Por Gastón Intelisano
Capítulo 1
El
sábado dieciséis de mayo aún estaba oscuro cuando estacioné frente a la Morgue
Judicial. Faltaban pocos minutos para las seis de la mañana, la calle Viamonte
estaba desierta y no vi a otras personas exceptuando a dos barrenderos que
hacían su trabajo. Me encontraba en el interior de mi auto, desayunando.
Terminé de un sorbo el café con leche que había comprado en un Starbucks
cercano que estaba abierto las 24 horas. La bebida caliente me recorrió como un
torbellino descendente que avivó mis sentidos y me sacó de la pereza de la
madrugada. Tapé el vaso vacío y lo puse dentro de una bolsa de papel madera.
Encendí la luz de giro, doblé a mi izquierda y entré en ese edificio centenario
en el que había estado tantas veces y casi nunca por gratos motivos.
El
edificio de la actual Morgue Judicial de la Ciudad de Buenos Aires se había
inaugurado el cinco de julio de 1908, después de que esta fuera creada por la
Ley Nacional 3379 el dieciocho de agosto de 1896. El autor de esta ley había
sido el Dr. Eliseo Cantón, que por entonces era decano de la Facultad de
Medicina. Hasta entonces no existía el edificio que hoy conocemos, por lo que
las autopsias se realizaban en el Depósito de Contraventores, ubicado en la
calle 24 de Noviembre.
“Morgue”
es un término que proviene del francés antiguo. Es un verbo (morguer) que podría traducirse como
“observar”. En cada prisión de Francia existía un lugar con ese nombre en donde
se alojaba a los detenidos; la finalidad de esta sala era que los policías
miraran reiteradamente a los criminales con el fin de recordar sus rostros, su
modo de caminar y sus actitudes.
En las
mismas prisiones había celdas subterráneas denominadas bases geoles, donde eran
exhibidos los cadáveres de personas desconocidas. Como el encargado de llevar
el registro de los muertos era el mismo que vigilaba a los delincuentes, se
extendió la denominación de “morgue” para el depósito de cadáveres.
Me
detuve frente a la garita del guardia y un policía federal de unos sesenta años
me saludó. Ya era la tercera vez que nos veíamos desde que comencé a colaborar
con el Cuerpo Médico Forense de la Nación, siete meses atrás. Mi amistad con el
actual director de la Morgue, el Dr. José Luis Moller, que se construyó tras
una gran tragedia que nos tuvo trabajando codo a codo por más de una semana,
motivó un intercambio de
conocimientos
y experiencia que creí muy útil para mi práctica de cada día en la Policía
Científica de la Ciudad de Mar del Plata, a la que todavía pertenecía.
La
cantidad y diversidad de casos que se veían en esta institución la hacían un
templo del saber para quien quisiera perfeccionarse en el campo de las ciencias
forenses. Por ello no pude negarme ante el ofrecimiento del Dr. Moller para
asistir periódicamente a sus autopsias.
Todos
los fines de semana —y algunos días en la semana, si el trabajo en mi ciudad me
lo permitía— venía a Buenos Aires para acompañar a los forenses en sus casos.
Como retribución por el saber que era compartido conmigo, en esos días asistía
al médico forense en todo el procedimiento: me aseguraba de medir y pesar
correctamente al cadáver, de lavarlo si las manchas de sangre o la suciedad lo
cubrían y no hacían visibles sus lesiones, tomaba nota del color de su pelo,
ojos y el estado de su dentadura.
Observaba
si tenía cicatrices, tatuajes o cualquier “marca particular” —como se las suele
llamar— con las que más tarde podríamos identificar quién fue en vida esa
persona. Etiquetaba con número de caso todos los frascos en los que colocaríamos
las muestras de sangre y tejido que se enviarían a los laboratorios de
Patología y Toxicología y hacía lo mismo con el papel secante circular, similar
a un filtro de café, en el que descansarían varias gotas de sangre para
posteriores determinaciones de ADN.
Ernesto,
el policía, activó el portón, que se abrió con aplomo y provocó un pesado ruido
metálico. Cuando terminó su recorrido y quedó paralelo a la pared lateral, me
despedí deseándole un buen día. Enfilé hacia la zona de estacionamiento del
personal, a la izquierda, pasando antes por la puerta de los laboratorios de
Toxicología y otras dependencias de ese inmenso edificio.
