lunes, 14 de enero de 2013

La máquina de matar



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TINTA ROJA



El caso de Francisco Antonio Laureana es un misterio de la historia criminal argentina. En 1975, violó a 15 mujeres y asesinó a 13. Gozaba con el sufrimiento ajeno. Su coto de caza era San Isidro. Murió baleado por la policía. 

MIÉRCOLES 28.03.2012 - EDICIÓN N ° 57



Escribe Rodolfo Palacios
rpalacios@elguardian.com.ar

Francisco Laureana es casi un desconocido para la historia del crimen argentino. Nunca fue miembro de la galería siniestra sólo reservada para unos pocos psicópatas perversos: El Petiso Orejudo, Carlos Eduardo Robledo Puch y Yiya Murano, sólo por mencionar al podio de la muerte. Probablemente, Laureana nunca buscó llegar a ser tristemente célebre. No mataba para aparecer en los diarios. No, el tipo mataba por placer. Era un killer de manual.


 –Gorda, cuidate. Y que los nenes no anden solos por la calle.


Eso decía el sátiro cuando salía de su casa. Él iba a buscar víctimas, pero antes de irse se preocupaba por los suyos. Por su esposa y sus tres hijos. Mientras cerraba la puerta, insistía:


–Que los nenes no salgan. Andan muchos degenerados sueltos. Chau.


Pero el buen padre que jugaba con sus hijos era un perverso incurable. Decía que trabajaba como artesano pero en el fondo era un siniestro asesino: en 1975, violó a quince mujeres y mató a trece. Las sometía con una fuerza descomunal que las inmovilizaba. Luego las estrangulaba o las mataba a tiros. A la mayoría la violaba. Su sed de mal no se agotaba: siempre quería más.


El experto forense Osvaldo Raffo no duda: Laureana era un asesino serial de acá a la China. “Al igual que los típicos psicópatas estadounidenses, este muchacho se quedaba con souvenires de sus víctimas, como cadenitas y pulseras, que guardaba en una caja. No sería de extrañar que sintiera placer al recordar sus crímenes y mantener en su poder las pertenencias de las mujeres que mataba”, recuerda a más de 37 años de haberle hecho la autopsia.


De Laureana siempre se supo poco: que era un hombre parco, que le gustaba pasar los semáforos en rojo con su Fiat, que había sido seminarista en Corrientes y que era artesano. De su época de religioso se dice que intentó violar a una monja después de atarla con una soga. En San Isidro vendía aritos, pulseras, gauchitos de madera, caballitos y collares.


Después de cometer uno de los asesinatos, Laureana le disparó a un hombre que lo había visto mientras huía por el techo de una casa. Ese testigo fue clave para confeccionar el identikit del asesino. Un identikit que sorprendía porque era idéntico al criminal.


–Jamás me voy a olvidar de la cara de ese tipo. Jamás.


Eso dijo el tipo cuando los policías de San Isidro le preguntaron si recordaba al hombre que había intentado atacarlo, el testigo no dudó:


Antes que la descripción de su rostro anguloso, sólo se sabían pocas cosas del asesino: era bajo, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde. Era un tipo muy puntual. Tenía 35 años.

La cacería del lobisón no fue sencilla. Los detectives tuvieron que agudizar el ingenio. Le pusieron varios anzuelos: mujeres policías con peluca rubia o tomando sol en piletas. Porque el sátiro solía atacar a las mujeres que se bronceaban acostadas en las terrazas. Sin embargo el chacal seguía haciendo de las suyas, aunque su último ataque no llegó a ejecutarse:  una mujer y una nena que estaban por ser atacadas por Laureana se salvaron porque justo cayó la policía. Una vecina que lo vio entrar por una ventana llamó enseguida a la comisaría del barrio.

Pero el degenerado pudo escapar. La policía lo buscó día y noche. Cualquier hombre parecido al identikit era requisado o demorado en la comisaría. Al final, los sabuesos de la Brigada de Investigaciones de San Martín lo vieron cuando caminaba por las calles de San Isidro con un bolso colgado del hombro.


–¡Laureana! –le gritó uno de los uniformados...


El hampón no respondió: comenzó a correr. Según las crónicas de la época, empezó a correr y desenfundó un revólver que empezó a disparar en varias oportunidades. Pero esa versión oficial es dudosa. Sobre todo en una época donde las páginas de los diarios estaban llenas de falsos procedimientos, inocentes abatidos por la policía y el típico tiroteo que no era tal: al abatido se le plantaba un arma para fingir el enfrentamiento.


La cuestión es que la versión oficial dijo que los policías hirieron en un hombro a Laureana, que escapó malherido. Luego apareció en un baldío, después de que un perro callejero lo viera escondido entre bolsas de basura y le mordiera el brazo. “La hiena nos disparó otra vez y por eso le dimos muerte. Fueron varios disparos porque era duro como el acero. Parecía invencible”, declaró en ese entonces, con inocultable exageración,uno de los policías que participó del operativo.


Su final le llegó el 27 de febrero de 1975. “Con el auxilio de un perro y luego de dos tiroteos, matan en San Isidro al sátiro que en sus fechorías nocturnas asesinó a 15 mujeres en seis meses”, fue el extenso título del artículo que publicó el diario La Nación. En el bolso de Laureana encontraron  una pistola calibre 765, una Beretta, un revólver 32 y un pistolón calibre 14. En el baldío donde llegó a esconderse encontraron dos gallinas degolladas. “Su pulsión por matar era tan incontrolable que ni esas pobres gallinitas se salvaron”, dijo una fuente policial.  


Cuando se enteró de la vida oculta de Laureana, su esposa entró en estado de shock. Cuando los policías le mostraron el artículo de la sexta de La Razón, que daba cuenta del tiroteo en el que murió abatido su marido, sólo atinó a decir: “Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía”. Los policías le palmearon la espalda a la mujer y prefirieron callar.


Raffo define a Laureana como un error de la naturaleza, un ser ajeno a la sociedad. Un monstruo que alguna vez pasó por este mundo. “Era obsesivo y atacaba siempre a la misma hora. En una bota que encontraron en su casa guardaba los objetos que les sacaba a las víctimas. Era un fetichista. Le gustaba volver a la escena del crimen para gozar y rememorar. Fue un caso único en la historia policial argentina”. El viejo Raffo conserva la foto en la que aparece sosteniendo a Laureana. El asesino parece vivo. Pareciera que mira con ojos saltones a la cámara, acaso sorprendido por su triste final. Porque en el fondo su última cara, una máscara grotesca, no es de terror, ni de dolor, ni de espanto. Es de asombro. Un asombro espectral.


 Fuente:http://elguardian.com.ar/nota/revista/551/la-maquina-de-matar






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