viernes, 31 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/7



Miguel Angel Molfino

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Séptima entrega

RESUMEN: Una pista se abre para Fariña: visitar el bar “Las flores del Mal”, buscando a un tal Baygón. El escritor Martin, tras beber toda la tarde en casa de Fariña, se duerme borracho y el inspector de seguros debe salir solo hacia al bar. Allí conoce a una mujer encantadora y a un yuppie coleccionista de arte. Hasta que llega el famoso Baygón.

Clavé la vista en la mesa que ocupaban Baygón y los percherones. Al hacerlo, me enteré de mi cansancio. No daba más. Venía de una madrugada solitaria de whisky y tabaco, me había despertado Billy Jensen con sólo cuatro horas de mal sueño, descubro un cadáver en su mansión, cuando lo trasladamos  en su Land Rover nos interceptan unos tipos armados, me golpean y me desmayan. Billy, la camioneta, el sarcófago conteniendo el cadáver y los tipos se evaporan como un gas, zafo de la cana, me encuentro con un escritor de novelas policiales, dice que es el novio de la muerta (pero él no sabe que ya es un angelito más en el cielo), bebemos ron en mi casa, el escritor es noqueado por el 7 Años, al rato tomo dos generosos scotchs en el antro, aparece una criatura de sofocante belleza, se me escapa, cae a la barra en la que estoy bebiendo un yuppie coleccionista de arte y tras cartón, irrumpe en la noche, el señor Arzac alias Baygón y se acomoda en una mesa con los tres percherones forrados en trajes caros y brillosos mientras Madredeus me adormece con sus canciones tristes. Como decía el Gordo Améndola: Mal día para dejar la droga. Me imaginé viajando vertiginosamente en una ambulancia, con suero, oxígeno y desfibrilador listo, rumbo al Argerich. Pero no. A los cuarenta y ocho años, morir todavía da fiaca.
Ya había localizado a Baygón, sabía dónde encontrarlo y eso sería otro día; me sentía un sachet de leche y empecé a bostezar como el león de la Metro. Cuando salí a la calle, caía una agüita helada que cortaba la cara. Tomé un taxi. Entré al edificio de mi departamento en dos zancadas y el olor tibio de las sopas, milanesas, bifes y tucos cocinados esa noche en los hogares del edificio, me hicieron saltar unas lagrimitas emocionadas. Agradecí al Big Bang o a quien corresponda tanta simple ternura. Subí al ascensor silbando “Gracias a la vida” en tanto escuchaba que unos pasos apresurados bajaban por la escelera..
 Pero, la paz, en el mundo, suele durar muy poco.
La puerta de mi departamento estaba entreabierta. Un hálito maligno parecía salir del interior iluminado. Tal vez el amigo Don Martin se había despertado y al no hallarme, se marchó. Yo hubiera hecho lo mismo. Pero jamás hubiera elegido quedarme en las condiciones en que se encontraba.
Con el cuerpo semicaído del sofá, acribillado a balazos, Don Martin me observaba con los ojos desorbitados, como si la visión de la muerte lo siguiera espantando. Me acerqué lentamente, No hacía mucho que lo habían baleado: el orificio de la yugular aún bombeaba rítmicamente chorros como un geiser de sangre. ¡El tipo que recién bajaba la escalera, claro!, pensé, ese tipo era el asesino, seguro, me escuchó llegar y decidió huir  para evitar cualquier encuentro desagradable.
Le faltaba el 38 en la cintura. Daba la impresión de que lo habían golpeado antes de liquidarlo. Dos dientes se disimulaban entre los pelos de la alfombra. Su celular estaba junto a su mano. La pantalla iluminaba un mensaje: Dónde está tu amiguito Jensen…Ya te voy a visitar y me lo vas a contar, gordito, y te va a doler…
Lo de Gordito no me gustó nada, el resto, menos. Marqué al 911 y Borré el mensaje. Estaba en problemas. Un raro impulso me llevó a quitarle al muerto  la reserva del vuelo, su pasaporte y el papel con los datos de Panamá. En cinco minutos, la sirena de la policía despertaba los gorriones ateridos de los árboles nocturnos y yo salía huyendo hacia la terraza. Ya allí, salté a la azotea del edificio vecino. Mi amigo Ferruccio vivía en la planta baja: toqué el timbre y me atendió despeinado, en pijama, dormido y rascándose la entrepierna con fruición. Me hizo pasar. Eran casi las cuatro de la mañana. Le pedí que me dejara dormir en su casa hasta el amanecer y en el desayuno, le explicaría todo. Hecho un zombie, me tiró una frazada sobre el sofá, farfulló algo y regresó a su cuarto. Dormí de un tirón hasta las nueve. Me duché y recuperé algo de mi juventud perdida. Ferruccio ya se había ido a la oficina y en la cocina junto al mate listo para ser cebado, había dejado una nota. Te veo a la tarde. ¿Qué mierda te está pasando? El frío había traído una epidemia de notas y mensajes, evidentemente. Y de muertos. Traté de comunicarme con Billy Jensen pero mi celular se había quedado sin batería.
Mientras mateaba y fumaba mi último cigarrillo en la cocina, se me dio por razonar sobre mi decisión de viajar a Panamá.¿Por qué y para qué? Tenía una corazonada. En Panamá estaba la clave de esta caja negra de misterios y cadáveres. Viajaría con los papeles de Donato Martínez y entonces, se imponía visitar a mi amigo el Talibán, uno de los mejores falsificadores de América Latina. O por lo menos de la zona sur del Gran Buenos Aires. Luego tendría que visitar la caja fuerte de Jensen, si la policía todavía no había clausurado la casa. Me quedaban pocas horas para tomar el vuelo.