Cuando
bajé del auto me encontré inmediatamente frente a la zona de recepción para los
familiares que tienen que reconocer algún cuerpo que llega a la morgue. Es una
sala simple, con dos filas de sillas enfrentadas y una pequeña mesa en la que
se amontonan revistas que nadie lee. Los viejos azulejos amarillos la cubren de
piso a techo y es un lugar al que muchas veces no quisiera tener que acudir,
porque es allí donde me encuentro cara a cara con el dolor de los que perdieron
a un ser querido.
Desde
que empecé a trabajar con el Dr. Moller me ha tocado presenciar escenas que van
desde el llanto desgarrador hasta silencios sepulcrales que se niegan a
enfrentar la terrible realidad que los ha llevado hasta allí. En una
oportunidad debimos llamar a seguridad porque un hombre nos empezó a gritar con
furia, acusándonos de haber dejado morir a su hijo. Lamentablemente, si alguien
llega a nuestra puerta es porque ya está muerto.
Caminé
por la calle interna y dejé atrás el estacionamiento. En las ventanas de la
sala de autopsias vi las luces encendidas. Solo eso alcancé a ver porque los
vidrios —en una medida por demás acertada— eran esfumados y no permitían ver en
su interior. Llegué hasta la última puerta. A la derecha, en lo alto de la
pared, un simple y viejo cartel rezaba “Morgue”.
Abrí la
puerta alta y vieja y vi que la pizarra, generalmente nutrida de avisos de
cursos y congresos organizados por la facultad, estaba vacía, pero el piso
regado de papeles de distintos tamaños y colores. —El viento —pensé en voz
alta—. Recogí todos los papeles y los pinché en la pizarra con las chinches de
colores que habían quedado fijadas a la superficie de corcho. Pasé por la
pequeña cocina y me encontré a Dante, uno de los técnicos de guardia,
preparando un té. La pava estaba sobre el fuego y el agua comenzaba a hervir.
Levantó
la vista de los papeles que leía en ese momento y me saludó. Me invitó a
sentarme a la pequeña mesa y me preguntó si quería desayunar. No me ofreció
mates porque después de trabajar conmigo estos meses sabía que era una infusión
que yo no acostumbraba a ingerir. Le comenté que había tomado un café mientras
venía en el auto, pero que aceptaba una taza de té. Lo acompañamos con unas
facturas recién horneadas que trajo al llegar (él era el encargado de que no
faltara nada de lo que consumíamos en la cocina y en todo este tiempo no
recuerdo un día en el que faltaran las facturas o el azúcar).
Dante
era un cuarentón simpático, no muy alto, de cabello castaño corto y prolijo.
Sus ojos color almendra eran vivaces y atentos y nada se escapaba a ellos, ni
dentro ni fuera de la sala de autopsias. Llevaba más de veinte años en la
profesión y, aunque no tenía formación forense, podía dar cátedra de todo lo
que pasaba en ese sombrío lugar. Los años que llevaba asistiendo a médicos
legistas como el Dr. Moller lo habían capacitado en el arte de escuchar a los
muertos. Era un lector voraz, con lo que complementaba sus saberes prácticos.
Asistía a cuanto congreso o seminario de medicina legal lo invitaran y además
incentivaba a que los demás integrantes del equipo hicieran lo mismo. “El saber
no ocupa lugar, chicos” era su frase favorita. Según me había contado en una oportunidad,
su anterior profesión fue la de enfermero, hasta que un amigo médico le
comentó
que necesitaban gente con conocimientos básicos de anatomía y “mucha voluntad”
para trabajar en el depósito de cadáveres. El sueldo era sustancioso y ofrecían
una buena obra social. No lo pensó dos veces. No le impresionaban la sangre ni
los olores: esas cosas ya las había padecido como empleado de un ruinoso
hospital público.
Dante
sacó la pava del fuego y colocó el agua hirviente en una taza. El saquito de té
se infló por la temperatura del líquido, luego comenzó a despedir su contenido
y el agua se fue tiñendo de un color rojizo. El platito tintineó contra la mesa
cuando colocó la taza junto a mí.
