y aplicación de la Ley de Residencia, que permitía la expulsión de los extranjeros que desarrollaban actividades políticas. Entonces, se utiliza al vigilante como una contrafigura con el propósito de crear mística en la tropa que se incorpora a la fuerza y edificar un puente de reconciliación con la sociedad.
–¿Cuáles son las otras estrategias de proximidad desarrolla la policía?
–Es interesante ver cómo la policía, en sus comunicaciones y sumarios, se va apropiando del lenguaje popular para generar empatía con la ciudadanía. Es una manera de minimizar el impacto de las denuncias de corrupción que son formuladas, fundamentalmente, desde el diario Crítica. Pero la relación que se establece entre el periodismo y la policía no siempre fue conflictiva. Es cierto que los vínculos varían en función de la ideología de cada medio, pero muchas veces se estableció un matrimonio por conveniencia que estimo que aún debe seguir vigente.
–¿Qué relación estableció con la policía el diario Crítica, que dirigía Natalio Botana?
–Es un diario que explotó como ningún otro la información policial. Era un sensacionalismo que muchas veces tenía un tinte carnavalesco. Las notas estaban acompañadas con historietas, fotonovelas y hasta elementos ficcionales. Crítica era el diario del pueblo y muchas veces, desde ese lugar encabezaba las denuncias contra la policía, que estaban a cargo de los varios escritores de izquierda que trabajaban en su redacción. Pero al analizar la producción de Crítica, se percibe que debió proveerse de mucha información que era suministrada por los canales institucionales de la policía, y eso era algo que sucedía con los demás diarios.
–¿Esa vinculación laboral entre la policía y el periodismo surge en los ’30?
–En realidad es más antigua. A fines del siglo XIX, cuando se construye el edificio central de la Policía, en la calle Moreno, ya había una sala de periodistas. Ese era un dato de la modernidad. La institución entiende que debe lidiar con el periodismo y que es conveniente darle un lugar. Así es como se establecen relaciones profesionales entre policías y periodistas, más allá de los conflictos que puedan surgir. Es que la policía está parada en la cueva de Alí Babá, de lo que son las historias truculentas y oscuras que ambiciona conseguir el periodismo comercial, que a su vez tiene la potestad de potenciar o de arruinar la carrera de varios oficiales en ascenso. Esa es la naturaleza del vínculo que se funda.
–¿Cuáles son las cosas que la policía dice sin darse cuenta y que aparecen reflejadas en los diarios?
–Me parece que es todo aquello que se cuenta cuando la policía no intenta convencer de que en realidad sucedió otra cosa. En la gran nota o en las primicias, el discurso policial aparece mediado por el relato de los periodistas. En cambio, en las informaciones más pequeñas, que dan cuenta de delitos menores, el discurso de la fuerza aparece de forma más directa y allí se filtra la mirada policial, que es sumamente anecdótica. Es ahí donde me interesa profundizar para conocer el punto de vista de la institución. Allí emerge con más claridad la ideología policial, que internamente impone el espíritu de cuerpo, una concepción que, por ejemplo, sirve para justificar las represiones a trabajadores organizados. Es una construcción muy artificiosa, en la que se nota mucho argumento e historia y también la utilización de una jerga eufemística fuertemente legitimadora.
–¿Esa construcción interna es la que va a justificar la represión que se aplica después del golpe militar del 6 de septiembre de 1930, que derrocó a Hipólito Yrigoyen?
–Sí, comienza con Uriburu, pero se consolida merced a una reforma que se lleva a cabo durante el gobierno de Agustín P. Justo, que surge mediante el fraude electoral, en 1932. Se le otorga a la policía la potestad de aplicar edictos que se emplean para ejercer la represión. Ahí se nota cómo las normativas urbanas se utilizan para desarrollar un férreo control social. Y eso va a perdurar a través de las décadas posteriores.
–¿Es entonces cuando aparecen las cooperadoras policiales?
–Es así. Es a través de las cooperadoras y las colectas que se financia el costo de esa reforma policial. La Bolsa de Comercio de Buenos Aires y diversas cámaras empresariales contribuyen con grandes sumas para equipar a la policía de la Capital. Es una reacción frente a los grandes atracos a bancos y robos a los pagadores y la creciente conflictividad obrera. Pero también se producen colectas en los barrios para dotar de más personal a las comisarias. Eso nos demuestra que la sociedad no es un sujeto pasivo frente al poder coercitivo del Estado. Hubo en los ’30 mucha represión, pero también muchos pedidos para que la represión se ejerza.
–¿Cuesta mucho acceder a los archivos policiales?
–Realmente. Diría que es más sencillo para un historiador acceder a material sobre la época colonial que a la documentación que atesora la Federal, que es una fuerza muy celosa de resguardar su pasado. En Argentina, es muy difícil construir una histografía sobre la policía, es algo que también se verifica en otros países. Así y todo, vale la pena el esfuerzo. El relato policial dice mucho sobre la organización social que lo produce.
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Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-211867-2013-01-15.html