CONTINUARÁ…




viernes, 24 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/6

Miguel Angel Molfino

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Sexta entrega

RESUMEN: Leo Fariña y el escritor Don Martin llegan a la mansión de Jensen en busca de la carta que pidiera por teléfono. No existe tal carta pero sí Don Martin encuentra una esquela con una sugestiva anotación. Esto los llevará a husmear en un sofisticado bar de San Telmo. A punto de salir, Fariña recibe una llamada de Billy Jensen.

-    ¡Hola Billy! – dije.
-    No tengo mucho tiempo. En la caja fuerte del escritorio hay dinero, sacá algo porque lo vas a necesitar. La clave de la caja es 2542…
-    Ok, pero ¿estás bien?
¡Clic!
Abrí la caja fuerte. Era pequeña, profunda y atiborrada de pesos, euros y dólares. Un paraíso. Tomé dos mil pesos.Y salí rumbo al bar.
La fachada negra presentaba una gran puerta colonial: era el acceso a un mundo de tinieblas rojas. A un costado de la puerta, un cartel de cerámica reproducía a un tipo de cara abúlica, vestido a la usanza de fines del siglo XIX. Debajo, en pequeño, se leía Baudelaire.  Imaginé que sería el jardinero de “Las flores del Mal – Ajenjo & Co.” Así era la cosa. Entré. Una extraña música cantada hacía más difícil la vida en ese lugar. Después me enteraría de que estaba escuchando “Einstein on the beach” de Philip Glass. Minimalismo puro, me dijeron. Pedí un Vat 69 en la barra iluminada de azul. El gran espejo me replicaba y me hizo dar cuenta de que estaba fumando y que llevaba una cara ajada y ojerosa. Había poca gente, en su gran mayoría vestida totalmente de negro; pálida y refinada gente minimalista (me avisaron después). Entre la tiniebla roja se hizo visible una morocha sinuosa y de ojos afilados. Dolían. Se acomodó a mi costado y pidió un gimlet. Me miró con descaro, mi aspecto no hablaba bien de mí, lo sabía, pero le devolví la mirada. El barman parecía conocerla porque intercambió unas frases banales que la situaban como habitué. A los cuatro minutos estábamos charlando. Se llamaba Elaine Mervielle, era creativa publicitaria y usaba a menudo una risa contagiosa. Bueno, yo me reía de cualquier tontería que ella disparaba. Y cuando creí que mi cerco la estaba encerrando, saludó a una sombra roja y se marchó sin despedirse. Tomé un trago largo del whisky, saqué un cigarrillo y cuando buscaba  fósforos, un encendedor de plata quemó el papel y lo encendió. Dije gracias. El comedido era alto, fornido y joven. Usaba un traje de alpaca azul oscuro, tiradores y una corbata –sin duda- Hermés. Uno de los orificios de la naríz mostraba un imperceptible rastro de un polvo blanco. Ajá, me dije. El yuppie pidió un Rob Roy. Se presentó como Damián Otarduy, bróker de bolsa. Un runner, remató. Me presenté como quien soy y creo que no lo impresioné. En ese instante, repiqueteó el teléfono de la barra. El