lunes, 21 de enero de 2013

No habrá ninguno igual


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TINTA ROJA


Injustamente olvidado, desconocido por las nuevas generaciones, Emilio Petcoff fue un maestro del periodismo. Aficionado a la ginebra y a la noche, contó el mundo del hampa como pocos. Crímenes, misterio y poesía. 

DOMINGO 11.03.2012 - EDICIÓN N ° 56


Escribe Rodolfo Palacios

El viejo decía que tenía una enfermedad incurable. Una enfermedad que terminaría por hundirlo.

–La sed.

Lo decía con dramatismo, pero remataba la frase a carcajadas. Y bebía ginebra y fumaba y escribía noche y día; más de noche que de día. Culto, autodidacta, periodista de raza, escritor compulsivo, lector minucioso, tipo con cafetín y calle, el búlgaro Emilio Petcoff era capaz de escribir sobre literatura rusa, ajedrez, del ejército alemán, de los tulipanes, de extraterrestres, de los oficinistas hastiados, de los tangueros, las prostitutas, las vedettes que en la temporada de verano en Mar del Plata asomaban firmes y sensuales, de política. En la sección Policiales brilló como ninguno. Murió en 1994. Injustamente, muy pocos lo recuerdan.
Intuitivo, podía descubrir si un asesino mentía o si un cana quería empaquetarlo. Una vez apostó por la inocencia de un marinero yugoslavo acusado de haber matado a una puta en Quequén y no se equivocó. Vivía de noche y se codeaba con los rufianes, pistoleros y malandras del hampa porteña. Ellos le daban la data precisa. A veces dormía en mugrientas pensiones de Barracas y cuando comía salteado se quedaba hasta las cuatro de la madrugada escribiendo en la redacción de Clarín, inventando cuentos para presentar en concursos literarios. No quería la consagración: quería llenar la olla.

Emilio se entregó de cuerpo y alma al primer mandamiento de Roberto Arlt, eso de que cuando se escribe hay que golpear con un cross a la mandíbula y se debe escribir como un loco y en cualquier parte: sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. A Emilio, como a Roberto, Dios o el Diablo se juntaban para dictarle al oído todo tipo de palabras. Dios le pedía que escribiera de los hambrientos que vivían como animales al borde del Riachuelo. El Diablo, en cambio, le pedía sangre. Crímenes aberrantes, misteriosas desapariciones. Una vez, le dictó un comienzo memorable, quizás el mejor comienzo que haya tenido una crónica policial. Con sus dedos largos tecleando la Olivetti, el vaso de ginebra al costado, el pucho moribundo en la boca, el gran Petcoff escribió sobre un descuartizamiento en Caseros:

“Para que un hombre pierda la cabeza, existen variados y probados procedimientos entre los cuales pueden mencionarse la guillotina, la cimitarra o las mujeres, no necesariamente en ese orden. Pero el señor N.N. cuya fragmentación anatómica apareció en un basural cercano al Golfo Club de Caseros parece haberse empeñado en destruir el axioma según el cual un ser humano no puede estar en dos lados al mismo tiempo: no solamente fue hallado en estado de acefalía, sino desprovisto de sectores corporales generalmente considerados útiles”. La nota, titulada “Un rompecabezas”, fue publicada por Clarín en 1980. A Emilio le gustaba jugar al detective. En una época en la que sólo los elegidos firmaban las notas, él prefirió hacerlo con un seudónimo: Fermín Rivas, un sabueso apasionado que tenía la bohemia de un malandra, la melancolía de un poeta y la certeza de un forense.

Petcoff pertenecía a esa especie de periodistas que está en extinción. Tipos que podían convertir un cable en un notón o escribir un tratado de cualquier tema. Tipos que pueden contarse con los dedos de la mano: el alemán Jorge Göttling (“escriban con pasión, carajo”, solía decir); Oscar Cardoso, Juan de Biase, Hermenegildo Sábat, Enrique Sdrech y otros que honran este oficio.

Emilio tuvo dos hijos que siguen sus pasos: Graciela y Emilio. “Emilio contaba historias y esa debe ser la esencia del periodismo”, dice Graciela. Su padre tuvo discípulos talentosos. Uno de ellos es Jorge Fernández Díaz, autor –entre otros libros– de Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán, que reúne casos policiales a modo de folletín. “El primer cuento se lo llevé a Emilio a su casa, y estuvimos tomando un vino barato y hablando de policiales”, recuerda Fernández Díaz, quien en 2007 escribió una columna memorable en La Nación en la que homenajeaba a su maestro en el Día del Periodista: “En una profesión donde todos somos expertos en generalidades y formamos un vasto océano de diez centímetros de profundidad, Emilio resultaba exótico y admirable. No se lo recuerda mucho, pero fue uno de los grandes periodistas argentinos de todos los tiempos”.

Amílcar Romero también recuerda a Petcoff con nostalgia. Lo define como un cronista de Indias. “Una vez me dijo para la memoria que la gran diferencia entre el periodista y el policía es que el primero pregunta en libertad. Volví a verlo en 1984, un amanecer tenebroso, cuando me sacó del hotelucho la voracidad de las chinches. Tenía el torso hecho un estropicio porque había tenido que dormir vestido debido  al frío y lo magro en materia logística de la casa comercial en cuestión. No había amanecido y lo único abierto era uno de esos bolichones tan típicos de las estaciones terminales. ¿Quién estaba adentro, las solapas levantadas de un sobretodo de tweed que había sobrevivido a las Guerras Médicas, frente a un farol de ginebra pura que producía cirrosis de sólo mirarlo? Él”.

El genial Emilio publicó pocos libros. incluso decenas de sus manuscritos se perdieron en el tiempo y son inhallables, como los misterios que trataba de desentrañar su alter ego Fermín Rivas. En los años 50 publicó dos novelitas policiales para la colección Rastros: El lobisón y La torre de los suicidas. En ésta última, al referirse a un asesino, escribió: “Jamás olvidaré la sonrisa ensoberbecida, la locura sádica que iluminaba sus ojos al acercarse al animal. Lo veo inclinarse lentamente, asir a Micky con ambas manos hasta levantarlo a la altura de sus rodillas, y apretar despiadadamente la garganta. Mientras los estertores conmovían al frágil cuerpo y aquellos ojos –ojos terroríficos de gato– se proyectaban como dos vidrios llameantes fuera de sus cuencas. Tony reía.

Recuerdo esa risa cascada, irregular, como el viento azotando una montaña, y que al infortunado Micky debe haber acompañado hasta el cielo gatuno”.

De Petcoff hay cientos de anécdotas y leyendas. Una vez escribió un artículo que indignó a uno de los involucrados. La cuestión es que el tipo se presentó con un chumbo en la redacción de Crónica. Subió las escaleras y se paró frente a Petcoff, que escribía como un loco con un vaso de ginebra al costado y el pucho en la boca. El tipo apoyó el chumbo en el escritorio pero Petcoff siguió perdido en las teclas y en una pila de papeles. El tipo esperaba una reacción. Petcoff levantó la vista, sin dejar de teclear, sin sacarse el pucho de la boca, y lo miró con indiferencia. Fue suficiente como para que el tipo olvidara la amenaza y se fuera cabizbajo, en un silencio escandaloso. Emilio siguió escribiendo como si nada.

Fuente: http://elguardian.com.ar/nota/revista/515/no-habra-ninguno-igual


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