—¡Gracias,
Dante!
—Tomá
tranquilo que todavía no llegó el doc —dijo, refiriéndose al
Dr.
Moller.
—¿Qué
tenemos para hoy? —le pregunté.
—Mirá,
para empezar, tenemos un caso bastante raro. Es este, el que estaba leyendo —dijo levantando varias páginas impresas en
computadora.
Por lo general
no recibíamos un informe del lugar del hecho, pero en este caso se trataba de
alguien que había estado internado y posteriormente murió. Lo que Dante tenía
en ese momento en sus manos era la epicrisis, el resumen de los datos
importantes de la historia clínica del paciente.
—Hombre
de unos 55 años, que ingresa a la guardia del hospital con mareos,
desorientación…—comenzó a describir Dante— lo hospitalizan y comienza con un
rápido deterioro. Se le realiza una resonancia magnética y se detecta una inflamación
en el cerebro. Le indican una batería de análisis clínicos pero todos arrojan
resultados normales. A los dos días entra en coma y ayer a las 23:30 fallece.
Dante
dio vuelta la hoja y continuó relatando a medida que leía:
—Cuando
los médicos interrogaron a la esposa, esta les informó que su marido había
estado en un viaje de cacería por el interior del país. Los mareos y la
desorientación comienzan hace cosa de diez días. El hijo mayor, que lo
acompañó, afirmó que estuvieron en una zona en la que había todo tipo de
animales y que recuerda al padre quejarse de dolor después de entrar a una
cueva llena de murciélagos.
Al oír
este último dato, una alarma interna sonó en mi cerebro. Los murciélagos son
vectores de la rabia, al igual que los perros, zorros, mapaches y roedores.
Esta enfermedad es producida por un virus con especial apetencia por las
estructuras del sistema nervioso. El ser humano puede contagiarse a través de
una mordida, o por el contacto de la piel o las mucosas con la saliva del animal
infectado. Aun cuando la persona no es mordida, puede contraerse la infección
por inhalación del guano de murciélago.
Aunque
el período de incubación del trastorno puede variar desde dos semanas hasta un
año, siendo lo normal de uno o dos meses, la muerte sobreviene una semana
después si no se trata inmediatamente. Los casos de rabia son muy raros en la
actualidad.
—Apenas
leí la historia clínica hoy cuando llegué, llamé al doctor Moller y le pregunté
cómo procederíamos. Me dijo que esperemos a que llegara para sacarlo de la
cámara refrigerada. Eso me preocupó —dijo Dante, visiblemente consternado.
Yo no
había visto ni un solo caso de un paciente con rabia en toda mi carrera. Ni
siquiera en la etapa de prácticas que realicé en las morgues de la provincia de
Buenos Aires.
Se
escuchó el timbre de entrada y el sonido del portón abriéndose a lo lejos. Unos
momentos después, el doctor Moller entró por la puerta principal y pasó a la
sala de médicos contigua. Dejó sobre uno de los sillones su maletín vetusto y
repleto de papeles y se acercó a la cocina, donde nos encontrábamos.
—Buen
día —fue el saludo para ambos.
El
doctor Moller era un hombre alto, robusto, de unos cuarenta y cinco años,
enfundado en un ambo celeste que era un talle menor al que le correspondía y
que lo hacía ver más inmenso de lo que era. El pelo que alguna vez pobló su
cabeza parecía haber migrado a su pecho y sus brazos, trabajados por años de
gimnasio y por mover cuerpos que oponían resistencia cuando el rigor mortis se
instalaba en ellos.
—¿Así
que tenemos uno de los complicados? —dijo Moller, preocupado, pero sin dejar de
lado su actitud entusiasta.
—Vas a
tener una oportunidad única, Santiago… ¿Ya habías estado en la autopsia de un
paciente con rabia? —me preguntó.
—No, la
verdad que nunca —respondí entusiasmado. En realidad, no sé si era entusiasmo
lo que experimentaba en ese momento.
—¿Vamos
a empezar a preparar todo? Esta no va a ser una autopsia como cualquier otra
—anunció el doctor.