barman atendió. No sé por qué estiré la oreja. Menos mal. Alcancé a escuchar que el muchacho decía que todavía no había llegado el señor Baygón. Llame en media hora, dijo y colgó. Pedí otro whisky. El bróker sorbía su coctel color sangre, mudo y abstraído. Había cesado “Einstein on the beach” y ahora sonaba la voz de una mujer sufriendo en portugués. Recordé que eso era “Madredeus”, dato aportado por Otilia, una ex tan culta como neurótica.
El bróker, sin decir agua va, me empezó a contar que su hobbie era coleccionar antigüedades. Pensé que el mundo era muy chico. Empecé a sospechar que el famoso Baygón hacía negocios del rubro en ese bar o tal vez era el dueño, y que los parroquianos formaban una especie de cofradía de anticuarios. En general, los asistentes eran jóvenes y parecían inteligentes en sus barbas y anteojos retro, excepto un grupo de tres grandotes que bebían fernet sentados en una poltrona circular. Eran tres percherones a los que la bruma roja de las luces les quedaba perfecta: tres cancerberos del infierno en el jardín de Las flores del Mal.
El bróker prendió su encendedor coincidiendo con la entrada de dos tipos, uno alto y flaco y el otro petisón, muy parecido a Danny Devito. Vestían trajes oscuros, tal vez negros, y el bajo llevaba puesto, por encima, un sobretodo de piel de camello. Se inclinaron sobre la barra, saludaron al barman con un qué hacés, pibe, pidieron una Coca y un gin tonic. El chico de la barra saludó con especial respeto al petiso con un buenas noches, señor Arzac. Cuando tomó con su mano el vaso de Coca Cola, reparé en que sus manos llevaban guantes negros. La mano izquierda se veía muy tiesa: o estaba inutilizada o  era una prótesis.
Los recién llegados se unieron al grupo de los percherones. El joven barman marcó un número y en voz baja dijo:
-    Acaba de llegar el señor Baygón.
El yuppie dejó un billete de cien pesos, dijo adiós y se fue fumando. Llamé con un dedo al barman. Se acercó sin dejar de secar una copa de Martini.
-    ¿ Tenés idea de por qué lo llaman Baygón a ese tipo?
El pibe miró al mitín de grandotes y me deslizó:
-    La verdad, no sé. ¿Será por ese veneno para cucarachas? No sé, amigo, no sé. ¿Usted lo conoce?
-    No, no soy una cucaracha – Le respondí.

CONTINUARÁ…





jueves, 16 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/5

 


Diseño:Adriana Vera
SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE

Quinta entrega



RESUMEN: Liberado Leo Fariña por la policía, recala en su casa. Luego de comer frugalmente decide visitar la casona de Billy Jensen pero un intruso, el escritor de novelas policiales Donato Martínez (que firma su obra como Don Martin.) lo retiene. Dice ser el novio de la bella Antonia. Leo recibe una llamada de Jensen. Le pide que busque una carta. Y se corta la comunicación. Una poderosa moto BMW los lleva a San Telmo.