lunes, 14 de enero de 2013

La máquina de matar



REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA



El caso de Francisco Antonio Laureana es un misterio de la historia criminal argentina. En 1975, violó a 15 mujeres y asesinó a 13. Gozaba con el sufrimiento ajeno. Su coto de caza era San Isidro. Murió baleado por la policía. 

MIÉRCOLES 28.03.2012 - EDICIÓN N ° 57



Escribe Rodolfo Palacios
rpalacios@elguardian.com.ar

Francisco Laureana es casi un desconocido para la historia del crimen argentino. Nunca fue miembro de la galería siniestra sólo reservada para unos pocos psicópatas perversos: El Petiso Orejudo, Carlos Eduardo Robledo Puch y Yiya Murano, sólo por mencionar al podio de la muerte. Probablemente, Laureana nunca buscó llegar a ser tristemente célebre. No mataba para aparecer en los diarios. No, el tipo mataba por placer. Era un killer de manual.


 –Gorda, cuidate. Y que los nenes no anden solos por la calle.


Eso decía el sátiro cuando salía de su casa. Él iba a buscar víctimas, pero antes de irse se preocupaba por los suyos. Por su esposa y sus tres hijos. Mientras cerraba la puerta, insistía:


–Que los nenes no salgan. Andan muchos degenerados sueltos. Chau.


Pero el buen padre que jugaba con sus hijos era un perverso incurable. Decía que trabajaba como artesano pero en el fondo era un siniestro asesino: en 1975, violó a quince mujeres y mató a trece. Las sometía con una fuerza descomunal que las inmovilizaba. Luego las estrangulaba o las mataba a tiros. A la mayoría la violaba. Su sed de mal no se agotaba: siempre quería más.


El experto forense Osvaldo Raffo no duda: Laureana era un asesino serial de acá a la China. “Al igual que los típicos psicópatas estadounidenses, este muchacho se quedaba con souvenires de sus víctimas, como cadenitas y pulseras, que guardaba en una caja. No sería de extrañar que sintiera placer al recordar sus crímenes y mantener en su poder las pertenencias de las mujeres que mataba”, recuerda a más de 37 años de haberle hecho la autopsia.


De Laureana siempre se supo poco: que era un hombre parco, que le gustaba pasar los semáforos en rojo con su Fiat, que había sido seminarista en Corrientes y que era artesano. De su época de religioso se dice que intentó violar a una monja después de atarla con una soga. En San Isidro vendía aritos, pulseras, gauchitos de madera, caballitos y collares.


Después de cometer uno de los asesinatos, Laureana le disparó a un hombre que lo había visto mientras huía por el techo de una casa. Ese testigo fue clave para confeccionar el identikit del asesino. Un identikit que sorprendía porque era idéntico al criminal.


–Jamás me voy a olvidar de la cara de ese tipo. Jamás.


Eso dijo el tipo cuando los policías de San Isidro le preguntaron si recordaba al hombre que había intentado atacarlo, el testigo no dudó:


Antes que la descripción de su rostro anguloso, sólo se sabían pocas cosas del asesino: era bajo, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde. Era un tipo muy puntual. Tenía 35 años.

La cacería del lobisón no fue sencilla. Los detectives tuvieron que agudizar el ingenio. Le pusieron varios anzuelos: mujeres policías con peluca rubia o tomando sol en piletas. Porque el sátiro solía atacar a las mujeres que se bronceaban acostadas en las terrazas. Sin embargo el chacal seguía haciendo de las suyas, aunque su último ataque no llegó a ejecutarse:  una mujer y una nena que estaban por ser atacadas por Laureana se salvaron porque justo cayó la policía. Una vecina que lo vio entrar por una ventana llamó enseguida a la comisaría del barrio.