—Estamos
listos —dijo Dante, hablando por ambos.
Me
levanté de la mesa, lavé la taza en la pileta y la dejé escurriéndose en el
secaplatos. Dante hizo lo mismo con la suya y salimos de la cocina.
Nos
dirigimos a los vestuarios en donde teníamos nuestros ambos azules, nuestras
botas altas —que solo usábamos en la sala de autopsias— y nuestras gafas y
escudos faciales. Yo saqué de mi locker un fibrón indeleble negro, una cinta
métrica, una birome negra y un mango de bisturí. Al final del pasillo, una sala
de reciente remodelación agrupaba tres escritorios con dos computadoras de
pantalla plana y tres impresoras láser repartidas entre bandejas con
formularios y protocolos de autopsia. Parecía que lo
único
antiguo que había quedado en esa pequeña estancia eran los pisos cerámicos, de
un amarillo desgastado.
A la
derecha de la puerta interna a esa sala, se encontraba el mostrador de
ingresos, donde los policías o personal de otras fuerzas que concurría a traer
un cadáver realizaban los trámites necesarios para el alojamiento del mismo y
donde se le daba un número de caso.
Desde
hacía algunos meses funcionaba una nueva modalidad de ingreso que se le daba a
cada caso: un sistema informático que al ingresar los datos del cadáver le
otorgaba un numero de caso que se traducía en un código de barras, que se repetía
en cuatro etiquetas autoadhesivas que eran producidas por una moderna impresora
láser, ubicada a la derecha del mostrador. Estos cuatro stickers servían para
identificar a cada cuerpo
y a
todas las muestras que se obtuvieran del él. Se pegaban en la etiqueta anudada
al pie del cadáver, al protocolo de autopsia, al formulario de ingreso y a las
muestras que se enviarían al laboratorio.
Todas
estas etiquetas eran previamente escaneadas por una lectora láser que reconocía
cada caso por medio del código de barras y evitaba posibles extravíos o
equivocaciones.
Saludé
a Mauro, el administrativo del turno mañana, que se encontraba absorto en la
pantalla plana de su computadora. Mauro era un joven estudiante de medicina que
algún día formaría parte del equipo de forenses. Cursaba el tercer año y era
alumno del doctor Moller, quien también era profesor en esa carrera. Al ver el
interés de Mauro por la medicina legal lo trajo a trabajar como administrativo.
Por el momento, era lo más cerca que podía estar de la mesa de Morgagni.
Mauro
no tenía treinta años todavía y su presencia prolija, su cabello rubio corto y
sus ojos azules hubieran sido un regalo para la vista en la mesa de informes de
cualquier institución, pero aquí solo era visto por unas pocas mujeres, todas
ellas médicas, casadas y mucho mayores que él.
Una
pequeña ventana conectaba este cuarto con la sala de autopsias, donde a veces
se entregaban formularios, protocolos o algún otro material requerido desde o
para el recinto principal. Seguí por el pasillo, dejé atrás la sala de
Administración y llegué hasta unos estantes ubicados en la pared izquierda, en
los que había todo lo necesario para el resguardo de las amenazas que nos
esperaban en el inmenso salón contiguo: guantes de nitrilo de color violeta,
cofias, barbijos y delantales de cuerpo entero descartables.
Mientras
nos equipábamos para entrar a la sala de autopsias, el doctor Moller entró en
el vestuario. Se nos acercó y sentándose en uno de los largos bancos de madera
nos dijo:
—Muchachos,
la autopsia que tenemos que hacer es muy peligrosa… Sé que entienden los
riesgos de estar frente al cuerpo que nos espera en la cámara refrigerada... Y
estaré de acuerdo si alguno de los dos me dice que no quiere participar.
Nos
miró alternativamente a ambos, descruzó las manos y las puso sobre sus
rodillas.
—La
apertura del cráneo dejámela a mí, que es lo más peligroso —me dijo Dante.
—Por
supuesto —le respondí, colocándome el segundo par de guantes de látex.
—¿Vienen
los dos entonces? —preguntó el doctor, visiblemente contento.
—Empecemos
—dijo Dante.