Cuando encendí las luces Don Martin silbó admirado y dedicó varios minutos en pasear su mirada por los promiscuos objetos de arte. Me llegué hasta la oficina y vi varios sobres sin abrir sobre el escritorio. Me senté y tomé un cortapapeles. El escritor recorría la vasta habitación repleta con la boca abierta. Su asombro era descomunal. Abrí el primer sobre y caí en la cuenta de que no tenía idea de lo que estaba buscando. Marqué al celular de Billy y sucedió lo que esperaba: estaba apagado.

El contenido de los sobres eran catálogos de tiendas, resúmenes bancarios y una tarjeta postal de Praga firmada con amor por un tal Ferdinand. ¡Qué estúpido que soy! –me dije. ¡Hoy las cartas son los mails! Y busqué una computadora con la vista. Allí estaba. Una Vaio negra. Corrí hasta ella, me senté pero lo cierto es que no tenía la contraseña con que Billy Jensen entraba a sus correos. No obstante, metí un dedazo y la pantalla se abrió en la cuenta de gmail de mi amigo. Suelo ser un tipo de suerte. Recorrí el listado de recibidos, sólo eran un puñado y no parecían esconder secretos, pistas o lo que fuere. El vozarrón de Don Martin me llamó desde el templo de las antigüedades. Había hallado sangre. Claro, era la sangre de la bella Antonia, su novia. Él no lo sabía y ni jamás lo sabría. No quería que obstaculizara la investigación con llantos o emociones. Se lo veía muy sanguíneo. Don Martin había extendido su mano hacia mí y me mostraba un pequeño papel celeste manchado de sangre. Lo tomé. Pertenecía a un anotador de un bar del barrio, el logotipo decía “Las flores del Mal- Ajenjo & Co”.Una letra despareja había escrito: “Que el anticuario.no se avive. Avisale a Baygón”. De algún lado me sonaba el nombre del bar, quedaba cerca de la casa de Billy, sobre Carlos Calvo. ¿Éste recado sería la carta que me pidió Jensen? Miré la hora, apenas eran las cinco de la tarde. Le dije al amigo escritor que me pegaría una vuelta esa noche por ese sitio. Yo también, gruñó.

Pasamos la tarde en mi departamento. Faltaban horas para visitar el antro del Mal, la temperatura había bajado y mi departamento en invierno es de hielo. Prendí las hornallas de la cocina y coloqué sobre la mesa la última botella de ron cubano que almacenaba. Un Havana 7 años cálido como una mulata de Camagüey. Empezamos con unos Nescafé aborrecibles, pero era lo que había.

El tal Don Martin me contó acerca de sus novelas, de su afición a los enigmas policiales y admitió que su suerte no había sido la mejor. Mientras, fumábamos. Al caer la tarde, le entramos al ron. Me habló entonces de Antonia, su novia, y lo mucho que la amaba. Un viejo inspector de siniestros no puede evitar el escaneo de su interlocutor. Y no me caían sinceras sus confesiones. Algo no encajaba. Su mirada era esquiva y mostraba un cuello tenso. Cómo se conocieron, pregunté. Que se conocieron en el subte hacía ya dos años. Y que se enamoraron perdidamente. En ningún momento mencionó a Benita, la hermana de Antonia, y yo no se la recordé. Antonia hacía seis meses que había empezado a trabajar de secretaria de Billy Jensen, le atendía ciertos trámites relacionados con las importaciones y exportaciones de antigüedades. Pensé que sería algo muy atractivo revisar la computadora de la difunta Antonia. ¿Dónde estaría esa oficina comercial? El escritor lo ignoraba. Cuando la ventana se llenó de noche y bocinazos, el trasiego del ron había aflojado las palabras de Don Martin. El alcohol quita piernas, decía el Manco Tojo, un ex-boxeador amigo.