Pero el degenerado pudo escapar. La policía lo buscó día y noche. Cualquier hombre parecido al identikit era requisado o demorado en la comisaría. Al final, los sabuesos de la Brigada de Investigaciones de San Martín lo vieron cuando caminaba por las calles de San Isidro con un bolso colgado del hombro.


–¡Laureana! –le gritó uno de los uniformados...


El hampón no respondió: comenzó a correr. Según las crónicas de la época, empezó a correr y desenfundó un revólver que empezó a disparar en varias oportunidades. Pero esa versión oficial es dudosa. Sobre todo en una época donde las páginas de los diarios estaban llenas de falsos procedimientos, inocentes abatidos por la policía y el típico tiroteo que no era tal: al abatido se le plantaba un arma para fingir el enfrentamiento.


La cuestión es que la versión oficial dijo que los policías hirieron en un hombro a Laureana, que escapó malherido. Luego apareció en un baldío, después de que un perro callejero lo viera escondido entre bolsas de basura y le mordiera el brazo. “La hiena nos disparó otra vez y por eso le dimos muerte. Fueron varios disparos porque era duro como el acero. Parecía invencible”, declaró en ese entonces, con inocultable exageración,uno de los policías que participó del operativo.


Su final le llegó el 27 de febrero de 1975. “Con el auxilio de un perro y luego de dos tiroteos, matan en San Isidro al sátiro que en sus fechorías nocturnas asesinó a 15 mujeres en seis meses”, fue el extenso título del artículo que publicó el diario La Nación. En el bolso de Laureana encontraron  una pistola calibre 765, una Beretta, un revólver 32 y un pistolón calibre 14. En el baldío donde llegó a esconderse encontraron dos gallinas degolladas. “Su pulsión por matar era tan incontrolable que ni esas pobres gallinitas se salvaron”, dijo una fuente policial.  


Cuando se enteró de la vida oculta de Laureana, su esposa entró en estado de shock. Cuando los policías le mostraron el artículo de la sexta de La Razón, que daba cuenta del tiroteo en el que murió abatido su marido, sólo atinó a decir: “Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía”. Los policías le palmearon la espalda a la mujer y prefirieron callar.


Raffo define a Laureana como un error de la naturaleza, un ser ajeno a la sociedad. Un monstruo que alguna vez pasó por este mundo. “Era obsesivo y atacaba siempre a la misma hora. En una bota que encontraron en su casa guardaba los objetos que les sacaba a las víctimas. Era un fetichista. Le gustaba volver a la escena del crimen para gozar y rememorar. Fue un caso único en la historia policial argentina”. El viejo Raffo conserva la foto en la que aparece sosteniendo a Laureana. El asesino parece vivo. Pareciera que mira con ojos saltones a la cámara, acaso sorprendido por su triste final. Porque en el fondo su última cara, una máscara grotesca, no es de terror, ni de dolor, ni de espanto. Es de asombro. Un asombro espectral.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/551/la-maquina-de-matar






jueves, 10 de enero de 2013

Colección Negro Absoluto (Catalogo)




“Santería” Leonardo Oyola

“Sacrificio” Leonardo Oyola

“Los indeseables” Osvaldo Aguirre

“Todos mienten” Osvaldo Aguirre

“El novato” Osvaldo Aguirre

“El síndrome Rasputín” Ricardo Romero

“Los bailarines del fin del mundo” Ricardo Romero

“El doble Berni” Elvio Gandolfo y Gabriel Sosa.

“Los muertos de la arena” Elvio Gandolfo y Gabriel Sosa

“Ceviche” Federico Levín

“Bolsillo de cerdo” Federico Levín

“Lejos de Berlín” Juan Terranova

“Sangre Kosher” Maria Ines Krimer



lunes, 7 de enero de 2013

La canción de la niña cruel


REVISTA EL GUARDIAN > TINTA ROJA

TINTA ROJA






La escalofriante historia de Lizzie Borden se volvió una leyenda y un cántico escolar de los estadounidenses.En el siglo XIX fue acusada de un hecho atroz: asesinar a hachazos a su padre y a su madrastra.

SÁBADO 28.04.2012 - EDICIÓN N ° 60


Los niños pueden ser macabros. Lo más macabro imaginable, de hecho. Pocas cosas dan más escalofríos que la imagen de un pequeño ser humano. Intrigante, en proceso. ¿No es terrorífica la belleza fría del diabólico Damien, de La profecía? En Cementerio de animales lo más espeluznante es, lejos, el bebé. Samara, la fantasma japonesa más espantosa del cine, es una niña. Las inquietantes mellicitas espectro de El resplandor, la pavorosa Regan en El exorcista y, ay, Los niños del maíz. Por favor. Digámoslo sin tapujos: no hay nada más macabro que un niño.

