lunes, 28 de enero de 2013

El enviado y el curandero




Los asesinatos de Charles Manson y del Tata Dios, replicadas como hologramas en el espejo del siglo

DOMINGO 11.03.2012 - EDICIÓN N ° 54

Los asesinatos de Charles Manson y del Tata Dios, replicadas como hologramas en el espejo del siglo. Sectas familiares, hippies, gauchos salvajes y matanzas apocalípticas. La cinta de Moebius, al servicio de la criminología.

Escribe Javier Sinay
 
“Exultará el justo cuando viere la venganza, y sus pies lavará en la sangre del impío” (Salmos, 58:10).
 
El Enviado los juntó en el campo, en la noche del desierto, y predicó para ellos por última vez. El sermón los estremeció: el día del Juicio Final había llegado y las fuerzas de la naturaleza pronto barrerían con todo. Un diluvio acabaría con la ciudad y una guerra civil entre hermanos transformaría los paisajes. Pero las almas de los elegidos que iniciaran el proceso vivirían una vida que sería todas las vidas juntas, morirían y renacerían. No debían, por eso, temer a sus enemigos ni detenerse ante el espectáculo dantesco que estaban llamados a provocar: en el medio del campo, en la oscuridad, el Enviado así les habló.
 
“Ya es hora de Helter Skelter”, continuó. Uno de los miembros de la Familia había sido detenido dos días atrás por la policía de Los Ángeles, acusado por el homicidio de Gary Hinman, a quien había torturado durante dos días para llevarse el dinero de una herencia. El propio Enviado, llamado Charles Manson, también había estado presente allí, y le había rebanado una oreja al tipo. Luego de matarlo habían escrito en la pared “Political pig” con su sangre: pronto habría de comenzar la guerra entre hermanos, ese Helter Skelter que los Beatles acababan de cifrar en el White Album. (A una señal, provocada por los crímenes, blancos y negros habrían de chocar en un país agobiado por los prejuicios raciales. Luego de la victoria, la secta de la Familia gobernaría los destinos de los negros, victoriosos pero desgastados en la guerra civil). “Ya es hora de Helter Skelter”, repitió Manson en el Spanh Ranch, el polvoriento campo donde se ocultaba la secta. Una docena de hippies –algunos muchachos que no querrían ir a Vietnam y varias mujeres confundidas con el Verano del Amor- lo escuchaba hipnotizada. A pesar de su mirada irreal, sabían perfectamente a qué se refería el gurú en la noche del 8 de agosto de 1969.
 
Y los enfermos lo veneraban como se venera a un santo. Quinientas personas habían montado un enorme campamento –una romería que recordaba las marchas hacia el Paraguay en una guerra que había concluido pocos meses atrás- alrededor de su “hospital”, un rancho de adobe en los contornos de la estancia del alcalde de Tandil. El curandero echaba mano a un recetario de tradiciones alejadas al saber citadino: curaba con hierbas, con ungüentos, con retazos animales, con oraciones y con plegarias. Su barba blanca caía hasta su cintura; su poncho, hasta el piso. Nombraba por igual a la Virgen María y a las deidades de la tierra. A él, que se llamaba en realidad Gerónimo Solané, lo conocían por Tata Dios, o simplemente por San Gerónimo.
 
Con ánimo de matar partieron juntos en los dos extremos del mundo, al inicio y al final del tiempo. Sólo la ventisca nocturna del campo los conoce, y luego la historia. Si un objeto que se desliza sobre una cinta de Moebius mirando hacia la derecha aparece mirando a la izquierda al dar una vuelta completa; si un hombre sufre un accidente en moto y luego sueña varias veces con la selva y con los aztecas y con el sacrificio, hasta que se da cuenta de que él es, en realidad, el prisionero que pronto morirá y de que el accidente es la alucinación; si dos caballeros cargan contra un dragón enorme, fogoso y horrible, y fallan porque no ven que el dragón es una locomotora que viene hacia ellos echando humo; si las escaleras llevan a ningún lugar más que a sí mismas y “convexo” y “cóncavo” son palabras carentes de sentido en un espacio alterado; entonces Julio Cortázar, Ray Bradbury y Maurits Cornelis Escher también son intérpretes válidos para los crímenes de Tata Dios y de Charles Manson, replicados como hologramas en el espejo del siglo.
 
Más de treinta gauchos toman por asalto el cuartel del juzgado de Tandil en la noche del 1° de enero de 1872: se llevan las armas y se lanzan en busca de los extranjeros, a quienes saben masones corrompidos y enemigos de la religión. Con lanzas de caña tacuara rematadas en tijeras afiladas, con sables y con carabinas, y con una divisa punzó que hace de amuleto arremeten contra todo gringo a la vista, regando de sangre europea la tierra. No se olvidan, tampoco, de cortar las líneas de teléfono cuando entran a la casa de 10.050 Cielo Drive, en Beverly Hills. Sigilosos, sorprenden a Sharon Tate y a sus amigos, que charlan después de cenar. Nunca los han visto, pero intuyen que tienen algo que ver con el inquilino anterior de la casa, a quien han conocido a través de Dennis Wilson –el baterista de los Beach Boys-, y a quien quieren sacarle todo su dinero porque les dijo que les iba a grabar un disco y no cumplió. La sangre se derrama en poco tiempo y sus aullidos no sirven para nada: al peluquero Jay Sebring lo liquidan con un disparo y siete puñaladas; al guionista Wojciech Frykowski, con 51 navajazos; a su novia Abigail, con 28 puñaladas. Otra orgía se da en el almacén del francés Jean Chapar, a cinco leguas del pueblo, donde pasan a degüello bárbaramente al dueño, a su familia (con un bebé de cuatro meses) y a quienes casualmente duermen allí: son dieciocho víctimas. Sharon Tate es la última. A ella tampoco la perdonan. La hermosa actriz que ostenta un embarazo de ocho meses y medio piensa en su marido, el director de cine Roman Polanski, que filma en Londres una película de terror no tan horrible, y pide llorando que al menos le dejen tener a su hijo, pero es acuchillada por Susan Atkins y por Tex Watson. Su cuerpo panzón yace sobre la alfombra cuando escriben “Pig” en la pared, con su sangre. El gurú –que no participa de la matanza- les ha pedido que dejen algún mensaje para iniciar cuanto antes la guerra. (Al día siguiente insisten, matando al empresario Leno LaBianca y a su mujer, Rosemary: sobre el abdomen de él trazan “War” y con su sangre escribiren en las paredes “Rise” y “Death to pigs”, y “Healter Skelter” en la puerta de la heladera). Con el alba, otros diecinueve cadáveres son hallados en Tandil.
 
Sorprendidos ante la persecución de las tropas, los gauchos asesinos se entregan y cuentan de Tata Dios, que tampoco ha estado presente en los crímenes. Cinco días después, una mano anónima acaba con su vida cuando dispara varias veces al interior de la celda que ocupa. Charles Manson, en cambio, es capturado con la delación de una pandilla de motociclistas. En 2011 le concede una entrevista a la revista Vanity Fair. Como en aquellos años hippies, Manson no dialoga, sino que predica: habla del amor, de la cruz y de la ecología. Y en un momento de entusiasmo cuenta que sus compañeros latinos de la prisión de Corcoran le han enseñado a decir algo en español: “La mala hierba nunca muere”.

Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/514/el-enviado-y-el-curandero

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