Analizar cómo una sociedad construye los relatos sobre la delincuencia en un período determinado es el tema de investigación que abordó la historiadora Lila Caimari en tres libros de su autoría: Apenas un delincuente, La ciudad y el crimen y Mientras la ciudad duerme, su último trabajo, en el que indaga sobre las relaciones que traban los periodistas y policías en los años ’30, y que resultarán determinantes para las versiones sobre “los bajos fondos” que comenzarán a difundirse en la prensa comercial de esos años. Es la época en la que aparecen los pistoleros motorizados, los matones al servicio de los políticos parroquiales y cuando las “fuerzas del orden” establecen la noción territorial que separa a la Capital del conurbano. “Es un tiempo de fuerte conflictividad social y política, y los sumarios policiales comienzan a ser redactados con una jerga eufemística que opera como un fuerte legitimador del comportamiento represivo de la institución”, explica esta académica nacida en Río Negro y graduada en la Universidad de La Plata, doctorada en el Instituto de Estudios Políticos de París e investigadora del Conicet, que además se desempeña como docente de Posgrado en la Universidad de San Andrés. “El trabajo de la policía dice mucho sobre una organización social”, señala Caimari.
–En Mientras la ciudad duerme, analiza la evolución del delito y cómo lo refleja el relato policial y el periodístico en los años ’30. ¿Por qué le interesó ese período?
–Es un recorte que se impuso de forma prácticamente inesperada. Venía de investigar durante años una serie de problemas referidos a la cuestión criminal y el surgimiento de las teorías positivistas vinculadas con su tratamiento, sobre todo en el tema carcelario y penal. Me interesaba cómo ese tema era tratado por el periodismo comercial que emergía a finales del siglo XIX y principios del XX. Es en ese período que surge la problemática del inmigrante como un sujeto “peligroso” en el marco de crecientes núcleos urbanos. Es el tiempo del lombrosianismo y de concepciones similares que buscan en la historia personal del delincuente las razones que lo llevaban a quebrantar la ley. Analizando las incipientes secciones policiales de los diarios de la época, se encontraba mucho material que permitía un abordaje a esta problemática, aunque se hiciera desde una perspectiva folletinesca. Con eso, trabajé sobre el entrecruzamiento que se daba entre el delito, la ciencia y el relato de la prensa escrita. Ese fue el tópico que abordé en Apenas un delincuente, un libro mío que se publicó en 2004. Pero lo que empecé a notar cuando estaba terminando ese proyecto fue que en los años ’20 se produce un cambio en lo que es la figura dominante del delincuente que se representa en el imaginario colectivo. Aparece el pistolero motorizado, en desmedro del punga marginal de los suburbios. Ahí noté que había un proceso interesante que podía mostrar cómo se iban gestando cambios en la policía y en el trabajo de los periodistas que cubrían la información de los sucesos policiales. Y eso es lo que intenté reflejar en Mientras la ciudad duerme.
–¿Cómo cambia en esos años el relato de la prensa escrita en relación con el delito?
–En el relato de los medios aparece la noción de una ciudad de Buenos Aires como desbordada, invadida por gente que llegó de otros lugares y carece de una ocupación laboral estable. Se percibe la construcción de una alteridad social, algo de lo que hay que cuidarse. Paralelamente, en los ’30, hay una convergencia muy fuerte de fenómenos políticos y sociales que se tiñen de prácticas violentas. Es algo que está relacionado con la resistencia al golpe de José Félix Uriburu y los levantamientos radicales. Por otro lado, se registra un fuerte incremento de la violencia estatal. Hay persecuciones y ejecuciones que tienen como blanco a comunistas y anarquistas expropiadores. Este repertorio de la violencia se va ensanchando también hacia la política parroquial, donde aparecen personajes armados, guardaespaldas, matones, en fin, pistoleros regenteados por los caudillos locales. Ruggierito, un puntero al servicio del intendente de Avellaneda Alberto Barceló, es una figura emblemática de aquellos tiempos de política brava. Son las cuestiones que la prensa comienza a reflejar en las crónicas policiales, que ganan cada vez más espacio en las páginas de los diarios.
–¿La cobertura de los hechos policiales comienza a volverse sensacionalista?
–En realidad, la explotación del hecho policial por parte de la prensa es un fenómeno propio del periodismo comercial. Existió siempre. Hoy se critica que los medios les den tanta difusión a los delitos, pero en rigor, las cosas nunca fueron muy distintas. Es un fenómeno que se verifica no sólo en Buenos Aires, es algo común a las grandes urbes. Las historias y crónicas sobre el crimen se venden bien, y esto es algo que también pasaba en los años ’30.