A las nueve de la noche, Don Martin se durmió en mi sofá, derrotado por el ron. Antes, le ayudé a quitarse el saco y pude ver el 38 Taurus que calzaba. Revisé sus bolsillos. Además de pelusas, tenía boletos de tren usados, una birome, fósforos, una agenda mínima en blanco y lo que me llamó la atención fue una reserva on line para la compañía Copa Airlines con destino a Panamá y que portaba su pasaporte. Detrás del papel de la reserva se podía leer: “Reserva Hotel Hyatt. Calle 50, zona bancaria (corregimiento de Bella Vista)”. Si se despertaba de la borrachera, su partida sería en dos días.

La cumparsita. Miré el visor del celular, era Billy Jensen. Tenía muchas preguntas que hacerle. También quería explicarme qué diablos hacía yo metido en ese parque de diversiones. Apreté send y atendí.



CONTINUARÁ…










viernes, 10 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/4


Diseño: Adriana Vera

 
Por Miguel Angel Molfino



SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE

Cuarta entrega

RESUMEN: Luego de sortear la pinza policial, la Land Rover es interceptada por un Hummer del que bajan encapuchados armados. Desmayan a Leo Fariña y al recuperar la conciencia, descubre que la camioneta, el sarcófago sumerio y Billy Jensen se han evaporado. Llega la policía y al considerarlo sospechoso, lo detienen y lo llevan a la Comisaría 28 de Barracas.



El Comisario leía desconfiado la tarjeta que le había alcanzado.

BERARDO DÍAZ ARROCHA

Inspector General

ASUNTOS INTERNOS

La tarjetita, en su dorso, traía una frase incontestable para un simple comisario:

FAVOR DE COOPERAR CON EL PORTADOR DE LA PRESENTE, POR TRATARSE DE UN AMIGO PERSONAL. BD.Diaz Arocha

Cinco minutos después respiraba aire fresco. A una cuadra de la 28, en la avenida Caseros, me tomé un taxi. Eran las mil trescientas Hora Zulu, o sea, la una de la tarde. El stress, la resaca y el frío me exigían una ducha caliente, un café doble, algo comestible y si fuera posible, una japonesa querendona. En mi departamento encontraría todo eso, menos la japonesa. Lo único parecido a mi alcance era la china gritona y hepática del super de enfrente. Pero ¿qué diablos le había pasado a Jensen, a su vehículo, a la bella Antonia y a su sarcófago sumerio trucho? Este es un caso para los agentes Mulder y Scully, no me digan que no.

Abrigado con una gruesa y vieja polera, recién bañadito, abrí la heladera. Las tropas que defendieron Stalingrado tenían más víveres que yo: una rodaja de pan lactal, un huevo, un botellón de agua, un pote de Mendicrim tan verde como una colina galesa. Fue, entonces, rodaja de pan lactal con huevo frito a caballo y un vaso de agua. Y cuando me disponía a ponerme el saco para ir a visitar la mansión de Billy, una voz a mis espaldas me llamó por mi apellido. Hacía mucho que no me espantaba oir mi apellido. Giré sobre los talones y me encontré con una cara conocida, aunque no recordaba a quién le pertenecía. Hasta que lo ubiqué en la biblioteca de la memoria: Era Don Martin, el escritor de novelas policiales. En verdad, se llamaba Donato Martínez pero, sagazmente, firmaba su obra como Don Martin. Hasta donde yo sabía, el señor vivía en Colonia, Uruguay, no pasaba de los cincuenta años, vestía un chaleco color caqui de mil bolsillitos, uno de ésos que suelen usar los corresponsales de guerra, bombachas gauchas azules y botas lustradas hasta el encandilamiento.

  • Busco a mi novia, detective…- Dijo mientras mostraba sus dientes de fumador.
  • Más allá de que no soy detective, quién es su novia y por qué tengo que saber su paradero…
  • Mi novia se llama Antonia, Antonia Valle y un pajarito me dijo que usted estuvo hace poco con ella.
  • ¿Antonia es alta, de cabellos castaños, y…
  • Sí, ésa es Antonia –me interrumpió-- ¿Dónde está? ¿Qué hizo con ella? – Un color bermejo le bañó la cara y el cuello.