Fuera de las referencias literarias o cinematográficas, podemos también hablar de las canciones infantiles, esas que repiten los pequeños con sus inocentes vocecitas agudas sin pensar en lo que están diciendo. Un viejo ejemplo del cancionero popular español que se extendió por toda Latinoamérica es: “Aserrín, aserrán/ los maderos de San Juan/ piden pan, no les dan/ piden queso, les dan  hueso/ y les cortan el pescuezo”. Otra rima, en este caso francesa y traducida, es la burlesca “Mambrú se fue a la guerra/ chiribín, chiribín, chín, chín/ Mambrú se fue a la guerra y no sé cuándo vendrá/ Ajajá, ajajá/ no sé cuándo vendrá”.

En el folclore norteamericano contemporáneo también hay un juego escalofriante. Miles de prometedoras niñas estadounidenses crecieron saltando la soga al ritmo de esta canción: “Lizzie Borden agarró un hacha/ le dio a su madre cuarenta hachazos/y cuando vio lo que había hecho/ le dio a su padre cuarenta y uno”. Encantador, ¿no?

La saludable escena, que todavía transcurre en jardines, patios y veredas de promisorias familias allá al Norte se asemeja a la que se puede ver en la saga Pesadilla, cuando unas niñas de moños blancos también saltan la soga y cantan “Uno, dos, Freddy viene por vos/ tres, cuatro cerrá bien tu puerta/ cinco, seis, agarrá tu crucifijo/ siete, ocho, vas a trasnochar/ nueve, diez, nunca vas a dormir otra vez”.

La canción de la asesina del hacha asusta un poco más porque, a diferencia de Krueger, Lizzie Borden existió y de verdad les rompió los cráneos a hachazo limpio a su padre y esposa. Eso mismo que canta la infancia norteamericana. Los niños son macabros, entonces, queda demostrado y no hay discusión. He presentado el caso y si esto fuera un juicio de película, un juez debería estar diciendo ahora “ha lugar”.

Lizzie no era una niña en el sentido estricto del término porque tenía 32 años cuando asesinó a su padre y madrastra. Igual, transitaba la infancia. Sus pequeños ojos celestes destilaban la misma frialdad que los Demian. Se vestía con lazos y moños como las nenitas que saltan la soga en Pesadilla. Era una nena… vieja. De mirada extraviada y una seriedad turbadora.

Se la describe en los archivos, en general, como una “solterona de Nueva Inglaterra”. Es una forma un poco corta de verla. Nació en julio de 1860 y vivió siempre en su casa familiar. Ella y su hermana mayor, Emma, se quedaron con su padre, Andrew Jackson Borden, un adinerado hombre de negocios. No se casaron, no tuvieron pretendientes, salían poco. Fueron, a ojos de la época, “virtuosas”. Eran extrañamente aniñadas.

Su madre, Sarah Anthony Morse, murió cuando Lizzie tenía tres años y para cuando cumplió cinco el padre se casó con Abby Durfee Gray. Las hermanas odiaban abiertamente a su madrastra y durante los 28 años que compartieron la hostilidad fue creciendo hasta el violento final. Durante la mañana del 4 de agosto de 1892, Andrew Borden y su mujer fueron asesinados a golpe de hacha. Ella quedó tirada en su habitación, entre la cama y un mueble, y él en el sillón del living, con el cráneo destrozado.

Antes del mediodía Lizzie supuestamente descubrió el cadáver del hombre. Su hermana se había ido a lo de una amiga fuera del pueblo, así que llamó a la criada, que estaba en el piso de arriba, y más temprano que tarde se convirtió en la única sospechosa de los asesinatos. Todas las pruebas la señalaban: la mala relación con su madrastra, el temor de perder la herencia porque ese mismo día su padre iría a cederle la propiedad a su esposa, la oportunidad en soledad de hacerlo, el hacha, el odio, la furia.

Lizzie aseguró que había visto a alguien entrar en la casa por la cocina mientras ella estaba en el establo, donde luego no se encontraron sus huellas. Además, no había forma de violentar las entradas porque la residencia de la pequeña localidad de Fall River era una fortaleza impenetrable. Fue detenida el 11 de agosto y el juicio comenzó 10 meses después en New Bedford, Massachusetts.