–¿En esos años el delito comienza a ser entendido como una forma de ascender socialmente?
–La aparición de armas más sofisticadas, livianas y automáticas, juntamente con la irrupción del automóvil permiten la realización de golpes cada vez más espectaculares. El delito cambia, se pasa del punga al asaltante que actúa en banda. Emerge el pistolero motorizado. Son los tiempos de personajes emblemáticos como el Pibe Cabeza. Los asaltos se vuelven espectaculares y planificados. Es un proceso que pudo haber determinado que algunos sujetos pasaran del delito de poca monta a los grandes atracos. Desde ese punto de vista, se puede decir que hay en el delito una búsqueda de ascenso social, que además está reflejado en el cine de la época, sobre todo en las producciones de Hollywood.
–En este último libro, usted cuenta cómo en esos años se empieza a marcar también la oposición entre la Capital Federal y el Gran Buenos Aires en términos territoriales y culturales. ¿Por qué se produce ese fenómeno?
–Esa oposición entre ambos territorios está hoy muy naturalizada, pero no siempre existió y se inició como construcción en ese período. Tiene que ver con los cambios urbanos que se producen, fundamentalmente por la inmigración que proviene desde el interior del país, alentada por un proceso incipiente de industrialización, que luego, en la segunda mitad de los ’40, con el peronismo, va a cobrar mucha más fuerza. Pero la división entre la ciudad y el conurbano está originada en algo más concreto, y es un cambio en las prácticas policiales sobre el territorio que vigila. Recién en los ’30, la Policía de la Capital (el antecedente de la Federal) diseña un organigrama que le permite administrar su área de intervención. Se fijan límites, y lo que viene de afuera de la General Paz es concebido como un problema, algo que se debe vigilar, mantener a raya. En definitiva, este accionar de la policía termina filtrándose hacia el trabajo de los periodistas, que también comienzan a percibir el conurbano como algo externo.
–¿Y cómo se inserta aquí la figura del pistolero?
–Es una figura que termina siendo muy funcional a todo este proceso. Los pistoleros comienzan a ser descriptos como personajes que vienen desde afuera a la ciudad, desde los suburbios, y llegan para delinquir. En las crónicas comienza a subyacer la idea de que Buenos Aires es un sitio rodeado de zonas de baja legalidad. El conurbano es descripto en la prensa como una zona de anomia, de baja estatalidad, donde los efectivos de la policía bonaerense no responden a los mandos de La Plata sino a las lógicas de caja que imponen los caudillos locales, sobre todo en la zona de Avellaneda, Lanús y en la zona Norte. Son lugares cercanos a la Capital donde se instalan industrias y se registra un alto grado de conflictividad social, pero también se desarrollan circuitos del ocio, vinculados con la prostitución y el juego clandestino, que son muy concurridos por los porteños.
–¿Cambia entonces la noción territorial de los “bajos fondos”?
–Efectivamente, hasta entonces, el circuito de marginalidad ociosa se encontraba en el puerto de la ciudad. Pero a partir de los ’30, se corre hacia el conurbano. Es un proceso real, pero que también se va construyendo en la medida que la policía de la Capital comienza a mostrarse como más eficiente, profesional, en comparación con la ineficiencia de sus colegas bonaerenses. Y ésa es una construcción exitosa, que persiste hasta nuestros días, sobre todo por las grandes deficiencias históricas que siempre exhibió la Policía de la Provincia para organizarse y controlar su jurisdicción. La noción de la profesionalidad de la Federal se origina en ese período y es lo que intenté reflejar.
–¿La figura del vigilante de la esquina, como un agente estatal paternalista y amigo de los vecinos del barrio, también es algo que se origina en esa época?
–Es una figura asociada al crecimiento de los barrios porteños y al despliegue policial. Es un personaje despolitizado, horizontal, que se encontraba en permanente contacto con los vecinos, pero que ejercía una fuerte presencia territorial, al punto de conocer todo lo que pasaba en el barrio. Son tiempos de torturas, persecución y aplicación de la Ley de Residencia, que permitía la expulsión de los extranjeros que desarrollaban actividades políticas. Entonces, se utiliza al vigilante como una contrafigura con el propósito de crear mística en la tropa que se incorpora a la fuerza y edificar un puente de reconciliación con la sociedad.
–¿Cuáles son las otras estrategias de proximidad desarrolla la policía?