No le comenté que había sido baleada, le expliqué que la había visto en casa de Billy Jensen, el coleccionista de arte. Pero que yo no había hablado con ella. Se limitó a cambiar unas palabras en un aparte con Jensen. Luego se fue.Noté que Don Martin llevaba en su cintura un riñón pavonado calibre 38.

Sonó La Cumparsita. Era el ringtone de mi celular. Mi alterado y estereofónico jefe me llamaba. Le dije que estaba guardando reposo, que me habían colocado un stent en una arteria coronaria ascendente, que padezco de extra sístole, que no podía hacerme mala sangre ni hacer esfuerzos y mucho menos, escuchar altisonancias como ser: óperas, gritos de jefes, el rugir de La Bombonera, asistir a un recreo escolar, etc. Cortó la comunicación con énfasis.

Pedí perdón a Don Martin. Se acomodó el riñón pavonado, dio la sensación de que lo iba a extraer, y cuando iba a decir o gritar algo, La Cumparsita regresó en mi auxilio. Sonreí y atendí el Nokia. Me sonrojé. Los alaridos de mi jefe se escuchan a varios kilómetros a la redonda. Pero no, no era él. Era Billy Jensen. Me hablaba en voz baja como si estuviera en problemas y que, en un descuido de vaya a saber quiénes, había logrado marcarme. Me pidió que sólo lo escuche y que no lo llamara a su celular. Me dijo que fuera hasta su casa y buscara una carta. ¡Plin!, se cortó. Miré a Donato Martínez (a) Don Martin y le dije que si quería seguirle la pista a su novia, debía acompañarme a la casona de Jensen. Allí había una carta que Billy necesitaba encontrar. Quedé distraído mirando la ventana sucia.

  • ¿Qué esperamos?- Dijo el novelista.
  • Pedir un radio taxi – dije.
  • ¿Un taxi..? Nooo! – sígame.

Don Martin se abalanzó sobre las escaleras de mi edificio. Las bajó tan rápido como un miembro del SWAT. Ya en la vereda, montó en una BMW K 1200. Parecía un toro de lidia metálico a punto de embestir. Subí atrás y me acurruqué contra la espalda del escritor . Pensé en Mamá y en sus consejos. Y salimos disparados dejando atrás nuestras auras, almas y todo lo inmanente que no nos aporta nada cuando uno vuela a 200 kilómetros por hora sobre una moto.



CONTINUARÁ…








jueves, 2 de mayo de 2013

Saluda a la muerte de mi parte/3

Por Miguel Angel Molfino


 

SALUDA A LA MUERTE DE MI PARTE
Tercera entrega


RESUMEN: Luego de hallar el cadáver de Antonia, la bella hermana de la asistente de Billy Jensen, su amigo Leo Fariña lo ayuda a colocarlo en un sarcófago sumerio a todas luces trucho. Deciden deshacerse de él sin dar cuenta a la policía. Cuando se trasladan con el sarcófago en la Land Rover de Jensen, se topan con un control policial.