Era 1892 y la ciencia forense recién estaba emergiendo como un campo legítimo. La tecnología aún era limitada. No se tomaron huellas dactilares en la escena del crimen ni en el arma homicida, que era un hacha de guerra que fue encontrada en el sótano de la casa. La versión de los hechos de Lizzie fue incoherente, pero no importó.

Además, se desestimó el testimonio del farmacéutico porque la niña mujer en el banquillo de acusada aseguró que quiso comprar el ácido para limpiar un abrigo. La defensa sólo se basó en que ella no tenía sangre en su ropa. No se pensó en la posibilidad de que se haya cambiado el vestido, uno que días después una vecina declaró haber visto a la acusada quemar en un fogón. Era un vestido azul, uno que la criada creyó recordar que tenía puesto la mañana fatal.

Al igual que la mayoría del público, el jurado de la victoriana Nueva Inglaterra, compuesto por hombres, optó por creer que las niñas de clase media alta, virtuosas, son siempre buenas. La absolvieron después de una hora y media de deliberación. Lizzie, llorando como una nena, les dijo a los periodistas: “Sólo quiero irme a casa”.

El prejuicio positivo le sirvió a la macabra Lizzie para cometer el crimen perfecto. Las dudas que genera aún hoy el caso lo catapultó, desde entonces, a ser una cause célèbre en Norteamérica. De hecho, sigue siendo un episodio plagado de dudas para el mundo de la criminología actual. ¿Fue ella o no?

Si esto fuera una película –que extrañamente no las hay–, después de la última escena, esa en donde Lizzie llora en el juzgado, antes de los títulos finales aparecería un cartel. Este contaría que las hermanas se mudaron dentro del mismo pueblo a la casa Maplecroft y que vivieron ahí durante 13 años hasta que Emma se fue. Dicen que se pelearon porque Lizzie tuvo un romance con una actriz. Desde entonces, tomaron caminos separados. Lizzie se cambió el nombre a Lizbeth A. Borden, murió de neumonía el 1 de junio de 1927 y fue enterrada en Fall River. Su hermana Emma, con la que no tenía relación, falleció nueve días después. La casa en donde se cometieron los asesinatos es un Bed and Breakfast que se llama Lizzie Borden. Se puede comer, dormir y ver recreaciones de los brutales crímenes. Macabro, pero mucho menos que un niño.

 Fuente: http://elguardian.com.ar/nota/revista/607/la-cancion-de-la-ninia-cruel



viernes, 4 de enero de 2013

La Bala



Calle 13

El martillo impacta la aguja
La explosión de la pólvora con fuerza empuja
Movimiento de rotación y traslación
Sale la bala arrojada fuera del cañón
Con un objetivo directo
La bala pasea segura y firme durante su trayecto
Hiriendo de muerte al viento, más rápida que el tiempo
Defendiendo cualquier argumento
No le importa si su destino es violento
Va tranquila, la bala, no tiene sentimientos
Como un secreto que no quieres escuchar
La bala va diciéndolo todo sin hablar
Sin levantar sospecha, asegura su matanza
Por eso tiene llena de plomo su panza
Para llegar a su presa no necesita ojos
Y más cuando el camino se lo traza un infrarojo
La bala nunca se da por vencida
Si no mata hoy, por lo menos deja una herida
Luego de su salida no habrá detenida
Obedece a su patrón una sola vez en su vida

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Se escucha un disparo, agarra confianza
El sonido la persigue, pero no la alcanza
La bala sacas sus colmillos de acero
Y sin pedir permiso, entra por el cuero
Muerde los tejidos con rabia y arranca,
El pecho a las arterias para causar hemorragia
Vuela la sangre batida de fresa
Salsa boloñesa, syrup de frambuesa
Una cascada de arte contemporaneo
Color rojo vivo, sale por el cráneo

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Seria inaccesible el que alguien te mate
Si cada bala costara lo que cuesta un yate
Tendrías que ahorrar todo tu salario
Para ser un mercenarío, habría que ser millonario
Perto no es así, se mata por montones
Las balas son igual de baratas que los condones
Hay poca educación, hay muchos cartuchos
Cuando se lee poco, se dipara mucho
Hay quienes asesinan y no dan la cara
El rico da la orden y el pobre la dispara
No se necesitan balas para probar un punto
Es lógico, no se puede hablar con un difunto
El diálogo destruye cualquier situación macabra
Antes de usar balas, diparo con palabras
Pla! Pla! Pla! pla!

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)