–Es interesante ver cómo la policía, en sus comunicaciones y sumarios, se va apropiando del lenguaje popular para generar empatía con la ciudadanía. Es una manera de minimizar el impacto de las denuncias de corrupción que son formuladas, fundamentalmente, desde el diario Crítica. Pero la relación que se establece entre el periodismo y la policía no siempre fue conflictiva. Es cierto que los vínculos varían en función de la ideología de cada medio, pero muchas veces se estableció un matrimonio por conveniencia que estimo que aún debe seguir vigente.
–¿Qué relación estableció con la policía el diario Crítica, que dirigía Natalio Botana?
–Es un diario que explotó como ningún otro la información policial. Era un sensacionalismo que muchas veces tenía un tinte carnavalesco. Las notas estaban acompañadas con historietas, fotonovelas y hasta elementos ficcionales. Crítica era el diario del pueblo y muchas veces, desde ese lugar encabezaba las denuncias contra la policía, que estaban a cargo de los varios escritores de izquierda que trabajaban en su redacción. Pero al analizar la producción de Crítica, se percibe que debió proveerse de mucha información que era suministrada por los canales institucionales de la policía, y eso era algo que sucedía con los demás diarios.
–¿Esa vinculación laboral entre la policía y el periodismo surge en los ’30?
–En realidad es más antigua. A fines del siglo XIX, cuando se construye el edificio central de la Policía, en la calle Moreno, ya había una sala de periodistas. Ese era un dato de la modernidad. La institución entiende que debe lidiar con el periodismo y que es conveniente darle un lugar. Así es como se establecen relaciones profesionales entre policías y periodistas, más allá de los conflictos que puedan surgir. Es que la policía está parada en la cueva de Alí Babá, de lo que son las historias truculentas y oscuras que ambiciona conseguir el periodismo comercial, que a su vez tiene la potestad de potenciar o de arruinar la carrera de varios oficiales en ascenso. Esa es la naturaleza del vínculo que se funda.
–¿Cuáles son las cosas que la policía dice sin darse cuenta y que aparecen reflejadas en los diarios?
–Me parece que es todo aquello que se cuenta cuando la policía no intenta convencer de que en realidad sucedió otra cosa. En la gran nota o en las primicias, el discurso policial aparece mediado por el relato de los periodistas. En cambio, en las informaciones más pequeñas, que dan cuenta de delitos menores, el discurso de la fuerza aparece de forma más directa y allí se filtra la mirada policial, que es sumamente anecdótica. Es ahí donde me interesa profundizar para conocer el punto de vista de la institución. Allí emerge con más claridad la ideología policial, que internamente impone el espíritu de cuerpo, una concepción que, por ejemplo, sirve para justificar las represiones a trabajadores organizados. Es una construcción muy artificiosa, en la que se nota mucho argumento e historia y también la utilización de una jerga eufemística fuertemente legitimadora.
–¿Esa construcción interna es la que va a justificar la represión que se aplica después del golpe militar del 6 de septiembre de 1930, que derrocó a Hipólito Yrigoyen?
–Sí, comienza con Uriburu, pero se consolida merced a una reforma que se lleva a cabo durante el gobierno de Agustín P. Justo, que surge mediante el fraude electoral, en 1932. Se le otorga a la policía la potestad de aplicar edictos que se emplean para ejercer la represión. Ahí se nota cómo las normativas urbanas se utilizan para desarrollar un férreo control social. Y eso va a perdurar a través de las décadas posteriores.
–¿Es entonces cuando aparecen las cooperadoras policiales?
–Es así. Es a través de las cooperadoras y las colectas que se financia el costo de esa reforma policial. La Bolsa de Comercio de Buenos Aires y diversas cámaras empresariales contribuyen con grandes sumas para equipar a la policía de la Capital. Es una reacción frente a los grandes atracos a bancos y robos a los pagadores y la creciente conflictividad obrera. Pero también se producen colectas en los barrios para dotar de más personal a las comisarias. Eso nos demuestra que la sociedad no es un sujeto pasivo frente al poder coercitivo del Estado. Hubo en los ’30 mucha represión, pero también muchos pedidos para que la represión se ejerza.
–¿Cuesta mucho acceder a los archivos policiales?
–Realmente. Diría que es más sencillo para un historiador acceder a material sobre la época colonial que a la documentación que atesora la Federal, que es una fuerza muy celosa de resguardar su pasado. En Argentina, es muy difícil construir una histografía sobre la policía, es algo que también se verifica en otros países. Así y todo, vale la pena el esfuerzo. El relato policial dice mucho sobre la organización social que lo produce.
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