Una vez que Billy estacionó la Land Rover, el policía se asomó a la ventanilla de su lado, saludó, lo miró detenidamente y luego reparó en mí. La tiesura de mi amigo más su aspecto aristocrático impresionó al policía. No era para menos. La ausencia total de gestos, la palidez, su mirada clavada en el infinito, su insolente naríz aguileña y la flamígera robe de chambre, dotaban a Billy Jensen de un misterio poderoso que el agente, un plebeyo, no deseaba molestar. Volvió a mirarme. Fue entonces que le dije que estábamos apuradísimos, mi amigo se está infartando en este momento y nos quedan pocos minutos para detener el síncope en un hospital.
El policía me preguntó: ¿Y por qué no maneja usted?
Pensé un par de segundos y le dije: Es que no sé manejar.
Dejamos atrás al oficial y Billy aceleró. Doblaba y doblaba esquinas de un modo frenético. ¿Adónde vamos, Jensen?, le pregunté. A mi depósito, musitó. El adoquinado hacía saltar el sarcófago, los ruidos que provenían de su interior recordaban que había un cadáver adentro. Pensé en lo qué haríamos con el cuerpo ya en el depósito ¿tendría un refrigerador? ¿pensaría descuartizarla? Mmmm…no le veía carácter de carnicero. ¿Pero qué carajos pasaba en realidad? Estaba metido hasta las amígdalas en un asesinato, en una camioneta adornada con una bonita muerta y en manos de un amigo cuya mayor cualidad es la cobardía. En el medio había un alfanje turco ensangrentado y una pistola desaparecida. Sóno mi celular, salté como una liebre espantada. Billy, del julepe, frenó en seco a mitad de la cuadra, logrando la atención de un verdulero y toda su clientela. Hasta los kiwis tenían los pelos de punta.
Era mi jefe. Con absoluta soltura me carajeó, qué dónde me encontraba, que por qué no había avisado que faltaría, que me esperaban para inspeccionar un siniestro, en fin, el tipo no tenía la más pálida idea de que su inspector estaba metido en un quilombo de órdago. Colgué después de decirle que al despertar, tuve un principio de infarto y que me hallaba en manos de los médicos. Me pregunté por qué en ese día lo único que se me ocurrían eran excusas cardiovasculares.
Una nueva frenada me llevó a golpearme la frente en el parabrisas. Un Hummer negro nos había cortado el paso mientras Billy Jensen gritaba influenciado por la ópera Sigfrido de Wagner. De la enorme camioneta descendieron unos tipos vestidos con mamelucos azules y armados como para un largo combate. Llevaban pasamontañas tejidos y guantes colorinches. Me arrancaron de mi butaca y me triplicaron el dolor de cabeza que ya traía con un culatazo. Caí de bruces, veía sombras, todo era gris y luego todo fue negro. Lo último que escuché fue la voz indignada de Billy quejándose que le habían desgarrado la robe. Creo que dijo que le había costado mil dólares. Y me dormí en la sopa negra del dolor.
Dedos en mi yugular, voz que dice está vivo, zapatos de charol bastante usados, chatitas femeninas color calipso, perro lanudo y sucio olfateándome, el olor inconfundible del miedo, el dolor nauseabundo circunvalando mi cabeza. Me incorporé rodeado por curiosos que me miraban como si fuera un cosmonauta ruso perdido en una calle de Barracas.. El perro lanudo y sucio empezó a ladrarme. Todo mal.
Pero lo peor estaba arribando: un patrullero de la Federal estacionó a pasos de mi triste figura. ¿Y quién bajó primero? El policía de guantes negros que nos había detenido en la pinza cuadras antes. Recién en ese momento me di cuenta que la Land Rover, el sarcófago sumerio y Billy Jensen se habían evaporado.
  • Oiga –me dijo con tonito incrédulo--¿ Usted no acompañaba a un amigo que se estaba infartando?
  • Sí…claro, soy el mismo.
  • ¿Y qué le pasó?
  • ¿A mi amigo?
  • No, hombre, a usted…qué le pasó.
No sabía qué decir, qué hacer, qué mentir. El otro policía ya se hallaba junto a mi viejo conocido de guantes negros. Si algo me tira de sisa en este mundo, son los malditos policías. Mi viejo conocido de guantes negros había estacionado su mirada buscando tal vez una respuesta abstracta.
  • ¿Y dónde está su amigo el infartado? – insistió, agregando más pimienta a mi angustia.
  • Es lo que me pregunto yo también, oficial, al parecer se lo llevaron con camioneta, cadáver y todo…-me quise morir. Dije cadáver.
  • ¿Cadáver? ¿Dijo cadáver?— Mi viejo conocido de guantes negros daba la impresión de que había descubierto un yacimiento de oro. O que había duplicado su ración de anfetaminas. Se había puesto exultante. Olió carne muerta y como a todo policía, se le despertó el hambre.
Los curiosos se fueron alejando. Sólo quedaba el frío, la calle gris, el par de policías y mi cara cada vez más y más sospechosa.


CONTINUARÁ…